–¿Te ocuparás también de Lippsie cuando la guerra termine? -le preguntó Pym un día.
–Lippsie es una joya -dijo Rick.
Entretanto comerciábamos. Pym nunca supo con exactitud en qué, y hoy todavía lo ignora. A veces con mercancías escasas como jamón y whisky, y otras veces con promesas, que la corte denominaba Fe. En otras ocasiones con nada más sólido que los horizontes soleados que centelleaban ante nuestra vista por las carreteras vacías de la época bélica. Al acercarse la Navidad alguien sacó miles de hojas de papel de colores. Durante días y noches enteros, con sus filas engrosadas por madres suplementarias, reclutadas para esta vital tarea de guerra, Pym y la corte, acuclillados en Didcot, en un vagón de tren vacío, los moldeaban en forma de petardos que no contenían juguetes ni tampoco explotaban, al tiempo que se contaban unos a otros historias disparatadas y preparaban tostadas poniéndolas encima de la estufa de petróleo. Cierto que algunos de los petardos tenían en su interior soldaditos de madera, pero a éstos se les llamaba muestras y se guardaban aparte. Los demás, explicaba Syd, eran decorativos, Titch, como las flores cuando no hay ninguna. Pym se lo creía todo. Era el chico más industrioso del mundo, siempre que encontrase aprobación a la vuelta de la esquina.
Otra vez transportaron un remolque lleno de cajas de naranjas que Pym se negó a comer porque le había oído decir a Syd que estaban calientes. Las vendieron a un
pub
de la carretera de Birmingham. En una ocasión tuvieron un cargamento de pollos muertos de los que Syd dijo que sólo podían moverse de noche, cuando hacía suficiente frío, y quizás era por eso por lo que se habían puesto malas las naranjas. Y en mi memoria pervive para siempre una secuencia cinematográfica de la cumbre de una colina en los páramos, escabrosa e iluminada por la luna, y de nuestros dos taxis serpenteando nerviosamente hasta la cima con los faros encendidos. Y las figuras oscuras que nos esperaban en la trasera de un camión. Y la lámpara con pantalla a la luz de la cual contaban el dinero para Muspole, el gran contable, mientras Syd descargaba el remolque. Y Pym observando desde cierta distancia porque odiaba las plumas. Ningún cruce nocturno de frontera fue tan emocionante.
–¿Ahora podemos mandarle a Lippsie el dinero? -preguntó Pym-. No le queda nada.
–¿Pero tú cómo lo sabes, hijo mío?
Por las cartas que te escribe, pensó Pym. Te dejaste una en el bolsillo y la leí. Pero los ojos de Rick despedían su brillo de navaja automática, así que dijo: «Me lo he inventado», y sonrió.
Rick no nos acompañaba en nuestras aventuras. Se estaba reservando. Para qué, era una pregunta que nadie le había hecho a Rick en presencia de Pym, y desde luego él nunca se la hizo. Rick se consagraba a sus buenas obras, sus ancianos y sus visitas al hospital.
–¿Está planchado ese traje, hijo? -inquiría Rick, cuando por especial privilegio padre e hijo emprendían juntos una de aquellas elevadas misiones.
–¡Dios bendito, Muspole, mira el traje del chico, da verdadera grima! ¡Mira qué pelo lleva!
A una madre se le encomendaba aprisa el planchado del traje, a otra lustrar los zapatos y recortarle las uñas, a una tercera peinarle hasta que el pelo quedase aliñado y decente.
Con frágil paciencia, Cudlove daba golpecitos con las llaves en el techo del coche mientras Pym era sometido a una inspección final en busca de signos de involuntaria irreverencia. Luego por fin salían disparados hacia la casa o cabecera de alguna persona de edad y respetable, y Pym presenciaba fascinado la rapidez con que Rick adaptaba sus modales a los de sus enfermos, la naturalidad con que deslizaba hacia las cadencias y el lenguaje vulgar que les hacía sentirse más a gusto, y el modo en que el amor de Dios se pintaba en su cara de hombre bueno cuando hablaba de liberalismo, de masonería y de su querido padre difunto, que Dios le tenga en su seno, y de unos réditos de primera, el diez por ciento garantizado más beneficios durante todo el tiempo que le quede de vida. Algunas veces llevaba consigo un jamón de regalo y personificaba a un ángel en un mundo sin jamones. Otras veces un par de medias de seda o una caja de nectarinas, porque Rick era siempre el que daba cuando estaba recibiendo. Siempre que podía, Pym añadía el peso de su encanto a los platillos de la balanza y recitaba una oración que había compuesto, cantaba «Debajo de los arcos» o contaba una anécdota ingeniosa con la gama de acentos regionales que había asimilado en el curso de la cruzada.
–Los alemanes están matando a todos los judíos -dijo en una ocasión, causando un gran impacto-. Tengo una amiga que se llama Lippsie y todos sus demás amigos han muerto.
Si su actuación era deficiente, Rick se lo hacía saber sin brutalidad:
–Cuando una persona como la señora Ardmore te pregunta si te acuerdas de ella, hijo, no te rasques la cabezota ni pongas esa mueca. Mírala a los ojos, sonríele y dile: «Sí.» Así hay que tratar a los ancianos… y así se le deja en buen lugar a tu padre. ¿Quieres a tu viejo?
–Pues claro.
–Muy bien. ¿Cómo estaba el filete de anoche?
–Riquísimo.
–No hay veinte niños en toda Inglaterra que anoche cenaran un filete, ¿lo sabes?
–Lo sé.
–Entonces danos un beso.
Syd fue menos reverente.
–Si vas a aprender a afeitar a la gente, Magnus -dijo, con gran profusión de guiños-, primero tienes que aprender a untar el jabón.
En algún lugar cerca de Aberdeen, sin previo aviso, la corte se interesó exclusivamente por las farmacias. Por entonces éramos una sociedad limitada, lo que para Pym era tan bueno como ser policía. Rick había encontrado un banquero con Fe, y el amigo de Cudlove, Ollie, que vivía con ellos, firmaba los cheques y fue nombrado secretario de la sociedad. Y nuestro producto era un mejunje de fruta seca reducida a pulpa con una prensa de mano en las cocinas de una gran casa de campo perteneciente a una fogosa nueva madre que se llamaba Cherry. Era una casona de columnas blancas en la puerta delantera y de estatuas blancas, todas como Lippsie, en el jardín. Ni siquiera en el paraíso la corte se había alojado en posada tan grandiosa. Primero cocíamos la fruta a fuego lento y la aplastábamos con la prensa manual, que era la fase mejor, y luego añadíamos gelatina para hacer tabletas que Pym hacía rodar una y otra vez con la palma desnuda sobre azúcar de la sociedad, que después limpiaba a lengüetazos entre remesa y remesa. Cherry tenía evacuados y caballos, y daba fiestas para soldados americanos que le regalaban latas de gasolina en el cobertizo del diezmo eclesiástico. Poseía granjas y un parque grande con ciervos, y un marido ausente en la armada a quien Syd aludía como «el almirante».
Por la tarde, antes de la cena, el guardabosques azuzaba al interior de la casa a una jauría de
spaniels.
Se hacinaban sobre los sofás, ladrando, hasta que eran expulsados de nuevo a correazos. En la casa de Cherry, por primera vez desde St. Moritz, Pym vio velas de plata en la mesa, alumbrando hombros desnudos.
–Hay una mujer que se llama Lippsie y que está enamorada de mi padre y van a casarse y a tener bebés -dijo Pym servicialmente a Cherry un atardecer en que paseaban juntos por el camino de herradura; y le impresionó vivamente ver la seriedad con que Cherry recibía la noticia y la vehemencia con que interrogó a Pym sobre los méritos y la belleza de Lippsie-. La he visto en el baño y es preciosa -dijo Pym.
Y cuando se marcharon, unos días más tarde, Rick se llevó consigo parte de la dignidad del sitio y también algo de su propietaria, pues le recuerdo bajando a zancadas los grandes escalones de piedra con una maleta de piel en cada mano (siempre le encantaron las maletas hermosas), y luciendo un elegante conjunto campestre de los que ningún almirante se pondría en el mar. Syd y Muspole le seguían como gnomos, transportando entre los dos el mellado fichero verde y gritando: «Es tu fin, Deirdre»,
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y «Despacio por la escalera, Sybil».
–No le vuelvas a hablar a Cherry de Lippsie, hijo -le advirtió Rick, con su tono moralista más intenso-. Es hora de que aprendas que no es cortés mencionar a una mujer delante de otra. Porque si no lo aprendes perderás tus privilegios, créeme.
Fue asimismo a través de Cherry, sospecho, que Rick tomó la determinación de convertir a Pym en un caballero. Hasta entonces se había dado por sobreentendido que Pym pertenecía ya a la aristocracia. Pero Cherry, una mujer enérgica y superior, enseñó a Rick que el auténtico privilegio inglés se obtenía mediante un régimen duro, y que la mayor dureza se encontraba en los internados ingleses. Tenía también un sobrino en la academia del señor Grimble, que atendía por el nombre de Sefton Boyd, pero mejor conocido para ella como «mi querido Kenny». Una segunda experiencia, menos delicada, era el ejército. Muspole se convirtió en su primera víctima, y luego Morrie Washington y por último Syd. Todos ellos hicieron su pequeño equipaje con una sonrisita triste de fracaso y desaparecieron, regresando tan sólo raramente y con el pelo muy corto. Más tarde Rick, con dolorida sorpresa, recibió un día la llamada de la bandera. En su vida posterior adoptó una opinión más tolerante de la mezquindad de la cofradía confiada a su cuidado, pero la visión de sus papeles de alistamiento en la mesa del desayuno provocó un arranque de furia justiciera.
–Maldita sea, Loft, creí que te ocuparías de todo esto -le chilló a Perce, que estaba excluido de todo servicio.
–Nos hemos ocupado -dijo Perce, apuntando con el pulgar hacia mí-. Niño delicado, su madre en la loquera, es perfectamente enternecedor.
–¿Entonces dónde demonios está su ternura ahora? -preguntó Rick, poniendo el documento amarillo delante de las narices de Perce-. Es una maldita vergüenza, Loft. Eso es lo que es. Infórmate.
–Nunca debiste hablarle a Cherry de Lippsie -le bufó más tarde Perce Loft a Pym-. Cherry se chivó de tu papá por despecho.
Pero el ejército se negó a rendirse, y la corte reducida, compuesta por Perce Loft, un racimo de madres, Ollie y Cudlove, en su momento se mudaron a un hotel sombrío de Bradford, donde Rick se vio obligado a conciliar la ignominia de la plaza de armas con las servidumbres del generalato económico. Sirviéndose del tragaperras y el crédito del hotel, mecanografiando y archivando en sus habitaciones, almacenando sus mercaderías misteriosas en el garaje del establecimiento, la corte llevó a cabo una valerosa acción de retaguardia contra su disolución, pero fue en vano. Era un domingo por la tarde. Rick, con su uniforme de recluta recién planchado, se disponía a volver al cuartel. Llevaba debajo del brazo un tablero de dardos nuevo que proyectaba regalar al comedor del sargento, porque Rick tenía el ojo puesto en el cargo de abastecedor, que le facultaría para alimentarnos en las carestías.
–Hijo. Ya es hora de que encamines esos estupendos pies que tienes por la dura carretera que te llevará a ser presidente del tribunal supremo y un orgullo para tu padre. Ha habido últimamente demasiada holganza y tú eres parte de ella. Cudlove, mira esta camisa. Nadie ha hecho nunca negocios con una camisa sucia. Mira qué pelo. Será un desgraciado a la que se descuide. Vas a ir a un internado, hijo, y Dios te bendiga y me bendiga a mí también.
Otro abrazo de oso, un enjugar de lágrimas final, un noble apretón de manos para las cámaras ausentes y, con el tablero preparado, el gran hombre se marchó a la guerra. Pym le observó hasta perderse de vista y luego subió furtivamente la escalera hacia los apartamentos provisionales de lujo. La puerta no estaba cerrada con llave. Olió a mujer y a talco. La cama de matrimonio estaba deshecha. Sacó de debajo la cartera de piel de cerdo, volcó el contenido y, como tantas veces antes, contempló desconcertado la correspondencia y los expedientes ininteligibles. El traje de campo del almirante, usado durante unas horas y todavía caliente, estaba colgado en el ropero. Registró los bolsillos. El fichero verde, más mellado que nunca, acechaba en su oscuridad habitual. ¿Por qué siempre lo guardaba en armarios? Pym tiró en vano de los cajones cerrados. ¿Por qué siempre viaja separado de todo lo demás, como si tuviera una enfermedad?
–Buscando dinero, ¿eh, Titch? -le preguntó una voz de mujer, desde la puerta del baño. Era Doris, mecanógrafa elegida y buena
scout
-. Yo que tú no me tomaría la molestia. Se lo ha llevado tu papá. He mirado.
–Me ha dicho que me ha dejado una chocolatina en su habitación -respondió Pym resueltamente, y prosiguió hurgando mientras ella le observaba.
–En el garaje hay tres gordas del ejército, de ésas de leche y almendras. Sírvete -le aconsejó Doris-. Y cupones de gasolina también, si tienes sed.
–Era una chocolatina especial -dijo Pym.
Nunca he desentrañado las maquinaciones que enviaron a Pym y a Lippsie al mismo colegio. ¿Fueron infiltrados individualmente o en forma de lote, el uno para que le instruyeran y la otra para suministrar trabajo como pago? Sospecho que en forma de lote, pero no tengo más prueba que mi conocimiento general de los métodos de Rick. Durante toda su vida Rick mantuvo un contingente laboral de mujeres abnegadas a las que periódicamente desechaba y revivía. Cuando no se les necesitaba en la corte eran despachadas a trabajar para él en el gran mundo, contribuyendo a su Cruzada con giros que apenas podían costear, vendiendo sus alhajas para él, retirando sus ahorros y prestando su nombre para cuentas bancarias de las que estaba proscrito el nombre de Rick. Pero Lippsie no tenía joyas ni crédito en los bancos. Tenía únicamente su cuerpo hermoso, su música y su meditabundo sentido de culpa, y un pequeño colegial inglés que la vinculaba con el mundo, y ahora presumo que Rick ya había captado las señales de aviso que ella despedía y decidió entregarme a Lippsie para que me cuidara. Nuestra asociación, sin embargo, fue beneficiosa, y Rick era ante todo un oportunista.
Si Pym poseía alguna instrucción por la época en que se presentó en la academia del señor Grimble en el campo para hijos de señores, se la debía a Lippsie y no a la docena o así de parvularios, catequesis y jardines de infancia diseminados a lo largo del febril camino hacia la prosperidad de Rick. Lippsie le enseñó a escribir, y todavía hoy escribo una
t
alemana y pongo una raya a mis zetas minúsculas. Le enseñó ortografía, y a los dos siempre les hacía mucha gracia no poder recordar cuántas
des
había en la equivalencia inglesa de
«address», y
hasta la fecha no estoy seguro de la respuesta hasta haber escrito primero la palabra alemana. Todas las demás cosas que sabía Pym, aparte de algunos pasajes sin sentido de la Sagrada Escritura, se hallaban en la maleta de cartón de Lippsie, pues ella no iba a verle nunca a ninguna parte sin llevárselo pitando a su habitación y endosarle alguna lección de geografía o historia o hacerle tocar escalas en su flauta.