Un avión sin ella (31 page)

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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

BOOK: Un avión sin ella
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Capítulo 42

2 de octubre de 1998, 17.29

Por una vez, el tren París-Ruán era puntual. Se detuvo en el andén a las diecisiete horas treinta minutos. El Ruán-Dieppe salía en ocho minutos. El transbordo estaba calculado de la manera más ajustada posible, pero cuando el Corail se retrasaba, todos los demás trenes regionales esperaban pacientemente hasta la llegada de su hermano mayor de la capital. Desde que estudiaba en París, Marc había efectuado docenas de veces ese cambio de tren. Ocho minutos, era más de lo que hacía falta. Después de haber vuelto a cerrar con pesar el cuaderno de Grand-Duc, se dirigió rápidamente hacia la tienda de bocadillos. Sólo una persona esperaba delante de él. Marc se compró una tarta de manzana y una botella de San Pellegrino. Sin duda, Nicole iba a prepararle esa noche un festín cuyo secreto se guardaba, pero eso no impedía que Marc hubiese digerido hacía mucho tiempo el bocadillo de jamón con mantequilla en el cercanías.

El tren exprés regional para Dieppe estaba casi vacío. Después del jaleo del París-Ruán, el contraste era sobrecogedor. Marc se sentó cerca de la ventana, como tenía por costumbre. No había más que otros dos pasajeros en el vagón. Un adolescente, con los cascos pegados a las orejas, y un tío alto durmiendo que ocupaba dos asientos y aun así se salía de ellos.

Marc abrió la bandeja gris delante de él, puso la mochila encima, luego sacó de su Eastpack el diario de Grand-Duc. Le quedaban veinte páginas como mucho por leer. Después, haría balance. Volvió a pensar en los mensajes de Lylie, disponía de una tarde y de una noche para resolverlo todo.

En el andén, un jefe de estación silbó con nerviosismo.

Marc volvió la cabeza por reflejo. Se quedó inmóvil, con la frente paralizada contra el cristal, como inconsciente.

¡Era ella!

La endeble silueta miró mal al jefe de estación, murmuró algunos insultos entre dientes y saltó al tren casi en marcha.

Malvina de Carville.

Marc permaneció muchos minutos escudriñando las puertas correderas de las dos plataformas que comunicaban la entrada al compartimento. Para nada. Malvina debía de esconderse en alguna parte en el tren, pero Marc no tenía ningunas ganas de correr tras ella. No iba a dejarse atrapar como un chiquillo dos veces seguidas. Por el momento, le quedaban veinte páginas que leer.

Luego, se ocuparía de la loca.

Diario de Crédule Grand-Duc

Dejé a Zoran Radjic en l’Espadon dominado por casi una certeza: ¡ese estafadorcillo barato me había dicho la verdad! Cuanto más pensaba en ello, más se iba enlazando todo de una manera lógica. Georges Pelletier, mientras ocupaba la cabaña, había sido testigo directo del accidente del monte Terrible, el 23 de diciembre de 1980. Había sido el primero en encontrarse en el lugar del drama. Se había dado de narices con el bebé del milagro. Había recogido la esclava de oro antes de que llegase ayuda, como un miserable depredador con el mono.

¿Me siguen? El bebé del milagro, eyectado del avión, era, por tanto, Lyse-Rose de Carville. En adelante, fue casi una certeza. Y ahí estaba todo el problema, por otra parte, en ese «casi». Porque, a pesar de las apariencias, Zoran Radjic muy bien podía haberse inventado todo el asunto, como profesional del timo que era. Había tenido años para pulirlo. Volvíamos al punto de partida: no existían más que presunciones, fuertes sospechas en efecto, pero sólo sospechas. Ninguna certeza definitiva…

Sospechas. presunciones. evidencias. haces de coincidencias. Llámenlo como quieran. Después de todo, les he dado toda la información, ahora saben tanto como yo sobre el caso. ¡Apáñenselas!

Para ser completamente honesto, no hay más que una cosa de la que todavía no les he hablado. Un sentimiento, por otra parte, más que una cosa. Un sentimiento es mucho más complicado de explicar, mucho más que describir una exploración por el monte Terrible o volver a transcribir una conversación con un testigo. Por decírselo todo, había llegado al punto de pensar que todas las pruebas acumuladas, la esclava, la tumba, la ropa del Gran Bazar, no valían más que un montón de cosas viejas para tirar a la basura. Ídem en cuanto al color de los ojos o a las dotes para la música.

La verdad estaba en otra parte, la verdad se basaba en un sentimiento. Más exactamente, en una relación.

Marc y Émilie.

Éste es el momento, creo, de abordar su extraña relación. No podían hacer nada, los pobres niños. La vida había decidido por ellos.

A pesar de toda su buena voluntad, Nicole estaba demasiado lejos. De ellos, quiero decir, demasiado alejada de Marc y de Émilie. El trabajo, días, noches y fines de semana. El día a día. La diferencia de edad. Ninguna mamá para criar a Marc y a Émilie. Ningún papá. Ya ningún yayo. Lógicamente, Émilie y Marc se unieron más. Dos querubines. Dos caras de ángel que dejar en los bares. Y, no obstante, eran tan diferentes entre sí…

Venga, me atrevo. Sé que Lylie y Marc leerán estas líneas. Voy a intentar estar a la altura. Ya no estaré ahí, de todas formas, para afrontar sus apreciaciones.

Marc. Unos ojos azul cielo, como perdidos hacia los horizontes lejanos, como vueltos hacia la edad de oro de la piratería de Dieppe. Unos ojos de cazasirenas. Y, no obstante, Marc era un falso soñador. Solamente amaba su casa, su barrio, a sus colegas, a su abuela. y, sobre todo, a Émilie.

Marc amaba lo que conocía, simple y llanamente, con un amor que se acumulaba con el tiempo, con una inmensa generosidad, una generosidad. doméstica. Marc el discreto. Marc el tímido. Marc el mudo, casi.

El ídolo de las niñas monas, no obstante, si se pueden calificar de niñas monas a las chicas del instituto de Dieppe. El ídolo indiferente. Marc no tenía más ambición, desde el día en que lo conocí, cuando empecé a observarlo, como un investigador minucioso, que la de consagrarse a Émilie, ser a la vez su hermano, su padre, su abuelo. Todo lo que le faltaba. Su cortaviento. Su pararrayos. Su paraguas. Su paraíso, el de él.

La pequeña Émilie no se quedaba corta. Insuflaba de vida todo con lo que se cruzaba. Más bonita que un sol, o sea, como nada de lo que la rodeaba, las fábricas que cerraban, las paredes de ladrillo y de sílex, las alcantarillas. Más bonita que todo lo demás, la puesta de sol en la playa de Dieppe, el otoño en el bosque de Arques. Un arcoíris sobre los acantilados.

Como una mariposa extraviada. Una libélula, si insisten…

Émilie multiplicaba la superficie habitable de la casita de los Vitral por dos, por diez, simplemente inundándola de música, de melodías de Chopin o de Satie, haciéndola echar a volar alto, por encima de los acantilados, como un globo de felicidad, luego haciéndola estallar con una carcajada.

Cuando estaba triste, se curaba con música.

Un insecto extraviado.

Solamente diferente. No orgullosa. Sola. Y ni siquiera eso, no siempre. Émilie no dudaba tampoco en chillar en las gradas a cada placaje fangoso de Marc en el estadio Mauric-Hournyre. En ponerse las deportivas para devorar corriendo su decena de kilómetros, seis valles entre los acantilados y quinientos metros de desnivel. Dieppe-Pourville-Varengeville-Puys.

Un gran sol de extrarradio. Que hacía que se me cayera la baba a mí también cuando era cría.

Credul-Balancín-Balanzul
.

Había estado demasiado cerca de perder la vida con tres meses como para dejarse desperdiciar ni una pizca. Y además, ella también estaba muy orgullosa de su Marc. Su ángel guardián. Su ángel rubio…

Marc y Émilie supieron muy pronto que no eran hermano y hermana. No de verdad, al menos. No como los otros. El secreto celosamente guardado por Nicole Vitral estalló desde el patio del recreo de la clase de preescolar. Los padres hablan, los niños repiten. Deforman.

Los niños del colegio Paul-Langevin se inventaron un juego: correr alrededor de Émilie, con los brazos abiertos, con la cabeza gacha, imitando el ruido de un reactor; representando, al volverse sobre sí mismos, al avión que da vueltas como una peonza y que se da un leñazo a pocos centímetros de ella. Ése era el juego favorito de los niños del colegio Paul-Langevin: terminar tumbados sobre el asfalto, bajo el tejadillo del patio, fingiendo estar muertos.

Alrededor de Émilie, Marc jugaba a los pilotos de caza, incansablemente. Desde lo alto de sus centímetros adicionales, como un King Kong subido a su cúpula, machacaba a los aviones-cretinos que pasaban a su alcance. Hasta el castigo. Y vuelta a empezar.

Marc y Émilie nunca fueron realmente hermano y hermana. Crecieron en la duda.

«¡Oh, los enamorados!», se burlaban los menos crueles en el patio del recreo.

Sí, se querían. Eso saltaba a la vista. Pero ¿con qué amor?

Creo que Marc debió de empezar a hacerse esa pregunta hacia los diez años. Desde su nacimiento, bueno, desde la catástrofe, él y Émilie dormían en el mismo cuarto. Él abajo y Émilie encima, en la litera de arriba. Nicole los ayudó como pudo: Marc se quedó para él solo el cuartito que compartía con su hermana y Émilie se apretujó en el cuarto de su abuela.

Nicole hacía lo que podía con sus medios. Lo hacía bien, casi siempre.

«¿Qué amor?», decía.

Lo confieso, traté de ir más lejos. Los espié, como el más despreciable de los
paparazzi
. Le encasqueté un teleobjetivo a Nazim. Por si acaso…

No sirvió de nada. Los sentimientos no se quedan grabados en los carretes.

¿Qué amor?

Sólo ellos poseían la respuesta. Y ni siquiera…

Yo no…

Ni la ciencia me ayudó.

Fue un poco más tarde.

Lylie tenía quince años…

El test de ADN. Ese puto test de ADN.

No iba a librarme. Mucho me temía que Mathilde de Carville acabaría pidiéndomelo, acabaría tirando la bioética a la papelera, desearía hacer hablar a los genes, a pesar de Dios, a pesar de su fe. Quería saberlo. Era humano. Era ya un milagro que se hubiese resistido tanto tiempo.

Por mi parte, no estaba orgulloso. Sobre todo, estaba cagado de miedo. Pónganse en mi lugar, mis quince años de investigación no pesaban nada frente a tres gotas de sangre en una probeta.

¡Qué lástima! ¡Qué porquería, la ciencia!

* * *

Las palabras de Grand-Duc le bailaban a Marc ante los ojos.

«¿Qué amor? Sólo ellos poseían la respuesta. Y ni siquiera.» .

Las ondulaciones de la región de Caux pasaban ante sus ojos. Las líneas de alta tensión también, las de las centrales nucleares cuya dirección seguían hasta Dieppe.

«¿Qué amor?» .

¿Qué habría podido entender ese viejo detective con su miserable espionaje de teleobjetivo? ¿Qué podía entender él?

«Oh, los enamorados.» .

Los gritos de los niños resonaban todavía en los oídos de Marc. Como ese ruido de reactor mal imitado por esos mocosos.

«Oh, los enamorados.» .

Lylie, ¿dónde estás?

Marc ya no tenía ganas de llamar a ninguna otra clínica. Ni una más. Era inútil.

«Oh, los enamorados.» .

¿Quién estaba al corriente, aparte de ellos? ¿Quién conocía su secreto?

Nadie. Eso ni Grand-Duc ni ningún otro lo había contado en un cuaderno.

No hacía ni dos meses de eso.

El 16 de agosto.

Lylie no tenía todavía dieciocho años.

Marc cerró los ojos.

No hacía ni dos meses de eso.

Capítulo 43

16 de agosto de 1998, 18.00

Una locura, pensaba Marc. ¡Correr en pleno mes de agosto! Era el final de la tarde, hacía todavía cerca de treinta grados. Una canícula normanda, ¡excepcional!

Lylie no cambiaba de idea. Se estaba atando sus deportivas, acuclillada en el paso de la puerta de la calle Pocholle, como si le picasen las alas. Marc suspiró. A regañadientes, mandó a paseo sus alpargatas y fue a buscar sus zapatillas de deporte. La voz alegre de Lylie repiqueteó: .

—¡En marcha, holgazán!

Se había cogido el cabello rubio en una coleta, con un coletero pequeño azul cielo. A Marc le encantaba cuando Lylie tenía el pelo estirado hacia atrás. Eso le agrandaba la cara, la frente. Eso le otorgaba una gracia casi principesca. Lylie había acabado con sus preparativos. Daba saltitos delante de la puerta. Impaciente.

—¡Date prisa!

—Ya vale…

Desde que Lylie había sacado un nueve en deporte en el bachillerato, opción cross, le había cogido gusto al footing. Había corrido toda la primavera, cinco horas de entrenamiento semanal y abdominales, con Marc como entrenador.

Éste se estaba irritando, no encontraba su deportiva izquierda.

—Si no tienes ganas de venir…

—Sí. sí…

Lylie cogió una botella de agua mineral y echó la cabeza atrás para beber a morro. Un fino chorrito de agua corrió por sus labios, su mentón, su cuello. Marc desvió la mirada. Incómodo. Otra vez.

—Detrás de los cubos. Tu deportiva, quiero decir…

—Gracias…

Marc se ató a su vez su calzado, torpemente. Lylie se había puesto una equipación deportiva de Sergio Tacchini. Malva y blanca. Una equipación de las de campeona olímpica de triatlón. Una fortuna por unos pedazos de tejido elástico. Un short ajustado como una segunda piel. Un top que aplanaba demasiado los pechos de Lylie, pero que dejaba al descubierto en cambio su vientre plano de manera íntegra, la rabadilla, la textura de su piel, apenas bronceada.

—¡Bueno! ¿Nos vamos?

Marc se movió a su pesar.

¿Un mal presentimiento? ¿El calor bochornoso de ese 16 de agosto? ¿La ausencia de viento? ¿El tono de Lylie? ¿Jovial? ¿Sobreactuado?

Las primeras zancadas son siempre las más duras. Cruzaron Pollet, pasaron el puente transbordador, bordearon el malecón de hormigón en el paseo marítimo y luego atacaron la subida, brusca, hasta el castillo-museo.

Lylie corría siempre delante. Marc acomodaba su zancada a la de ella. Pasaron delante del campo de golf, después del Instituto Ango y su arquitectura futurista, al pie de los acantilados. Lylie, traviesa, agitó la mano en dirección al instituto, diciendo adiós.

Seguía ahora un buen kilómetro de llano hasta Pourville. La zancada podía alargarse. De repente, a la vuelta de una curva, las vistas estallaron. El valle del acantilado de Pourville, soberbio bajo el sol. Lylie aceleró aún más en la bajada. En el malecón, los turistas en las terrazas, en la playa, se volvían a su paso. Sobre todo los hombres, subyugados por la aparición fugaz de esa chica rubia, espigada, con su equipación ajustada. Hipnotizados por el movimiento regular de sus largas piernas desnudas, como el movimiento perpetuo del péndulo de cobre de un reloj. Marc adoptaba una actitud de guardaespaldas. Mirada de mosca de trescientos sesenta grados. Por poco, mientras corría, habría puesto la mano en el hombro de Lylie.

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