—Si no la conocías, entonces ¿por qué estás triste? —insistió Judith.
Lylie no pudo ocultar su sorpresa. Se acercó todavía más a la niñita. Minúsculas pecas salpicaban sus mejillas rojas.
—¿Qué te hace decir que estoy triste?
—Vaya, pues que tienes los ojos muy rojos. Y hay que estar supertriste para preferir seguir a un muerto al que no conoces de nada antes que, no sé, ir de tiendas, jugar en un parque, ver una peli…
Quince pares de ojos, apenas visibles entre sombreros, buzos y bufandas, escudriñaban ahora a Lylie.
—Has acertado —murmuró inclinándose hacia el oído de Judith—. Pero no se lo digas a nadie. ¿Cómo te llamas?
—Judith. Judith Potier. Soy de las mayores de infantil. Y tú, ¿cómo te llamas?
—No lo sé…
Judith se tapó los labios, como si acabase de hacer una pregunta demasiado indiscreta. Se quedó un momento pensativa. Era sin duda la primera vez que se cruzaba con alguien que no tenía nombre. Trató de sonreír a la desconocida, como cuando intentaba reconciliar a dos amigas que discutían.
—Entonces ¿es por eso que estás triste?
2 de octubre de 1998, 16.39
El Corail hizo parada en Vernon. Marc miró cómo desaparecían los viajeros que acababan de bajar. Nada de reencuentros en los andenes, de abrazos emocionados, nada de gritos de alegría, sólo unas docenas de trabajadores con prisas por llegar a casa. Cuando el tren arrancó de nuevo, el andén estaba ya desierto y los coches estacionados en el pequeño aparcamiento del otro lado de los raíles atascaban la salida.
El sol no había desaparecido completamente tras los viñedos del Sena. Para evitar el contraluz y leer con comodidad el cuaderno de Grand-Duc dejado sobre la bandeja gris, Marc tiró hacia él de la cortina. El detective iba a rebasar los diez años de investigación. A partir de entonces, los recuerdos de Marc ya no se limitaban a vagas impresiones, un eco lejano, sino que constituían una versión precisa de los acontecimientos. Una versión personal de los hechos que confrontar con la de Grand-Duc.
Diario de Crédule Grand-Duc
En el inicio de curso de 1991, Émilie Vitral se disponía a empezar secundaria. No les he hablado mucho de Émilie hasta el momento. Es importante, no obstante, hacerles comprender cómo Émilie creció todos estos años hasta que Nicole Vitral cedió, hasta que Mathilde de Carville triunfó. A su manera.
Émilie iba a cumplir once años, pues…
A Émilie siempre le he caído bien, creo. El sentimiento era recíproco. Debía de ser por mi lado arisco, solitario. A los críos les gusta mucho escuchar a los adultos que hablan poco. Deben de compartir con ellos el mismo pudor.
Para ella, yo era Credul-Balancín-Balanzul.
Creo que a Marc también le fascinaba mi figura. No sólo por mis inagotables conocimientos futbolísticos. Sobre todo, creo, porque un detective privado, para un chiquillo, es algo que mola. Como un tío salido directamente de la tele. Un MacGyver, un Mike Hammer. Un Magnum, sin los dóbermans, con el BMW en lugar del Ferrari. Yo cargaba un poco las tintas. Me gustaba mucho. Mis historias inventadas hacían reír a Nicole Vitral. Y con el rabillo del ojo veía crecer a Émilie…
En secreto, esperaba un parecido. Que una mañana basculase del todo a un lado o a otro. Físicamente. Vitral o Carville. Que adoptase la sonrisa de Marc, los tics del abuelo Carville. ¿Qué sé yo? Una certeza, cualquiera.
Nada. Seguía inclinándose del lado Vitral. Los ojos, sobre todo. Sin más…
Y, por lo demás, todo se complicaba. Nicole Vitral lo hizo todo para ocultarlo, al menos al comienzo, pero era tan flagrante. En la calle Pocholle, Émilie parecía caída de un platillo volante más que de un Airbus. A Émilie le encantaba el colegio. Era la primera en todas las clases, en todos los cursos de primaria, mientras que Marc los iba sacando decentemente, sin más, trabajando a conciencia, con tranquilidad, sin cogerle mucho el gusto. A Émilie le gustaba la música, las artes, los libros. Émilie lo devoraba todo. En casa de los Vitral había discos, libros, cuadros, en una cantidad razonable, casi por imperativo, no por necesidad vital. Como uno tiene en el garaje una bici o unas bolas de petanca. Por si acaso…
Émilie, por su parte, crecía de manera diferente, eso saltaba a la vista. Seguía siendo adorable, adorante y adorada, pero se ahogaba. Se recorría el bibliobús que paraba en el aparcamiento de la estación de Dieppe todos los martes por la tarde. Acribillaba a preguntas a su abuela, confusa. Los
Cuentos del gato encaramado
a partir del primer curso de primaria y el resto después. Roald Dahl. Igor Stravinski. Rudyard Kipling. Serge Prokofiev. Tantos nombres complicados de los que Nicole nunca había oído hablar.Una excepción así, en una familia, a veces pasa. Es lo que yo me decía para convencerme. La flor que crece en medio de las zarzas. El autodidacta de la escuela republicana. El sueño americano versión gala, el chico superdotado que sube solo todos los escalones, sin apoyo, sin red, del certificado de primaria a la Escuela Normal Superior; que saca su fuerza y su tenacidad de sus orígenes modestos. Salido de la nada, de muy abajo, orgulloso a perpetuidad de sus orígenes. Esa prisión doméstica original es para siempre su diferencia entre los «hijos de.», los bien nacidos del centro de París, los clones del instituto Henri-IV, la savia que le hizo crecer más alto. Su estandarte. Se convierte en eso, en el portaestandarte de los suyos, que están todavía más orgullosos. El pequeño que ha triunfado. ¿Para eso es para lo que crían tantos niños los pobres? ¿Para multiplicar las oportunidades de dar con el número ganador?
Bueno, dejo aquí mi cantinela barata sobre el determinismo social. Sólo quería explicarles cómo florecía Émilie en el barrio de Pollet. La pequeña que llegaría lejos. Protegida por los suyos. Protegida también por Nicole, por supuesto. Salvo que tienen que imaginarse la duda lancinante que resquebrajaba su admiración.
¿Tenía Nicole derecho a estar orgullosa de su nieta? ¿Suya? Siete años, diez años más tarde, la sombra del drama se cernía todavía. Si la pequeña era Émilie Vitral, su nieta, su carne y su sangre, entonces sí, qué oportunidad, qué gloria, qué milagro, ¡esa niña con el destino totalmente trazado! Pero si la pequeña era Lyse-Rose de Carville. Dejada a su cargo por error, lejos de su casa, extraviada en otro mundo. Frenada.
Objetivamente, al ver a Émilie evolucionar en su barrio de pescadores de Dieppe, no podía evitar pensar que parecía un E.T. caído en Estados Unidos, un Tarzán olvidado en la selva, un Gulliver en el país de los liliputienses.
«Es normal —me dejaba caer a veces Nicole—. Una niña criada por su abuela. Sola. A la fuerza hay diferencias.» .
Tenía razón. En parte.
A los once años, al final de primaria, Émilie exigió. Bueno, no. Émilie no exigía nada. Émilie declaró que quería ir más allá de la punta de su bici. Pasar al otro lado de los acantilados. Descubrir otros lugares. Otras distracciones, también. La música, sobre todo. Seguir con el piano. No sólo porque se le diese bien o porque sus profesores la incitasen a ello. No. Sencillamente porque tenía ganas de tocar. Más que ganas, incluso. Necesidad.
Lo que estaba en juego era sencillo. Émilie no podía continuar progresando más que si poseía un piano en su casa. Para tocar todos los días, varias horas. Émilie era persuasiva a su manera. Había tomado las medidas del salón. Un piano vertical entraba, apartando un poco la tele hacia el rincón, con el sofá al lado. Entraba, quedaba bonito, se podía poner el jarrón encima, incluso, y el cenicero de cristal del valle del Bresle.
Quedaba el tema del precio.
Treinta mil francos de primera mano. Pongamos veinte mil de segunda.
Nicole Vitral se oyó decir: .
—¡Un piano! Pobrecita mía, ya voy justa para vestirte.
He tenido que trabajar todos los domingos de mayo y de junio para que vayamos una semana a Saint-Quay y todavía no sé cómo voy a pagar tus cosas del colegio. Y están tus clases de música. Desde los diez años ya no son gratuitas. Así que, pobrecita mía, un piano…
Émilie no protestó. Lo comprendía. Con once años tenía ya una especie de madurez casi fuera de lugar. Parecía comprenderlo, al menos. Se refugió en su habitación, que era también la de Marc. Nicole oyó a través del tabique una melodía de flauta. Su único instrumento. Una flauta de plástico, la de Marc, para el colegio. Nicole reconoció el éxito del momento, la canción de Goldman,
Leidenstadt
.Con el corazón partido en dos.
Cuando Marc volvió del estadio, se encontró a su abuela anegada en lágrimas, desplomada sobre el sofá. Marc tenía trece años. No sabía cómo reaccionar. Sólo oía cómo Émilie tocaba la flauta. Era bonito. También triste.
Nicole acercó a Marc al sofá, lo cogió entre sus brazos y lo estrechó con fuerza.
—No hay que tener celos de Émilie. ¿Lo entiendes? Nunca.
«Pues claro —pensó Marc—. ¿Cómo podría ser de otra manera?» .
—Tendrás que seguir viviendo con ella como antes, que Émilie siga siendo todavía tu hermana pequeña…
Por supuesto. ¿Adónde quería ir a parar?
—Aunque haya diferencias. Ahora eres un chico mayor, Marc. Puedes entenderlo.
Diferencias. ¿Qué diferencias?
Nicole se levantó, lentamente. Marc también. Le había vuelto la sonrisa. Una sonrisa falsa, al menos. Hizo una seña a Marc para que cogiera el otro lado del sofá.
—Ayúdame a apartarlo, Marc. ¡No estoy yo muy segura de que se pueda meter un piano aquí!
La compra del piano, nuevo, al contado, un Hartmann-Milonga, en la tienda especializada más grande de Ruán, apenas mermó el dinero ingresado en la cuenta bancaria de Émilie.
Émilie tenía razón, entraba entre el sofá y la tele. Apretujándolo bien.
Todo se fue encadenando, después. Los cursos en París, primero. Unos días. Las estancias, después. Mitad curso, mitad concierto, mitad gira, en el extranjero. Londres. Ámsterdam. Praga. Luego la compra de discos. Los libros también. ¿Por qué privar a Émilie de libros? Luego la ropa. ¿Por qué privar a Émilie de la moda? Es humano. Émilie tenía derecho a lo mejor. Se lo merecía. Nicole ya no se sentía con derecho a desperdiciar el menor detalle en su porvenir; de no apostar por todo. Por si acaso…
Ahora comprenden la estrategia de Mathilde de Carville. Desde el comienzo, era consciente de lo que hacía. La cuenta en el banco abierta para Émilie era un huevo de serpiente depositado en una caja fuerte, que había eclosionado, engordado poco a poco durante años bajo la casa de los Vitral, para salir por fin, lista para ahogarlos.
Entre Émilie y Marc se agrandó el abismo. El abismo material, se entiende. Sobre lo demás, volveré a ello más tarde. Émilie podía pedir desde entonces todo lo que quería, del más frívolo de sus caprichos al más costoso de sus deseos. Nada era demasiado caro para ella. Marc, por su parte, tenía que contentarse con sucedáneos. La ropa del vecino. La bici de su abuelo. Las botas de rugby de compañeros más mayores.
Al principio, Émilie había insistido, quería pagar por Marc también. Después de todo, eso le habían explicado, ¡que era su dinero! Nicole Vitral no había cedido. Era para ella una cuestión de honor, un compromiso moral con Mathilde de Carville.
Una línea roja imposible de cruzar.
Ni un céntimo de los Carville para su nieto.
Esto puede parecer extraño, se lo admito. Pero ¿quién puede saber cómo habría actuado en el lugar de Nicole Vitral? Sí, se lo repito, Mathilde de Carville sabía lo que hacía esa tarde de mayo de 1981, al ir a ofrecerle esa serpiente dormida a Nicole Vitral.
La sortija de zafiro claro en prenda.
Contra todo pronóstico, hay una moraleja en esta historia. Por lo que pude constatar, la obra de la serpiente abortó. Marc no estaba celoso. No lo estuvo jamás. Ni siquiera por obedecer a su abuela. De forma natural. Sencillamente se alegraba por la suerte de Émilie. Ya volveré a ello. Con todo detalle, se lo prometo.
Otro milagro, más curioso todavía tal vez, en medio de todo este pozo de cursilería, de obsequios melindrosos y de vida regalada, Émilie no se transformó en un pegajoso chicle rosa. En una especie de Nelly Oleson que mirase con cara de asco la vida sencilla de los Ingalls. Siguió siendo muy vivaz, sencilla, sin desprecio por el salón apretujado, las casas pegadas de la calle Pocholle, el mar gris y los guijarros duros bajo sus pies desnudos.
Émilie crecía. Poseía todavía los ojos azules de los Vitral y los gustos refinados de los Carville. La amabilidad de los Vitral. y el dinero de los Carville.
Las apariencias engañan.
* * *
Marc levantó la cara. Se le saltaban las lágrimas.
El Corail, lanzado a toda velocidad, cruzaba los estanques de Poses. Chalanas cargadas de arena remontaban el Sena en sentido inverso. Marc volvía a verlo todo. La flauta. El sofá. El piano. Émilie delante, tocando a Chopin, Berlioz, Debussy. No sabía nada de ellos, pero encontraba aquello conmovedor. Émilie, con el cabello recogido, sentada, la espalda recta, las manos, los dedos en movimiento sin cesar. El piano estaba mudo ahora. Polvoriento. Todavía en el salón de Dieppe. Marc se acordaba de la ropa de Lylie, también. ¿Cómo olvidarla? Sus vestidos, sus faldas. Cada vez más bonitas, con el paso de los años. Compradas para él, nada más que para él.
¿Cómo habría podido tener celos?
Nadie lo había entendido. Ni Grand-Duc, ni Nicole, ni ningún otro adulto. Todavía menos Mathilde de Carville.
El tren hizo parada en Val-de-Reuil, la estación en el campo que la ciudad nueva nunca había alcanzado. Marc dudó. Quedaban apenas quince minutos antes de Ruán. Sacó su teléfono móvil, podía intentar llamar por teléfono a algunas clínicas nuevas. Para que no se dijera. Marcó tres números. Sin éxito. No se habían hecho cargo de nadie con el nombre de Émilie Vitral en esos establecimientos. Qué se le iba a hacer. Marc no ponía en ello mucha convicción. Sobre todo, tenía ganas de acabar la lectura del cuaderno de Grand-Duc.
Su adolescencia contada por el detective.
Algo así como su diario íntimo redactado por un extraño.
2 de octubre de 1998, 16.48
Nicole Vitral anduvo lentamente hacia la lonja, al final del puerto pesquero de Dieppe. Se acercó al puesto.
—Gilbert, ¿qué tienes hoy? ¿Algo no demasiado caro?
El pescadero respondió sin titubear: .