«No sé quién se lo ha cargado.» .
Rememoraba la escena del descubrimiento del cuerpo de Grand-Duc. La bala en el corazón. La cabeza en la chimenea, como en un ritual macabro. El rostro del cadáver cubierto de ampollas y de cenizas.
—Por no hablar del test de ADN —continuaba Malvina—. Ambos sabemos que es Lyse-Rosa la que está viva. Así que ese test prueba claramente que Grand-Duc es deshonesto hasta los huesos.
Una duda terrible nacía en la mente embrollada de Marc; una minúscula chispa atizada por un viento violento, que se propagaba por su cerebro como un fuego de sabana.
—Además —concluyó Malvina—, era un pedazo de inútil, Grand-Duc. Le pagan un millón y ni siquiera es capaz de cargarse a dos viejos dormidos…
Las manos de Marc se crisparon sobre la piel hecha polvo del volante. La guitarra de Mark Knopfler soltó un último
riff
.
Sólo sentido del humor. Terapéutico.
3 de octubre de 1998, 11.33
Circulaban ya desde hacía cinco horas. La Citroën H naranja y roja aguantaba el tipo. Sufría claramente un poco en las partes de autopista, con un tope de entre cien y ciento diez kilómetros por hora. El stock de minicasetes ya se había agotado: un florilegio de algunos imprescindibles de los años ochenta.
Sauver l’amour
, de Daniel Balavoine;
Famous Last Words
, de Supertramp;
Morgane de toi
, de Renaud;
Positif
, de Jean-Jacques Goldman.
Se detuvieron en Vitry-le-François, una ciudad salida de la nada en medio de los campos de maíz de Champaña, sin ni siquiera un campanario para llamar la atención. Comieron en un restaurante arrinconado entre la nacional y el Marne. Eran los únicos clientes. Marc, perdido en sus pensamientos, se conformó con una tortilla y ensalada. Malvina aprovechó todas las ventajas del menú del día, plato de embutido, lomo con ajo chalote y natillas.
—Tiene buen apetito, su señora —dijo el dueño guiñándole el ojo a Marc—. ¡Uno se pregunta dónde lo mete!
Volvieron a la furgoneta.
Saint-Dizier. Chaumont.
Los rebordes de la cuenca parisina se sucedían. Las planicies de cereales estaban limitadas por líneas de cuestas, bruscas pendientes abruptas como unas gradas de escalera, antes de cruzar a su pie las depresiones ortoclinales arboladas, y luego una nueva planicie de cereales. La Citroën se embaló un poco al bajar las cuestas, como si nunca fuera a poder frenar, sólo esperar una pendiente inversa para reducir. Renaud cantaba
En cloque
por tercera vez. Hacía ya cerca de tres horas que no habían dicho ni una palabra. Malvina rompió el silencio: .
—¿Crees que Lyse-Rose querrá a una hermana como yo?
Marc atravesaba un pueblo llamado Fayl-Billot. Se quedó callado.
—Tú la conoces —continuó Malvina—. ¿Crees que es capaz de entender, de aceptar a una hermana mayor como yo? Fea. Vulgar. Mala.
Marc callaba todavía. Mirándolo bien, prefería el humor terapéutico de Malvina.
—Puedo cambiar —insistió—. ¿Se lo dirás tú, que puedo cambiar?
—¿Estás realmente segura de que Lylie es tu hermana pequeña?
—Por supuesto. Por eso estamos aguantando ambos, ¿no?
Se callaron de nuevo. Durante dos horas. Marc envidiaba la ausencia de duda de Malvina, su determinación. Parecía vivir en una burbuja que nada podía pinchar. Marc recibió el SMS de Lylie cuando acababa de pasar Vesoul. El teléfono vibró en su bolsillo. Lo cogió con una mano mientras seguía conduciendo.
Marc. Entro en la sala de operaciones mañana por la mañana a las diez. Todo está ok. No te preocupes. Te llamo luego. Todo irá bien. Un beso. Émilie.
«Mañana por la mañana a las diez.» En menos de veinticuatro horas.
Goldman gritó «¡Llévame!». De manera instintiva, Marc apretó el acelerador. Le hacían frente a un ligero falso llano. La Citroën H no avanzó más rápido, sin embargo. Cuantos más kilómetros pasaban, más cuerpo tomaba la hipótesis absurda que la mente de Marc había urdido, ganaba en credibilidad, lista para imponerse como una evidencia.
Tres horas más tarde, atravesaban Montbéliard. Sin problemas. Los ejes de la aglomeración del Franco Condado parecían sobredimensionados para la tímida circulación: inmensos bulevares, avenidas anchas, circunvalaciones. La ciudad parecía edificada todavía a la medida de la fábrica Peugeot en el momento de su apogeo y de sus más de cuarenta mil empleados. La mayor fábrica de Europa. Quedaban ahora menos de un tercio.
Marc dejó encima de las rodillas de Malvina un atlas de carreteras francesas a escala 1:200.000, con la misión de llevarlos al cruce del Doubs con la frontera suiza, al pie del monte Terrible, hasta la aldea de Clairbief; y luego de localizar allí la casa rural de Monique Genevez, el chalet más bonito de la región según el cuaderno de Grand-Duc.
—¿Qué cojones vamos a hacer allí? —refunfuñó Malvina—. ¿Pretendes recuperar el dinero metálico que le ha enviado mi abuelita a Grand-Duc?
Marc se encogió de hombros. Comprobó discretamente que el Mauser estaba todavía en su bolsillo. ¿Iba a tener que utilizar su arma? ¿Podía tener razón, habían sido todos manipulados desde el comienzo?
Malvina no insistió y se concentró en el mapa. Se las apañaba muy bien. Diez kilómetros después de Montbéliard, pasado Pont-de-Roide, la valerosa camioneta naranja y roja se enfrentó a las primeras cuestas del Jura: primero una carretera estrecha en un cañón, bordeando el Doubs, hasta Saint-Hippolyte, luego la cuesta empinada de una pequeña carretera comarcal. La camioneta sufrió, resopló, chirrió, pero logró de todas formas llegar al otro lado de la montaña. La vista sobre el gran meandro del Doubs, que se daba un rodeo de una treintena de kilómetros por Suiza antes de volver a Francia, su lugar de nacimiento, era de una belleza increíble. La camioneta volvió a bajar alegremente hacia la orilla, hacia un bosque de pinos engalanados por el oro de los árboles vecinos de hojas caducas.
Era imposible no dar con la casa rural de Monique Genevez. Una única carretera bordeaba el Doubs, hasta la frontera suiza, justo enfrente. La madera clara del chalet se reflejaba en el agua calmada del río. Marc contuvo su aliento. Tocó una vez más el Mauser en su bolsillo, inquieto. Aparcó la camioneta frente al chalet. Un letrero de CASAS RURALES DE FRANCIA confirmaba que no se habían equivocado.
El aparcamiento, a excepción de la camioneta, estaba desierto. El tiempo parecía haberse detenido en ese pueblo fronterizo al final del mundo. Marc respiraba con dificultad. ¿Y su búsqueda terminaba allí, al final del camino?
—Bueno, ¿vamos? —dijo Malvina.
—Un minuto…
Marc sacó el Mauser L110 y se aseguró de que estaba bien cargado.
—¿Qué haces con mi pipa? ¿Piensas encañonar a la tía Genevez?
Marc miró fijamente a Malvina. Luego dijo: .
—¿Recuerdas del cadáver de Grand-Duc?
—Claro.
—¿Qué recuerdas?
—¿Cómo que qué recuerdo?
—Te acuerdas de un cadáver encontrado en casa de Grand-Duc. Que llevaba la ropa de Grand-Duc, sus zapatos, su reloj…
Malvina empalideció de repente. Marc continuó: .
—Un cadáver, la cabeza en la chimenea. El rostro quemado, cubierto de ampollas. Hasta el punto de ser irreconocible.
Malvina se retortijó los dedos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Sígueme!
Bajaron de la camioneta. Monique Genevez estaba ya en el camino al chalet, enmarcada por inmensos maceteros de geranios.
—¡Buenos días! —soltó Marc—. ¿Estamos en la casa rural Genevez?
La introducción no era particularmente osada, el nombre de la casa rural estaba escrito en letras enormes en un letrero de madera barnizada.
—Somos. somos amigos de Crédule Grand-Duc.
El rostro de Monique se iluminó.
—¡El señor Grand-Duc! Por supuesto que lo conozco. Hace más de diez años que se aloja aquí en diciembre.
—Debía. debía volver antes este año, creo.
La hotelera puso cara de sentirlo.
—Exacto, pero no han tenido suerte. Se ha vuelto a ir justamente esta mañana.
Marc sentía cómo la tierra se movía bajo sus pies. A su lado, Malvina dejó de respirar. Monique Genevez continuó en el mismo tono, sin percibir el desconcierto de sus visitantes: .
—Ha dormido aquí, en la habitación número 12, como siempre, ayer y anteayer. Anteayer se quedó una buena parte de la mañana, esperaba el correo para irse. En efecto, recibió un sobre grueso. Pero esta mañana se ha ido muy pronto, hacia las seis.
Marc logró articular unas palabras: .
—¿Sabe. sabe si va a volver?
—Oh, pues me sorprendería. Cuando viene, generalmente no duerme aquí más que una noche o dos. Su peregrinación, como él dice. Es un señor bastante curioso su amigo. Amable, educado, por ese lado, nada que decir. Y menudo apetito. Pero, por el contrario, con todo, su historia del monte Terrible, la catástrofe, el avión, todo eso, dieciocho años después. Como si uno no pudiese olvidar todas esas desgracias. ¿No lo creen?
Marc se quedó callado varios segundos, antes de farfullar: .
—¿Ha. ha dicho algo? ¿Sabe adónde se ha ido?
Monique arrancó algunos tallos muertos de geranio.
—Oh, ya sabe, el señor Grand-Duc no es de la clase de persona que hace confidencias. Ni siquiera después de haberse bebido un litro de vino. Y no es mi estilo preguntarlo. Así que, no, realmente, no lo sé. Puede que haya vuelto a París. Es lo que hace siempre, ¿no?
Marc insistió un poco. No sacó nada más de la anfitriona. Volvieron a subir a la camioneta.
Sentada a su lado, Malvina espetó con rabia: .
—¡Ya te había dicho que ese cabrón trataba de jodernos desde el principio!
Marc no respondió nada. Tenía una terrible sensación de impotencia. Crédule Grand-Duc. Vivo. Esfumado. El último hilo de la investigación acababa de resbalarse entre sus dedos. Malvina insistía: .
—Si habías adivinado que Grand-Duc había simulado su muerte y liquidado a un tío en su lugar, ¿a qué cojones hemos venido aquí?
—Cállate…
Malvina aplaudió a dos manos.
—Eres un genio, Vitral. Diez horas de carretera. Seiscientos kilometrazos. Para encontrarnos aquí como unos gilipollas. ¿No podríamos haber llamado por teléfono?
—Que te calles.
—Al menos podrías pagarme una habitación en casa de Monique. Parece un sitio de categoría.
—Que te calles, te digo.
—Por lo menos papear. Una cogorza con vino de paja, eso me apetece mucho…
—Eres tan gilipollas, debería liquidarte, aquí, ahora mismo, lanzarte al Doubs y largarme a Suiza…
Malvina miró a Marc sorprendida, con atención.
—Que Grand-Duc sea un cerdo no es que sea una exclusiva. Así que ¿cuál es tu problema? ¿Por qué, de repente, te pones a jugar a los histéricos? ¿Ya habías reservado la tarta de boda?
—No lo intentes, no puedes comprenderlo. No tienes los estudios necesarios.
Marc giró nerviosamente la llave en el contacto de la Citroën.
—¿Adónde vamos? —prosiguió Malvina—. ¿Nos volvemos a ir? ¿No visitamos nada?
—¡Cállate! Te había prometido una jodida peregrinación. Así que vamos a seguir el vía crucis hasta el final.
3 de octubre de 1998, 12.01
Crédule Grand-Duc seguía con los prismáticos la ronda del cartero. La camioneta era imperdible. La pintura amarilla del vehículo se destacaba en cada curva del verde monocromo de los bosques de abetos. Subía lentamente, se tomaba su tiempo. Se paraba en cada buzón de los chalets que se sucedían en la carretera, todos orientados al sur, hacia la solana de la montaña. No estaría allí antes de diez minutos.
El Xantia estaba aparcado unos kilómetros más arriba, a una buena treintena de curvas, un poco antes de la entrada de Saint-Hippolyte. El detective escudriñó de nuevo unos instantes los tejemanejes del funcionario desde su coche.
Diez minutos…
¿Sería, por fin, ése el bueno? Era el octavo cartero al que seguía la pista, sin éxito. La suerte acabaría cambiando claramente. No era una cuestión de suerte, por otra parte, sólo de método y de tenacidad, como siempre. Hacía tres días que estaba sobre la pista de Mélanie Belvoir. Esa chica no tenía ninguna relación con su familia. Su nombre no aparecía en ninguna guía, digital o no. No había encontrado ningún rastro administrativo de su existencia. A lo mejor estaba casada, pero no existía ninguna Mélanie Belvoir en los registros de matrimonio de la zona, se había recorrido los cuarenta y cinco municipios de Montbéliard. Era entonces cuando se le había ocurrido pensar en los carteros. Si Mélanie Belvoir estaba en la guía, si había cambiado de apellido, a lo mejor continuaba aun así recibiendo el correo a su antiguo nombre. Cartas de una amiga de la infancia, viejas suscripciones. Un cartero podía saber eso, sobre todo un cartero en una zona rural, una zona de montaña, debía de conocer cada dirección…
Salvo que los siete primeros carteros tampoco conocían a ninguna Mélanie Belvoir.
Qué le iba a hacer. Debía aferrarse a ello, continuar. Ya se había visto en otras así, desde el comienzo de esa investigación. Y estaba motivado. Nunca se había acercado tanto al sol.
¿Para qué vivir? Hacía exactamente doce horas y un minuto, cuatro días antes, iba a pegarse un tiro en la cabeza.
Grand-Duc apuntó de nuevo con los prismáticos. La camioneta había salvado una docena de curvas.
Crédule Grand-Duc apretó en su bolsillo la culata de su revólver, su Mateba, modelo 6 Única. Semiautomática. Su arma se había convertido casi en una pieza de colección desde que la compañía americana había quebrado. Hasta tenía que importar las balas de Canadá, a precio de oro, cuarenta dólares canadienses la caja de seis. Le daba igual. Tenía los medios, más que nunca. La mañana anterior había recogido en la casa rural de Monique Genevez los ciento cincuenta mil francos adicionales enviados por Mathilde de Carville.
Sólo un anticipo.
¿Qué más podía pedir?
¿Una conciencia, una buena conciencia a lo mejor?
Volvió a pensar en su cuaderno; Lylie y Marc ya debían de haberlo leído. Había pocas posibilidades de que hubiesen ido luego a su casa y descubierto el cadáver. Pero, incluso en ese caso, había tomado precauciones. Seguía siendo una víctima a sus ojos, no un asesino. En cuanto a lo demás. ¿Había sido lo bastante hábil? ¿Sospecharían la verdad? ¿El sabotaje mortal de ese ridículo tubo de gas en la noche de noviembre de 1982?