–Rick, mi padre, ha muerto. Ha muerto esta tarde, a las seis, de un ataque al corazón, mientras estábamos cambiándonos. Pensaron que estaba bien después del último, pero ahora se ha visto que no. Jack Brotherhood me ha llamado de Londres. Por qué diablos Personal le ha dado la noticia a Jack para que me la comunique en vez de dármela ellos mismos es un secreto que no podemos compartir, parece ser. Pero eso han hecho.
Y Mary ni siquiera entonces lo comprende bien.
–¿Qué quieres decir… libre? -grita como una loca, perdido todo freno-. ¿Libre de qué?
Luego, muy sensatamente, rompe a llorar. Lo bastante alto para ellos dos. Lo bastante alto para ahogar sus propias preguntas angustiosas durante todo el tiempo transcurrido desde Lesbos hasta aquí.
Y ahora casi tiene ganas de llorar otra vez, por Jack Brotherhood, cuando el timbre de la puerta resuena en toda la casa como un toque de corneta, tres timbrazos cortos como siempre.
Pym corrió enérgicamente las cortinas y encendió la luz. Había dejado de cantar. Se sentía ágil. Depositó su cartera con un pequeño gruñido y miró con gratitud alrededor, permitiendo que todo le saludara a su debido tiempo. El bastidor de la cama, de cobre amarillo. Buenos días. El retrato bordado de la pared, exhortándole a amar a Jesús: Lo intenté, pero Rick siempre se interpuso. El escritorio de tapa corrediza. La radio de baquelita que había difundido la voz del querido Winston Churchill. Pym no había dejado su impronta en aquella habitación. Era su huésped, no su colonizador. ¿Qué le había llevado allí, remontándose a aquellas eras oscuras, a todas aquellas vidas del pasado? Incluso ahora, cuando tenía tantas otras cosas claras, le invadió una somnolencia cuando intentó obligarse a recordar. Tantos viajes solitarios y paseos sin propósito en ciudades extranjeras me condujeron aquí, tanto tiempo de soledad, tiempo en barbecho. Había estado embarcando en trenes, buscando algún sitio, huyendo de algún otro. Mary estaba en Berlín -no, estaba en Praga-; les habían trasladado un par de meses antes, e incluso entonces le estaban dando a entender con claridad que, si hacía un buen trabajo en Praga, el nombramiento en Washington sería el siguiente de la lista. Tom tenía… Dios santo, Tom todavía no había nacido. Y Pym estaba en Londres para una conferencia… No, no era eso, estaba asistiendo a un curso de tres días sobre los métodos más recientes de comunicación clandestina en una inmunda casa de adiestramiento cerca de Smith Square. Terminado el curso, había cogido un taxi a Paddington. Sin pensárselo, dejándose guiar por el instinto. Con la cabeza todavía atiborrada de conocimientos útiles sobre ánodos y transmisiones cifradas. Saltó a un tren que estaba a punto de partir y en Exeter cruzó el andén y subió a otro. ¿Qué libertad mayor que no saber a dónde vas o por qué? Al encontrarse en el quinto infierno, divisó un autobús que ostentaba un destino vagamente familiar y lo cogió.
Era el país de las abuelitas. Era domingo, cuando las tías iban a la iglesia en el autobús, con monedas para la colecta dentro de sus guantes. Desde la imperial, como si fuese una astronave, Pym contempló amorosamente cañones de chimenea, iglesias, dunas y tejados de pizarra que parecían esperar que les izaran hasta el cielo por el copete. El autobús se detuvo, el cobrador dijo: «Fin de trayecto, señor», y Pym se apeó con una sensación sumamente curiosa de haber culminado algo. Ya estoy, pensó. Por fin lo he encontrado, y ni siquiera lo estaba buscando. La misma ciudad, la misma playa, exactamente como las dejé hace tantos años. El día era soleado y el mundo estaba vacío. Probablemente era la hora del almuerzo. Había perdido la noción del tiempo. Lo cierto era que las escaleras de la señorita Dubber estaban tan blancas después de fregadas que daba pena pisarlas, y de la casa salía la música de un himno, además de un olor a pollo asado, paño de togas, jabón fénico y santidad.
–¡Váyase! -gritó una voz débil-. Estoy en el peldaño de arriba y no llego al fusible, y si me estiro más me caigo.
Cinco minutos más tarde esta habitación era suya. Su santuario. Su casa segura, lejos de todas las demás casas seguras. «Canterbury. El nombre es Canterbury», se oyó decir a sí mismo, cuando, después de haber cambiado el fusible, le había pagado rápidamente el depósito. Una ciudad había encontrado un hogar.
Pym caminó hasta el escritorio, descorrió la tapa y empezó a colocar el contenido de sus bolsillos sobre la superficie de cuero. Como un inventario preliminar a un cambio de personalidad y de domicilio. Como un examen retrospectivo de los sucesos de hoy hasta ahora. Un pasaporte expedido a nombre de Magnus Richard Pym, color de ojos verde, pelo castaño claro, miembro del servicio exterior de Su Majestad, nacido hacía demasiados años. Después de toda una vida de símbolos y nombres cifrados, le producía siempre un cierto sobresalto ver su propio nombre desnudo y sin disfraz, malgastado sobre un documento de viaje. Una cartera de piel de becerro, un regalo navideño de Mary. En el lado izquierdo tarjetas de viaje, en el derecho dos mil
schillings
austríacos y trescientas libras inglesas en billetes diversos y viejos, su dinero de huida cautelosamente agrupado, más accesible en el escritorio. Las llaves del «Metro». Ella tiene el otro juego. Foto de familia en Lesbos, todo marchaba de maravilla. Las señas garabateadas de una chica a la que había conocido en algún sitio y olvidado. Dejó a un lado la cartera y, al seguir con su inventario, sacó del mismo bolsillo una tarjeta de embarque verde y sin usar para el vuelo de la «British Airways» a Viena la noche anterior. La vista y el tacto de la tarjeta le intrigaron. Fue entonces cuando Pym tomó la decisión con los pies, pensó. En toda su vida hasta este momento, era quizá el primer gesto completamente egoísta que había hecho, con la noble excepción del cuarto donde ahora estaba sentado. La primera vez que había dicho «quiero» en lugar de «debo».
En la incineración, en un suburbio silencioso, había tenido la sospecha de que los vigilantes de alguien inflaban exageradamente el muy escaso número de deudos. No podía comprobarlo. En su calidad de pariente principal, difícilmente podía plantarse en la puerta de la capilla y desafiar a cada uno de sus nueve invitados a que declarasen qué hacían allí. Y era cierto que el excéntrico camino de Rick por la vida había atraído a un sinfín de personas en las que Pym nunca se había fijado ni había querido hacerlo. La sospecha, sin embargo, subsistió y fue en aumento cuando conducía hacia el aeropuerto de Londres, y se convirtió casi en una certeza cuando devolvió el coche a la compañía de alquiler, donde dos hombres grises estaban tardando un tiempo excesivo en rellenar los impresos del contrato. Impávido, facturó su maleta rumbo a Viena y con aquella misma tarjeta de embarque en la mano cruzó inmigración y se sentó en el salón insalubre, escondido tras el
Times.
Cuando se retrasó su vuelo ocultó casi su irritación, pero se las ingenió para manifestarla. Cuando le llamaron se apresuró a sumarse obedientemente al tropel disperso que se encaminaba hacia la puerta de embarque, la personificación misma de un sumiso viajero. Mientras caminaba casi podía sentir, aunque no ver, a los dos hombres que se despegaban para ir a tomar el té y jugar al ping-pong en la base: que lo enganchen los bastardos de Viena, vete con viento fresco, estaban diciéndose. Dobló una esquina y avanzó hacia una escalera mecánica, pero no subió. Aminoró, por el contrario, el paso, miró hacia atrás como buscando a un compañero rezagado y luego, imperceptiblemente, se dejó arrastrar por el contingente de pasajeros que venían en dirección opuesta. Instantes después estaba enseñando su pasaporte en el control de llegadas y recibiendo el discreto «bienvenido, señor» reservado para los titulares de determinados números de serie. Como una última y espontánea precaución, se había dirigido al mostrador de líneas aéreas nacionales y se había informado de una manera vaga y general, calculada para molestar al empleado más atareado, de los vuelos a Escocia. Glasgow no, gracias, sólo Edimburgo. Espere, mejor que me dé también los de Glasgow. Ah, un horario impreso, estupendo.
Muchísimas
gracias, oiga. ¿Y usted me puede expender el billete que quiera? Ah, ya. Allí. Magnífico.
Pym rompió en pedacitos la tarjeta de embarque y los tiró al cenicero. ¿En qué medida lo he planeado, en qué medida he sido espontáneo? Apenas importaba. Estoy aquí para actuar, no para rumiar. Un billete de autocar, de Heathrow a Reading. Había llovido en el trayecto. Un billete en el tren nocturno de Reading a Exeter, comprado a bordo. Se había puesto una boina y mantenido la cara a la sombra mientras compraba el billete al revisor borracho. Después de romperlo también en pedacitos, Pym los añadió al montón del cenicero, y ya fuera por costumbre o por alguna razón más agresiva, les prendió una cerilla y observó cómo ardían sin parpadear, pero con una fijeza respetuosa. Había decidido casi quemar también su pasaporte, pero un escrúpulo remanente le contuvo, un remilgo que le pareció inusual en él y hasta enternecedor. Lo planeé hasta el último detalle, yo, que no he tomado una decisión consciente en toda mi vida. Lo planeé el día en que ingresé en la Casa, en un rincón de mi cabeza del que no supe nada hasta la muerte de Rick. Lo planeé todo, menos el crucero de la señorita Dubber.
Las llamas se extinguían, desmenuzó la ceniza, se quitó el abrigo y lo colgó del respaldo de la silla. De una cómoda extrajo una chaqueta de punto tejida por la señorita Dubber y se la puso.
Le volveré a hablar de eso, pensó. Pensaré en algo que le guste más. Escogeré mejor el momento. Lo importante es que ella cambie de aires, pensó. En algún lugar donde no tenga que preocuparse.
De repente, necesitando actividad, apagó las luces, se deslizó rápidamente hasta la ventana, abrió las cortinas y se entregó a la tarea de escudriñar la plazuela, vida por vida y ventana por ventana, a medida que las despertaba la mañana, buscando signos reveladores de posibles espías. En su cocina, la mujer del pastor baptista, con su bata de lana, está descolgando de la cuerda de tender el atuendo de fútbol de su hijo para el partido de hoy. Pym se retira velozmente. Ha sorprendido un destello de acero en la puerta del pastor, pero es tan sólo la bicicleta del clérigo, todavía encadenada al tronco de una araucaria como una precaución contra la codicia de manos no cristianas. En la ventana escarchada del cuarto de baño de Sea View, una mujer con un slip gris, encorvada sobre un lavabo, se enjabona el pelo. Celia Venn, la hija del médico que quiere pintar el mar, evidentemente espera hoy compañía. En la puerta de al lado, en el número ocho, el contratista Barlow y su mujer están viendo la televisión del desayuno. La mirada de Pym prosigue su metódica inspección, hasta que una camioneta aparcada atrae su atención. Se abre la puerta del pasajero y una figura de muchacha cruza sigilosamente los jardines centrales y desaparece en el número veintiocho. Ella, la hija del funerario, está descubriendo la vida.
Pym cerró las cortinas y volvió a encender las luces. Crearé mi día y mi noche propios. La cartera estaba donde la había dejado, extrañamente rígida por su forro de acero. Todo el mundo llevaba maletas, recordó al mirar la suya. La de Rick era de piel de cerdo, la de Lippsie era de cartón, y la de Poppy una pacotilla gris con marcas impresas para que pareciese de cuero. Y Jack -querido Jack-, tú tienes tu maravilloso maletín viejo, fiel como el perro al que tuviste que matar.
Verás, Tom, hay personas que legan su cuerpo a un hospital universitario. Las manos van a esta aula, el corazón a esta otra, los ojos a una tercera, todo el mundo recibe algo, todos lo agradecen. Tu padre, sin embargo, sólo tiene sus secretos. Son su procedencia y su maldición.
Pym se sentó de golpe ante el escritorio.
Ensayó, para contarlo francamente La verdad, palabra por palabra. Sin evasiones, embustes ni ardides Tan sólo mi yo, tan prometedor y liberado.
Para contárselo a nadie en particular y a todo el mundo Para decíroslo a todos vosotros, mis amos, a quienes me he entregado con tan irreflexiva generosidad. A mis manipuladores y patrones. A Mary y a todas las demás Marys A cualquiera que tuviese un pedazo de mí, le hubieran prometido más y estuviera, con razón, defraudado; y a lo que haya quedado de mí después del gran reparto de Pym.
A todos mis acreedores y copropietarios legales, aquí, de una vez por todas, la liquidación de atrasos que tantas veces soñó Rick y que ahora se consumará en su único hijo reconocido Fuera quien fuese Pym para ti, seas quien seas o hayas sido, he aquí la última de las muchas versiones del Pym que creíste conocer.
Pym respiró profundamente y exhaló el aire inhalado.
Lo haces una vez Una vez en la vida y ya está. Sin reescribir ni pulir, sin evasiones. Sin sería-mejor-de-esta-otra-manera. Eres el zángano. Lo haces una vez y mueres.
Cogió una pluma y una sola hoja de papel. Garabateó unas líneas, lo que se le pasaba por la cabeza. Tanto trabajo y nada de juego hacen de Jack un espía insulso. Poppy, Poppy en la pared. La señorita Dubber tiene que hacer un crucero. Come buen pan, el pobre Rickie está muerto. Su mano se movía con soltura, sin ninguna tachadura. A veces, Tom, tenemos que hacer una cosa para descubrir la razón de haberla hecho. A veces nuestros actos son preguntas, no respuestas.
Un día negro y ventoso, Tom, como por lo general son los domingos en esos sitios. Vi un montón de días así de niño y no recuerdo uno soleado. Apenas recuerdo el mundo exterior, salvo cuando lo atravesaba corriendo, como un criminal, camino de la iglesia. La época es toda la vida anterior de tu padre más media docena de meses, el lugar, una ciudad costera no muy distante de ésta pero lo bastante para mi paz de espíritu, con una cuesta más pronunciada hasta ella y un campanario más sólido, pero esta otra ciudad servirá igual Un mediodía empapado y tormentoso, lleno de malos presagios, te aseguro, y, en cuanto a mí, un fantasma nonato, sin ordenar, sin liberar y desde luego sin recompensar un micrófono sordo, podría decirse, instalado pero inactivo en cualquier sentido menos en el biológico Hojas viejas, viejas agujas de pino y confettis viejos que se pegan a los escalones mojados de la iglesia cuando nuestro humilde censo de feligreses entra en el templo para su dosis semanal de perdición o salvación, aunque nunca vi que hubiese tanto como eso a elegir entre las dos. Y yo era un espía mudo y fetal que cumple inconscientemente su primera misión en un lugar normalmente desprovisto de objetivos.