Un espia perfecto (14 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–No vuelvas a pegarme nunca, hijo. Cuando sea juzgado, como todos lo seremos, Dios me juzgará por el trato que te he dado, no se andará con rodeos.

–¿Por qué ha venido la policía? -preguntó Pym.

–Tu viejo tiene un problema temporal de liquidez. Ahora despeja el camino hasta ese armario y abre la puerta como un buen chico. Rápido.

El armario estaba en un rincón, detrás de una pila de ropas viejas y trastos de desván. De un modo u otro Pym logró llegar hasta la puerta y tiró de ella hasta abrirla. Rick estaba cerrando con estrépito los cajones del fichero. Giró el cerrojo, agarró a Pym del brazo y le metió la llave en el fondo del bolsillo del pantalón, que era angosto, de lana y con cabida sólo para una llave y una bolsita de caramelos.

–Dásela a Muspole, ¿me oyes, hijo? A nadie más que a Muspole. Luego le enseñas dónde está este fichero. Le traes aquí y se lo enseñas. A nadie más. ¿Quieres a tu viejo?

–Sí.

–Así me gusta.

Orgulloso como un centinela, Pym sujetó la puerta mientras Rick hacía girar y rodar el fichero sobre sus ruedas hasta introducirlo en el armario y después en el oscuro entablado que había detrás. A continuación arrojó un montón de cachivaches que lo taparon totalmente.

–¿Has visto dónde está, hijo?

–Sí.

–Cierra la puerta.

Pym lo hizo y luego se precipitó escaleras abajo, con el pecho inflado, porque quería echar otra ojeada a los coches de la policía. Dorothy estaba en la cocina, con su abrigo de piel nuevo y sus mullidas zapatillas nuevas, removiendo una lata de sopa de tomate. Tenía en la boca uno de esos burbujeos que a la gente le sale cuando un nudo en la garganta les impide hablar. Pym aborrecía la sopa de tomate, al igual que Rick.

–Rick está reparando las cañerías -anunció pomposamente a fin de mantener su secreto intacto. Era el único sentido que lograba atribuir a la referencia de Rick sobre liquidez. Gritando todavía más alto para llamar a Lippsie, salió al pasillo como una exhalación y tropezó de narices con dos policías que avanzaban trabajosamente bajo el peso de un gran escritorio que era el despacho de Rick cuando estaba en casa.

–Eso es de mi padre -dijo agresivamente, colocando una mano encima del bolsillo donde tenía la llave.

El primer policía es el único que recuerdo. Era amable, tenía un bigote blanco como el de TP y era más alto que Dios.

–Sí, bueno, me parece que ahora es nuestro, chico. Mantén abierta esa puerta, haz el favor, y ten cuidado con los dedos de los pies.

Pym, el portero oficial, obedeció.

–¿Tu papá tiene algún escritorio más? -preguntó el policía alto.

–No.

–¿Armarios? ¿Algún sitio donde guarde sus papeles?

–Están todos ahí dentro -dijo Pym, señalando firmemente el escritorio mientras mantenía la otra mano sobre el bolsillo.

–¿Tienes ganas de hacer pis?

–No.

–¿Dónde hay una cuerda?

–No sé.

–Sí sabes.

–En el establo. En un gancho grande de silla al lado de la segadora nueva. En un ronzal.

–¿Cómo te llamas?

–Magnus. ¿Dónde está Lippsie?

–¿Quién es Lippsie?

–Mi amiga.

–¿Trabaja para tu papá?

–No.

–Vete a buscarnos esa cuerda, Magnus, sé buen chico. Yo y mis amigos vamos a llevar a tu padre a unas vacaciones de trabajo durante una temporada y necesitamos sus papeles para poder trabajar.

Pym corrió al cobertizo que estaba en el otro extremo de los jardines, entre el corral del pony y la vivienda del señor Roley. En la estantería había un bote verde de té donde Roley guardaba sus clavos. Pym metió la llave dentro, pensando: bote verde, fichero verde. Para cuando volvió con el cabestro Rick se encontraba escoltado por los dos hombres de gabardina marrón. Y todavía veo la escena: Rick tan pálido que ni todas las vacaciones del mundo le devolverían el color, exigiéndome fidelidad con los ojos. Y el policía alto permitiendo a Pym probarse su gorra plana y tirar de la manilla que hacía sonar la campana de plata en el techo del «Wolseley» negro. Y Dorothy con aspecto de necesitar unas vacaciones con más urgencia aún que Rick, sin atragantarse más, sino rígida como una estatua, con sus manos blancas cruzadas sobre el regazo de su abrigo de piel.

La memoria es una gran tentadora, Tom. Imagina el cuadro trágico. El pequeño grupo, el día de invierno, las Navidades próximas. El convoy de «Wolseley» alejándose por el camino donde Pym había pasado tanto tiempo patrullando con su pistola nueva de seis tiros de
Harrods
. El escritorio de Rick amarrado al último automóvil con ayuda del ronzal del establo. Contemplan inmóviles al cortejo que desaparece por el túnel de árboles y se lleva a nuestro Proveedor Dios sabe dónde. La señora Roley llorando. La cabecita de Pym apretada contra el seno de su madre. Mil violines tocando: «¿No piensas volver a casa?»; es ilimitado el patetismo que podría exprimir de este limón si lo estrujara. La verdad, no obstante, cuando me esfuerzo en recordarla, es diferente. La partida de Rick produjo en el ánimo de Pym una gran calma. Se sintió reconfortado y liberado de una carga intolerable. Vio a los coches partir, con el escritorio de Rick en último lugar. Y siguió mirándolos ansiosamente, pero sólo por miedo a que Rick les convenciese de que volvieran. Mientras los miraba, Lippsie salió de los bosques con su pañuelo en la cabeza y avanzó hacia él inclinada por el peso de la maleta de cartón que contenía todas sus pertenencias. Verla puso a Pym aún más furioso que cuando había descubierto a Dorothy cocinando una sopa. Te has escondido, le acusó en el diálogo secreto que constantemente mantenía con ella. Te has asustado tanto que te has escondido en el bosque y te has perdido la juerga. Ahora lo comprendo, por supuesto, pero entonces no podía saber que Lippsie había presenciado antes escenas de detenciones: la de su hermano Aaron y la de su padre, el arquitecto, por mencionar sólo dos. Pero a Pym, al igual que al resto del mundo, no le preocupaban mucho los pogroms de aquellos tiempos, y lo único que sentía era el hondo agravio de que el amor de su vida no hubiese estado a la altura de un momento histórico.

Muspole apareció esa noche. Se presentó en la puerta lateral con un pollo asado, una empanada de ruibarbo, natillas espesas y un termo de té caliente, y dijo que estaba haciendo gestiones y que al día siguiente todo estaría resuelto. Para reponerse Pym dijo: «Venga a ver mi Hornby», y Dorothy se echó a llorar porque para entonces ya no había Hornby: los alguaciles del embargo habían librado una batalla campal con los comerciantes que recuperaban sus mercancías y el Hornby había sido una de las primeras cosas en desaparecer. Pero Muspole fue con Pym de todos modos, le acompañó al cobertizo y recibió de él la llave, y luego le siguió al desván donde el niño le enseñó el secreto. Y todo el mundo se puso a observar de nuevo cómo Roley y Muspole levantaban el fichero y lo introducían jadeantes en el coche de Muspole. Y nuevamente dijeron adiós con la mano cuando Muspole se internaba en el crepúsculo con su sombrero.

Después de la Caída vino, como corresponde, el purgatorio, y en el purgatorio no existían Lippsies: presumo que estaba utilizando la ausencia de Rick para distanciarse y tratar de imponerme una de sus rupturas. Fue en el purgatorio donde Dorothy y yo cumplimos nuestra condena, Tom, y está justo en la cima de esa colina, uno de los pocos jalones del recorrido de Rick por la costa, aunque los nuevos apartamentos han eliminado gran parte de sus tormentos. El purgatorio era la misma hondonada de madera, con grietas y crestas y laureles chorreantes donde Pym había sido concebido, con playas rojas barridas por el viento, siempre fuera de temporada, y columpios chirriantes y zonas recreativas empapadas y cerradas para los niños el domingo, y para Pym también los demás días de la semana. El purgatorio era la casona triste de Makepeace Watermaster,
The Glades,
donde Pym tenía prohibido abandonar el huerto tapiado si el tiempo era seco o entrar en las habitaciones principales si estaba lloviendo. El purgatorio era el tabernáculo con los chicos de la escuela nocturna borrados de los libros de historia; y los sermones aterradores de Makepeace; y los del señor Philpott, y los de cada tía, primo o filósofo del vecindario que tomaba la palabra, impelido por la desgracia de Rick, y veía en el joven delincuente la persona indicada a quien dirigirse.

En el purgatorio no había muebles bar, televisores, «Bentley» ni caballos, y se servía pan con margarina en lugar de tostadas. Cuando cantábamos, era para entonar «Hay un monte verde en lontananza» y nunca «Debajo de los arcos» o uno de los
Lieder
de Lippsie. Las fotos de la época muestran a un niño que al sonreír enseña dientes grandes, un niño desarrollado y bastante guapo, pero encorvado como si viviera en un lugar de techos bajos. Todas están desenfocadas y desprenden un aire furtivo y sigiloso, y procuro amarlas tan sólo porque Dorothy debió de sacarlas, aunque era a Lippsie a quien Pym añoraba. En un par de ellas el niño está tirando del brazo de la madre que en ese momento le tenía a su cargo, y probablemente intentaba convencerla de que huyera con él. En una de las fotos lleva guantes blancos y holgados como manos de marionetas, por lo que supongo que padecía alguna afección de la piel, a menos que a Makepeace le preocuparan las huellas dactilares. O quizá se proponía llegar a ser camarero. Las madres, todas corpulentas, todas ellas vestidas con el mismo uniforme estricto, tienen tal aspecto de carceleras que me pregunto seriamente si Makepeace las buscaba en una agencia especializada en el cuidado de adolescentes. Una luce una medalla como una Cruz de Hierro. No quiero decir que no sean amables. Sus sonrisas emanan un piadoso optimismo. Pero en su mirada hay algo que te advierte de que permanecen continuamente alerta a la criminalidad latente de los niños a su cargo. Lippsie es una figura ausente y mi pobre Dorothy, la compañera única de celda que Pym tenía en la oscura ala trasera de la casa, donde los dos habían sido confinados, era incluso una nulidad mayor que antes. Si Pym recibía una paliza, Dorothy le vendaba las heridas, pero no discutía la necesidad de los azotes. Si le ponían pañales vergonzosos como castigo por mojar la cama, Dorothy le exhortaba a no beber en la segunda mitad del día. Y si le castigaban a no tomar el té, Dorothy le guardaba sus galletas y se las pasaba en la intimidad de la habitación de arriba, introduciéndolas una por una entre los barrotes invisibles. En el paraíso, en los buenos tiempos, Pym y Dorothy habían conseguido compartir bromas cómplices. Ahora el silencio culpable de su propio hogar embargaba a Dorothy. Día tras día intensificaba su retraimiento, y aunque él le contaba sus mejores chistes y le representaba sus números más vistosos y le pintaba los cuadros más bonitos que sabía, nada de lo que hiciese lograba despertar su sonrisa mucho tiempo. De noche ella gemía y rechinaba los dientes y, cuando encendía la luz, Pym estaba despierto a su lado, pensando en Lippsie y observando los ojos de Dorothy que miraban sin pestañear la estrella de Belén de pergamino que hacía la función de pantalla de la lámpara.

Si Dorothy se hubiese estado muriendo, Pym habría podido cuidarla para siempre, sin vacilación. Pero no lo estaba y, en lugar de mimarla, le guardaba rencor. En realidad pronto empezó a cansarse de ella y a preguntarse si había sido el padre que no debía, el que se había ido de vacaciones, y si Lippsie era su verdadera madre y Rick había cometido un error espantoso que lo explicaba todo. Cuando estalló la guerra Dorothy fue incapaz de alegrarse por la maravillosa noticia. Makepeace encendió la radio y Pym oyó a un hombre solemne declarar que había hecho todo lo posible para evitarla. Makepeace apagó la radio y Philpott, que había venido a tomar el té, preguntó compungido dónde, oh, ¿dónde sería el campo de batalla? Makepeace, que tenía respuestas para todo, contestó que Dios decidiría. Pero Pym, desbordante de excitación, por una vez se atrevió a interrogarle.

–Pero tío Makepeace, si Dios puede decidir dónde es la batalla, ¿por qué no la detiene totalmente? No quiere hacerlo. Si quisiera lo haría fácilmente. ¡No quiere!

Hasta esta misma fecha desconozco cuál fue el pecado más grande: interrogar a Makepeace o interrogar a Dios. En ambos casos el remedio fue el mismo: imponerle un régimen de pan y agua, como a su padre.

Pero el peor monstruo de
The Glades
no era el gomoso tío Makepeace, con sus orejitas de rosa y su figura tan alta y terrible que más parecía divina que humana, sino la loca tía Nell, con sus gafas de color hígado, que perseguía a Pym sin ningún motivo, amenazándole con el bastón y llamándole «mi pequeño canario» a causa del jersey amarillo que Dorothy le había tejido entre llanto y llanto. La tía Nell tenía un bastón blanco para ver y un bastón marrón para caminar. Veía perfectamente, salvo cuando llevaba su bastón blanco.

–La tía Nell saca sus tembleques de una botella -dijo Pym a Dorothy un día, pensando que podría hacerle sonreír-. Lo he visto. Tiene una botella escondida en el invernadero.

Dorothy no sonrió, sino que se asustó mucho y le hizo jurar que nunca repetiría semejante cosa. La tía Nell estaba enferma, dijo. Su enfermedad era un secreto y tomaba una medicina secreta y nadie debía saberlo, pues de lo contrario la tía Nell moriría y Dios se enfadaría mucho. Pym acarreó durante semanas este conocimiento asombroso, de un modo parecido a como, brevemente, había transportado el de Rick, aunque la nueva información era mejor y más deshonrosa. Era como el primer dinero que había poseído en su vida, su primer fragmento de poder. ¿Con quién emplearlo? ¿Con quién compartirlo?, se preguntaba. ¿Dejo vivir a la tía, o la mato por llamarme pequeño canario? Decidió emplearlo con la cocinera, la señora Banister.

–La tía Nell saca sus tembleques de una botella -le dijo procurando usar exactamente las mismas palabras que tanto habían horrorizado a Dorothy. Pero la tía Nell no se murió y la señora Banister sabía ya lo de la botella y le dio una bofetada por su descaro. Peor aún: debió de ir con el cuento al tío Makepeace, pues esa noche él realizó una visita infrecuente al ala carcelaria, balanceándose, rugiendo y sudando y apuntando a Pym mientras hablaba de que Rick era el diablo. En cuanto se marchó, Pym cruzó la cama delante de la puerta por si Makepeace decidía volver y armar escándalo, pero no lo hizo. El espía en ciernes, sin embargo, había aprendido una lección temprana en el juego peligroso del espionaje: todo el mundo habla.

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