Un espia perfecto (2 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–No sea tonto. Eso fue hace años. Ya no tengo ganas.

–Todavía se lo pago.

–Ya sé que lo haría, bendito mío.

–Yo telefoneo, si usted quiere. Iremos juntos a la agencia de viajes. En realidad ya le he buscado uno. El
Orient Explorer
zarpa de Southampton dentro de una semana. Un pasajero ha cancelado su billete. He preguntado.

–¿Está tratando de librarse de mí, señor Canterbury?

Pym hizo una pausa para reírse.

–Dios y yo juntos no podríamos echarla, señorita D -dijo.

Desde el recibidor, la señorita Dubber le observó subir la escalera estrecha, admirando la elasticidad juvenil de sus andares a pesar de la pesada cartera. Va a una conferencia de alto nivel. E importante también. Le oyó recorrer a paso ligero el pasillo hasta la habitación 8, que daba a la plaza y que era el cuarto que ella había alquilado durante más largo tiempo en su larga vida. Esa muerte no le ha afectado, pensó con alivio, mientras le oía abrir con llave la puerta y cerrarla sin ruido tras él. Sólo un antiguo colega del ministerio, nadie próximo. No quería que nada le afligiera. Tenía que seguir siendo el mismo caballero impecable que había aparecido en el umbral de su casa doce años antes, buscando lo que había llamado un santuario sin teléfono. Y desde entonces le había pagado seis meses por adelantado, a tocateja, sin recibos. Y había construido para ella la pequeña tapia de piedra junto al camino del jardín, en una sola tarde, para darle una sorpresa, azuzando al albañil y al peón. Y había remplazado las pizarras del tejado con su propia mano, después de la tormenta de marzo. Y le había enviado flores, fruta, chocolates y
souvenirs
desde sitios increíbles del extranjero sin explicarle debidamente lo que hacía en ellos. Y le había ayudado con los desayunos cuando ella tenía demasiados huéspedes, y le había escuchado hablar de su sobrino, que tenía todo género de proyectos para ganar dinero que nunca cristalizaban, y el último consistía en abrir un bingo en Exeter, pero antes necesitaba el capital para su saldo deudor en el banco. Y no recibía correo ni visitas y no tocaba ningún instrumento, menos la radio en idioma extranjero, y nunca usaba el teléfono, salvo para llamar a los comerciantes de la localidad. Y nunca le decía nada sobre él mismo, excepto que vivía en Londres y trabajaba en Whitehall pero viajaba mucho, y que se apellidaba Canterbury como la ciudad. Hijos, mujeres, padres, novias: nunca había reconocido como suya a una sola persona en el mundo, excepto a su señorita D.

–Que nosotros sepamos, podría tener ya el título de Sir -le dijo a
Toby
en voz alta mientras se acercaba el chal a la nariz y aspiraba su olor a lana-. Podría ser primer ministro y sólo lo sabríamos por la televisión.

La señorita Dubber oyó, muy tenue, por encima del silbido del viento, el sonido de una canción. Era una voz de hombre, discordante pero agradable. Primero pensó que era «Mangasverdes» desde el jardín, y luego pensó que era «Jerusalén» desde la plaza, y se encaminaba ya hacia la ventana para dar un grito. Sólo entonces comprendió que era el señor Canterbury arriba, y le asombró tanto que cuando abrió la puerta para regañarle, en vez de eso se detuvo a escucharle. La canción cesó por sí sola. La señorita Dubber sonrió. Ahora
él
me está escuchando a mí, pensó. Es el señor Canterbury cien por cien.

En Viena, tres horas antes, Mary Pym, esposa de Magnus, de pie ante la ventana de su dormitorio, contemplaba el mundo que se extendía ante ella y que, a diferencia del que había elegido su marido, era un prodigio de serenidad. No había corrido las cortinas ni encendido la luz. Estaba vestida para «recibir», como su madre habría dicho, y llevaba una hora apostada en la ventana con su conjunto azul, esperando el coche, esperando el timbre y el giro silencioso de la llave de su marido en el pestillo. Y ahora en su mente acontecía una carrera desigual entre Magnus y Jack Brotherhood para ver a cuál de los dos recibiría primero. Nieve temprana cubría la cumbre de la colina, la luna llena desfilaba por encima y llenaba la habitación de barras blancas y negras. En las mansiones elegantes a ambos lados de la avenida, los últimos fuegos de campamento de la diversión diplomática se estaban apagando uno tras otro. La ministro Frau Meierhof había organizado un baile por la conferencia de reducción de fuerzas con una orquesta de cuatro músicos. Mary debería haber asistido. Los Van Leyman habían dado una cena fría para veteranos de Praga, sin exclusión de sexos y sin
colocación.
Ella debería haber ido, los dos deberían haberlo hecho, y haber recogido a los rezagados para un
scotch
con soda posterior. Y haber puesto el gramófono y bailado hasta ahora o más tarde -los Pym, diplomáticos de vida alegre, tan populares-, del mismo modo que habían sido anfitriones fabulosos en Washington, cuando Magnus era subdirector del puesto y todo marchaba a las mil maravillas. Y Mary hubiera hecho bacon y nuevos mientras Magnus bromeaba, sonsacaba a la gente y se granjeaba nuevos amigos, para lo que era incansablemente diestro. Porque en Viena era la temporada alta, cuando todos los que habían callado como muertos durante todo el año hablaban excitadamente de las Navidades y de la ópera, y arrojaban indiscreciones como trapos viejos.

Pero todo aquello era hace mil años. Había durado hasta el miércoles pasado. La única cosa que importaba ahora era que Magnus recorriese la avenida en el automóvil «Metro» que había dejado en el aeropuerto y que llegase antes que Jack Brotherhood a la puerta de la calle.

El teléfono estaba sonando. Junto a la cama. En el lado de Magnus. No corras, idiota, te vas a caer. No demasiado despacio, porque él colgará. Magnus, cariño, oh Dios mío, que seas tú, tuviste un extravío pero estás mejor, nunca te preguntaré siquiera lo que ocurrió, nunca volveré a dudar de ti. Levantó el auricular y, por alguna razón que no pudo averiguar, se sentó en un promontorio del colchón de plumas,
plaf,
y agarró el bloc y el lápiz con la mano libre por si tenía que apuntar números de teléfono, direcciones, horas, instrucciones. Se abstuvo de decir «¿Magnus?» porque hubiera revelado que estaba preocupada por él. No dijo «Hola» porque no podía estar segura de que su voz no sonase excitada. Dijo su número completo en alemán para que Magnus supiese que era ella, notara que estaba normal y bien y que no estaba enfadada con él, y que la situación era propicia para volver a empezar. Sin líos, sin problemas, estoy aquí y esperándote, como siempre.

–Soy yo -dijo una voz de hombre.

Pero no era yo. Era Jack Brotherhood.

–No hay noticia de ese paquete, ¿verdad? -preguntó Brotherhood con el inglés sonoro y confiado de los militares.

–No hay noticia de nadie. ¿Dónde estás?

–Estaré ahí dentro de una media hora, menos si puedo. Espérame, ¿quieres?

El fuego, pensó ella de pronto. Dios mío, el fuego. Bajó corriendo la escalera, incapaz ya de distinguir entre desastres grandes y pequeños. Había dado la noche libre a la sirvienta y olvidado avivar el fuego del salón. Sin duda estaba apagado. Pero no lo estaba. Ardía alegremente y sólo necesitaba otro leño para que la madrugada fuese menos fúnebre. Colocó el leño y luego flotó por la habitación ordenando cosas -las flores, los ceniceros, la bandeja de whisky de Jack-, creando en el exterior un orden perfecto porque en su interior no lo había en absoluto. Encendió un cigarrillo y exhaló con furiosos besos el humo sin tragar. Después se sirvió un whisky muy cargado, que era el motivo principal por el que había bajado. Al fin y al cabo, si todavía estuviéramos bailando habría tomado varios.

La procedencia inglesa de Mary, como la de Pym, era inconfundible. Era rubia y franca, y tenía mandíbula fuerte. Su única afectación, heredada de su madre, era la inclinación de hombros ligeramente cómica con que se dirigía al mundo y a los extranjeros en particular. La vida de Mary era un historial de hermosas muertes. Su abuelo había muerto en Paschendel; su único hermano, Sam, en Belfast, más recientemente, y durante un mes o más Mary había tenido la impresión de que la bomba que había volado en pedazos el jeep de Sam le había matado también su propia alma, pero fue su padre, no Mary, quien había muerto de un ataque al corazón. Todos los hombres de su familia habían sido soldados. Entre ellos le habían dejado una herencia decente, un espíritu ardientemente patriótico y una pequeña casa solariega en Dorset. Mary era ambiciosa y asimismo inteligente, y sabía soñar y desear y codiciar. Pero las pautas de su vida le habían sido dictadas de antemano, y cada muerte las había afianzado: en la familia de Mary los hombres guerreaban mientras las mujeres prestaban socorro, lloraban las muertes y seguían adelante. Su adoración, sus cenas, su vida con Pym, se habían regido por este principio firme.

Hasta el pasado julio. Hasta nuestras vacaciones en Lesbos. Magnus, vuelve a casa. Lamento el escándalo que armé en el aeropuerto cuando no apareciste. Lamento haber vociferado al empleado de la «British Airways» con esa voz mía que tú llamas de trueno y haber agitado mi pase diplomático. Y lamento -lamento profundamente- haber telefoneado a Jack para preguntarle que dónde demonios está mi marido. Así que, por favor, vuelve y dime qué debo hacer. Nada importa. Simplemente ven aquí. Ahora.

Al encontrarse delante de las jambas dobles de acceso al comedor, las abrió, encendió las arañas y, con el whisky en la mano, contempló la larga mesa vacía, reluciente como un lago. Caoba. Una reproducción del siglo xviii. Propia de consejero de embajada, no le gustaba a nadie. Con capacidad para catorce comensales cómodamente sentados, dieciséis si se desplegaban los extremos curvos. Lo he intentado todo con esa maldita marca de quemadura. Recuerda, se dijo. Haz memoria. Acláralo todo en tu cabecita estúpida antes de que Jack Brotherhood llame a ese timbre. Sal fuera de ti misma y mira.
Ahora.
Es una noche como aquélla, animada y emocionante. Es miércoles, nuestra noche de recibir invitados. Y la luna es igual hoy salvo por un cacho. En el dormitorio, aquella Mary Pym idiota que se agenció el bachillerato superior pero no fue a la universidad está con los pies completamente separados, poniéndose sus alhajas de familia mientras el brillante Magnus, su marido, con una licenciatura en Oxford y ya con el esmoquin puesto, le besa la nuca y representa su número de gigoló balcánico para tratar de insuflarle un humor de fiesta. Magnus, por supuesto, tiene el humor que sea preciso en toda ocasión.

–Por el amor de Dios -le espeta Mary, más brutalmente de lo que es su intención-. Deja de hacer el payaso y arréglame este puñetero cierre.

A veces mi familia militar se apodera de mi lenguaje.

Y Magnus la complace. Magnus siempre es complaciente. Magnus repara, arregla y se comporta mejor que un mayordomo. Y cuando ha obedecido coloca sus manos en mis pechos y exhala su aliento caliente sobre mi cuello desnudo.

–Por favor, mi tontita, ¿no tenemos tiempo para el más divino momento perfecto? ¿No? ¿Sí?

Pero Mary, por lo general, está demasiado nerviosa incluso para sonreír, y le ordena que baje a asegurarse de que Herr Wenzel ha traído el hielo de la pescadería de Weber. Y Magnus va. Magnus siempre va. Incluso cuando lo más juicioso sería una bofetada en los morros de Mary.

Haciendo una pausa, Mary levantó la cabeza y escuchó. El motor de un coche. En esta nieve surgen como malos recuerdos. Pero a diferencia de un mal recuerdo, aquel coche pasó.

Es la cena, es la feliz hora diplomática, es tan bueno como Georgetown en los tiempos en que Magnus era todavía un subdirector con posibilidades de ascenso y el puesto de jefe de servicio al alcance de la mano, y todo está solucionado entre Magnus y Mary, menos una nube negra que se cierne día y noche sobre el corazón de Mary incluso cuando no está pensando en ello, y esa nube se llama Lesbos, una isla griega del Egeo totalmente rodeada de recuerdos monstruosos. Mary Pym, esposa de Magnus, consejero de «ciertas materias no mencionables» en la embajada inglesa de Viena y en realidad el director de plaza aquí, como todo «inmencionable» sabe, está orgullosamente enfrente de su marido, al otro lado de los candelabros de plata, mientras los criados sirven el venado de Mary, estofado según la receta de su madre, a doce miembros «inmencionablemente» distinguidos de la comunidad local de espionaje.

–Usted también tiene una hija -recuerda firmemente Mary a un Oberregierungsrat Dinkel del ministerio de Defensa austríaco, en su alemán bien aprendido-. Se llama Úrsula, ¿cierto? Lo último que he sabido es que estudiaba piano en el conservatorio. Hábleme de ella. -Y dice a la sirvienta, en voz baja, cuando pasa-. Frau Wenzel. El señor Lederer, dos asientos más allá, no tiene salsa roja. Sírvale.

Era una noche bonita, había decidido Mary mientras escuchaba una enumeración de los infortunios familiares del Oberregierungsrat. Era la clase de noche por la que ella trabajaba y había trabajado durante toda su vida de casada, en Praga y en Washington, mientras medraban, y ahora aquí, donde estaban cumpliendo tiempo. Era feliz, echaba las campanas al vuelo, la nube negra de Lesbos prácticamente se había disipado. Tom progresaba en el internado y pronto volvería a casa para las vacaciones navideñas, Magnus había alquilado un chalet en Lech para esquiar, los Lederer habían dicho que se reunirían con ellos. Magnus tenía muchos recursos en esa época, y era muy atento con ella a pesar de la enfermedad de su padre. Y antes de Lech la llevaría a Salzburgo para ver
Parsifal
y, si ella le apremiaba, al baile de la ópera, porque, como solían decir en la familia de Mary, una moza adora el bailongo. Y, con un poco de suerte, los Lederer podían acompañarles también -los niños podían pasar la noche juntos y compartir un canguro-, y en cierto modo con Magnus la compañía ajena era en esos tiempos un alivio. Entreviendo a Pym a la luz de la vela, le lanzó una sonrisa en el preciso momento en que él se escabullía para entablar una conversación sordomuda a su izquierda. Perdona por haber estado susceptible antes, estaba diciendo Mary. Olvidado, le estaba diciendo él. Y cuando se hayan ido haremos el amor, estaba diciendo ella, nos mantendremos sobrios y haremos el amor y todo irá como la seda.

Fue entonces cuando ella oyó el teléfono. Exactamente entonces. Cuando estaba transmitiendo a Magnus estos pensamientos amorosos y viviendo con ellos un instante desesperadamente feliz. Lo oyó sonar dos, tres veces, y empezaba a irritarse cuando, para su alivio, oyó que el criado, Herr Wenzel, contestaba. Herr Pym le llamará más tarde, a menos que sea urgente, ensayó mentalmente Mary. No se debía molestar a Herr Pym, a no ser por algo vital. Herr Pym está ocupadísimo contando una historia divertida en ese alemán perfecto que fastidia tanto en la embajada y sorprende a los austríacos. Si alguien se lo pide, Herr Pym puede imitar un acento austríaco o, todavía más divertido, uno suizo, de la época en que estudió allí. Herr Pym pone un conjunto de botellas en fila y sabe producir con un cuchillo un tintineo que suena como las campanas del antiguo ferrocarril suizo, mientras recita las estaciones entre Interlaken y el Jungfraujoch con el tono de un jefe de estación y su público prorrumpe en lágrimas de hilaridad nostálgica.

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