Mary alzó la mirada hacia el extremo más lejano de la mesa vacía. Y Magnus, ¿cómo estaba en aquel momento, aparte de flirtear con Mary?
Realizando un gran avance, era la respuesta. A su derecha estaba sentada la temida Frau Oberregierungsrat Dinkel, una mujer tan fea y áspera, incluso conforme al modelo de las mujeres de funcionarios, que hasta había reducido a un silencio atónito a algunos de los más rudos soldados de la embajada. Magnus, sin embargo, la había atraído como el sol a una flor, y ella estaba embobada con él. A veces, al observarle cuando actuaba así, Mary experimentaba una piedad involuntaria por su dedicación incondicional. Deseaba que estuviese más tranquilo, aunque sólo fuera durante un momento. Quería que supiese que se había ganado la paz siempre que quisiera disfrutarla, en lugar de dar, dar continuamente. Si fuera diplomático de verdad le resultaría fácil llegar a embajador, pensó. En Washington, Grant Lederer le había asegurado confidencialmente que Magnus había ejercido más influencia que su jefe o que el perfectamente horrible embajador. Evidentemente, Viena -aunque, por supuesto, era enormemente respetado aquí, y asimismo enormemente influyente- representaba un declive, bueno, estaba previsto que lo fuera, pero cuando el polvo se asentara Magnus reemprendería la marcha, y entretanto había que ser paciente. Mary deseaba no ser tan joven para él. A veces intenta rebajarse a mi altura, pensó. A la izquierda de Magnus, parejamente hipnotizada, se sentaba Frau Oberst Mohr, cuyo marido alemán estaba destinado en la Oficina de Señales de Wiener Neustadt. Pero la verdadera conquista de Magnus, como siempre, era Grant Lederer III, «el de la barbita negra y los ojillos negros y las pequeñas ideas negras», como le describía Magnus, que seis meses antes había tomado el mando del departamento jurídico de la embajada americana, lo que naturalmente significaba lo contrario, pues Grant era el hombre nuevo de la Agencia, aunque también un viejo amigo de Washington.
–Grant es un gilipollas -se quejaba Magnus de él, como se quejaba de todos sus amigos-. Nos tiene a todos alrededor de una mesa grande una vez a la semana inventando palabras para cosas que hemos estado haciendo perfectamente sin ellas durante veinte años.
–Pero es divertido, cariño -le recordaba Mary-. Y Bee es
tremendamente
guapa.
–Grant es un alpinista -dijo Magnus otra vez-. Nos está poniendo a todos uno encima de otro para poder trepar sobre nuestra espalda. Espera y verás.
–Pero al menos es listo, cariño. Al menos puede mantenerse a tu altura, ¿no?
Porque lo cierto era, desde luego, que, dadas las limitaciones de toda amistad diplomática, los Pym y los Lederer formaban uno de los grandes cuartetos, y tratar a las personas a patadas, ponerles verde y jurar que nunca volvería a dirigirles la palabra era sólo el modo perverso que tenía Magnus de apreciarlas. Becky, la hija de los Lederer, era de la misma edad que Tom y prácticamente ya eran amantes; Bee y Mary eran uña y carne. En cuanto a Bee y Magnus… bueno, francamente Mary se preguntaba a veces si no eran una pizca
demasiado
amigos. Pero por otra parte había observado que en los cuartetos siempre había una fuerte relación diagonal, aun cuando nunca llegara a nada. Y si alguna vez
llegaba
a haber algo entre ellos dos, bueno, para ser absoluta y
totalmente
sincera, Mary no tendría inconveniente en tomarse el desquite con Grant, cuya intensidad acechante le parecía cada vez más erótica.
–Mary, salud, ¿vale? Una gran fiesta. Nos está encantando.
Era Bee, sempiternamente brindando por todo el mundo. Lucía unos pendientes de azabache y un escote que Mary había estado mirando toda la noche. Tres niños y unos pechos así: era una maldita injusticia. Mary alzó su copa en respuesta. Advirtió que Bee tenía dedos de mecanógrafa, con la punta curvada.
–Vamos, Grant, chico, vamos -estaba diciendo Magnus, con su guasa un tanto seria-. Danos un respiro, sé justo. Si es verdad todo lo que tu valeroso presidente nos dice sobre los países comunistas, ¿cómo diablos podemos hacer un trato con alguno de ellos?
Por el rabillo del ojo Mary vio la sonrisa divertida de Grant estirarse hasta que pareció romperse de envidiosa admiración por el ingenio de Pym.
–Magnus, si por mí fuera, te meteríamos en una gran alfombra de embajada con una coctelera llena de Martini seco y un pasaporte americano y te mandaríamos por arte de magia a Washington para que te nominaran candidato demócrata. Nunca he oído una causa sediciosa tan bien expuesta.
–¿Presentar a Magnus para presidente? -ronroneó Bee
[1]
, sentándose muy erguida y catapultando los pechos como si alguien le hubiera ofrecido un chocolate-. Qué bien.
En ese momento apareció Herr Wenzel, el sirviente contratado, e, inclinándose sobre Magnus, le murmuró al oído izquierdo que le llamaban urgentemente por teléfono -«disculpe, Excelencia»- desde Londres: «Excuse, Herr Consejero».
Magnus le excusó. Magnus excusa a todo el mundo. Magnus se abrió camino delicadamente entre obstáculos imaginarios hasta la puerta, sonriendo, simpatizando y excusando, mientras Mary charlaba tanto más animadamente para proporcionarle fuego de protección. Pero cuando la puerta se cerró tras él aconteció algo imprevisto. Grant Lederer lanzó una mirada a Bee y Bee Lederer respondió con otra a Grant. Y a Mary, que sorprendió ambas miradas, se le heló la sangre.
¿Por qué? ¿Qué se habían transmitido con aquella mirada desprevenida? ¿Magnus se acostaba realmente con Bee… y Bee se lo había
dicho
a Grant? ¿Compartían momentáneamente una admiración perpleja por el anfitrión que acababa de ausentarse? En todo el trastorno ulterior, la respuesta de Mary a estas preguntas no había variado un ápice. No era sexo, no era amor, no era envidia y no era amistad. Era conspiración. Mary no era fantasiosa. Pero Mary había visto y sabía. Eran un par de asesinos diciéndose uno a otro «pronto», y ese «pronto» se refería a Magnus. Pronto le tendremos. Pronto será castigada su arrogancia y nuestro honor rehabilitado. Vi que le odiaban, pensó Mary. Lo había pensado entonces y lo pensaba ahora.
–Grant es un Casio a la busca de un César -había dicho Magnus-. Si no encuentra pronto una espalda que apuñalar, la Agencia le dará su daga a otro.
Pero en la diplomacia nada dura, nada es absoluto, una conspiración para asesinar no es motivo para poner en peligro el curso de la conversación. Charlando afanosamente, hablando de niños y de compras -buscando frenéticamente una explicación de la mirada mala de los Lederer- y esperando, ante todo, el regreso de Magnus a la fiesta para seguir cautivando a sus vecinos de mesa en dos idiomas a la vez, Mary encontró tiempo todavía para preguntarse si la urgente llamada telefónica de Londres sería la que su marido había estado esperando durante todas aquellas semanas. Desde hacía algún tiempo sabía que él tenía entre manos algo grande, y anhelaba que fuese la reincorporación prometida.
Y fue entonces, como Mary recordaba mientras seguía charlando y ansiando que cambiara la suerte de su marido, cuando sintió la punta de sus dedos brincar familiarmente sobre sus hombros desnudos en cuanto Magnus volvió a su sitio en la cabecera de la mesa. Ella ni siquiera había oído la puerta, a pesar de que había estado escuchando para oírla.
–¿Todo va bien, querido? -le llamó por encima de los candelabros, diciéndolo abiertamente porque los Pym eran un matrimonio felicísimo.
–¿Está Su Majestad en buena forma, Magnus? -Mary oyó inquirir a Grant en su voz insinuante y lenta-. ¿No tiene raquitismo? ¿Crup?
La sonrisa de Pym fue radiante y relajada, pero no siempre significaba demasiado, como Mary sabía.
–No es más que una de esas rabietas de Whitehall, Grant -contestó Magnus, con magnífico desenfado-. Creo que deben de tener aquí un espía que les dice cuándo organizo una cena. Querida, ¿se ha terminado el clarete? Las raciones son de lo más tacañas, digo yo.
Oh, Magnus, había pensado ella, agitadamente: tientas a la suerte.
Era hora de llevar a las mujeres arriba para un pis antes del café. La Frau Oberregierungsrat, que se preciaba de moderna, mostró cierta resistencia. Una expresión ceñuda de su marido la hizo salir. Pero Bee Lederer, que a aquellas alturas de la velada estaba dispuesta a erigirse en la gran feminista americana, salió como un cordero, perentoriamente expulsada por su maridito sexy.
–Ahora viene el ponche -dice Jack Brotherhood, alegremente, en la imaginación de Mary.
–No hay ponche.
–¿Entonces por qué tiemblas, querida? -dice Brotherhood.
–No estoy temblando. Simplemente me estoy preparando una copita mientras espero a que llegues. Tú sabes que siempre tiemblo.
–Tomaré el mío seco, por favor, como tú. Cuéntamelo tal como ha ocurrido. Sin hielo, sin burbujeo, sin chorradas.
Muy bien, maldito, toma.
La noche está terminando tan perfectamente como empezó. En el vestíbulo, Mary y Magnus ayudan a sus invitados a ponerse los abrigos y Mary no puede por menos de observar que Magnus, cuya vida es servicio, atiesa los brazos y curva la punta de los dedos cada vez que introduce con éxito una manga. Magnus ha invitado a los Lederer a quedarse un rato, pero Mary, solapadamente, ha anulado la propuesta diciéndole a Bee, con una risita, que Magnus necesita acostarse temprano. El vestíbulo se vacía. Los Pym, diplomáticos, sin hacer caso del frío -son ingleses, en definitiva-, permanecen en la entrada valerosamente y despiden con la mano a los huéspedes. Mary rodea con un brazo la cintura de Pym y con el pulgar, secretamente, le está hurgando, por dentro de la pretina de los pantalones, la espalda y la línea divisoria de las nalgas. Magnus no le opone resistencia. Magnus no resiste. Le dejaré que me diga cuándo está preparado, piensa ella; detesta que yo le apremie. Su cabeza descansa afectuosamente sobre el hombro de Magnus mientras le susurra dulces naderías en el mismo oído que Herr Wenzel ha elegido para llamarle al teléfono, y confía en que Bee advertirá sus carantoñas. Bajo la luz del pórtico -Mary luminosamente joven con su vestido largo azul, Magnus tan distinguido con su esmoquin- debemos haber sido el retrato de la vida conyugal armoniosa. Los Lederer son los últimos en irse y son los más efusivos.
–Maldita sea, Magnus, no recuerdo otra noche tan divertida -dice Grant, con su indignación peculiar, algo marica. En un segundo coche les sigue su guardaespaldas. Los muy británicos Pym saborean juntos un momento de desdén compartido por el estilo americano.
–Bee y Grant son divertidísimos -dice Mary-. ¿Pero tendrías
tú
guardaespaldas si Jack te ofreciese uno?
En su pregunta hay algo más que mera curiosidad. Últimamente se ha interesado por la gente rara que parece callejear por delante de la casa, sin nada que hacer.
–Es condenadamente improbable -replica Pym, con un escalofrío-. No, a no ser que me prometa protegerme de Grant.
Mary saca el pulgar, dan media vuelta y entran en la casa cogidos del brazo.
–¿Todo va bien? -pregunta ella, pensando que esto podría incitarle un poco.
–Todo va maravillosamente -responde Magnus.
–Te deseo -susurra Mary audazmente, y le pasa por los muslos el roce de una mano. Pym asiente, sonriendo, tira de su corbata y se afloja el nudo para prepararse. En la cocina, los Wenzel esperan para irse. Mary percibe olor a humo de cigarrillo, pero decide pasarlo por alto porque han trabajado de firme. En el lecho de muerte habrá de recordar que tomó la decisión consciente de pasar por alto el humo de sus cigarrillos: que su vida en aquel momento era tan sosegada, Lesbos estaba tan lejos y su sentido del servicio era tan completo que podía pararse a pensar en cuestiones tan sumamente triviales. Pym tiene el dinero de los Wenzel preparado en un sobre, más una bonita propina. Magnus les gratificará con su último billete de cinco
schillings,
piensa Mary indulgentemente. Ha aprendido a amar su generosidad, incluso cuando su criterio más frugal de clase alta le dice que él se excede: Magnus rara vez es vulgar. Incluso cuando a veces ella se pregunta si él no estará gastando demasiado y si debería ofrecerle parte de sus ingresos privados. Los Wenzel se marchan. Mañana por la noche trabajarán en otra fiesta de otra casa. Los Pym, en íntima armonía, se trasladan al salón, y sus manos se unen y se separan y oscilan libremente para el preámbulo ritual de una última copa y un repaso chismoso de la velada. Pym sirve un
scotch
para ella y un vodka para él, pero, en contra de lo habitual, no se quita la chaqueta. Mary le acaricia explícitamente. Hay veces, en estos casos, en que no llegan a subir las escaleras.
–Un venado superior, Mabs -dice Pym. Que es lo que siempre hace primero: felicitarla. Magnus felicita constantemente a todo el mundo.
–Todos han creído que lo ha cocinado Frau Wenzel -dice Mary, buscando a tientas la pestaña de la cremallera.
–Que les den por el culo, entonces -dice Pym galantemente, rechazando por ella al fatuo mundo diplomático en pleno con un amplio gesto de su antebrazo. Mary teme por un momento que haya bebido más de la cuenta. Espera que no, porque ella no está fingiendo: después de las inquietudes y necedades de la fiesta desea a su marido vivamente. Magnus le tiende un vaso, alza el suyo y bebe en silencio a la salud de Mary: bravo, parienta. Está sonriendo directamente a Mary, y sus rodillas, firmes, casi tocan las de ella. Afectada por la tensión que hay en él, Mary le desea urgentemente, aquí y ahora, y se lo manifiesta más claramente con las manos.
–Si Grant Lederer es el
tercero
-dice ella, pensando otra vez por un momento en la mirada asesina-, ¿cómo demonios eran los dos primeros?
–Soy libre -dice Pym.
Mary no comprende. Cree que él está rematando de algún modo la broma que ella ha hecho.
–No lo entiendo -dice, un poco avergonzada. Soy tan lenta para él, pobre amor mío. Un súbito pensamiento horrible-. ¿No querrás decir que te han despedido?-dice.
Magnus mueve la cabeza.
–Rick ha muerto -explica.
–¿Quién?
¿A qué Rick se refiere? ¿Al de Berlín? ¿Al de Langley? ¿Quién es ese Rick muerto que puede liberar a Magnus y, quién sabe, dejar un hueco para su ascenso?
Magnus habla de nuevo. De un modo perfectamente razonable. Es evidente que la pobre chica no ha entendido. Está cansada de la larga cena. Se ha propasado un poco en la bebida.