–Mira, Magnus, sin conocimientos no somos nada. Pero con ellos podemos ir a cualquier lugar del mundo, somos como tortugas que llevan siempre su casa a cuestas. Si aprendes a pintar puedes pintar en cualquier sitio. Un escultor, un músico, un pintor no necesitan permisos. Sólo su cabeza. Podemos llevar nuestro mundo dentro de nuestra cabeza. Es el único modo seguro. Y ahora toca para Lippsie una canción bonita.
La estancia en la academia rural supuso el florecer perfecto de esta relación. Llevaban su mundo dentro de sus cabezas respectivas, pero también estaba contenido en un pabellón de jardinero, de ladrillo y pedernal, al final del largo sendero del señor Grimble, denominado Overflow House y ocupado por los chicos Overflow, de los que Pym era el miembro más reciente. Y Lippsie, su encantadora Lippsie de toda la vida, era la mejor y más solícita madre de todos ellos. Supieron al instante que eran unos parias. De no haberlo sabido, los ochenta alumnos del pabellón se lo hubieran hecho saber con claridad. Había un pálido hijo de tendero sin una H en su apellido, y los comerciantes eran ridículos. Había tres judíos cuyo vocabulario estaba salpicado de polaco, y un tartamudo incurable que se apellidaba M-M-Marlin, y un indio patizambo cuyo padre había muerto cuando los japoneses tomaron Singapur. Tenían a Pym, con sus espinillas y su hábito de mojar la cama. Pero con Lippsie consiguieron enorgullecerse de todos estos inconvenientes. Si los alumnos del otro extremo del sendero eran el regimiento de gala, los chicos Overflow constituían la tropa que se batía tanto más duramente para alcanzar sus medallas. Como profesorado el señor Grimble contrataba lo que podía agenciarse, y lo que podía agenciarse era todo lo que el país no necesitaba. Un tal O’Mally asestó a un chico un puñetazo tan fuerte en el oído que le dejó sin conocimiento, y un tal Farbourne entrechocaba cabezas de alumnos y fracturaba algún cráneo. Un profesor de ciencias creyó que los chicos del pueblo que merodeaban por la zona eran bolcheviques, y disparó fuego de escopeta contra sus traseros en retirada. En la academia de Grimble, los alumnos eran azotados por lentitud y azotados por desaseo, azotados por apatía y por insolencia, y azotados por no mejorar con las azotainas. La fiebre de la guerra fomentaba la brutalidad, el sentimiento de culpa de nuestro profesorado no combatiente la intensificaba, las complejidades del sistema jerárquico británico proporcionaban un orden natural para el ejercicio del sadismo. Su Dios era el protector de los caballeros rurales ingleses, y su justicia era el castigo de los desheredados y los de humilde cuna, y se administraba con la colaboración de los fuertes, de entre los cuales el más robusto y más guapo era Sefton Boyd. La más triste de las ironías que envolvieron la muerte de Lippsie, tal como lo veo ahora, fue que muriese al servicio de un estado fascista.
Todos los días de salida, de acuerdo con las instrucciones de Rick, Pym se presentaba en la entrada del sendero del colegio para esperar la llegada de Cudlove. Si no aparecía nadie, corría feliz a los bosques en busca de intimidad y de fresas salvajes. Al atardecer volvía a la academia jactándose del día maravilloso que había pasado. Sólo de vez en cuando ocurría lo peor y aparecía un coche cargado: Rick, Cudlove, Syd con uniforme de recluta y un par de jockeys espachurrados de cualquier manera, todos bien refrescados después de una pausa en el
Brace de Partridges.
Si se estaba celebrando un partido escolar, la pandilla animaba estentóreamente al equipo de casa y repartía naranjas de origen desconocido que sacaban de una caja en el maletero del automóvil. Si no había partido, Syd y Morrie Washington reclutaban por la fuerza al primer chico que pasase a bordo de una bicicleta y organizaban una carrera de obstáculos por los campos de deporte, mientras Syd formaba con las manos una especie de bocina para pregonar los comentarios. Y Rick, vestido con el traje de almirante, daba la salida, blandiendo su pañuelo como un alcalde y obsequiaba personalmente al ganador con una inimaginable caja de bombones, al tiempo que los billetes de una libra cambiaban de manos alrededor de la corte. Y al anochecer Rick nunca dejaba de instalarse en la Overflow House con la botella de champán que traía para animar a Lippsie porque parecía muy decaída. ¿Qué tripa se le ha roto, hijo? Y Rick la animaba de veras, Pym escuchaba la animación, un ruido sordo, un crujido, un grito, acuclillado en bata delante de la puerta y preguntándose si estarían peleando o fingiendo. Y Rick no se marchaba hasta el amanecer. De nuevo en la cama, le oía bajar las escaleras de puntillas, aunque Rick sabía pisar tan ligero como un gato.
Hasta que una mañana Rick no se marchó silenciosamente. No para Pym ni para los restantes chicos Overflow, a quienes perturbó mucho el estrépito que les despertó. Lippsie chillaba a voz en cuello y Rick trataba de apaciguarla, pero cuanto más suave era él con ella tanto menos ella atendía a razones.
–Me has hecho ser una
lagdona
-gritaba entre grandes ahogos mientras aspiraba otra bocanada de aire-. Me has hecho una
lagdona
para castigarme. Fuiste un mal sacerdote, Rickie Pym. Me obligaste a robar. Yo era una mujer honrada. Yo era una refugiada, pero honrada.
¿Por qué hablaba como si todo aquello fuese el año pasado?
–Mi padre fue un hombre honrado. Mis hermanos también lo fueron. Fueron hombres buenos, no malos como yo. Me hiciste robar hasta que fui una delincuente como tú. Quizá Dios te castigue un día, Rickie Pym. Quizá te haga llorar a ti también. Ojalá lo haga. ¡Ojalá, ojalá!
–La pobre Lippsie sufre uno de sus tembleques, hijo -explicó Rick a Pym, al encontrarle en la escalera cuando se disponía a marcharse-. Entra ahí y a ver si puedes hacerle reír con una de tus historias. ¿Te da bien de comer ese Grimble?
–De maravilla -contestó Pym.
–Tu viejo va a ocuparse de ellos, ¿sabes? Éste es el colegio más sano de Inglaterra. Pregúntales en el ministerio. ¿Quieres media corona? Así me gusta.
Para llegar a la bicicleta de Lippsie, Pym usó una manera de andar que había aprendido de Sefton Boyd. Juntabas las manos livianamente detrás de la espalda, echabas la
cabeza
hacia delante y fijabas los ojos en un objeto vagamente agradable en el horizonte. Caminabas con paso ancho y alto, sonriendo ligeramente, como si escucharas otras voces, que es el modo en que nuestra flor y nata manifiesta autoridad. Montó en la bicicleta sin mirar alrededor. Era demasiado bajo para sentarse en el sillín de tartán, pero una bici de chica tiene un agujero y no una barra, como Sefton Boyd señalaba siempre muy gustoso, y Pym se balanceaba a través de este boquete, impulsando las piernas de un lado para otro mientras giraba el manillar entre los charcos sobre el alquitrán. Soy el cobrador oficial en bicicleta. A su derecha estaba el huerto donde él y Lippsie habían cavado para la victoria, a su izquierda el soto donde había caído la bomba alemana, proyectando astillas de ramitas chamuscadas contra la ventana del dormitorio que compartía con el chico indio y el hijo del tendero. Pero a su espalda, en su imaginación aterrada, venía persiguiéndole Sefton Boyd con sus lictores, imitando a Lippsie para él porque ellos sabían que él la amaba:
–
¿Anone
vas, mi pequeño estraperlo? ¿Qué estás haciendo con tu amiguita, mi pequeño estraperlo, ahora que ella ha muerto?
Delante de él estaba la puerta donde había esperado a Cudlove y, a la izquierda de la puerta, la Overflow House con sus verjas de hierro arrancadas por imperativos bélicos, y un policía apostado en el hueco.
–Me han mandado a recoger mi libro de historia natural -dijo Pym al policía, mirándole directamente a los ojos mientras apoyaba la bicicleta de Lippsie contra un poste de ladrillo. Había mentido anteriormente a policías y sabía que debía aparentar sinceridad.
–¿Tu libro de historia natural, dices? -preguntó el policía-. ¿Cómo te llamas?
–Pym, señor. Vivo aquí.
–¿Pym qué?
–Magnus.
–Pues entra, aprisa, Pym Magnus -dijo el policía, pero Pym siguió caminando despacio, negándose a mostrar algún signo de ansiedad. La familia de Lippsie, en sus marcos de plata, formaba una hilera sobre la mesa de noche, pero la cabezota de Rick dominaba todos los retratos, susceptible y político en su marco de piel de cerdo, y los ojos sagaces de Rick le seguían adondequiera que él fuese. Abrió el ropero de Lippsie y aspiró su olor; apartó su bata blanca con volante, su esclavina de piel y el abrigo de pelo de camello con una capucha de duendecillo que Rick le había comprado en St. Moritz. Del fondo del ropero sacó la maleta de cartón, la colocó en el suelo y la abrió con la llave que ella guardaba escondida en la jarra de cerveza que estaba sobre los azulejos de la repisa de la chimenea, al lado del chimpancé de juguete llamado
Pequeño Audrey
y que reía y reía. Sacó el libro parecido a una Biblia que estaba escrito en negras hojitas de espada, y los libros de música y los de lectura que él no entendía, y el pasaporte con su foto de joven, y los fajos de cartas en alemán de su hermana Rachel, que se pronunciaba Ra-ha-el y que ya no le escribía, y en el fondo de la maleta las cartas de Rick, atadas en resmas con cabos de bramante. Algunas se las sabía de memoria, aunque tenía dificultades para desentrañar el prodigio que hervía debajo de su verborrea:
«Es cuestión de semanas, no de días, mi querida, el que las nubes actuales se disipen definitivamente; Loft habrá obtenido mi liberación y tú y yo podremos disfrutar de nuestra merecida recompensa… Cuida de ese chico mío que te quiere como a una madre y asegúrate de que no se vuelva un desgraciado…
»Tus dudas respecto a la confianza son totalmente injustificadas…, no deberías darle vueltas al asunto porque es una preocupación más para mí mientras espero a que me llame el toque de corneta para quizá no regresar nunca… Lo que hay en juego aquí reportará indecibles beneficios a muchos como Wentworth… No me sigas hablando de W o de su mujer, es una buscalíos profesional de la peor calaña…
»Saludos a Ted Grimble a quien considero un gran pedagogo y director. Dile que otro quintal de ciruelas pasas está en camino…, que prepare también la cocina para veinticuatro docenas de las mejores naranjas frescas. Loft me ha conseguido un permiso de tres semanas por razones humanitarias, lo que significa que recomienzo de cero si me llaman a filas. Respecto a otro asunto, Muspole dice que continúe enviando artículos como antes. Por favor, resuelve rápidamente este extremo debido a un problema puramente transitorio de liquidez que está impidiendo atender a las necesidades de personas decentes como Wentworth…
»Si no mandas más cheques de matrícula inmediatamente es como si me mandaras otra vez a la cárcel y a todos los muchachos menos a Perce, como de costumbre, y es un hecho… hablar de matarte es una locura con tanta gente matándose entre sí por el mundo en esta guerra sin sentido y trágica… Muspole dice que si mañana lo envías urgente al apartado de correos él estará en la estafeta cuando abran el sábado y se lo mandará de inmediato a Wentworth…
La carta de Lippsie, que él había dejado para el final, era, por el contrario, un prodigio de concisión:
»Mi queridísimo Magnus:
»Tienes que ser siempre un buen chico, querido, y tocar tu música y ser fuerte como un hombre para tu padre. Te quiero.
Lippsie.»
Pym hizo un lío con las cartas, la última incluida, las metió dentro de su libro de historia natural y el libro dentro de su cinturón. Pasó por delante del policía lentamente, sintiendo uñas de gato en la espalda. La caldera del colegio era un horno de ladrillo instalado en el sótano y alimentado por una rampa desde el patio de la cocina. Acercarse a esa rampa era una falta corporalmente punible, quemar papel era un acto colaboracionista y los marinos se ahogarían por ello. Una lluvia pertinaz soplaba desde los Downs, y las colinas cretáceas eran verde oliva contra las nubes tormentosas. Parándose delante de la rampa abierta, con los hombros alzados contra el cuello, Pym arrojó las cartas por la abertura y las vio desaparecer. Una docena de personas debía de haberle visto, profesores y alumnos, y algunos de éstos sin duda eran aliados de Sefton Boyd. Pero la naturalidad con que había obrado les convenció de que tenía potestades para actuar así. Indudablemente le convenció a Pym. Lanzó la última carta, que era la que le decía que fuese fuerte, y se alejó sin volverse ni una vez para ver si le observaban.
Necesitaba otra vez los urinarios del profesorado. Necesitaba su St. Moritz secreto, su reclusión enmaderada, la secreta majestad de sus grifos de cobre amarillo y espejo con marco de caoba, porque Pym amaba el lujo como sólo lo aman aquellos que se han visto despojados de amor. Ganó la escalera prohibida que llevaba a la sala de profesores, accedió al descansillo. La puerta de los servicios estaba entornada. La empujó, se deslizó dentro, pasó el cerrojo. Estaba solo. Se contempló la cara, endureciéndola para luego ablandarla y volver a endurecerla. Abrió los grifos y se lavó las mejillas hasta que brillaron. Su aislamiento súbito, unido a la grandeza de su hazaña, le transformó en un ser único a sus propios ojos. La mente le daba vueltas en el vértigo de su grandiosidad. Era Dios. Era Hitler. Era Wentworth. Era el rey del fichero verde, el noble descendiente de TP. En lo sucesivo nada de lo que acontezca en la tierra puede prescindir de su intervención. Sacó su navaja, la abrió, levantó su hoja grande lo más alto que pudo delante de su cara en el espejo y formuló un juramento arturiano. Juró por
Excalibur.
Sonó el timbre del almuerzo, pero no pasaban lista y no tenía hambre, jamás volvería a tener hambre porque era un rey inmortal. Pensó en cortarse la garganta, pero su misión era demasiado importante. Repasó nombres. ¿Quién tiene la mejor familia en la academia? Yo. Los Pym son fabulosos, y el príncipe Magnus es el caballo más veloz del mundo. Al apretar la mejilla contra el revestimiento de madera olió a bates de cricket y a bosques suizos. La navaja seguía en su mano. Los ojos se le calentaron y empañaron, los oídos le cantaban. La voz divina que hablaba en su interior le ordenó mirar, y vio las iniciales KSB talladas muy hondo en el mejor panel. Se agachó, recogió las astillas que había a sus pies y las tiró al retrete, donde flotaron. Tiró de la bomba, pero siguieron flotando. Las dejó allí, fue a la sala de artes y terminó su bombardero Dornier.
Esperó toda la tarde, seguro de que nada había sucedido. Yo no he sido. Si vuelvo no estará allí. Ha sido Maggs, de tercero. Ha sido Jameson, que tiene un alfanje, yo le he visto entrar. Ha sido uno del pueblo, le he visto andar a escondidas por los jardines con una daga en el cinto, y se llama Wentworth. En vísperas rezó para que una bomba alemana destruyese los urinarios del profesorado. No cayó ninguna. Al día siguiente regaló a Sefton Boyd su tesoro más preciado, un koala que le había regalado Lippsie después de la operación de apéndice. Durante el recreo enterró la navaja en la tierra suelta que había detrás del vestuario de cricket. O, como diría hoy, la ocultó. Hasta que esa noche los alumnos formaron en filas y el sádico O’Mally, profesor de guardia, llamó por su nombre completo al honorable Kenneth Sefton Boyd, con una voz inquietante. Desconcertado, el joven noble fue conducido al despacho de Grimble. Igualmente perplejo, Pym le vio partir. ¿Para qué le quieren, a mi amigo, mi mejor amigo, el propietario de mi koala? La puerta de caoba se cerró y ochenta pares de ojos, los de Pym inclusive, convergieron sobre la hermosa pieza artesanal. Pym oyó la voz de Grimble y después a Sefton Boyd elevar la suya enunciando su protesta. Siguió un gran silencio mientras la justicia de Dios se administraba golpe tras golpe. Mientras los contaba, Pym se sintió purificado y vengado. O sea que no ha sido Maggs, no ría sido Jameson ni he sido yo. Lo ha hecho Sefton Boyd, pues de lo contrario no le hubieran pegado. Estaba empezando a aprender que la justicia sólo vale lo que sus lacayos.