Un avión sin ella (27 page)

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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

BOOK: Un avión sin ella
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El cuchillo volvió a bajar junto a su pierna. Linda pensó que tenía que concentrarse de nuevo, terminar el puré del anciano y del bebé. Luego marcharse de allí. Caminó con paso firme hacia la entrada.

La sombra oía con alivio el ruido de la batidora en la cocina. Unos minutos antes había sido imprudente. Impaciente. Esta vez, la enfermera en la cocina no la oiría. La sombra abrió con precaución la puerta del salón en el que se había refugiado, la sala del piano blanco. Las manos cogieron la almohada de plumas de encima de la silla. Dos pasos de más. El tejido de seda se adaptó a la forma del rostro de Léonce de Carville. Ni un gesto. Ni una reacción. Era tan fácil. Demasiado fácil, incluso. ¿Cuánto tiempo había que esperar para ahogar a un parapléjico? Era imposible fiarse de ningún síntoma, de la renuncia de un cuerpo convulso que de repente deja de latir. ¿Debía esperar un minuto? ¿Dos? ¿Tres? Una eternidad.

La sombra no contó. ¿Cómo hacerlo? Esperó. Durante el mayor tiempo posible.

De repente, se produjo lo impensable. Lo imposible, según los médicos. El brazo de Léonce de Carville se puso rígido. Súbitamente. ¿Era ésa la reacción postrera de un cuerpo que muere? ¿Una defensa desesperada? La sombra no aflojó su presión. El brazo izquierdo de Léonce de Carville estaba como dominado por los espasmos. Barrió la mesilla de noche. El vaso y la jarra de agua dejadas sobre el tapete de ganchillo estallaron en el parquet.

Linda chilló.

Esta vez no era una alucinación, había oído un ruido de cristal roto en el dormitorio. ¿Se estaba volviendo loca? Se armó de nuevo con el cuchillo de cocina y se precipitó hacia allí. Sin ni siquiera reflexionar. Penetró en tromba en el dormitorio.

Cristal roto a sus pies.

Agua, el suelo pringoso.

Nadie más.

Nadie aparte de Léonce de Carville, con los ojos muy abiertos, casi ovales. Fuera de sí. La boca torcida. Lívido. Como una máscara de la película
Scream
.

Sin respiración. Muerto.

Linda sabía reconocer la muerte. Sentirla. Hacía casi diez años que trabajaba con viejos.

Muerto.

Ahogado.

La almohada estaba todavía sobre la cama, a sus pies.

En ese instante, Linda no sentía ninguna tristeza por el hombre sin vida que tenía enfrente, ninguna piedad por ese inválido al que había cogido cariño. En ese instante, el único sentimiento que experimentó, la única emoción que aplastaba todas las demás, fue el miedo.

Un pavor inmenso, que le helaba la nuca. Unas inmensas ganas de huir de la Rosaleda chillando.

Abandonar a cualquier precio ese palacio de dementes.

Capítulo 36

2 de octubre de 1998, 15.22

En el vestíbulo de la estación Saint-Lazare, Malvina de Carville se calmó tan rápidamente como se había alterado. Se alejó gruñendo acerca de la cola del cajero. El gigante con el que se había metido se volvió encogiéndose de hombros y nadie le prestó atención ya a esa mujercita histérica.

Nadie, excepto Marc.

¡Así que Malvina de Carville lo había seguido! Marc sentía crecer en él una ira irreprimible. Esa loca había decidido, pues, seguirlo en tren hasta Dieppe. Salvo que por el momento tenía ventaja sobre ella, se encontraba en un lugar público. La multitud lo protegía. Más valía aprovecharse de ello…

Marc se levantó de un salto. Guardó el cuaderno de Crédule Grand-Duc en su mochila. Sin esperar respuesta alguna, le puso la mochila entre los brazos al camarero del bar de la estación.

—¿Puede guardarme esto unos minutos.? Ya vuelvo. Cuídelo, es valioso. Ahí están. están todos mis apuntes del año.

Petrificado, el camarero apretó la mochila contra su pecho. Marc se alejaba ya. Malvina estaba de pie a unas docenas de metros más lejos. Parecía dudar entre la cola impresionante de las máquinas de billetes de la estación, los cajeros automáticos, o tal vez no coger billete en absoluto. Le daba la espalda. Era una ocasión inesperada.

Marc se coló entre los transeúntes cargados de maletas y se abatió sobre ella. Experimentó una necesidad animal de expulsar la presión. Su mano se posó sobre el hombro de Malvina, se cerró sobre el jersey de lana y casi hizo despegar del suelo a la chica. Marc le sacaba treinta centímetros a Malvina y pesaba el doble. La arrastró sin miramientos unos metros, cerca de una máquina expendedora de refrescos y de sándwiches envueltos en papel celofán, un poco al abrigo de la multitud.

Malvina mostró una sonrisa sin apenas sorpresa.

—¿Ya no puedes vivir sin mí, Vitral?

El puño de Marc deformó todavía un poco más el jersey.

—¿Qué cojones haces aquí?

—Adivina…

La mano de Marc se acercó al cuello de Malvina. Un cuellecito de nada. Lo abarcaría con una sola mano. Marc se apretó más contra Malvina. Nadie alrededor de ellos les prestaba atención, debían de tomarlos por una pareja abrazándose antes de separarse.

—¿Me has seguido? ¿Cómo sabías que vendría a Saint-Lazare?

—Ha sido muy difícil, seductor. Muy difícil. ¿Adónde podía ir corriendo a salvarse el pequeño Vitral? A las faldas de su abuelita, por fuerza.

—Ok. eres muy lista. Te lo advierto, si te vuelvo a ver en el mismo tren en el que yo esté, te tiro por una puerta.

Marc acentuó la presión. El cuello del jersey tirante le estaba dejando una marca roja en el cuello a Malvina.

—¿Lo has entendido?

Malvina se ahogaba. Marc se preguntaba hasta dónde podría llegar. Cuánto tiempo podría apretar esa garganta. Malvina lo tenía todo para ser un saco de boxeo al que golpear. No sentía ningún síntoma de agorafobia en esa multitud, todo lo contrario, experimentaba una especie de omnipotencia, de odio ciego. ¿Hasta dónde lo podía arrastrar?

No tuvo ya mucho tiempo para responder a la pregunta. Sintió el cañón de acero introduciéndose entre sus piernas, apoyándose en su bragueta. Instintivamente, soltó su presa.

—Quédate pegado a mí, Vitral —murmuró Malvina en su oído—, que nos tomen por enamorados, que no vean el Mauser que apunta a tus cojones. Pero quítame ahora mismo las zarpas del cuello.

La mirada de Marc se perdió en la inmensidad del vestíbulo de la estación. Nadie les prestaba atención. Un hermano mayor y su hermana pequeña. Abrazados. En el fondo, casi era verdad. La voz aguda de Malvina susurró: .

—¿No tienes tu mochila?

—No, ya ves. Todavía quieres que me quede en pelotas. aquí, delante de todo el mundo…

Marc intentaba ganar tiempo. Con torpeza. Echó pestes para sí contra su estupidez. No obstante, sabía que esa loca estaba armada.

—¿Despelotarte aquí? ¿Por qué no, Vitral? A tu estilo, eres bastante mono. Un poco gilipollas, pero mono. Y, además, te sientes obligado a hacer lo que yo quiera.

Las gotas de sudor perlaban el cuello de Marc. Mientras el Mauser mantenía la presión en su entrepierna, la mano izquierda de Malvina se deslizó por su pierna. Subió. Él se estremeció. El cañón retrocedió unos centímetros y los dedos de Malvina penetraron bajo los pliegues de la bragueta de su vaquero. Malvina se apretó todavía más contra Marc, acentuando el contacto de su mano.

—Si te mueves, disparo.

Marc volvió a pensar en el cadáver de Grand-Duc. Una bala en pleno corazón. No era un farol. Esa loca era realmente capaz de eliminarlo en plena estación, delante de cientos de testigos. Malvina prosiguió: .

—¿No se te pone dura, Vitral? ¿No te gusto?

A Marc no se le ocurrían más sarcasmos. Los dedos de la chica trepaban por él como las patas lisas de un reptil. Malvina le estaba acariciando el sexo. Con torpeza, demasiado fuerte a pesar de su mano de niñita. La voz susurró de nuevo: .

—Entonces qué, ¿no se te pone dura? ¿No puedes? ¿A lo mejor prefieres a mi hermana?

Marc respiró para calmarse. Tenía ganas de intentar el todo por el todo, de agarrar a esa loca por los hombros y enviarla a paseo. Puede que no se atreviese a disparar. No hizo nada de eso, no obstante. No dijo nada tampoco.

—¿Te has quedado mudo, Vitral? ¿Ya no tienes nada que decir? ¡No dirás que no te la pone dura mi hermana! No lo dudes, no soy celosa. En absoluto, ya ves. Sé muy bien que es guapa, tan guapa como yo fea. Juntas estamos en la media. La bella y la bestia. ¡El patito feo!

La mano de Malvina bajaba, acariciaba los testículos de Marc. Más bien los masajeaba, con torpeza, como si fuese la primera vez que tocase los genitales de un hombre.

—No consigues que se te ponga dura, ¿eh? Voy a decirte por qué no soy celosa. ¿No lo adivinas?

Malvina aprendía rápido. Sus dedos de niñita se volvían más suaves, deslizándose por su sexo, insinuándose entre sus piernas. Marc se sentía sucio, violado. ¿Qué más podía hacer?, no tenía elección, tenía que apartarla. Aplastarla contra la pared de la estación. Como si Malvina le leyera el pensamiento, el cañón se clavó en sus testículos. El dolor se acentuó.

—No lo entiendes, ¿eh? Voy a decirte algo, si soy un monstruo, no es por culpa de Lyse-Rose. En absoluto. Es por tu culpa. Es por culpa de los Vitral. Sois vosotros quienes me habéis robado a mi hermana. ¿Qué tienes que decir contra eso? «Negación a crecer», dijeron los médicos. Antes era tan guapa como Lyse-Rose. Habría sido tan guapa como ella. Tan alta. Tan excitante, ¡vaya! ¡Pero me negué a crecer! Los Vitral me habían quitado a la hermana pequeña por la que me habría vuelto guapa. Nos habríamos peinado, maquillado, disfrazado. Ambas. Habríamos elegido trapitos juntas. Chicos, también. ¡Pero me robaste todo eso, Vitral! ¿Para quién querrías que estuviese guapa, eh? ¿Para quién?

Marc estaba sudando la gota gorda. Malvina aflojó la presión de los dedos sobre su sexo. Musitó en su oído: .

—Has follado con mi hermana, ¿eh? Dilo.

¿Qué podía decir? ¿Malvina estaba esperando realmente una respuesta? Marc temblaba. Los transeúntes los rozaban indiferentes. Nadie en esa estación parecía encontrar extraño su acoplamiento.

Los dedos de la chica retomaron su juego malsano.

—Eres un hombre guapo, Vitral. Debes de tirarte a bastantes chicas. A montones de chicas. ¿Por qué además necesitas a mi hermana? Eres un pervertido, ¿es eso?

El cañón del Mauser se apretujó todavía más fuerte contra su sexo.

—Si no consigues que se te ponga dura te mato, Vitral. Ahora Lyse-Rose va a volver. Volver a nuestra casa, a su casa. Se acabó este delirio. Esa putita de Émilie murió en el avión, hasta tú lo has dicho hace un rato. No me quitarás a mi hermanita por segunda vez…

Qué le iba a hacer, no reflexionar más. Si no podía moverse, Marc podía al menos actuar, recuperar la ventaja, provocar a Malvina. Ya vería. Se obligó a hablar con un tono resuelto e irónico: .

—Buscas una hermana pequeña, ¿no es eso?

No había dicho palabra desde hacía muchos minutos. Malvina se quedó sorprendida, aflojó un poco su presa.

—Créeme, Malvina, no son hermanas pequeñas lo que te faltan. Tampoco hermanos pequeños. Debes de tener muchos por la zona del Bósforo. Tu papá Alexandre debió de dejar algunos recuerdillos en Turquía antes de hacerse humo, no sé si ves lo que quiero decir. Tú papá no tenía problemas de erección…

El cañón del Mauser ya no lo tocaba. Malvina flaqueó. Marc prosiguió: .

—No eras tan pequeña, tienes que acordarte de las golfas que tu papá se follaba en Estambul. En su despacho. En todas partes. De tu madre llorando. Follando también ella con tipos que reemplazaban a tu padre, tíos con los ojos azules…

Malvina se arrugaba. Marc insistió: .

—¡Lo más probable es que Lyse-Rose ni siquiera sea tu hermana!

Malvina chilló. Todo el mundo debió de volverse en el vestíbulo de la estación Saint-Lazare. La manita reptil se volvió a cerrar brutalmente sobre los genitales de Marc, con todas sus fuerzas.

Marc se desplomó, fulminado por el dolor. El Mauser desapareció en el bolsillo de Malvina y la chica se alejó a pasitos cortos entre la multitud; una anguila en un bosque de algas.

Marc se puso de rodillas. Mudo. Resoplando. Sufriendo de manera atroz.

Unos transeúntes se precipitaron hacia él para socorrerlo.

Por fin.

Capítulo 37

2 de octubre de 1998, 16.13

Marc cruzaba el quinto vagón. Todavía no encontraba sitio para sentarse. Echaba pestes contra esos trenes París-Ruán, sobre todo los del viernes por la tarde. La SNFC debía de vender dos veces más billetes que sitios para sentarse.

Su entrepierna todavía le hacía sufrir, aunque el dolor se atenuaba lentamente. Se había quedado sentado en el suelo cerca de una docena de minutos en el vestíbulo de la estación. Transeúntes atentos lo habían rodeado.

«¿Todo bien? Le ha puesto en su sitio, ¿eh?» .

A medias preocupados y a medias mofándose de él. ¿Cómo reaccionar frente a un tío doblado en dos porque una chica que tenía entre sus brazos acaba de machacarle los cojones? No es fácil de decidir entre la piedad y el cachondeo.

Marc había recuperado su mochila del camarero del bar de la estación y había salido pitando hacia el andén del tren París-Ruán, por fin en pantalla, al menos tan rápido como podía. Cada estiramiento de pierna le hacía sufrir.

En el séptimo vagón, Marc se rindió. Cayó sobre los escalones, entre los dos pisos del tren Corail. No era el único. Una madre de familia y sus tres hijos, un ejecutivo absorto en el informe de un estudio y una adolescente adormilada ocupaban ya la escalera. La postura era incómoda, pero mejor eso que quedarse de pie. Sin duda estaba prohibido sentarse así en el paso, pero dada la afluencia del tren de los barrios de las afueras del viernes por la tarde, seguro que ningún revisor se atrevería a presentarse.

Se metió la mochila entre las piernas. Cogió una vez más su teléfono. Ningún mensaje.

Marcó el número de Lylie.

Siete tonos, como siempre.

—Lylie. ¡Soy Marc! ¡Te lo ruego, responde! ¿Dónde estás? He escuchado tu último mensaje. He oído las ambulancias detrás de tu voz. Me estoy volviendo loco. Estoy llamando por teléfono a todos los hospitales y las clínicas de París. Llámame. Te lo ruego.

Marc maldijo en voz baja. Hizo pasar por su carpeta de mensajes la serie de SMS de Jennifer que contenían los teléfonos de los hospitales y las clínicas de París. Había contactado con más de una veintena por el momento. Los principales. Había que continuar. Se dio media hora antes de retomar la lectura del periódico de Grand-Duc.

En todos lados era la misma historia: .

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