2 de octubre de 1998, 13.29
Marc caminaba a paso rápido por el camino de Chauds-Soleils. Pensó en que debía de haber sido bautizado así, Soles-Cálidos, antes de que los árboles del bosque de Coupvray crecieran. En ese instante, «sombras frescas» calificaría con más exactitud el camino sin salida burgués y verdeante. Marc volvió a ver con alivio el pueblo de Coupvray, su campanario de iglesia gris, su señal triangular,
COLEGIO CUIDADO
, las indicaciones marrones,
Grupo escolar Francis-et-Odette-Teisseyre
o
Gimnasio David-Douillet
, y, sobre todo, el tímido rayo de luz que se empeñaba en atravesar el cielo de algodón.
Redujo el paso, cogió su teléfono móvil, escuchó su buzón de voz. Ningún mensaje todavía. Ni de Lylie ni de Nicole.
—Lylie. Soy Marc. Tenemos que hablar lo antes posible. Llámame. Salgo de casa de los Carville. Sí. Has oído bien. De casa de los Carville. Es importante, Lylie. No tomes ninguna decisión sin haber hablado conmigo. Te quiero tanto. Marc.
Colgó mientras murmuraba para sí, con los labios casi pegados: .
—Que me llame, por favor, que me llame…
Marc continuó avanzando rápidamente, llegó a la esclusa de Lesches. Los pescadores no se habían movido ni un pelo. El agua del canal seguía fluyendo perezosamente. Marc hizo pasar los números guardados en su teléfono móvil.
Nicole
.
Después de un tono y medio, una voz quebrada, familiar, le respondió: .
—¿Hola?
Marc suspiró de alivio.
—Nicole, soy Marc, ¿has visto mi mensaje?
—Sí, sí. Acabo de volver del cementerio de Janval ahora mismo. Te iba a llamar. Por responder a tus preguntas, hijo, no te voy a decir nada nuevo, sin duda has vuelto a ver a Émilie después que yo, en París. Ya ves, yo…
—Nicole, estoy en Coupvray. Salgo de casa de los Carville.
Silencio. Orfeo saliendo del infierno. Sin Eurídice.
Marc debía continuar. A ciegas.
—Nicole. Mathilde de Carville me ha dado un sobre para ti. Un. un análisis de la policía científica que se remonta a 1995. Un test de ADN. Grand-Duc robó sangre de Lylie.
La voz cascada de Nicole resonó en el auricular, suplicante: .
—Marc, no vas a creerlos. No después de que…
Marc la cortó: .
—Te toca abrirlo, Nicole. Es lo que me ha dicho.
Un nuevo y largo silencio llenó su conversación. Marc sólo oía la respiración ronca de Nicole.
—Marc, tienes el sobre. ¿Contigo?
—Sí.
—Descríbemelo…
Marc, sin comprender adónde quería llegar su abuela, obedeció: .
—Bueno, pues es un sobre de tamaño normal. Azul claro. Un poco lavanda. Como las cartas de los hospitales, de los laboratorios…
—¿Lo has abierto?
—¡No! Te lo aseguro, Nicole. Yo…
—¡Sobre todo, no lo abras! Mathilde de Carville tiene razón, en este punto al menos. No lo abras. Es necesario que vengas a Dieppe. Ir a casa de los Carville ha sido la peor de las locuras. Ahora es necesario que vengas a Pollet lo más rápidamente posible.
Nicole tosió. Parecía que le costaba hablar. Tosió de nuevo, esta vez para aclararse la voz.
—Marc, las cosas nunca son tan sencillas como parecen. No te creas nada de lo que los Carville te hayan podido decir. No lo saben todo, ni mucho menos. Ven rápido. Sólo espero que no sea demasiado tarde.
Marc tuvo la impresión de haberse hundido súbitamente en un bloque de hielo, asfixiado en el agua apagada del canal, irremediablemente arrastrado hacia el fondo.
—¿Demasiado tarde para qué, Nicole? ¿Demasiado tarde para quién?
—No pierdas más tiempo, Marc. Te espero.
—Nicole…
Había colgado.
Detrás de un poste de hormigón, apartado de la muchedumbre de la estación de Lyon, Marc consultaba las salidas en un horario de papel que llevaba siempre en la cartera.
París-Ruán 16.11 − 17.29
.
Ruán-Dieppe 17.38 − 18.24
.
Tenía más de una hora por delante antes de coger su tren en Saint-Lazare. Así que tendría todo el tiempo del mundo para acabar de leerse el cuaderno de Grand-Duc antes de llegar a Dieppe. Mientras caminaba en dirección al metro, llevado por la riada de viajeros, Marc trató de recordar las últimas palabras leídas en las páginas arrancadas. El detective se encontraba en el monte Terrible, de peregrinación, como cada año. Le había sorprendido la tormenta. Había buscado un refugio. y luego…
El metro apareció en el andén. Una joven música subió delante de Marc mientras le ofrecía una sonrisa radiante. Llevaba a la espalda una guitarra en un estuche cuya parte de arriba sobresalía por encima de su cabeza como el tubo negro del tocado del luto tradicional bretón. Marc afectó esa indiferencia de vuelta de todo común a los trogloditas urbanos de los pasillos subterráneos de las grandes capitales. Se sentó al final del vagón, se apoyó contra el cristal y se concentró en el relato de Grand-Duc, primero en las últimas líneas de la última de las páginas arrancadas, luego en la continuación del cuaderno.
Diario de Crédule Grand-Duc
La lluvia recia ya no importaba. Mi corazón latía con fuerza. Avancé azorado hasta la cabaña, justo delante de mí. Una simple cabaña de pastor, casi abandonada, cuyo techo en ruinas me proporcionaría de todas maneras suficiente refugio. Pero no era la cabaña lo que había atraído mi mirada, era el pequeño montículo de piedras justo al lado: unos pedruscos amontonados, treinta centímetros por cincuenta. Una pequeña cruz de madera estaba clavada delante. Al pie de la cruz, en una maceta, una planta, un jazmín de invierno amarillo, ni siquiera marchito.
Imagínense mi desconcierto. Me encontraba frente a una tumba, ¡una tumba minúscula!
Me hice entrar en razón. Sin duda un pastor había enterrado allí a su perro. O a una oveja, o a una cabra, o a cualquier otro animal. ¿Qué si no?
La lluvia seguía cayendo, me había refugiado en la cabaña, pero las gotas se infiltraban por el techo agujereado, tenía que mantenerme pegado a la pared de madera. No podía evitar pensar que la tumba al lado de la cabaña, azotada por la tormenta, tenía en efecto el tamaño de un animal pequeño. pero también de. un bebé humano.
Por el momento dejé pasar la tormenta y examiné la cabaña. No estaba amueblada, pero una especie de tronco largo podía servir de cama improvisada. Había una manta gris y agujereada, hecha una bola, dejada al lado. Restos oscuros de cenizas en una especie de cavidad excavada en la tierra indicaban que se debía de haber improvisado un fuego allí varios días antes, varias semanas tal vez. El suelo cubierto de desperdicios, de latas de cerveza, de colillas, más o menos antiguas, proporcionaban otra prueba de que la cabaña servía de alojamiento okupa, o que adolescentes de los alrededores iban a veces a pasar allí la noche. El olor, mezcla de tierra y de meado, estaba en el límite de lo soportable.
La tormenta no se alejó hasta una hora más tarde. Era ya de noche, pero me había vuelto previsor tras todos esos años de peregrinación a la montaña. Estaba armado con una linterna. Salí de la cabaña y, con los pies en el barro, iluminé la tumba. Continuaban cayendo algunas gotas. Avanzaba, desconfiado: ¿eran las últimas antes del respiro o las primeras de un nuevo aguacero? El halo luminoso barrió la oscuridad. La cruz estaba formada por dos simples ramas atadas juntas. La atadura, un cordel de esparto, parecía poco gastada. ¿Un año o dos, como mucho?
Dirigí el haz de luz hacia la planta. No sabía demasiado de plantas, pero había pocas posibilidades de que el jazmín de invierno fuese perenne, sobre todo con esa temperatura. Alguien había dejado, pues, el tiesto delante de la tumba poco tiempo antes, unos meses como máximo.
Me era difícil ir más allá aquella noche, en plena oscuridad. Los árboles goteaban perlas frías. La temperatura descendía rápidamente. Me hacían falta mis buenas dos horas para bajar del monte Terrible, tal vez más, sólo con la luz de mi linterna. Sin embargo, me quedaría allí. ¡Empiezan a conocerme! Removí las piedras aquí y allá para tratar de ver lo que podía ocultar ese montículo. Nada, por lo visto, sólo tierra. Si no, haría falta volver con una pala, excavar, no iba a cavar con las manos…
Ocurrió lo que sospechan, pero no por ello renuncié, quité las piedras una a una con una mano, mientras con la otra iluminando penosamente mi trabajo. Al cabo de diez minutos cambié de mano. Tenía la impresión de ser un ladrón de tumbas, una especie de muerto viviente que trata de enrolar a un cadáver en su secta, si era posible en una noche de tormenta. Un perro, una cabra, un recién nacido. Daba igual.
No encontré nada, aparte de piedras y tierra mojada. Volví a dejar las piedras a ciegas.
Aquella noche, cuando llegué a mi BMW, era más de medianoche y tardé todavía más de una hora en llegar a la casa rural de Monique Genevez, a orillas del Doubs, a veinte kilómetros por hora; la tormenta se hizo más violenta, caía una especie de nieve fundida pegajosa. Estaba empapado, aterido, lleno de fango. Los dedos ensangrentados. Arrastré durante diez días el resfriado que contraje aquella noche. Todo eso por unas piedras. ¡La tumba de un perro! Un perro que ni siquiera había conseguido desenterrar. Esa maldita investigación me estaba volviendo loco. Antes de dormirme, para calmarme, me metí tres vasos de vino de paja de la tía Genevez.
Al día siguiente volví para ver al ingeniero de montes empleado del parque natural, Grégory Morez, ese tipo con espaldas de leñador, guapo como si hubiese salido de una película de Hollywood rodada en las Rocosas. Se recorría el monte Terrible y sus alrededores en su todoterreno desde hacía años, a priori debía de conocer bien la cabaña y la tumba.
Morez pareció a la vez sorprendido por mi pregunta y decepcionado por no tener una respuesta satisfactoria que darme. Sí, conocía la cabaña, servía de vez en cuando de okupa o de refugio a unos adolescentes, a quienes perseguía como podía. En cuanto a la tumba, nunca le había prestado atención, pero se trataba sin duda de un perro. Era corriente, en el Jura, en las montañas, enterrar a los perros bajo un montón de piedras. De montículos. De hitos a lo largo de los senderos.
Dudaba si volver a subir al monte Terrible armado de una pala para excavar la tumba. Aquel día hacía un tiempo todavía más abominable que la víspera, unos grados menos y todavía esa lluvia mezclada con nieve. ¿Dos o tres horas de caminata para qué? Ya había rascado durante varios minutos el suelo de la tumba, la noche precedente.
¿Qué relación podía haber entre esa cabaña, ese montón de piedras y mi investigación?
Ninguna, por supuesto.
Al final, me tomé un café en Indevillers, el poblacho más cercano, y esperé media hora a que se despejase. Para nada. La nieve se puso a caer en la línea divisoria al final de la mañana. Me volví directamente a París.
Un nuevo callejón sin salida en mi investigación, pensaba, una nueva pista que habría hecho reír a mandíbula batiente a Nazim si le hubiese hablado de ello.
¿Se imaginan?, ¡desenterrar a un perro!
Todavía no lo sabía, pero aquel día, el 23 de diciembre de 1986, cometí un error. El único, tal vez, en dieciocho años de investigación, pero, Dios mío, ¡qué error! Podría encontrar todas las excusas del mundo. La nieve, el frío, el cansancio, la mala suerte, los sarcasmos de Nazim, pero para qué. Yo, Crédule Grand-Duc, el meticuloso, el cabezota, renuncié aquella mañana, me faltó ánimo, no llegué hasta el final de la pista. Por una sola vez, se lo aseguro. La única también que era necesario no dejar pasar…
Pero me estoy adelantando una vez más. Perdónenme. Estamos pues en 1986, la cotización de la esclava había subido a sesenta mil francos. Todavía ningún cliente en el horizonte. Seguía mi búsqueda con obstinación, intentando repeler los primeros signos de hastío mediante una planificación metódica de mis investigaciones. Pasé una larga temporada en Quebec para encontrarme con los abuelos maternos de Lyse-Rose, los Bernier, en Chicoutimi, para nada…
Acercarme a los Vitral era una de las opciones de mi planificación metódica. No la más desagradable, por otra parte. Lylie tenía casi seis años, Marc ocho. Pasé el 21 de junio de 1986 con ellos. Hacía un calor terrible. Era una de las primeras fiestas de la música, Lylie había tocado dos fragmentos al piano con la orquesta de Dieppe, en un quiosco montado para la ocasión en el paseo marítimo, delante de la piscina. Lylie, radiante con su bonito vestido verde, con el cabello rubio rizado, era la más joven del conjunto, ¡de lejos! Luego habíamos picoteado en el puesto ambulante de Nicole. Esa tarde había una gran muchedumbre. Nicole Vitral me pareció resplandecer más que nunca, tan orgullosa de su nieta en el estrado. Muy guapa también, casi feliz, lo que dura una sonata de Chopin. No le quitaba ojo de encima, no se daba cuenta de ello, con la mirada clavada en la escena donde Lylie triunfaba. Su bata manchada no llegó a disimular ni una vez la curva de sus pechos bajo su fino cuerpo.
Un poco más tarde, estábamos sentados en la hierba, Lylie devoraba un crep, sentada sobre mis rodillas. Me había preguntado por mi nombre de pila.
«¡Crédule!» .
«¡Credul-Balancín-Balanzul!» .
Me había bautizado así inmediatamente, durante una fiesta. Credul-Balancín-Balanzul. ¿Se acuerda todavía de ello? De detective privado, ex mercenario, me había convertido en balancín de una niña pequeña.
Marc, por su parte, quería volver a su casa, a Pollet, al callejón Pocholle. ¡En seguida! Eran los cuartos de final del mundial. Francia-Brasil. Marc no había necesitado insistir, yo tampoco quería perderme el partido, y, en el fondo, verlo con Marc me gustaba. Nicole había aceptado que llevase al chico a Pollet mientras se quedaba en la playa con Lylie.
Una tarde increíble…
Nos echamos a los brazos uno del otro, Marc y yo, cuando empató Platini, justo antes del descanso, después de que Stopyra hubiese pisado discretamente al portero brasileño; el pequeño Marc me apretó muy fuerte el muslo cuando Jöel Bats paró el penalti de Socrates, a un cuarto de hora del final, a mano cambiada, una obra maestra; gritamos juntos cuando ese árbitro cabrón no pitó la falta sobre Bellone, a plena luz, durante la prórroga. Y cuando Luis Fernández metió el último penalti, salimos juntos al callejón Pocholle, arrastrados a una fiesta con los vecinos como nunca había conocido.
1986.
Credul-Balancín-Balanzul.
¡Francia en semifinales contra los germanos!
Esto no tenía gran cosa que ver con la investigación, lo reconozco…
Pero ¿quedaba gran cosa por ver?
Ya en 1986 no lo creía demasiado…