Y sé que ella estaba en el paraíso con nosotros porque sin Lippsie no había paraíso. El paraíso era una tierra dorada entre la Cruz de Gerrard y el mar, donde Dorothy se ponía un jersey de angora para planchar y un gabán azul cuando hacía las compras. El paraíso era adonde Rick y Dorothy habían huido después de su casamiento clandestino, un Eldorado de nuevos comienzos y emocionantes futuros, pero no recuerdo un solo día sin los movimientos bruscos de Lippsie en algún lugar de la orilla, o diciéndome lo que estaba bien o mal con una voz de la que yo no hacía caso. A una hora hacia el este en automóvil «Bentley» estaba la Ciudad, y en la Ciudad se encontraba el West End y allí era donde Rick tenía su despacho y en el despacho una foto grande y sombreada del abuelo TP con su collar de alcalde, y el despacho era lo que retenía a Rick hasta altas horas, cosa que hacía la felicidad del niño Pym porque le consentían subirse a la cama de Dorothy y darle calor, tan pequeña y friolera era ella incluso para un chiquillo. A veces Lippsie se quedaba con nosotros y otras veces iba a Londres con Rick porque tenía que estudiar y, lo que ahora entiendo, justificar su propia supervivencia cuando tantos de los suyos habían muerto.
En el paraíso había una recua de lustrosos caballos de carrera que Syd llamaba imbatibles y una hilera de «Bentley» aún más relucientes que, al igual que las casas, se deterioraban tan aprisa como el crédito con que se habían comprado, y había que cambiarlos con rapidez escalofriante por modelos todavía más nuevos y más caros. A veces los «Bentley» eran tan preciados que había que rodear el flanco de la casa y esconderlos en el jardín de atrás por miedo a que pudiese mancillarlos la mirada de los Infieles. Otras veces Pym los conducía a mil millas por hora sentado en las rodillas de Rick, a lo largo de inacabadas carreteras arenosas, orilladas de hormigoneras, tocando la gran bocina grave para llamar la atención de los peones a los que Rick gritaba: «¿Qué tal, muchachos?», y les invitaba a todos a casa para tomar un trago de burbujas. Y Lippsie estaba allí, al lado de nosotros, en el asiento del copiloto, derecha como un cochero e igualmente distante, hasta que Rick optaba por dirigirle la palabra o hacer una broma. Entonces la sonrisa de ella era como el sol de las vacaciones, y nos amaba a los dos. El paraíso era también St. Moritz, de donde procedían las navajas del ejército suizo, aunque por alguna razón los «Bentley» y aquellos dos inviernos prebélicos en Suiza se fundieron en mi memoria como un solo lugar. Incluso hoy me basta con olfatear el interior de cuero de un automóvil lujoso para sentirme trasladado de buena gana a los salones del gran hotel de St. Moritz, en pos del amor tumultuoso de Rick por la fiesta. El
Kulm
, el
Suvretta Hotel
, el
Grand Hotel
, Pym los conocía como un único palacio gigantesco con diferentes grupos de sirvientes, pero siempre con la misma corte: el séquito personal de Rick, compuesto de bufones, asesores y jockeys; rara vez iba a alguna parte sin ellos. Durante el día, porteros italianos con largas escobas te cepillaban la nieve de las botas cada vez que cruzabas la puerta batiente. Por las noches, mientras Rick y su cortejo estaban de banquete con beldades locales y Dorothy estaba demasiado cansada, Pym se aventuraba de la mano de Lippsie por callejones nevados, agarrando su navaja en el bolsillo al tiempo que fingía ante sí mismo que era una especie de príncipe ruso que la protegía de cualquiera que se riese de ella por ser seria. Y por la mañana, después de madrugar, salía de puntillas sin escolta al rellano y miraba por las barandillas a sus huestes de siervos trabajando abajo, en el gran vestíbulo, mientras él olía el humo rancio de puro, el perfume de las mujeres y la cera que brillaba como rocío en el parqué cuando lo pulimentaban con largos barridos de sus fregonas. Y así era como olían después los «Bentley» de Rick: olían a beldades, a cera de abeja, a humo de sus habanos de millonario. Y muy débilmente, de los viajes en trineo al lado de Lippsie por el bosque helado, a frío y a boñiga de caballo mientras ella charlaba en alemán con el cochero.
De nuevo en casa, y el paraíso eran pirámides de mandarinas relucientes en papel de plata, y arañas rosas en el comedor y clamorosas visitas a hipódromos lejanos para exhibir nuestras insignias de propietarios y ver perder a los imbatibles, y un televisor diminuto en blanco y negro insertado en un estuche enorme de caoba mostraba la regata detrás de un cielo de puntos blancos, y cuando veíamos el Grand National los caballos estaban tan lejos que Pym se preguntaba cómo encontraban el camino a casa, pero me temo ahora que Rick muy a menudo no lo hacía. Y el cricket en el jardín con Syd, seis peniques si no sacaba a Titch del campo en seis bolas. Y boxeo en el salón con Morrie Washington, el experto de la corte en el juego de la lucha, porque Morrie era nuestro ministro de artes: había hablado con Bud Flanagan y estrechado la mano de Joe Louis, y había interpretado al secuaz del prestidigitador en el hombre con ojos como rayos X. Y Muspole, el gran contable, te sacaba monedas de media corona de las orejas, aunque Muspole no fue nunca mi favorito: me obligaba a meterme cantidad de aritmética en la cabeza. Y veía desaparecer terrones de azúcar debajo del sombrero jurídico de Perce Loft: se convertían en ficción ante mis propios ojos. Y los correteos por el jardín montado a horcajadas sobre los hombros enfundados en chalecos de los jockeys, que tenían nombres como Billie y Jimmy, Gordon y Charlie y eran los mejores magos del mundo, los mejores duendes, y se leían todos mis tebeos y me dejaban los suyos cuando los terminaban.
Pero siempre, en algún lugar de esta fauna, puedo encontrar a Lippsie, ya madre, ya mecanógrafa, música, jugadora de cricket y en todo momento preceptora moral particular de Pym, corriendo por el campo en persecución de un tiro alto, mientras todo el mundo le gritaba
Achtung!
y «ojo, cuidado con los arriates». Fue también en el paraíso donde Rick descargó un balonazo contra la cara joven de Pym con un balón flamante de tamaño natural, que fue como ser golpeado por el interior de todos los «Bentley» a la vez, el mismo cuero proyectado a la misma velocidad suicida. Cuando volvió en sí, Dorothy estaba inclinada sobre él con un pañuelo apretado entre los dientes, gimiendo: «Oh, no, por favor, Dios mío, no», porque había sangre por todas partes. El balón sólo le había producido un corte en la frente, pero Dorothy insistía en que le había hundido el globo del ojo entero en la cabeza, tan adentro que nunca volvería a su sitio. La pobrecilla estaba tan asustada que no se atrevía a limpiar la sangre y Lippsie tuvo que hacerlo por ella, porque Lippsie sabía tocarme como tocaba a animales y pájaros heridos. No he vuelto a conocer a una mujer con semejante tacto en las manos. Y ahora creo que eso era lo que yo significaba para ella: una cosa a la que tocar, mimar y proteger después de que le habían privado de todo lo demás. Yo era su residuo de amor y de esperanza en la cárcel dorada donde Rick la tenía prisionera.
Cuando Rick estaba en el paraíso la noche no existía y nadie se acostaba, excepto Dorothy, que se había nombrado ella misma la Bella Durmiente de la corte. Pym podía sumarse a la juerga en cualquier momento y allí estaban todos, Rick, Syd, Morrie Washington, Perce Loft, Muspole, Lippsie y los jockeys, tumbados en el suelo entre montoncitos de dinero, mirando brincar a la bola de la ruleta por las paredes de estaño bajo la mirada de TP ornado con los atributos de su cargo, de modo que también en las casas debía de haber un retrato suyo. Y veo a todos nosotros bailando al compás del gramófono y contando historias sobre un chimpancé llamado
Pequeño Audrey,
que se reía y reía de chistes que superaban la comprensión intelectual de Pym. Pero Pym reía más fuerte que ninguno porque estaba aprendiendo a ser un seductor, con voces graciosas, actuaciones y anécdotas que le hicieran atractivo. En el paraíso todo el mundo se amaba porque una vez Pym encontró a Lippsie sentada en las rodillas de Rick y otra vez le encontró bailando con la mejilla pegada a la de ella y un habano entre los dientes, al tiempo que cantaba «Debajo de los arcos» con los ojos cerrados. Y parecía una lástima que Dorothy estuviese una vez más demasiado cansada para ponerse la bata con volantes que Rick le había comprado -rosa para Dorothy, blanca para Lippsie- y bajar a divertirse. Pero cuanto más fuerte la llamaba Rick por la escalera tanto más profundamente dormía Dorothy, como Pym descubrió por sí mismo cuando le enviaron por encargo de Rick para convencerla de que bajase. Llamó a la puerta y no hubo respuesta. Fue de puntillas hasta la cama enorme y le retiró de la mejilla lo que a primera vista parecían telarañas. Le habló en susurros y luego intentó gritarle, pero fue en vano. Dorothy estaba llorando en sueños, informó Pym cuando volvió abajo. Pero a la mañana siguiente todo se había resuelto nuevamente porque los tres estaban juntos en la cama, con Rick en el medio, y a Pym le autorizaron a deslizarse dentro, al lado de Lippsie, mientras Dorothy bajaba a preparar tostadas y Lippsie me estrechaba gravemente contra ella y me dedicaba su mueca contrita y moral, que ahora supongo que era su manera de decirme que se avergonzaba de su debilidad y enamoramiento, y deseaba purificarlos con su preocupación por mí.
Es cierto que en el paraíso Rick vociferaba, pero nunca a Pym. Ni una sola vez me levantó la voz: su voluntad era asaz firme sin necesidad de palabras y su amor era todavía más fuerte. Le vociferaba a Dorothy, le engatusaba y le advertía de cosas que Pym no podía entender. Más de una vez le transportaba físicamente hasta el teléfono y le obligaba a hablar con gente: con el tío Makepeace, con tiendas y con otras personas que representaban algún género de amenaza para nosotros y a quienes sólo Dorothy podía apaciguar, porque Lippsie se negaba a hacerlo y de todos modos su acento no era correcto. Ahora creo que ésa fue la primera vez en que Pym oyó el nombre de Wentworth, porque recuerdo que Dorothy me agarraba de la mano para infundirse valor mientras decía a la señora Wentworth que no habría problemas respecto al dinero siempre que todo el mundo dejase de presionar. De modo que Wentworth fue un nombre feo para Pym desde muy pronto. Se convirtió en sinónimo de miedo y de final de cosas.
–¿Quién es Wentworth? -preguntó Pym a Lippsie, y fue la única vez en que ella le ordenó que se callase.
Y recuerdo que Dorothy conocía por su nombre a todas las operadoras de la centralita y lo que sus maridos y prometidos hacían y en qué colegio estudiaban sus hijos, porque cuando estaba sola con Pym y temblorosa en su jersey de angora descolgaba el teléfono blanco y mantenía una larga charla con ellas, como si hallara consuelo en un mundo de voces incorpóreas. Rick le chillaba a Lippsie también cuando ella le plantaba cara, y creo ahora que se le enfrentaba más a medida que yo iba creciendo. Y a veces les gritaba a Dorothy y a Lippsie juntas y les hacía llorar al mismo tiempo hasta que los tres hacían las paces en el gran lecho blanco donde él desayunaba su tostada y dejaba que la mantequilla gotease sobre las sábanas rosas. Pero nadie hacía daño a Pym, nadie le hacía llorar. Creo que incluso en aquella época Pym comprendía que Rick medía sus relaciones con mujeres mediante su relación con Pym, y le parecían deficientes por comparación. En ocasiones Rick llevaba a patinar a Dorothy y a Lippsie. Rick vestía un frac y una corbata blanca y ellas dos iban vestidas como chicos de pantomima, ambas enlazadas a él por un brazo y evitando mirarse.
La Caída aconteció en la oscuridad. Últimamente nos habíamos mudado con frecuencia de casa, en lo que debió de ser un vertiginoso ascenso a través del mercado inmobiliario local, y nuestro palacio entonces era una casa solariega sobre una colina, y el día era una tarde negra de invierno próxima a las Navidades. Pym había estado haciendo decoraciones de papel con Lippsie, y tengo la impresión de que si pudiera encontrar el sitio, si no es actualmente un terreno municipal o una carretera de circunvalación, todavía estarían colgando exactamente como los dejamos, las estrellas de David y las estrellas de Befen -ella me enseñó a distinguirlas con exactitud- centelleando en inmensas habitaciones vacías. Primero se apagaron las luces en el espacioso cuarto de juegos de Pym, luego se extinguió la estufa eléctrica, luego no funcionaba su flamante tren eléctrico de diez vías y luego Lippsie dio una especie de grito y desapareció. Pym fue al piso de abajo y abrió de par en par la puerta de nogal del novísimo y lujoso mueble bar de Rick. Los espejos del interior rehusaron encenderse y tocar «Alguien está en la cocina con Dinah.»
De repente, en toda la casa, las bolas de latón del reloj de pared barométrico recién comprado eran lo único que había conservado su energía. Pym corrió a la cocina. No estaba la cocinera ni el señor Roley, el jardinero, cuyos hijos le robaban los juguetes a Pym pero no se les podía reprochar porque ellos no disfrutaban de sus privilegios. Volvió a subir corriendo y, aterido de frío, realizó una inspección urgente de los largos pasillos, llamando «Lippsie, Lippsie», pero no contestó nadie. Desde la ventana del rellano, coronada por un arco y con cristal de colores, miró furiosamente al jardín y vislumbró coches negros en el sendero. No eran «Bentley», sino dos «Wolseley» de la policía. Y chóferes de la policía con gorra de visera sentados al volante. Y hombres con gabardinas marrones formando un corro a su lado y hablando con el señor Roley al tiempo que la cocinera retorcía el pañuelo y las manos como el ama de la pantomima
Loca pandilla,
que Rick había llevado a ver a su corte tan sólo una semana antes. La gente sitiada huye hacia arriba, como sé ahora, lo que puede explicar por qué la reacción de Pym fue subir corriendo la estrecha escalera hasta el desván. Allí encontró a Rick muy nervioso, rodeado de papeles y carpetas desparramadas por el suelo, cargando documentos a brazadas en un fichero verde, viejo y astillado que Pym no había visto nunca en todas sus exploraciones.
–La electricidad se ha averiado y Lippsie está asustada y la policía ha venido y está en el jardín deteniendo al señor Roley -dijo Pym a Rick de una tirada.
Lo repitió varias veces, cada vez más alto, debido a la trascendencia del mensaje. Pero Rick no le escuchaba. Corría entre los papeles y el fichero, llenando los cajones. Así que Pym se le acercó y le propinó un golpe fuerte en la parte superior del brazo, tan fuerte como pudo en la parte blanda que había justo encima del muelle de acero que Rick usaba para mantener derecha la manga de su camisa de seda, hasta que Rick se volvió hacia él y lanzó hacia atrás la mano para golpearle, y su cara se asemejaba a la del señor Roley cuando estaba a punto de realizar un gran esfuerzo final ante un tarugo para partirlo en dos: roja, tirante y sudorosa. Luego cayó en cuclillas y agarró a Pym por los dos hombros con sus manazas ahuecadas. Y su cara inquietó a Pym mucho más que el vuelo del hacha, porque sus ojos expresaban miedo y lloraban sin que el resto del rostro lo supiese, y su voz fue suave y sacramental.