Mathilde subió lentamente la escalera de cerezo silvestre, abrió la primera puerta a su derecha, el cuarto de Lyse-Rose. Contempló la inmensa habitación atestada de juguetes, de paquetes de regalo. Daba igual su valor, habían sido, cada año, cada cumpleaños, cada Navidad, como un mensaje de esperanza. Lyse-Rose no era olvidada. Cada frágil vela representaba la pequeña oportunidad de que estuviera todavía viva. La chispa. Apagada de un soplo, para siempre, desde la tarde anterior.
Léonce había matado para nada.
Mathilde dejó la bandeja de plata sobre la mesilla. Para llegar hasta la cama, desplazó un cochecito azul cielo ribeteado de encaje y pasó por encima, con precaución, de un servicio en miniatura de vajilla china. Apartó suavemente el gran oso que dormía encima de la cama de niña pequeña; Malvina lo llamaba
Banjo
. Se tumbó sobre la cama en la que debería haber dormido Lyse-Rose todos esos años; en la que no dormiría jamás. Desenroscó el tapón del frasco de cristal y vertió la totalidad del contenido amarillento en el bol ocre de agua hirviendo.
—Mi preferida —murmuró Mathilde—. Mi secreto. Mi celidonia, conservada celosamente en mi invernadero, para las grandes ocasiones. La gran ocasión. La última.
Mathilde removió el contenido del bol con la cuchara de plata. El jugo de celidonia se mezcló con el agua caliente en una infusión que Mathilde sabía mortal.
Se había enterado de que era imposible asesinar a alguien con celidonia. Ni siquiera a su marido. El sabor de la planta era, al parecer, insoportable. Por esa razón, los accidentes eran muy raros, un solo muerto, una vez, en Alemania, según había leído. Por esa razón, la celidonia, la hierba de las golondrinas, era desatendida por los autores de novelas policíacas.
Mathilde dejó la cuchara con delicadeza en la bandeja de plata. Pasó sus manos por detrás de su cuello y se descolgó su cruz.
Hasta para suicidarse no recomendaban la celidonia. O bien la reservaban para las voluntades superiores. Sonrió. No era de la clase de gente que acabase con todo tragándose una caja de tranquilizantes o inyectándose un producto indoloro en las venas. ¡Un suicidio confortable! ¡El peor de los oxímorons! ¡Qué espantosa e hipócrita manera de presentarse en el Último Juicio!
Mathilde de Carville mojó los labios en su bol de cocción de celidonia. Puso una mueca de asco, pero siguió inclinando el bol de terracota. Lo bebió hasta el final.
Era infecto.
No iba a quejarse.
En otra época, para expiar su culpa, habría ordenado que la flagelasen hasta la muerte, que le clavaran una estaca de madera en el corazón, que la quemasen viva.
Mathilde se tumbó en la cama de Lyse-Rose. La cama de una muerta.
Apretó la cruz en su mano.
Ya no tardaría mucho, ahora.
3 de octubre de 1998, 06.22
Marc se recorrió el aparcamiento mientras Malvina, sentada en el asiento del acompañante de la camioneta, se leía las cinco páginas arrancadas. Se había llevado en su mochila pastas y un cartón de zumo de naranja. Devoró las galletas, se bebió la mitad del zumo de fruta. Un semirremolque fue a estacionar en el aparcamiento, a más de cincuenta metros de la Citroën. Salió un hombre con un termo en la mano. Café, sin duda. Marc dudó si pedirle.
Malvina saltó fuera de la Citroën, con las hojas en la mano.
—¿Ya estás contento?, ¡me lo he leído todo! ¿Qué es lo que querías? ¿Deprimirme con el accidente de tu abuelito? Potra no tuvo ninguna, eso seguro. Pero, aparte de eso, ¿adónde quieres ir a parar? Tenía ocho años en ese momento, pero te imaginas que yo estaba más o menos al corriente. ¿Cuál es tu problema? Si es para avisarme de que tu camioneta naranja y roja es un coche fúnebre, ¡no te esfuerces! No contaba con dormir dentro esta noche…
Marc no hizo caso. A lo mejor empezaba a acostumbrarse al humor morboso de Malvina. Su única forma de comunicarse, en el fondo; sin duda incluso para ella era una especie de terapia. Quizá el tratamiento con electroshocks le funcionaría a él también, en contraste con todos esos años de silencio, de sobrentendidos y de tabús. Marc se subió a su vez en la furgoneta, rebuscó en su mochila, sacó de ella el archivador que contenía sus apuntes de derecho constitucional europeo.
—Toma, ahora lee esto…
—¿Cómo que esto? ¡¿Todo?!
—Que no, no todo. Sólo los apuntes del 12 de febrero, los de Turquía.
Malvina suspiró.
—Dame zumo de naranja y algo de papear, antes.
Marc le tendió los restos de su desayuno, Malvina se lo tragó todo con avidez. Si era anoréxica, lo disimulaba bien.
—Bueno, ¿qué es esta gilipollez?
Agarró el archivador, lo abrió por la página que quería Marc, puso una mueca.
—Lo siento, no consigo leer tus garabatitos. Debes de ser un auténtico zoquete en la uni, sobre todo comparado con Lylie. Estoy seguro de que ella arrasa…
Marc lo encajó. El sentido del humor. ¡El sentido del humor con virtudes terapéuticas!
—Y tú, ¿qué título tienes?
—El récord del mundo de profesores particulares. Treinta y siete en quince años. El último no aguantó dos días…
—No sé por qué me tomas el pelo, entonces…
Malvina se echó a reír. Tiró al suelo el papel de las galletas y el cartón vacío.
—Sí, pero yo es porque soy de las demasiado especiales para los profes. No tengo sitio en sus paradigmas, ¿sabes?
Levantó los ojos.
—Joder, no entiendo nada de tus apuntes…
—Conténtate con leer las fechas. Logras leer las fechas, ¿verdad? ¿O también eres demasiado especial para eso?
—Me pones del hígado…
—¡Lee!
—No me des el coñazo…
Leyó de todas formas: .
—«29 de octubre de 1923, la Turquía de Atatürk se convierte en una república; 17 de septiembre de 1961, el primer ministro Adnan Menderes es ejecutado por violar la Constitución.» Bueno, ¿adónde quieres llegar con esto?
—¡Sigue!
—Joder. «12 de septiembre de 1980, golpe de Estado y regreso de los militares al poder; 7 de noviembre de 1982, referéndum nacional sobre el regreso de la democracia.» .
—Ok —cortó Marc—. Ahora, coge otra vez las hojas del diario de Grand-Duc. Las primerísimas líneas.
—¡Menudo coñazo que das!
Malvina tiró las hojas al suelo.
—Bueno, ¿nos largamos? Si quieres llegar al Jura con tu tanque antes de Todos los Santos…
Marc se agachó tranquilamente, recogió las páginas y empezó a leer: .
—«Aquel domingo, el 7 de noviembre de 1982, había pasado el fin de semana en Antalya, en el Mediterráneo, la Riviera turca, trescientos días de sol al año, en casa de un alto funcionario del Ministerio del Interior turco que me recibía en su segunda vivienda.» Me salto un poco lo siguiente: «Dándose por vencido, el alto funcionario en cuestión había acabado invitándome un fin de semana en que recibía en su casa a toda la flor y nata de la seguridad nacional turca. Por una vez Nazim no estaba allí, Ayla había insistido para que volviese, se había puesto enferma, creo recordar. No venía bien, al contrario, me las había visto negras todo el fin de semana sin intérprete para explicar lo que quería, especialmente cuando los demás estaban allí para darse la gran vida al sol con sus mujeres. en absoluto convencidos del carácter prioritario de mis peticiones. Yo tampoco, por otra parte. Cada vez menos.» .
Malvina retortijó con nerviosismo su sortija marrón entre los dedos y volvió la mirada hacia el camión aparcado al final del aparcamiento.
—¡¿Y ahora?! —gritó lo bastante fuerte para que el camionero lo oyera—. ¡¿Amarramos tu camioneta de mierda y hacemos gofres para los camioneros de culo gordo?!
El conductor del termo la había oído; miró a Malvina como a un bicho raro, luego se encogió de hombros y se volvió, no más molesto que si un perrillo le hubiese ladrado entre las piernas. Marc miraba fijamente a Malvina. Una vez más, la ira de la chica sonaba falsa. Una lamentable maniobra de distracción…
—Voy a dejarlo claro, Malvina. Es sólo una pequeña cuestión de agenda que falla. Crédule Grand-Duc, en su cuaderno, cuenta que es recibido por todo el Ministerio del Interior turco, que hacen una fiesta a orillas del mar, con mujeres y niños, el domingo 7 de noviembre de 1982…
—Gracias. Sé leer.
—. salvo —prosiguió Marc— que precisamente el 7 de noviembre de 1982 es el día del referéndum en Turquía. ¡El regreso de la democracia! El fin de los militares. Un día histórico. ¿No crees que aquel fin de semana los altos funcionarios turcos tenían otra maldita cosa mejor que hacer?
Malvina se encogió de hombros.
—Grand-Duc se coló de fecha. Eso es todo. Quince años después, ya sabes…
—¡Sí, por los cojones! —gritó Marc.
El camionero del termo se había apoyado en el guardabarros de su camión y observaba la escena como si Marc y Malvina fuesen protagonistas de una telecomedia.
—¿Quieres un sonotone? —le gritó Malvina al conductor.
El otro no puso mala cara. Hastiado. Marc continuó: .
—Voy a decirte la verdad, Malvina. ¡Grand-Duc no estaba en Turquía el 7 de noviembre de 1982! En todo caso, no en un chalet en Antalya. ¿Por qué mintió, entonces? ¿Por qué utilizar una coartada tan chunga? Porque estaba en otro lado, por fuerza. En otro lado, de acuerdo, pero ¿dónde? ¿Dónde podía esconderse ese fin de semana del 7 de noviembre de 1982? ¿En qué lugar donde no debería haber estado? ¿Por qué precisar que Nazim estaba en Francia y él en Turquía, si no era para dejar que cernieran las sospechas sobre su socio?
—Estás delirando —dejó caer Malvina—. Definitivamente, estás mucho más tarado que yo.
Marc agarró a Malvina por la parte de arriba del jersey. No se defendió. Ya no tenía una pistola en su bolsillo. Ni siquiera un guijarro.
—¿Y si el gentil Grand-Duc, el detective paciente, el minucioso, el honrado, Credul-Balancín-Balanzul, el amigo de los Vitral, el perdidamente enamorado de mi abuela, el narrador desengañado de toda esta investigación, el fiel, el puro, el pobre Crédule Grand-Duc.? ¿Y si ese tío no era más que un mercenario cabrón? ¿Un cerdo a quien tu abuelo le hubiese pedido que eliminase a mis abuelos, para recuperar a Lylie? Un cerdo que hubiese dicho «sí»…
Marc deformaba con sus dedos el jersey malva de Malvina. Todavía no decía nada. En el aparcamiento, el camionero del termo había vuelto a subirse a su camión. Un ruido de interferencias de la radio llegaba hasta ellos.
Marc continuó al borde de las lágrimas: .
—Nada del peligro que se concreta alrededor de él, Grand-Duc, ese detalle, en su cuaderno. Aunque todo lo demás fuese quizá verdad, quizá incluso su apego a su familia de adopción, a mi abuela. Un clásico, el verdugo que se encariña con la víctima con la que no ha logrado acabar. el remordimiento que se vuelve una fantasía. ¡Sí, patético! Y pensar que invitamos durante años a ese tío a nuestra casa. Al asesino de mi abuelo. Y pensar que incluso mi abuela se ha…
Marc soltó de repente a Malvina, dio unos pasos por el aparcamiento, recogió mecánicamente el paquete de galletas y el cartón de zumo de naranja del suelo. Anduvo hasta la papelera más cercana, a diez metros.
—¡Puedes contarme lo que quieras! —gritó—. Sé que pasó así. ¡Fue Grand-Duc! Cuando se ha entendido eso, toda la lectura de su cuaderno de hipócrita se hace evidente. Un mercenario. Un tío duro, ya había enseñado sus cartas…
Marc tiró los desperdicios a la papelera.
—Fue mi abuelo —se oyó decir a la voz de Malvina.
Marc nunca había oído a Malvina expresarse con una voz tan dulce. Se volvió.
—Fue mi abuelo —repitió Malvina—. Él solo. Después de su primer infarto. No creía en la larga investigación de mi abuela. Era de los expeditivos. Él también contactó con Grand-Duc, un poco después que mi abuela. Le pagó mucho dinero, más o menos el precio de una casa en Butte-aux-Cailles, para que te hagas una idea. Debía parecer un accidente. Según los abogados, si los abuelos Vitral morían, Weber, el juez de menores, estaría jodido, pero teníamos todas las posibilidades de recuperar a la pequeña. Grand-Duc no era un santo, mi abuelo se había informado sobre ello. Aquel fin de semana, en noviembre de 1982, hizo un viaje de ida y vuelta Francia-Turquía. Nadie supo nada de ello. El resto no era muy difícil para él.
—¿Cómo te enteraste?
—Tenía ocho años. No lo entendí todo en su momento, pero ya espiaba a todo el mundo. Era la ratita fea que hace agujeritos por todas partes y que se esconde. Mi abuela tampoco lo entendió hasta que fue demasiado tarde, después de la muerte de Pierre Vitral. No te cuento el follón que debió de suponer eso en su pobrecita conciencia. ¡Un crimen! ¿Cómo comunicar eso durante la oración al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo? Mi abuelo tuvo su segundo ataque al corazón justo después. Su plan se había ido a la mierda. ¡Mi abuela se tomó aquello como justicia divina y cerró el pico!
—Y tú, Malvina, ¿qué piensas?
Malvina titubeó un segundo. Jugó con nerviosismo con la suela de su bailarina en el estribo de aluminio y luego respondió: .
—¡Que mi abuelo tenía razón! ¿Qué te crees? Habría podido funcionar con los abuelos Vitral desaparecidos. Que se fueran. Lyse-Rose, mi hermana pequeña que nos habíais robado, recuperaría su habitación. Y a ti te metíamos en el orfanato. ¡Se lo merecen! Eso era lo que pensaba.
—¿Y ahora? Hoy, ¿qué piensas?
Malvina no titubeó esta vez: .
—¡Lo mismo!
Retomaron la carretera. Malvina había cambiado el casete en la radio del coche. Había elegido al azar, por el color azul cielo de la funda,
Brothers in Arms
, de Dire Straits. La voz de Mark Knopfler alternaba con los desvaríos eléctricos de su guitarra. Fue ella quien habló primero: .
—Eso no impide que Grand-Duc fuese un gilipollas de mierda. Nunca pudo tragarme, no sé por qué. A lo mejor porque había adivinado que yo estaba al corriente.
Marc escuchaba distraídamente. Tenía la asquerosa sensación de haber sido traicionado. ¿Hasta qué punto Grand-Duc había falsificado la verdad en su diario?
—Hace cuatro días quiso chantajear a mi abuela —continuó Malvina—. Con su estúpida historia del giro en el último minuto. Ciento cincuenta mil francos. El triple cuando aportase las pruebas. ¡No sé quién se lo ha cargado, pero ha librado al mundo de una jodida cucaracha!
Los dedos de Marc jugaban sobre el volante al ritmo del saxofón de
Your Latest Trick
. Les daba vueltas a las últimas palabras de Malvina.