Un avión sin ella (30 page)

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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

BOOK: Un avión sin ella
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—Lenguados. Directamente del barco de esta noche. ¿Te pongo uno?

—¡Dos!

El ojo de Gilbert, de perfil, se agrandó como el de uno de esos peces muertos.

—¿Dos? ¿Tienes a alguien para cenar? ¿Es Émilie? ¿Es Marc? ¿O es un novio?

¡Gilipollas!

—¡Es Marc, idiota! —subrayó Nicole.

—Vale, pues te pongo una buena pieza entonces. ¿Cómo le va a Marc?

Nicole respondió con evasivas. Banalidades. Perdida en sus pensamientos. Pagó.

—Gracias, Gilbert. Esta semana pasaré a dejarte octavillas del ayuntamiento, para el puerto. Todo está escrito allí.

El pescadero suspiró.

—Otra vez andas con las mismas gilipolleces. Mejor harían en el ayuntamiento si se ocuparan de los comerciantes antes que de los estibadores. Créeme, somos nosotros los que reventaremos los primeros, incluso antes que los pescadores…

Nicole ya se alejaba. Gilbert Letondeur era el mejor pescadero de Dieppe, pero también un cretino alineado con el bando de los armadores y de la Cámara de Comercio y de Industria de Dieppe. En resumen, un tío que votaba a la derecha. Nicole admitía que su visión de las cosas era un poco simplista, pero veía la ciudad de Dieppe así. Dos bandos enfrentados. A pesar de su camioneta en el paseo marítimo, nunca se habría alineado en el lado de los comerciantes.

¡Una traidora!

Doblemente traidora. Comía pescado del bando contrario.

Nicole siguió hacia el paseo marítimo. Apreció el tiempo seco. El viento constante. Saboreó también la agitación en el césped. Se acababan de instalar unas docenas de pequeñas carpas blancas, todas gemelas, alineadas, cubiertas de banderas multicolores que representaban los estados de todo el mundo. Como cada dos años, durante diez días, Dieppe vivía al ritmo del Festival Internacional de Cometas.

El cielo estaba ya atestado de rombos abigarrados, de inmensos círculos inmóviles, de triángulos que describían curvas cerradas. Muy arriba en el cielo se veía un dragón chino, una máscara inca, un gato azul gigantesco, un círculo vaciado en el que giraba a toda velocidad una veleta. Otras tantas constelaciones imaginarias y coloridas.

Nicole Vitral avanzó, distraída, un poco nostálgica. No podía evitar volver a pensar en las anteriores ediciones del festival. Dieppe había sido la primera de las estaciones balnearias, a finales de los años setenta, en poner en marcha el festival de cometas. Desde entonces, esa clase de manifestación había sido copiada en todas las grandes playas de arena ventosas del norte de Europa.

Nicole había vivido con Pierre los dos primeros festivales, en 1980 y 1981. Días de recuerdos. Festivos. Lucrativos, también. Su puesto ambulante, en el paseo marítimo, era ya una institución en la época. Durante la primera edición, su nuera, Stéphanie, estaba embarazada, casi saliendo de cuentas. Se había pasado, de todas formas, el fin de semana ayudándolos. Como podía. Pierre y Pascal, padre y marido atentos, se habían esforzado por convencerla de que se quedase sentada en una silla, de que comprendiese que, sobre todo, no era el momento de dar a luz, ¡ese mismo fin de semana! Al final, Émilie había nacido unos días más tarde, el 30 de septiembre, como si hubiese procurado esperar…

Sucedió el drama del Airbus. luego el juicio. Pierre Vitral conoció un tercer festival, en 1982, antes de dormirse para no despertar nunca más, el 7 de noviembre, en Tréport. El festival marcaba el ritmo de la vida de Nicole, como un símbolo macabro: la vida y la muerte pendían de un hilo, a merced del viento. Nicole continuó, no obstante, aparcando su camioneta en el paseo marítimo, los diez días de fiesta, sin Pierre para ayudarla. No tenía elección, el festival seguía siendo su mayor ingreso.

Marc y Émilie eran demasiado jóvenes para acordarse. El festival, para ellos, no era más que un gigantesco carnaval esperado durante semanas. Marc no se las apañaba mal, con los hilos en la mano, para impresionar a su hermana pequeña. Un vecino le había regalado una cometa con forma de insecto gigante, rojo y oro, con una cola muy larga llena de lazos y alas de papel vitral transparente. Por supuesto, Marc había bautizado a su cometa «Libélula»; porque todavía llamaban a veces a Émilie así. Gilipollas. Comerciantes de Dieppe, por ejemplo.

Émilie, por su parte, corría con los ojos cerrados. Iba de stand en stand, recorriendo todos los países del mundo. Perú. China. Planicies etíopes. Mongolia. Ecuador. Yemen. Quebec. El cometa como un hilo tendido entre todos los niños del planeta: sólo un poco de viento, no se necesitaba más.

El arte de domesticar el cielo con el único fin de pasarlo bien.

Siempre más alto. Sin pasajeros, sin viajeros.

Sin accidentes.

Nicole, después de 1980, ya no había vuelto a mirar al cielo como antes. La pequeña Émilie devoraba kilómetros. Japón. Mali. Colombia. Volvía corriendo a la Citroën H, con los ojos chispeantes. Todas las tribus del mundo se daban cita sobre el césped.

«¿Has visto, yaya? ¿Has visto, yaya?» .

Nicole dejó el paseo marítimo. Conmocionada. Émilie, ese año, por primera vez en su vida, se perdería las cometas de Dieppe.

Entró en la panadería. Se temía que tendría que vivir el mismo numerito que con el pescadero. Tenía razón.

—¿Una
baguette
, Nicole?

—Una
baguette
. Y me pones un
salammbô
también.

—¿En serio? ¿Un
salammbô
? ¿Ha vuelto Marc?

Un
salammbô
. El pastel preferido de Marc. Cuando tenía diez años, al menos. Nicole se sabía ridícula por seguir queriendo satisfacer así a su chico mayor con los antojos de su infancia. Pero, después de todo, disfrutaba con ello, y Marc era un chico educado.

Nicole miró su reloj. Su nieto estaría allí en dos horas. Bordeó a paso lento el puerto deportivo, hacia el puente transbordador que separaba el barrio de Pollet del resto de Dieppe. Una isla en el corazón de la ciudad.

A su pesar, volvía a pensar en su diálogo telefónico con Marc. El sobre azul de Mathilde de Carville. El test de ADN confiado a su nieto. La prohibición de abrir el regalo para su yaya.

¡La muy zorra!

Nicole tuvo que detener sus pasos. El puente transbordador se levantaba, dejaba pasar un paquebote no muy grande, con pabellón nigeriano. Todavía quedaban algunos. ¿Plátanos? ¿Piñas? ¿Madera exótica?

¿Qué se creía, la Carville? ¿Que tenía el monopolio de la clarividencia? ¿Que era la única en haber pensado en el test de ADN? ¿Que tenía a Crédule Grand-Duc a sueldo? ¿Que había hecho una punción de una gota de sangre de Émilie así, tranquilamente, sin que su abuela reaccionase?

La fila de coches se extendía ante el puente. A Nicole le dio una tos expectorante con el olor mezclado del pescado y de los tubos de escape. ¡No lo había entendido todo, la Carville! Grand-Duc no era semejante cabrón. No había dado celos a ninguna. Había encargado dos tests de ADN. Dos sobres azules. Uno para cada abuela.

Nicole volvió la cabeza. Una cometa gigante, el dragón chino, superaba el remate de los edificios del paseo marítimo. Sonrió. En el segundo cajón de su cómoda, bajo llave, había guardado el sobre azul que le confió Grand-Duc. El resultado del test que comparaba su propia sangre con la de Émilie, que confirmaría el recibido por Mathilde de Carville, que Marc le llevaba, muy obedientemente.

El puente transbordador bajó por fin. Los coches se impacientaban. Nicole tosió de nuevo.

Nicole había abierto el sobre en 1995. Ella también tenía la respuesta desde hacía ya tres años.

Era necesario que hablara con Marc. Era necesario para él, por supuesto. Aquella misma noche. Todavía podía salvar una vida. Después, sería demasiado tarde. Debería haberlo hecho antes, claro. Fácil de decir.

Una respuesta así.

¿Una liberación?

Quizá…

A condición de aceptar perderlo todo.

Capítulo 41

2 de octubre de 1998, 17.11

El tren Corail bordeaba la costa de Deux-Amants, cruzó sin ralentizarse el puente ferroviario de Manoir-sur-Seine, pasó la estación de Pont-de-l’Arche. Marc ni siquiera sentía el frío del cristal contra su frente. Se había contentado con encender el piloto de encima de su cabeza.

Diario de Crédule Grand-Duc

Los primeros años de la década de los noventa fueron una especie de años muertos. Nuevas estancias en Turquía, en Canadá; Cuerno de Oro y Chicoutimi, les voy a ahorrar las postales nostálgicas. Sin olvidar mis peregrinaciones anuales al monte Terrible. Nazim se quedó vigilando cerca de la cabaña días enteros. ¡Para nada!

Estrictamente nada nuevo. Ése fue el comienzo de mi depresión. Al menos, si hubiese que poner una fecha, yo diría ésa. Entre 1990 y 1992. El fin de mis ilusiones.

También estaba en un callejón sin salida por el lado de Georges Pelletier. El sin techo se había evaporado. Atrapado por no sé qué atracción, la olla o el tren fantasma. La cotización de la esclava ya no aumentaba. Congelada en setenta y cinco mil francos.

¿Para qué subirla más? Estaba viviendo un retiro dorado, o casi.

No había trabajado en el caso desde hacía casi tres semanas cuando recibí el telefonazo de Zoran Radjic. Los anuncios,
75.000 francos la esclava
, seguían apareciendo en una docena de periódicos, todas las semanas, pagados con antelación por transferencia bancaria.

—¿Crédule Grand-Duc?

—Sí…

—Zoran Radjic. He leído su anuncio acerca de una recompensa por una esclava de oro perdida. Creo tener alguna información que proporcionarle.

¿Se imaginan mi reacción? Desconfiaba, escarmentado por un falsificador turco, años antes, en otra vida.

—¿Sabe dónde se encuentra la esclava?

—Sí. Eso creo…

Excitado, a pesar de todo. Crédulo. ¡La gente no cambia!

Nos encontramos dos horas más tarde, en un bar, l’Espadon, calle Gay-Lussac. Ambos habíamos pedido una cerveza. Zoran Radjic lo tenía todo del estafadorcillo de barrio, del timador de la esquina, de venderte al diablo sin vacilar. Con semejante cara de zorro, la mirada huidiza, el cabello también, hacia atrás, pegado, era como para preguntarse cómo podía hacer el más mínimo negocio.

¿Era posible que fuese ese tío quien me llevase la prueba, la única prueba útil? Una esclava recogida en el monte Terrible, doce años antes. Todo lo demás podía irse a la basura, el color de los ojos, el gusto por el piano, la tumba al lado de la cabaña. Me bastaría con tener esa jodida joya entre los dedos y ganaría la apuesta de pleno: el bebé del milagro expelido del avión se llamaría Lyse-Rose de Carville.

—¿Y bien? —dije, deseoso de decir lo menos posible.

—Ayer leí su anuncio. No suelo leer el periódico. Se me encendió una bombilla…

Zoran jugaba con su sello.
ZR
en mayúsculas. De plata. ¿Quién lleva todavía esa clase de historias?

—¿Y?

Dejarle llegar.

—Viene de lejos. Casi diez años. 1983 o 1984, diría yo. Fue un tío en apuros quien me la enseñó. No voy a ocultárselo. En esa época, le echaba un cable a la gente que estaba con la mierda al cuello.

Me había topado con un buen samaritano…

—Bueno, no se lo voy a ocultar tampoco: pasaba droga, también, un poco. Bueno, «pasaba». Vendía. Menudo mono tenía el tío. Lo conocía un poco. Se buscaba la vida desde hacía bastante en el barrio. Ya no tenía dinero en metálico ni nada. Quería cambiarme su dosis por una joya. Una esclava. Una movida de oro, por lo que decía. No muy común, ¿eh?

El samaritano se entretenía con su sortija, como si nada. Como si no se diese cuenta de que estaba jugando con mis nervios. O bien era un auténtico pícaro, un profesional, me estaba dando largas. Su truco quizá fuera tener tal pinta de estafador, nada ladino, reconocible a primera vista, para que al creerse más pícaro que él acabasen por ya no fiarse.

No caer en la trampa, si era una. Dejarle llegar, todavía.

—Creo que el nombre del tío le interesa, ¿verdad?

Y entonces, contraatacar: .

—El nombre del tío lo conozco. Lo que yo busco son pruebas. Mejor aún, la esclava. Los setenta y cinco mil francos son por la esclava. Por lo demás, hay que negociar.

El sello desapareció en la mano derecha del samaritano. Apretó con fuerza la palma.

—Ok. Quiero jugar bien. Puede que no hablemos del mismo colega, después de todo. ¿Cuánto por el nombre?

Hagan juego. El sello acababa de reaparecer en la mano izquierda del yugoslavito. ¿Cómo lo hacía ese gilipollas?

—Diez mil francos —dije—. Por el nombre. Si es el correcto…

—No voy. ¿Cómo sé si me estás timando? Te doy el nombre, no tienes más que decirme que no es el que esperabas y que te piras. Me quedo sin nada.

No era tan gilipollas, el yugoslavito.

—Ok —dije—. ¿Tienes un boli?

—Claro…

—Escribo el nombre en el posavasos de mi cerveza. Haces lo mismo. Si el nombre coincide, has ganado diez mil francos. Y seguimos…

El samaritano puso una sonrisa de crío. El sello había vuelto a pasar a la mano derecha.

—Voy. Me encantan esta clase de juegos.

Nos inclinamos ambos sobre nuestros posavasos de cerveza, tapando como podíamos lo que escribíamos detrás de nuestra mano izquierda. Unos críos jugando en el bachillerato.

A diez mil francos la partida, de todas formas.

Levantamos nuestros posavasos a la vez.

Georges Pelletier
.

En ambos.

Un escalofrío me electrizó de la nuca a la rabadilla. ¡Estábamos hablando del mismo tío! Sí que era mi Georges Pelletier quien había propuesto una esclava a ese estafador. Todo cuadraba.

«¡Cuidado, Crédule!», me susurró una vocecita interior. No te precipites. Has removido cielo y fango en los bajos fondos de París desde hace cinco años para encontrar a Pelletier. Los rumores corren rápido por las callejuelas. El menos informado de todos los chivatos de la capital debe de estar al corriente del nombre del tío al que buscas. Atar cabos con el anuncio por palabras a setenta y cinco mil francos está al alcance del primer samaritano que lo encontrara…

—Ok —dije—, has ganado diez mil francos. Todo legal, te tranquilizo. Te hago un cheque. Incluso te dejo mi posavasos de recuerdo. Dedicado con el nombre de Georges…

El otro puso una mueca. ¿Un cheque? Sin duda no estaba acostumbrado a esa clase de pago.

—¿Has visto la esclava?

—Claro. ¿Cuánto por la información?

—Diez mil si vale la pena —dije—. ¿Tienes detalles?

—Ya veremos. ¿Qué quieres saber?

Ese tío que jugaba con su sortija (mano izquierda, ahora) tal vez tenía un poco de talento como mago de barrio, pero yo tenía una última carta en la mano. Los años también me habían enseñado algunas artimañas.

—Si de verdad has visto la esclava, la auténtica, ¡debes de imaginarte lo que quiero saber!

El yugoslavito me miró con una sonrisa boba. Imposible descubrir si iba de farol o no; si me tomaba el pelo, me engañaba como a un chino, o si era el testigo, el único, el último, de mi investigación.

—Diez mil francos más, ¿dices? ¿Por la prueba? ¿Puedo confiar en ti?

—Soy legal. Si te has informado, han tenido que confirmártelo…

Las manos del samaritano se alteraron. Erró el tiro. El sello cayó sobre la mesa. Estaba nervioso. O quería hacérmelo creer, ese enorme pícaro. Cogí el posavasos bajo mi cerveza, mi boli. Escribí.

Lise-Rose. 27 de septiembre de 1980
.

Exactamente como en el anuncio.

Deslicé el posavasos hacia él.

—Esto estaba grabado en la esclava, ¿lo confirmas?

El yugoslavito se frotó las manos. El sello había vuelto a su lugar inicial, ensartándolo el dedo.

—Me perdonarás la fecha de nacimiento, ni idea. Fue hace años, e incluso en la época no me acuerdo ya si había reparado en ella. El nombre, en cambio, es el bueno…

«¡Maricón!», pensé. Otra vez un maricón aprovechado…

—…menos —prosiguió el yugoslavito en el mismo tono—, menos que, si recuerdo bien, no era la misma ortografía. Lyse estaba escrito con una «y», no una «i».

Una nueva descarga eléctrica erizó mi espalda. ¡Radjic no había caído en la trampa del anuncio! La ortografía falsa del nombre de pila, para pillar a un posible falsificador.

«Contrólate, me cago en todo», pensé.

—Ok. Todo correcto. Te has ganado diez mil francos más. Y la esclava, por fin, ¿se la cambiaste a Pelletier para hacerle un favor?

Crédulo, lo sé. Habría sido demasiado bonito.

—Si hubiese sabido en su momento que valía setenta y cinco mil. Qué va. Pero no, tuvo que quedarse sentado, Pelletier, con su dije de mierda que me ponía delante de las narices. Nada de trueque. Nada de mierda. Metálico, eso es todo.

Me clavó la mirada con ironía.

—O un cheque, según el caso…

¡Mierda!

—¿Pelletier volvió a irse con su joya, entonces?

—Claro…

—¿Lo has vuelto a ver después de eso?

—Nunca. En mi opinión, visto el estado en el que estaba, no ha debido de llegar a viejo…

¡Vaya mierda!

Le hice el cheque. Sin remordimientos. A Mathilde Carville le daban igual veinte mil francos más o menos. Aunque la duda subsistía. Mi trampa, la «i» transformada en «y» no era difícil de descubrir para un estafador un poco prudente, los nombres «Lyse-Rose de Carville» y «Émilie Vitral» habían sido objeto de multitud de artículos de periódico en la época. Zoran el samaritano muy bien se podía haber ganado veinte mil francos con un poco de entendederas y de aplomo.

Sus rápidas manos agarraron el cheque, el cual examinó con atención. Satisfecho por fin, se levantó. Me tendió la mano, la del sello.

—Gracias. Vaya. Un último detalle. Regalo de la casa.

La carne de gallina me picoteó el cuerpo.

—¿Qué detalle?

—Ahora me acuerdo. Si no acepté el trueque de Pelletier fue también porque la esclava estaba rota. La cadena, quiero decir. Le faltaban uno o dos eslabones.

Las mesas y las sillas del bar se pusieron a girar a mí alrededor. ¡Dios mío! Nadie. Nadie, salvo Nazim y yo, podía conocer ese detalle.

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