Sólo tres escalones que bajar. Empujar la pesada puerta de roble. Huir lo más rápido posible.
Las piernas de Marc apenas lo sostenían. Sus pensamientos se agolpaban en su cabeza. ¿Debía abrir ese sobre azul, leer el resultado del test de ADN? ¿O bien esperar largas horas, aguardar a estar en Dieppe? Mathilde de Carville tal vez trataba de tenderle una trampa…
Un escalón, dos escalones, tres escalones.
El aire fresco le estalló en la cara, Marc aspiró largas bocanadas salvadoras mientras trataba de organizar sus pensamientos. Delante de él, ni una sombra se movía en el jardín de la Rosaleda. La finca hacía pensar en el ambiente morboso del jardín de una residencia de ancianos; o de un asilo de locos.
Marc caminó hacia el portal. A su izquierda, detrás del arce rojo, vio a Léonce de Carville. El inválido dormía solo, caída la cabeza sobre su hombro, abandonado por Malvina en medio del césped.
La gravilla rosa crujía bajo sus pasos.
Marc intentó poner en orden sus ideas. Debía gestionar tres urgencias, todas relacionadas con un crimen de una forma u otra. El asesinato de Grand-Duc primero, unas horas antes. Todo llevaba a creer que era Malvina de Carville quien lo había eliminado. El asesinato de su abuelo, después, ya que era claramente un asesinato esa asfixia en la camioneta, en Tréport, hacía ya quince años de ello. Marc debía acordarse de un detalle discordante en el relato de Grand-Duc, ese recuerdo guardado en alguna parte en su habitación de la infancia, en Dieppe. Lylie, por último. El viaje sin retorno del que hablaba. ¿Una huida? ¿Una venganza? ¿Un suicidio programado?
¿Esos tres dramas estaban relacionados? Sí, sin ninguna duda. Resolver uno era resolver los otros dos.
La gravilla crepitó de nuevo. A la espalda de Marc.
—¿Adónde vas, Vitral?
¡Malvina!
Marc se volvió.
—Me largo. Tu abuela me ha contado amablemente todo aquello de lo que me quería enterar…
—¿Qué dices? No te has enterado de nada en absoluto. A pesar de los aires que se da, la abuelita chochea.
Marc suspiró.
—No hay nadie más que yo que conozca la verdad —prosiguió Malvina—. Yo estaba allí, en Turquía. Todos los demás murieron en el avión en el monte Terrible. Yo no. Cogí el avión antes. ¡Sígueme, Vitral!
Marc miró a Malvina, incrédulo.
—¡Sígueme, te digo! Mira, ni siquiera tengo ya mi pipa. ¿Has dicho hace un rato que era Lyse-Rose quien estaba viva, que fue Émilie Vitral quien se había quemado en el avión hace dieciocho años? Entonces, sígueme.
Marc no se movía.
—Vamos, Vitral, ven conmigo. ¡Te digo que esto te va a interesar!
Por qué no, después de todo.
Excitada como una cría, Malvina volvió a subir la avenida, abrió de nuevo la puerta de roble, cruzó el pasillo, luego subió la escalera de cerezo silvestre. Marc la seguía intrigado. Al llegar al primer piso, Malvina se volvió, puso un dedo delante de su boca, casi susurrando: .
—A la derecha está mi habitación. No te hagas ilusiones, no te la voy a enseñar. A la izquierda, por el contrario, está la de Lyse-Rose. Sígueme…
Marc avanzó. Una vez más, en presencia de Malvina no sentía ningún síntoma de peligro, ningún presagio de crisis.
Marc descubrió, estupefacto, una encantadora habitación de niña pequeña. No le faltaba de nada. La camita mullida, rosa, cubierta de peluches; las cortinas con grandes jirafas estampadas, los cuellos tocaban el techo y los pies el suelo; una toalla de felpa naranja puesta sobre un cambiador de roble; un armario decorado con flores de tonos pastel; en una balda, cajas de música, una lámpara de mariposa, más peluches, un elefante azul, un tigre, un conejo gris y blanco; en el suelo, una inmensa manta de estimulación atestada de más juguetes, de sonajeros, un elefantito, payasos de trapo…
Marc ya sólo tenía ganas de una cosa, apremiante, incontrolable: salir de esa casa de locos, pero sus piernas ya no respondían, como si la voz de Malvina se enroscase alrededor de ellas como el hilo de un ángel invisible.
—La abuelita decoró esta habitación para niños hace dieciocho años, para el regreso de Turquía de Lyse-Rose. Desde entonces se ha seguido cuidando, por si acaso Lyse-Rose volvía. ¿Entiendes? ¡Podía llegar en cualquier momento!
Malvina se precipitó con agilidad en el interior de la habitación, pasando por encima de los juguetes. Abrió el armario. Las baldas estaban a rebosar de ropa, de vestidos de todas las tallas, de sombreros, de encantadores zapatitos. Un minúsculo gorro rosa forrado de piel cayó al suelo.
Malvina se volvió hacia Marc, traviesa, seguía hablando en voz baja, apasionada como una niña pequeña que le cuenta la historia de su casa de muñecas a una persona adulta.
—Ahora, soy yo quien recoge, quien hace limpieza. Estoy segura de que si dejase hacerlo, la abuelita lo tiraría todo a la basura. ¿Te das cuenta, tirarlo todo a la basura? Tú puedes entenderlo. Sé muy bien que Lyse-Rose ahora es adulta, pero, de todas maneras, cuando vuelva, descubrir su habitación, sus juguetes, su ropa, le dará no sé qué, ¿verdad?
Marc retrocedió un poco, sin salir, no obstante, de la habitación. Un tropel de sentimientos contradictorios lo desbordaba.
—Di, Vitral, ¿miras? ¿Entras? ¿Quieres sí o no a Lyse-Rose?
Marc dio un paso adelante, a su pesar.
—Mira. ¡Están hasta sus regalos!
Marc sintió cómo crecía su malestar, si eso era aún posible. Había puesto los pies en un mal cuento de hadas, conversaba con la asesina en serie de la sección de juguetes de una gran superficie infantil.
—¿Ves, Vitral?, son todos sus regalos de aniversario, desde que Lyse-Rose tiene un año. Los de Navidad también están aquí.
Malvina le señaló a Marc unos paquetes envueltos de todos los tamaños dispersos en la habitación, a veces apilados.
—Podría decírtelos todos de memoria. El paquete más grande, allí, en la cama, era el regalo por sus primeras Navidades. Habíamos ido a buscarlo con la abuelita, justo antes de Navidad, la víspera del accidente de avión, a las Galerías Lafayette; yo tenía seis años en ese momento, me acuerdo todavía de los autómatas de los escaparates.
Se acercó a Marc y le murmuró en el oído: .
—¿Adivinas lo que es?
Marc negó con la cabeza, dividido entre la emoción y el horror.
—Es un osito, un inmenso osito, más grande que ella, naranja y marrón. Se llama
Banjo
. Fui yo quien le puso el nombre.
Banjo
. Es su amigo desde siempre, la espera, ya ves. No te muevas, voy a presentártelo…
Marc se pasó la mano por delante de los ojos. Esa gilipollitas de Malvina iba a acabar haciéndole llorar con sus delirios. Malvina abrió con delicadeza la gran caja y sacó un enorme oso de peluche con mirada soñadora. Un dineral de ternura. Malvina dejó a
Banjo
sobre la cama, lo sentó entre dos cojines rosas.
—¡Hola,
Banjo
! —dijo ella jovial—. Voy a hacerte una confidencia, pronto no vas a dejar de estar solo, el gran día se acerca. No vas a creerme. ¡Lyse-Rose va a volver!
«La habitación de la Bella Durmiente», pensó Marc. Peluches disecados, ropa acartonada a la espera del regreso de la niña muerta. El museo de la ausencia.
—Luego —prosiguió Malvina—, en los demás paquetes, no te los digo todos, hay muñecas, por supuesto, grandes libros, sé que le encanta leer. Por su sexto cumpleaños, en la caja, allá, hay un violín. No sé si era una buena idea, pero piano ya teníamos. Luego fue más difícil elegir, son los paquetes más pequeños. Hay joyas, por sus trece años, allá. También un reloj. Discos, pero éstos deben de estar un poco pasados de moda ahora, ¿no? Britney Spears, Ricky Martin, Larusso, todo eso. ya ves de qué tipo. El paquete grande, allí, por sus dieciséis años, es una minicadena de alta fidelidad. Y después el último, por sus dieciocho años, el sobre. ¿No lo adivinas?
Marc negó de nuevo con la cabeza, incapaz de pronunciar la más mínima palabra.
—¡Un viaje! Un pack, todo incluido, con una agencia de la calle Rivoli. ¿Crees que es una buena idea? ¿Crees que Lyse-Rose se atreverá a montar en avión de nuevo?
Una tormenta estaba alterando el cerebro de Marc: estrangular a esa loca, allí mismo, ahogarla en sus peluches, para que se callara, ¡para que parara!
Malvina casi se cuelga del cuello de Marc.
—Te lo voy a confesar. mi regalo preferido sigue siendo el primero, el osito,
Banjo
. Es tan bonito, ¿verdad? Voy a decírtelo, al principio,
Banjo
me gustaba tanto que estaba un poco celosa, quería quedármelo para mí, pero la abuelita no estaba de acuerdo. Tenía razón, constato. Estoy segura de que a Lyse-Rose le encantará también. ¿Tú qué piensas?
Marc miraba a Malvina pensando en qué actitud adoptar. ¡La cama de niña con sábanas rosa claro tenía la forma y el color de una piedra sepulcral de granito! Una tumba de niña. Esa habitación era una tumba, esos regalos, acumulados año tras año, ofrendas a un mártir. Dios había tenido piedad de tanta angustia, ¡había acabado resucitando a la niña muerta!
—No dices nada, ¿verdad, Vitral? ¡Estás totalmente impresionado! Esto debe de tocarte los cojones, ¿verdad? Darte cuenta ahora de todo lo que Lyse-Rose se ha perdido. ¡Ni siquiera me imagino las mierdas que debía de recibir en Navidad en tu casa!
Al menos abofetearla. Hacerle daño, físicamente, y una vez hecho eso, escapar.
Marc se contuvo.
—Mira, Vitral, acércate, deja que te lo enseñe. Un último chisme…
Marc se preparaba para lo peor. Malvina se acercó al armario, abrió un cajón y sacó un libro de tela rosa, adornado con flores y borlas.
—El álbum de nacimiento de Lyse-Rose —susurró Malvina—. Cógelo, puedes mirarlo, pero ten cuidado.
Marc, de mala gana, cogió el álbum de nacimiento, lo abrió, pasó las páginas. Sus manos temblaban.
Una locura más.
MI NOMBRE:
Lyse-Rose.MIS OTROS NOMBRES:
Véronique, Mathilde, Malvina.MI PAPÁ:
Alexandre.MI MAMÁ:
Véronique.NACÍ EL:
27 de septiembre de 1980, en Estambul, Turquía.
Seguían luego otros detalles, a cada cual más macabro…
MI CASA:
una foto de la Rosaleda.MI HABITACIÓN:
un dibujo de la habitación en la que Marc se encontraba, un dibujo de niño, sin duda realizado por Malvina cuando era pequeña.MI PELUCHE PREFERIDO SE LLAMA:
Banjo.MI MEJOR AMIGA ES:
mi hermana, Malvina.
Marc pasaba las páginas, asombrado. Descubría el espectro de una vida fantaseada, de una presencia abortada.
MI MANO:
una huella de mano, con pintura, ¿de quién?.MI COLOR PREFERIDO:
el azul.LO QUE ME ENCANTA HACER:
escuchar música.
Las páginas pasaban atropelladamente bajo los dedos de Marc.
MI PRIMER CUMPLEAÑOS:
una fotografía de Lylie había sido recortada de una revista, Paris Match u otra, luego pegada toscamente en medio de la familia Carville, que comía alrededor de una mesa sobre la que había una tarta y unas velas, ésta también recortada de un periódico y puesta encima.MIS PRIMERAS VACACIONES:
la misma foto de Lylie estaba pegada en un campo, en medio de unas gencianas en flor, en un entorno montañés. Malvina posaba al lado en el prado, radiante. Tenía ocho años y los tallos le llegaban a la cintura.
Marc se detuvo, incapaz de ir más lejos, los escalofríos le recorrían de la nuca a la cabeza. Malvina debió de darse cuenta. Le arrancó de las manos el álbum de nacimiento.
—Vale, ¿ya lo has visto? ¡Pues lo guardo!
Mathilde de Carville, por la ventana del salón, miró cómo Marc se alejaba dando grandes zancadas por la avenida.
Corría, por así decir.
Esa pequeña bruja de Malvina no había podido resistirse, había sido necesario que le enseñase la habitación, los juguetes y todo lo demás. Había olvidado a su abuelo en medio del césped, como un cochecito que se deja tirado, un vulgar juguete que se deja rodar por el fondo del jardín en otoño y que se vuelve a encontrar oxidado y mohoso en primavera.
—¡Se lo merece! —dijo para sí colérica Mathilde de Carville.
Vio a Marc cerca del portal de la Rosaleda. Sonrió. Se precipitaba a casa de su abuela, a Dieppe, con demasiada prisa como para abrir el sobre, demasiado miedoso como para desobedecer. Iba a quedar decepcionado cuando leyera los resultados del test de ADN, el pobrecito Marc.
Marc abrió el portal, desapareció de su vista, desvanecido en el follaje de los árboles del bosque de Coupvray y de las fincas vecinas.
Mathilde se paseaba arriba y abajo en la habitación silenciosa, pensativa. No se lo había dicho todo a Marc Vitral. No le había hablado de esa llamada de Grand-Duc, de su último descubrimiento la noche del cumpleaños de Lylie, ese telefonazo que lo cambiaba todo. Grand-Duc pretendía haber descubierto la verdad. Una verdad diferente. ¡Sólo con estudiar un periódico viejo de hacía dieciocho años!
El dedo de Mathilde de Carville rozó una tecla blanca del teclado del piano.
¿Grand-Duc se había tirado un farol?
Pronto tendría la respuesta. Le había pedido a la secretaria de dirección, en la sede de la compañía de Carville, una fotocopia de
L’Est Républicain
del 23 de septiembre de 1980. La tendría sin duda a lo largo de la tarde si esa secretaria era mínimamente espabilada. Había pedido que se la hicieran llegar enseguida por mensajero. Fue muy clara, la chica no había rechistado. Ya no tenía más que esperar unas horas. En ese momento sabría si Grand-Duc le había mentido, si de verdad todo había terminado.
Mathilde de Carville se sentó en el taburete delante del piano, puso las manos abiertas frente a ella. No había tocado desde hacía años. El piano estaba mudo, inútil, inválido, como todo lo demás de esa casa.
Sí, en unas horas, todo habría terminado.
Tres notas agudas rasgaron el silencio.
Do. Fa. Sol
.
Todo habría terminado, excepto para Malvina.
Fuera el que fuese el contenido de ese periódico, fuera lo que fuese lo que Grand-Duc hubiese descubierto, lo que Marc Vitral leyera en ese cuaderno o en ese sobre azul, Lyse-Rose seguiría viva, siempre, en la imaginación enfermiza de su hermana, Malvina. Viviría como vive una muñeca en la mirada de una niña pequeña. Salvo que esa niña pequeña ocultaba un Mauser L110 en su cochecito y era capaz de matar a todos aquellos que, en su camino, le dijeran que en su carrito no estaba paseando más que un juguete muerto, un cadáver de plástico frío.