Marc tosió. Ningún otro sonido logró salir de su garganta. Mathilde estaba ahora de pie a menos de un metro delante de él. ¿De qué revancha hablaba?
De repente, Mathilde de Carville se dio la vuelta. La anciana se dirigió hacia la biblioteca, en el rincón opuesto de la habitación. Su sombra cubría con un efímero velo gris el Petrof. Agarró sin dudar un libro grueso del que Marc no pudo leer el título, lo abrió y cogió un sobre azul lavanda. Mathilde de Carville avanzó de nuevo por la habitación.
—Grand-Duc se había acercado a usted, Marc, incluso se había convertido en un amigo de la familia Vitral. Pero no se engañe, seguía siendo mi empleado, me elaboraba su informe casi todas las semanas. Al menos los primeros años. Al cabo de cinco años de investigación, ya no había casi ninguna pista en la que profundizar. Al cabo de ocho años, no quedaba estrictamente ninguna en la que hacerlo.
La imagen del cadáver de Grand-Duc pasó un momento ante los ojos de Marc. Mathilde dejó el sobre azul encima del piano, justo al lado del revólver.
—Estrictamente ninguna, salvo una. La última, la única. Estábamos en 1988…
Mathilde se volvió de nuevo. ¿Es que esa mujer no paraba nunca de moverse?
—Marc, tenemos tiempo, ¿puedo ofrecerte algo de beber?
Marc dudó, sorprendido. Todo lo que vivía, lo que estaba descubriendo desde que había llegado a la Rosaleda le parecía preparado, calculado, como si su llegada fuera esperada: esa habitación lúgubre, mal iluminada. El piano blanco, el Mauser dejado encima. La desaparición de Malvina y de Léonce de Carville, en el jardín o en otra parte, la cortina disimulaba todo lo que pasaba en el exterior.
—Sí —farfulló Marc a su pesar—. ¿Por qué no?
—¿Una infusión? Tengo excelentes mezclas aromáticas que cultivo yo misma.
Marc asintió. Mathilde de Carville se ausentó durante muchos minutos, dejando a Marc solo, justo al lado del sobre azul, del Mauser. Aquello estaba, con toda claridad, hecho a propósito. El suplicio dulce. La revancha de Mathilde. Marc se obligaba a respirar poco a poco, a acechar los primeros signos de crisis de agorafobia. Si, curiosamente, no había experimentado ningún sentimiento de peligro ante ese pequeño monstruo armado de Malvina, la puesta en escena de la anciana Carville provocaba en él una emoción contraria. Empezaba a sentir la comezón familiar de la sangre precipitándose por sus piernas, sus brazos, sus manos.
Mathilde volvió, con los brazos cargados con una bandejita, de dos tazas, una infusión en cada una. Sirvió el agua caliente, tendió un platillo a Marc.
—Beba, Marc…
Marc dudó. Mathilde le sonrió con franqueza.
—¡No voy a envenenarle!
Se mojó los labios. Estaba hirviendo.
—Marc —dijo Mathilde de Carville—, no voy a hacerle sufrir durante mucho más tiempo.
Marc bebió un trago. El sabor le gustó. Así que esa vieja bruja cultivaba ella misma sus hierbajos en su inmenso jardín secreto.
—A principios de esta década —continuó Mathilde de Carville—, lo sabe tan bien como yo, se hizo posible conocer la verdad. ¡Un simple test de ADN! Era infalible. Los laboratorios ingleses, con mucho dinero, y un poco de saliva o de sangre, te daban resultados en pocos días. Esperé todavía unos años antes de tomar la decisión. La religión católica no hace necesariamente buenas migas con la genética, ¿entiende, Marc? Dudé durante mucho tiempo. Tomé mi decisión hace tres años, cuando Lylie tenía quince. De alguna manera, era la última misión de Grand-Duc. Grand-Duc se encargó de todo. Tenía contactos en la policía científica francesa, le proporcioné dinero. Una gestión así no tenía nada de legal. Recogió una muestra de sangre de Lylie, el día de su cumpleaños. Le di la mía, la de mi marido, la de Malvina. Era tan sencillo de saber.
Marc sentía que le flaqueaban las piernas. Bebió otro trago de infusión. El sabor, a medida que la ingería, se volvía más ácido. Se acordaba, por supuesto, del día de los quince años de Lylie; Crédule Grand-Duc estaba invitado, como cada año, le había regalado un florero de cristal. El florero era tan fino, estaba desportillado tal vez, que se había roto en cuanto Lylie lo había cogido entre los dedos. Lylie se había cortado el índice. Grand-Duc estaba desolado. Había recogido los trozos de cristal, farfullando disculpas…
¿Confesaba Grand-Duc su doble juego en las próximas páginas de su cuaderno? Lo comprobaría. Le ardía la garganta.
Por el momento, sólo tenía ganas de hacer una cosa, agarrar ese sobre azul, abrirlo, leerlo.
Mathilde de Carville le sonrió de nuevo de manera extraña.
—Marc, los resultados están aquí, en este sobre. Los conozco desde hace tres años. Soy la única. Me ha hecho un favor al venir, Marc. Va a coger este sobre.
Marc se quemó el paladar con un último trago. Cogió, con dedos temblorosos, el sobre azul lavanda. El rostro de Mathilde de Carville puso una mueca triunfante.
—¡Pero no va a abrirlo, Marc! Va a llevarle este sobre a Nicole Vitral. Es un asunto entre ella y yo desde hace ya años. Si algún otro, hoy, debe conocer la verdad, es ella.
Un largo silencio envolvió la habitación, como una escarcha matinal que helase las sábanas. Marc deslizó lentamente el sobre azul en su bolsillo.
—¿Qué le prueba que no voy a abrirlo de inmediato al salir de aquí?
—Es usted un muchachito bueno, ¿no? Obediente. No traicionaría a su abuela, ¿no? El destinatario de ese correo es ella…
—Son sus reglas. ¿Qué me obliga a seguirlas?
—Las seguirá, Marc, por supuesto. Porque está convencido de conocer ya la respuesta contenida en ese sobre.
Marc se ahogaba. Su garganta y su estómago le ardían. Mathilde de Carville insistió: .
—¿Qué tiene que temer, Marc? ¿No es lo que desea? Lyse-Rose ha sobrevivido, Émilie está muerta. Sólo a Nicole le dará un poco de pena, por supuesto, pero la felicidad de su nieto la consolará, ¿no?
Marc sentía crecer en él la crisis de agorafobia, lograba controlar su respiración, como si la infusión hirviente le devorase la tripa. Mathilde de Carville estalló en una aterradora risa forzada.
—¿Qué es lo que espera exactamente, Marc? ¿Casarse con Lylie? ¿Que tome con su mayoría de edad el nombre de Lyse-Rose de Carville? ¿Convertirse en mi nieto? ¿Una boda de blanco en Notre-Dame? A mi marido le costará mucho llevar a su nieta hasta el altar, pero nos apañaremos. ¿Y luego? ¿Vendrá con Lyse-Rose a tomar el café el domingo, a jugar al ajedrez en el jardín viendo correr el Marne mientras hablo de gofres y de patatas fritas con su abuela? Qué penita, Marc. Qué despilfarro…
Marc intentó coger su taza, se le cayó de las manos y se rompió sobre la alfombra, salpicando las patas del piano.
—Dele este sobre a su abuela, Marc. Si lo desea, le hará leer después el resultado de este test de ADN. Dígale también que no me arrepiento de nada, especialmente del dinero que he invertido. Estoy en paz conmigo misma.
A Marc se le nubló la vista. La sangre de las arterias irrigaba su cuerpo como un oleoducto en llamas. Sus piernas no lograban ya sostenerlo, como dos torres consumidas por un incendio. Sus manos se crisparon sobre el teclado del Petrof. Se ralentizaron en el último momento de su caída, en un siniestro grito de notas desafinadas.
2 de octubre de 1998, 13.15
Ayla Ozan estaba de pie delante del 21 de la calle de la Butte-aux-Cailles. Trataba, alzándose sobre la punta de los pies, de ver lo más lejos posible en el jardín. Nada se movía. ¡Las contraventanas verde claro estaban desesperadamente cerradas! Ayla tocó el timbre varias veces, durante mucho tiempo. ¡Nadie!
Acabó dándose la vuelta, caminó por la calle, buscando un indicio cualquiera. Había ido a menudo a casa de Crédule Grand-Duc, preparaba algo de comer mientras Crédule y Nazim trabajaban en el caso, discutían, hasta avanzada la noche. Los escuchaba un poco, luego acababa siempre durmiéndose delante de ellos, en el sofá, envuelta en el calor de la chimenea, contando las libélulas del vivero. Mecida por la voz de sus dos hombres, el hombre de su vida y su mejor amigo. Pero ¿adónde podían haber ido? Nadie en casa de Crédule, ninguna señal de vida de Nazim desde hacía dos días. Algo iba mal.
Ayla pasó por delante de un bar, el Temps des Cerises. Dudó si entrar para informarse, Crédule iba a veces a tomarse allí su café. Se detuvo, consciente de que sus andares no eran muy naturales. Antes de dejar el kebab, en el bulevar Raspail, Ayla había cogido un gran cuchillo de cocina, el más afilado, lo había envuelto en una bolsa de plástico y lo había deslizado junto a su pierna, bajo su pantalón amplio. Era demasiado largo, no cabía en su mochila. Una arma improvisada, por si acaso. No conseguía quitarse esa terrible sensación de peligro de encima.
Ayla abarcó de una mirada la calle de la Butte-aux-Cailles. Había poca gente. Madres e hijos. Clientes de la panadería.
De repente se quedó paralizada.
Se le hizo pedazos el corazón bajo su largo abrigo de invierno.
El BMW X3 negro de Crédule estaba aparcado al lado de la acera, a cincuenta metros de su casa. Ningún rastro, por el contrario, del Xantia azul de Nazim. Su marido había ido a casa de Crédule; si hubiesen dejado juntos la casa de la Butte-aux-Cailles, ¿por qué jodida razón habrían preferido el Xantia sucio y abollado antes que el BMW? Sobre todo ese viejo maniático de Crédule.
Ayla recorrió los alrededores. La calle Samson, el pasaje Boiton, la calle Jean-Marie-Jégo, la calle Alphand, a paso lento, arrastrando como podía su pierna rígida por culpa de la hoja del cuchillo. Se decía que la bolsa de plástico podía ceder en cualquier momento, que el acero se le iba a meter en la pierna, que iba a desplomarse allí, en la calle, como una idiota…
—¿Está buscando algo?
Un tipo con un perro la miraba fijamente, la clase de vecino al que no le gustan demasiado los extranjeros que rondan por el barrio. Sobre todo una turca dando vueltas alrededor de los coches allí aparcados.
—Soy. soy una amiga de Crédule Grand-Duc. Vive en el 21 de la calle de la Butte-aux-Cailles. Vive en la casita, antes del Temps de Cerises. No está, pero su coche está aparcado cerca de su casa. Un BMW negro. ¿No. no habrá visto otro coche? Un Xantia. Azul…
El tipo la miró como si perteneciese a los servicios de inmigración del Ministerio del Interior encargados de expedir permisos de residencia en el barrio. Consultó con su perro.
—¿Con el parachoques abollado? ¿Un saquito de flores colgado en el retrovisor? ¿Una bandera turca pegada en el parabrisas? Es ése, ¿no?
El tipo hizo un silencio satisfecho de sí mismo mientras Ayla recobraba la esperanza y asentía poniendo a regañadientes la mayor de sus sonrisas, aunque el hombre parecía confiar más en el instinto de su perro que en el encanto otomano. Por el momento, el chucho marrón se pegaba afectuosamente a las piernas de Ayla.
—El Xantia se ha quedado aparcado en el barrio estos últimos días —acabó soltando el hombre—, pero ya no está aquí desde ayer. Sin duda, no lo va a encontrar. No vale la pena entretenerse.
El cuchillo hacía sufrir a Ayla, y el hocico de ese perro cretino contra su pierna iba a acabar abierto en dos, a la manera de la carne para kebab. Se agachó para alejar al chucho mientras intentaba modificar su posición. El tipo la miró, más desconfiado todavía. Era un puto gilipollas, pero podía serle útil. Ayla repartió una sonrisa al facha y una caricia al perro. Sin celos.
—Y. parece conocer bien el barrio. ¿No ha visto alguna novedad, estos últimos días, estas últimas horas.? ¿Alguien nuevo, por ejemplo? ¿Otro coche que no fuese del barrio?
El tipo la miró, sorprendido por su audacia. Tiró instintivamente de la correa. Ayla prosiguió. No tenía nada que perder.
—Un forastero, ya sabe…
Dudó de nuevo, pero no pudo resistirse al placer de ser útil: .
—Ya veo lo que quiere decir…
Miró a su perro, como para hacerle compartir su júbilo.
—Un Rover Mini, azul, bastante nuevo. La propietaria ha rondado por el barrio casi toda la mañana, una chica con cara de vieja en un cuerpo de niña. Rara. Sospechosa, con una mirada de falsedad. ¿Es lo que busca?
El rostro de Ayla Ozan se había puesto blanco de pronto. Por supuesto, había comprendido de quién hablaba ese tipo. Nazim le había descrito a menudo a Malvina de Carville, su físico fuera de lo normal, sus caprichos, ese coche, ese Rover Mini, regalado por su riquísima abuela. Nazim también le había dicho a menudo que esa chica se había vuelto completamente chiflada desde el accidente de avión.
Loca y peligrosa.
Ayla sintió pánico.
—Bueno. sí. Gra. gracias…
¿Qué podía hacer ahora? ¿Correr a la policía? ¿Difundir un aviso de búsqueda? Le harían preguntas. Debería revelar entonces todo lo que sabía, sobre el caso, sobre los Carville, sobre Nazim. No había desaparecido más que hacía dos días. Hablar era entregarlo a los polis. Nazim nunca se lo perdonaría…
El tipo del perro se alejaba mientras seguía mirándola de reojo. No, debía apañárselas sola. Sabía lo bastante acerca de los Carville. No había olvidado ninguna de las confidencias de almohada de Nazim, cuando se desplomaba sobre su espalda después de haberse corrido. El facha y su perro marrón desaparecieron en la esquina de la calle Samson. Un extraño escalofrío recorría a Ayla, mezcla de angustia y de excitación. Volvía a pensar en el cuerpo de Nazim, en la caricia del bigote del gigantón sobre su piel. Tenía tantas ganas de acurrucarse en sus brazos. De bailar delante de él, de agitar su tripita redonda delante de sus narices para excitarlo, para que la abrazase glotonamente.
Ayla se inclinó y agarró el cuchillo frío sobre su pierna. No tenía más que una pista. ¡Malvina de Carville! Ayla estaba sola, pero no era estúpida. Los Carville vivían en las afueras, al este, cerca de Marne-la-Vallée. Lo encontraría seguro. Compartía, desde hacía veinte años, la cama con un detective privado. Conseguiría apañárselas.
2 de octubre de 1998, 13.17
Marc avanzaba por el pasillo sombrío. Mathilde de Carville le acababa de abrir la puerta, sin volver a acompañarle, dejándolo solo con sus dudas. La crisis de agorafobia se alejaba, poco a poco, y su respiración recobraba un ritmo normal. El efecto ardiente de la infusión también se mitigaba, como si todo su cuerpo se encontrase progresivamente mejor ventilado. Marc vio su rostro azorado en el gran espejo oval al fondo del pasillo. No se entretuvo.