«Buenos días, señora, ¿ha sido admitida allí hoy una chica llamada Émilie Vitral.? No sé en qué servicio. ¿En urgencias, a lo mejor?» .
Cada llamada le llevaba entre unos segundos y unos minutos. La respuesta era siempre la misma, excepto por algunas variantes: «No, señor, no tenemos a nadie con ese nombre. ¿Está usted seguro de los datos?» Marc se detuvo en el vigésimo número de la lista. Telefonear a las ciento cincuenta y ocho direcciones iba a llevarle un tiempo infinito. Tenía conciencia de perder unas horas preciosas persiguiendo un indicio bien pequeño: unas sirenas de ambulancias. Podrían haber pasado perfectamente en tromba por cualquier calle en el momento en que Lylie llamaba…
El camarero ya había ido tres veces a preguntarle si deseaba otra cosa. Marc había vuelto a pedir un zumo de naranja, sin convicción, sólo por hacerle esperar. No lo había tocado. ¿Era eso lo que había sentido Crédule Grand-Duc todos esos años? ¿Seguir hasta la obsesión un rumbo que se sabe falso desde el comienzo? ¿Agarrarse a la llama de una cerilla una noche de tormenta?
Marc alzó la mirada hacia el tablón de anuncios de los trenes de salida. Todavía nada indicado acerca de Ruán-París. Todo iba demasiado rápido, pensó, más que demasiado rápido. Esos ruidos de sirenas. Ese sobre azul en su bolsillo que después de todo no tenía más que abrir, a pesar de las recomendaciones de Mathilde de Carville y la promesa hecha a Nicole. Y ese cuaderno, esas confidencias de Grand-Duc, ese suspense incierto que mantenía. Y que lo había enganchado.
Marc vació de un trago su segundo zumo de naranja. El camarero se precipitó, armado con un trapo para limpiar la mesa, esbozando casi una sonrisa de alivio. Como para provocarlo, Marc sacó el cuaderno verde.
Capítulo 34Diario de Crédule Grand-Duc
En 1987, la esclava había alcanzado la suma de setenta y cinco mil francos. ¿Se imaginan? Una fortuna para la época, incluso para una joya de la casa Tournaire. Mi investigación, por su parte, se volvía francamente triste. Ninguna pista nueva, me contentaba con trabajar una y otra vez sobre las antiguas, con leer y releer, diez veces, los mismos informes.
Pasaba algunas temporadas en Turquía, para que no se dijera. El hotel Askoc, el Cuerno de Oro, los vendedores de alfombras, el crepúsculo en el Bósforo, todo el «
Lylie’s Mystery Tour
»; siga la guía. Volví a visitar Quebec, Chicoutimi, casa de los Bernier, una vez, ¡a menos quince grados! Total para nada.Había vuelto a Dieppe, también. Dos veces, creo, una de las cuales con Nazim. Ésos son los buenos recuerdos. Los cuento un poco por eso. Un poco también porque es importante que lo comprendan, para Lylie. Su psicología, quiero decir. Su ambiente, el determinismo, el adquirido y el innato, todas esas tonterías. Les doy todos los detalles para que puedan juzgar por sí mismos. Es importante si quieren formase su propia opinión.
Fue en marzo de 1987. Hacía un tiempo terrible. Según lo que nos había dicho Nicole Vitral, la lluvia y el viento a más de sesenta kilómetros por hora sobre Dieppe no habían cesado desde hacía quince días. No había ni un alma en el paseo marítimo. Nicole tosía al terminar cada frase. Sus pulmones la torturaban al más mínimo esfuerzo.
Nazim estaba feliz. Le gustaba mucho ir a Dieppe. Le encantaba la lluvia. Le gustaba mucho Marc, también, aunque el crío tenía un poco de miedo de él. Nazim no tenía críos, no más que yo. ¡Pero al menos tenía una mujer! La guapa Ayla, con unas formas tan redondeadas como sus kebabs. Nazim, como no podía ser de otra forma, era hincha del equipo de Turquía; ¡durante las eliminatorias del mundial del 86 había perdido ocho a cero contra Inglaterra! «Eso sólo pasa en el futbolín», bromeaba Marc.
Nazim quiso demostrarle a Marc que no era rencoroso, le había llevado una camiseta de Dündar Siz, el extremo izquierdo del Galatasaray, el barrio «galo» de Estambul. El nombre de Dündar Siz seguramente no les diga nada. Intenten traducirlo al francés. ¿Lo tienen? Didier Six. El jugador francés que había tenido que obtener la nacionalidad turca para poder llevar al Galatasaray al título de campeón el año siguiente. Didier Six. ¡Cómo se podía tener como ídolo a Didier Six! Un tipo que había hecho toda su vida el mismo recorte, salida en falso al exterior y quiebro al interior. Sobre todo, un tipo que tiró a las manos del portero su penalti en Sevilla en 1982, en la semifinal del mundial, contra Alemania. Jugaba en el Stuttgart en esa época, el vendido de él. ¡Se ha fusilado a gente por menos que eso!
¡Y va Nazim, cinco años más tarde, y no se le ocurre nada mejor que llevarle a Marc una camiseta de Dündar Siz! ¡La camiseta de un traidor que vive en el exilio bajo un nombre falso! Bonito ejemplo para la juventud. Marc, joven e ingenuo, se puso la camiseta sin hacer preguntas. Normal, no había vivido el 82, la noche de Sevilla, el trauma de toda una generación…
A la pequeña Émilie, por su parte, le importaba un bledo todo aquello. Ese día de marzo de 1987 desafiaba al viento y a la lluvia. Se había puesto un impermeable malva fosforito, con una capucha que le comía la cara, de la que sólo sobresalía el cabello rubio. Llevaba botas del mismo color y saltaba en los charcos de la alcantarilla de la calle Pocholle. ¡Corría detrás de los gatos! Nicole, casi emocionada hasta las lágrimas, me había explicado por qué.
Émilie tenía siete años, seis meses de primero de primaria, sabía leer, y devoraba ya los
Cuentos del gato encaramado
de Marcel Aymé. El volumen rojo. Delphine y Marinette, los animales de la granja que hablan…«¡Los
Cuentos del gato encaramado
! —me decía Nicole, tomándome por testigo—. ¡A los siete años! ¡En primaria! Crédule, ¿se da cuenta?» .Debía de haber menos de veinte libros en su casita de pescadores, y ése era el único libro para niños. ¿Qué relación tenía eso con los gatos del barrio, me dirán? Ya llego. A Émilie le había encantado la historia del gato de la granja que, para joder a la gente, se pasa todos los días durante su aseo con la pata detrás de la oreja, atrayendo indefectiblemente la lluvia para el día siguiente. Semanas de diluvio sólo por culpa del humor del gato y de su mal carácter, hasta que los granjeros deciden desembarazarse del él. y Delphine y Marinette lo salvan in extremis. Deducción lógica para Émilie, si el diluvio se había abatido sobre Dieppe desde hacía quince días, lluvia, viento, granizo y guijarros volantes, era por culpa de los gatos del barrio, que debían de estar pasándose también la pata por detrás de la oreja. Se imponía una única solución: convencer a los gatos del barrio para lavarse de otra manera. Todos los gatos de Pollet. ¡Se imaginan, un barrio de pescadores! Émilie se pasaba horas acercándose a ellos, domesticándolos, explicándoles dulcemente que por culpa suya su abuela Nicole no podía trabajar. Que ellos tampoco, que les gustaba mucho el sol, podían salir afuera para tostarse sobre el asfalto.
Émilie había intentado arrastrarme, así como a Nazim, afuera bajo la lluvia para coger a los gatos. ¡Para darles miedo! Había quienes no la escuchaban. Los salvajes sobre todo.
«Vamos, ven, ¡Credul-Balancín-Balanzul!» .
«¡Vamos, sígueme, Bigotes!» .
Tiraba de nosotros con su manita. Las gotas corrían todavía por su impermeable. Nazim estallaba en carcajadas, pero se quedaba a resguardo con un café delante. Yo también. Sólo Marc, mirándola desde sus ocho años, acababa cediendo para salir bajo el chaparrón. La camiseta turca de Didier Six, demasiado grande, puesta por encima de su abrigo marrón. Empapada, casi transparente.
Tan transparente como Dündar Siz, aislado en el extremo izquierdo del Parque de los Príncipes.
Tal vez se aburran con mis recuerdos chorreantes. Lo entiendo. Lo que les interesa es la investigación. Nada más que la investigación. Ya llego, ya llego. No había renunciado a ella a pesar de todo. Ya verán, no van a quedar decepcionados. El 22 de diciembre de 1987, como cada año, volví a mi peregrinación al monte Terrible. Llegué por la noche a orillas del Doubs para dejar mi equipaje. Tenía ya mis costumbres de solterón. La dueña, Monique Genevez, una mujer un poco corpulenta y adorable, con un acento del Franco Condado tan marcado que me recordaba casi al de los quebequeses, me reservaba siempre la misma habitación, la 12, con vistas al monte Terrible, y me hacía madurar un mes largo con antelación el
cancoillotte
, un queso que me servía con un vino de Arbois. La investigación estaba estancada; yo, encima, ahondaba en mi neurosis. Bien que tenía derecho a algunas compensaciones.Aquel día, pues, Monique, que me esperaba impacientemente al final del camino, ni siquiera me dio tiempo para aparcar el coche: .
—Señor Grand-Duc, ¡hay algo para usted!
La miré, estupefacto. Insistió: .
—Está aquí desde hace dos horas. Ha telefoneado varias veces durante el mes pasado, quería verle, le he dicho que llegaba como todos los años, el 22 de diciembre por la tarde. Creo que tiene relación con su investigación.
Monique se había reído por lo bajo delante de mí como Miss Moneypenny frente a James Bond. Sorprendido, excitado, entré rápidamente en el salón. Un hombre de unos cincuenta años bien llevados, que llevaba un abrigo largo y oscuro de invierno, me esperaba leyendo folletos sobre la región. Se dirigió hacia mí.
—Augustin Pelletier. Hace meses que deseo conocerle, señor Grand-Duc. Me he topado por casualidad con sus anuncios por palabras en
L’Est Républicain
. Creía que toda la investigación sobre el accidente del monte Terrible estaba cerrada desde hacía mucho tiempo. Pero, por lo visto, todavía está buscando algo. Tal vez pueda ayudarme…Era más bien lo contrario lo que yo esperaba. Ayuda por su parte, pero bueno. Augustin Pelletier me parecía un hombre equilibrado, del tipo ejecutivo de empresa decidido en lo referente a las responsabilidades concretas. No un farsante.
Me senté a su lado, en la entrada de la casa rural. Por el ventanal se podía contemplar toda la línea divisoria, incluido el monte Terrible, todavía sin nieve ese año.
—Haré lo posible, señor Pelletier. Me sorprende…
—Es una vieja historia, señor Grand-Duc. Seré breve. Estoy buscando a mi hermano, Georges, Georges Pelletier. Ha desaparecido, desde hace años ya. El último rastro que tengo de él remonta a diciembre de 1980. En esa época, vivía como un ermitaño en el monte Terrible, en una cabañita, no muy lejos del sitio donde se produjo el accidente del Airbus.
2 de octubre de 1998, 15.09
Marc levantó los ojos. Las letras luminosas del tablón de anuncios se mezclaron como letras de un juego de Scrabble electrónico.
París-Caén. Andén 23
.
Una buena parte de la multitud, hasta entonces inmóvil en el vestíbulo, se precipitó hacia el estrecho andén 23, como otros tantos granos coloreados puestos en movimiento por el gollete de un reloj de arena. Marc se había enterado de que se podían meter más de mil personas en un tren. La población media de una capital de cantón. No era sorprendente, pues, esa multitud en el vestíbulo: dos o tres trenes anunciados con retraso y había varios miles de viajeros de pie en los andenes…
Como los de París-Ruán, cuya vía no se había indicado todavía. Marc miró su teléfono, había que continuar con sus llamadas a las clínicas, seguir una única pista para encontrar a Lylie, por ínfima que fuese. Su mano dudó entre el teléfono y el cuaderno verde, pero la curiosidad fue más fuerte. Podía concederse unos minutos, leer todavía unas páginas. ¿Había encontrado Grand-Duc realmente a un testigo del accidente del monte Terrible?
Diario de Crédule Grand-Duc
Las nubes venían de Suiza. Era bastante raro. Después de años de experiencia, comenzaba a saber de meteorología local del Alto Jura.
—Georges es mi hermano pequeño —explicó Augustin Pelletier—. Siempre ha sido más frágil que yo. Una personalidad complicada. Éramos muy diferentes. Cuando empezó a fugarse de casa, en Besançon, no tenía ni catorce años. Vagabundeaba con las bandas del barrio. Los policías se lo llevaron a mis padres. Al final, metieron a Georges dos años en un establecimiento especializado, no había nada que hacer.
Golpeteaba con los dedos en los apoyabrazos de mi sillón. ¿Adónde quería llegar Augustin?
—Voy al episodio del monte Terrible, señor Grand-Duc —dijo Augustin, quien debía de haber percibido mi impaciencia—. No tema. A los dieciséis años, Georges abandonó al fin la casa. No voy a hacerle un croquis de ella. Dormía en la calle. Alcohol. Droga. También pasaba, un poco. Nada demasiado feo. Simple y llanamente se había convertido en un mendigo. Ahora se dice un «sin techo». Era conocido en Besançon junto con algunos otros. Mis padres renunciaron. Yo también, en esa época tenía un trabajo, una mujer que ya no quería oír hablar de él; puede imaginarse lo que es eso, ¿verdad, señor Grand-Duc? No es fácil invitar a un yonki a la cena de Nochebuena.
Mis dedos seguían bailando sobre los apoyabrazos, pero Augustin ya no los miraba, o fingía no hacerlo.
—Yo lo gestionaba como podía —prosiguió—. Conservaba una especie de relación indirecta a través de los servicios sociales, también de la policía. Georges no quería ayuda. Cada vez que le había tendido la mano me había llevado un chasco, en fin, como si me lo hubiera llevado, no sé si sabe lo que quiero decir…
Lo sabía. Y pasaba del tema. Se lo hice ver. «Abrevie, Augustin.» .
—Ya llego, señor Grand-Duc. Manteníamos siempre algunas noticias de Georges, con períodos más o menos largos en que desaparecía. Uno o dos años como mucho. En mayo de 1980 le perdí el rastro definitivamente. Georges tenía entonces cuarenta y dos años, pero parecía tener al menos quince más. Ninguna noticia ya desde hacía ocho años.
Ya no aguantaba más. Las nubes blancas, suizas, se agarraban a la línea divisoria, jugando al escondite con el monte Terrible.
—Señor Pelletier. ¿Qué relación tiene esto conmigo? ¿Qué relación tiene con el 23 de diciembre, con el accidente?
—Ya llego. Ya llego. Estaba muy preocupado. No se puede imaginar. Ninguna noticia. Hice mis pesquisas entre los demás sin techo. No era fácil. Pero bueno, le ahorro los detalles, acabaron soltándome que Georges se había ido a descansar al campo. Estaba harto de las aceras. Sobre todo, había no pocos tipos en Besançon que trataban de atraparlo. Malos trapicheos, ya sabe. Unos tipos de la policía también, ya sabe, ¿verdad?
Lo sabía…
—Me dijeron que la última vez que había dado noticias suyas vivía en una cabaña, en plena naturaleza, en la montaña, en la frontera suiza. El monte Terrible se llamaba el sitio. Se había hablado mucho de él en ese momento por culpa del accidente. Ya está, ésa fue la última vez que oí hablar de mi hermano. Hace casi siete años de eso ahora. Indagué durante meses. Sin éxito. Desde entonces he abandonado más o menos la búsqueda, y la esperanza de volver a verlo un día también. Eso no traumatizó a mi mujer, ya se imagina. Pero cuando leí sus anuncios, siete años después, ¡me quedé conmocionado! Me dije: ¿por qué no? Si alguien continúa tratando de comprender lo que pasó allá arriba, aquella noche, tal vez indirectamente haya podido toparse con el rastro de mi hermano…
¡Augustin había terminado su parrafada! Mis manos se agarraban a los apoyabrazos del sillón como un capitán al timón de su galeón. Mi mirada buscaba el horizonte lejano a través del cristal, las cimas redondeadas, allá arriba, ahora perdidas en la niebla. ¿Y si Georges dormía en la célebre cabaña en aquella noche del 22 al 23 de diciembre de 1980? ¿Y si Georges era lo que nunca había esperado, ni siquiera buscado, en siete años de investigación?
¡Un testigo!
Un testigo directo de la catástrofe. ¿Y si Georges hubiese sido el primero en el escenario del drama? ¿Y si Georges hubiese encontrado el primero, al lado de la superviviente del milagro, la célebre esclava de Lyse-Rose? ¿Y si Georges hubiese cavado esa tumba?
Las preguntas me vinieron espontáneamente: .
—¿Georges tenía un perro?
Augustin puso cara de estupefacción.
«Reponte, Augustin —estuve a punto de dejarle caer—. ¡Hace siete años que trabajo en el caso!» .
—Pues. sí. Un chucho, marrón y paticorto. ¿Por qué?
Tomaba ya notas en el dorso de un folleto dejado delante de mí.
—¿Y qué fumaba su hermano, la marca quiero decir?
—Gitanes, creo. No estoy seguro.
—¿Qué número tenía?
—Diría que un 43 o un 44.
—¿Qué bebía, qué marca de cerveza?
—¿De cerveza? Ahora sí que. ni idea. de verdad…
Augustin parecía no estar siguiéndome. Paró el juego: .
—Pero. señor Grand-Duc, ¿por qué todas estas preguntas? ¿Ha encontrado a Georges? ¿Muerto? ¿Es eso? ¿Ha encontrado su cuerpo?
¡Calma, Augustin!
Monique Genevez, impecable en su papel de anfitriona, nos llevó té y pastas, parecidas a las
spéculoos
, unas galletas belgas, pero en versión jurásica, más gruesas y más largas. Augustin no lo tocó. Picando por dos, le conté todo, mi descubrimiento del año anterior. La cabaña, las colillas, la tumba. Augustin Pelletier se quedó casi decepcionado, no había descubierto ningún indicio concreto de su hermano. Lo tranquilicé mientras mojaba mis galletas en el té hirviendo. No podía afirmarle que fuese a encontrar a su hermano Georges, todavía menos que fuese a encontrarlo vivo, pero le aseguraba que iba a consagrar en ello toda mi energía durante los meses siguientes. No le mentía. Iba a perseguirlo, ¡mi único testigo potencial! Augustin había hecho bien chupándose el viaje desde Besançon, había ganado un detective privado a tiempo completo tras el rastro de su hermano, con todos los gastos pagados por Mathilde de Carville. Y no el más tarugo. Me dejó su tarjeta. Era el responsable de la atención al cliente de Société Générale en Besançon. Le prometí una vez más hacer todo lo posible.Aquella noche no dormí más que unas horas. Un poco por culpa de la excitación, mucho por culpa de la botella de vino de Arbois que me había bebido para celebrar la noticia de la tarde, seguida de algunas copitas de vino de paja para festejarlo. Mi casera tenía uno excelente.
A la mañana siguiente por la mañana, desde el alba, me fui equipado hasta arriba. Palas, rastrillos, tamices. Estaba decidido a jugar a los ladrones de tumbas para comprobar que era de verdad el chucho marrón paticorto de Georges lo que estaba enterrado al lado de la cabaña. Llevaba también bolsas con cierre y probetas, el último grito de la policía científica, para meter en ellas las colillas, las chapas de la cabaña, comprobar la identidad de los últimos ocupantes. Tenía en la mochila espacio para cerca de quince kilos. Cuando pasé por delante de la casa del Parque Natural Regional del Alto Jura, tras el meandro del Doubs, Grégory Morez, el ingeniero, me hizo una señal con la mano. Se burló de mis atavíos: .
—Si quieres hacer un ocho mil, no es por ahí…
Grégory. Aparte de algunas raras visitas de grupos escolares, el ingeniero debía de pasarse prácticamente todo el día ligando con las becarias en la recepción. Es al menos la impresión que daba. Ese cabrón parecía ponerse más guapo año tras año, con esa melena que viraba a entrecana, mientras que las becarias, por su parte, tenían exactamente la misma edad a cada inicio de curso. Dejó plantada a una rubita, que estaba para comérsela y lo devoraba con sus grandes ojos, y me soltó: .
—Vamos, Crédule, me has dado lástima, te subo en el todoterreno. Tendrás que chuparte los últimos kilómetros a pata, pero lo más duro estará hecho. Julie, vuelvo en veinte minutos, no te muevas si quieres enterarte de lo siguiente que me pasó aquella noche en Spitzberg…
El ingeniero me dejó donde el camino de tierra llegaba a su fin, me guiñó un ojo y volvió para camelarse a su rubia. Le había preguntado de camino, nunca había oído hablar de Georges Pelletier. Lógico, todo aquello se remontaba a más de siete años atrás…
Mientras caminaba intenté organizar mis recuerdos de hacía un año, la lluvia fría, la luz de la linterna, las piedras amontonadas sobre la tumba. Encontré sin dificultad la cabaña. Estaba empapado en sudor. El tiempo no tenía nada que ver con el del año anterior. Un bonito sol de invierno inundaba la cima y doraba las copas de los abetos, como una especie de veranillo de San Martín retirándose a ritmo suizo. Apenas apuntaban las prímulas, los narcisos y las gencianas.
Se apoderaba de mí la excitación, como durante mi primera vigilancia. Eso no me había pasado desde hacía mucho tiempo en esta investigación. Comencé por la cabaña. Parecía no haberse movido nada. Además, era muy probable que ningún otro aparte de mí hubiese entrado en ese refugio en el quinto pino desde el año anterior. Minucioso, provisto de guantes, recogí diversas muestras de desperdicios que cubrían el suelo. Rasqué un poco para desenterrar diversos objetos hundidos en la tierra mollar.
Colillas, chapas, papeles grasientos.
Todo eso podía servir, tal vez, para recuperar el rastro de Georges Pelletier, aunque sin duda había dejado el lugar hacía mucho tiempo.
Salí de la cabaña. Me esperaba lo más difícil. La tumba. Me acerqué a las piedras amontonadas. La crucecita de madera todavía estaba clavada. A su pie, el jazmín en su maceta estaba marchito. Nadie había, pues, vuelto a poner flores en la tumba durante el año. ¿Por qué? ¿Por qué haberle puesto flores todos los años anteriores y no ese año? Hacía mucho calor, me había quitado el jersey para quedarme en camisa y sudaba de todas formas. El viento de la mañana refrescaba lo mínimo, soplaba en la copa de los grandes pinos. Como en la canción.
Estudiaba el rectángulo de piedras.
Un detalle extraño me alertó. Una impresión rara, tenaz: ¡las piedras no estaban ordenadas de la misma forma que la última vez! Las habían movido.
Traté de entrar en razón. ¿Cómo podía tener tal certeza? Había observado esos guijarros un año antes, de noche, bajo la lluvia, los había removido a la buena de Dios, a la luz de mi linterna…
Aun así. No era más que una impresión. ¡Alguien había vuelto! Había grabado desde hacía un año en mi memoria las marcas, la forma incluso de las piedras, su volumen, su equilibrio, una imagen precisa, incluso de noche. Sin fanfarronear, tengo bastantes dotes para ello, poseo una memoria visual casi infalible.
Les doy mi palabra, ¡habían alterado todo!
Qué le iba a hacer. No iba a encontrar la respuesta a mis preguntas sin ensuciarme las manos. Empecé a levantar las piedras con una precaución infinita. Eso me llevó mi buena media hora. El sol radiante evitaba que la escena se volviese demasiado macabra. Me detuve varias veces para beber.
Cuando la última piedra quedó echada a un lado, continué con la pala, con delicadeza. ¿Todo eso para qué?, pensé. ¡Para desenterrar el cadáver de un perro! ¿Qué otra cosa podía esperar? ¿Un bebé enterrado en lo alto del monte Terrible?
Cavé, pues, durante casi una hora. El sol se había desplazado hacia el oeste y la sombra bienhechora de los pinos se extendía ahora por la tumba profanada. El hueco que había despejado era profundo, casi de un metro. Había quitado la cruz, cavado por debajo también. Continué todavía una hora, obstinado.
Al final. ¡nada!
Ni siquiera un hueso de perro, de cabra o de conejo.
¡Nada, les digo!
Ese mausoleo de piedra, esa cruz, esa planta marchita no se habían levantado sino sobre un subsuelo de tierra virgen. Me desplomé, agotado, aniquilado. Había gastado tanta energía inútilmente. Bebí mientras reflexionaba. Mi camisa estaba manchada de barro. En la sombra, empapado en sudor, tenía ahora un poco de frío. Di algunos pasos para calentarme mientras seguía reflexionando, hablando solo, dándoles conversación a los abetos. De repente, ¡me puse a reír por mi estupidez!
¡No! Por supuesto que no había estado cavando en vano. Lo peor para mí, para mi investigación, habría sido, al contrario, encontrar un cadáver enterrado. Eso era lo que habría hecho que toda esa historia de la tumba acabara en un callejón sin salida. Si hubiese desenterrado los huesos del chucho de Georges, luego ¿qué habría hecho? ¿Devolverle los restos del perro de su hermano a Augustin?
Pero ¡una sepultura vacía! Era casi inesperado, pensándolo bien. Ese hueco abierto me brindaba todas las posibilidades. Me sequé la frente, luego saqué el bocadillo de queso
comté
que me había preparado Monique. En el fondo había dos explicaciones posibles…En primer lugar, se podía pensar que se trataba de una tumba simbólica, como esas cruces que se adornan con flores y esos ramos que se dejan en el borde de las autovías, en las curvas, en el mismo lugar donde un allegado ha muerto en un accidente de carretera. Eso se tenía en pie. A la familia de una las víctimas del Airbus 5403 Estambul-París podía apetecerle realizar un gesto así. Ir hasta allí, en peregrinación. Improvisar una tumba, vacía, a falta de cadáver. Cualquiera de las familias de las ciento sesenta y ocho víctimas podía reaccionar así. Pero entonces ¿por qué allí, a dos kilómetros, y no en el lugar mismo del drama? ¿Por qué cavar esa tumba rectangular, justo del tamaño de un bebé? No había más que dos bebés en el Airbus. ¿Quién había clavado la cruz, cogido las piedras, regado el jazmín amarillo todos esos años? ¿Un miembro de la familia Vitral? ¿De la familia Carville? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Quedaba la segunda hipótesis. Realmente había un esqueleto bajo las piedras. Alguien, todos los años, venía a rendirle homenaje a ese ser desaparecido, adornar su tumba con flores, discreta, secretamente. Pero ese año, al volver, esa misteriosa persona había constatado que habían excavado en la tumba. Se había aireado el secreto, o corría el riesgo de que eso pasase. Al seguir una lógica semejante, esa persona no tenía entonces sino una única solución: ¡vaciar la tumba! Mover las piedras, desenterrar el esqueleto y reemplazar las piedras…
Pues habían movido las piedras, estaba seguro de ello.
Esa segunda hipótesis dejaba tantas preguntas abiertas como la primera. ¿Por qué poner en escena tal ritual, tomar tales precauciones? ¿Por un cadáver de perro? ¿Qué clase de loco podía actuar así? ¿Georges Pelletier?