No tengo más remedio que usar en todo momento un bastón fuerte (veintinueve dólares en metálico) por causa del corazón y otras dolencias aún más inquietantes. Mí médico me prohíbe lo nocivo y dictamina que una dieta frugal (comidas sencillas y champán solamente, no vino de California) podría prolongar esta exigua existencia y facultarme para luchar durante unos pocos meses más antes de que me llegue la hora.
Indudablemente se aficionó a llevar gafas de color hígado, como la tía Nell. Y cuando chocó con la ley de Denver, al médico de la cárcel le impresionó tanto Rick que le liberaron en cuanto Pym hubo pagado los honorarios médicos.
Y después de Denver decidiste que ya estabas muerto, ¿no?, y te propusiste hostigarme con tu debilidad, ¿verdad? Por cada ciudad adonde yo iba, caminaba temeroso de tu espectro patético. En cada piso franco donde entraba o de donde salía esperaba verte esperando en la puerta, haciendo alarde de tu pequeñez deliberada y voluntaria. Sabías dónde iba a estar yo antes de que llegase. Falsificabas un billete y viajabas cinco mil millas tan sólo para mostrarme lo pequeño que te habías vuelto. Y nos íbamos al mejor restaurante de la ciudad y yo te pagaba el festín, me jactaba ante ti de mis proezas diplomáticas y escuchaba a mi vez tus propias vanaglorias. Te daba todo el dinero que podía, rezando para que te permitiese añadir unos cuantos Wentworths más al fichero verde. Pero incluso cuando te hacía fiestas e intercambiaba contigo sonrisas radiantes y te estrechaba la mano y te alentaba en tus proyectos idiotas, sabía que habías ejecutado el mejor timo de todos. Ya no eras nada. Tu manto, ahora en mis manos, te había transformado a ti en un hombrecillo desnudo y a mí en el mayor estafador que conocía.
–¿Entonces por qué esos tipos no te nombran caballero, hijo? Me han dicho que a estas alturas debería ser subsecretario vitalicio. Tienes algún trapo sucio, ¿eh? Quizá debería presentarme en Londres y mantener una charla con esos chicos del departamento de personal.
¿Cómo me encontró? ¿Cómo era posible que sus sistemas de información fuesen mejores que los de los perros con correa de la Agencia, que rápidamente se estaban convirtiendo en mi compañía asidua e indeseada? Al principio pensé que había contratado a detectives privados. Empecé a coleccionar los números de coches sospechosos, a anotar las horas de llamadas telefónicas inconclusas, a tratar de distinguirlas de las de Langley. Abordé a mi secretaria: ¿le había estado importunando en busca de información alguien que afirmaba ser mi padre enfermo? Al final descubrí que el empleado de viajes de la embajada tenía la adicción de jugar al
snooker
inglés en algún hostal masónico de los barrios bajos de la ciudad. Rick le había conocido allí y le había contado una necia superchería: «Tengo el corazón pachucho -le había dicho al imbécil-. Podría acabar conmigo de un momento a otro, pero no se lo digas a mi chico. No me gusta preocuparle cuando tiene el plato bien lleno como ahora. Lo que vas a hacer es darme un telefonazo cada vez que mi chico abandone la ciudad, para que yo sepa siempre dónde localizarle cuando llegue la hora.» Y sin duda había un reloj de oro en algún punto de la historia. Y entradas para la final de fútbol del año siguiente. Y una visita benéfica a la mamita del pobre chico la próxima vez que Rick volviese a casa para respirar un poco de aire inglés.
Pero mi descubrimiento llegó demasiado tarde. Para entonces ya nos habíamos reunido en San Francisco, en Denver y en Seattle, y Rick se había personado en cada una de estas ciudades, y había llorado y se había amedrentado ante mis propios ojos, hasta que lo único que quedó de Rick fue lo que poseía de Pym; y lo único que quedó de Pym, según me pareció, a medida que tejía mis mentiras y lisonjeaba y perjuraba ante un tribunal ilegítimo tras otro, fue un estafador desfalleciente que trastabillaba sobre los últimos zancos de su credibilidad.
Y así sucedió, Tom. La traición es un oficio repetitivo y no te aburriré más al respecto. Hemos llegado al final, aunque desde aquí parece ser más bien el principio. La Casa expulsó a Pym de Washington y le envió a Viena para que recobrara el control de sus redes y para que su ejército creciente de acusadores pudiesen estrechar en torno a su cuello su miserable pauta de computadora. Para él no había salvación. No a la postre, Poppy lo sabía. También lo sabía Pym, aunque nunca habría de admitirlo, ni siquiera ante sí mismo. Otra estafa más, Pym se repetía: otra estafa más será bastante. Poppy le acuciaba, le suplicaba, le amenazaba. Pym fue inflexible: déjame en paz, saldré del aprieto, ellos me aman, les he entregado mi vida.
Pero la verdad es, Tom, que Pym prefirió poner a prueba los límites de la tolerancia de aquellos a quienes amaba. Prefirió sentarse aquí, en la habitación de arriba de la señorita Dubber, y esperar la llegada de Dios, mientras contemplaba los jardines que descendían hasta la playa donde los mejores camaradas que jamás han existido habían jugado al fútbol desde un extremo del mundo al otro extremo, y atravesando el mar a bordo de sus bicicletas «Harrod’s».
Noche de fuegos artificiales en Plush, pensó Mary, mirando la oscuridad de la plaza. Hay una hoguera sin encender esperando a Tom. Por el parabrisas de su coche aparcado observó el quiosco de la música vacío y fingió que veía a los últimos miembros de su familia y a criados hacinados en el viejo pabellón de cricket. Los pasos amortiguados eran las pisadas de los guardabosques que se congregaban para recibir a su hermano Sam, de regreso para su último permiso. Simuló que oía la voz de su hermano, quizá, para su gusto, demasiado evocadora de la plaza de armas, todavía rasposa por la tensión de Irlanda. «¿Tom? -llama-. ¿Dónde está Tom?» Ni un movimiento. Tom está envuelto en el abrigo de piel de oveja de Mary, con la cabeza apretada contra el muslo de su madre, y nada, excepto la Navidad, va a inducirle a salir.
–Vamos, Tom Pym, tú eres el más joven -grita Sam-. ¿Dónde está? Serás demasiado mayor el año que viene, Tom, ¿sabes?
Luego su brutal rechazo.
–Que se joda. Vamos a buscar a otro.
Tom se avergüenza, los Pym están deshonrados, Sam, como de costumbre, se enfada porque Tom no siente ganas de reventar el universo. Un niño más valiente pone la cerilla y el mundo se incendia. Los cohetes militares del hermano de Mary lo sobrevuelan en salvas perfectas. Mirando al cielo nocturno, todo el mundo es pequeño.
Estaba sentada al lado de Brotherhood y él le tenía agarrada la muñeca del mismo modo que el médico cuando ella estaba a punto de dar a luz a su pequeño cobarde. Para tranquilizarla. Para serenarla. Para decir: «Yo mando aquí.» El coche estaba aparcado en una calleja; detrás de ellos estaba la furgoneta de la policía y, detrás, una caravana de unos seiscientos coches policiales aparcados y camionetas de radio, ambulancias y camiones de bombas, todos ellos ocupados por los amigos de Sam, que hablaban entre sí sin palabras y sin mover los ojos. Al lado de Mary había un comercio llamado
Fantasías de azúcar,
con un escaparate iluminado por una lámpara de neón y un gnomo de plástico que empujaba una carretilla cargada de golosinas polvorientas, y junto a esta tienda estaba el asilo de granito, con
Biblioteca Pública
grabado sobre una puerta fúnebre. Al otro lado de la calle se alzaba una espantosa iglesia baptista, proclamando que Dios tampoco era divertido. Más allá de la iglesia se encontraba la plaza de Dios, Su quiosco de la música y Sus araucarias, y entre el cuarto y el quinto árbol empezando por la izquierda, como ella había contado veinte veces, y a las tres cuartas partes del camino, había una ventana en forma de arco iluminada y con las cortinas de color naranja corridas, que mis oficiales me informan que es donde está situada la habitación de su marido, señora, aunque nuestras pesquisas indican que es conocido en la localidad bajo el nombre de Canterbury, y que es un hombre estimado en el vecindario.
–Es estimado en todas partes -replicó Mary.
Pero el superintendente se lo estaba diciendo a Brotherhood. Estaba hablando por la ventanilla de Brotherhood y se dirigía a él como el custodio de Mary. Y Mary sabía que al superintendente le habían ordenado hablar con ella lo menos posible, una orden que le resultaba difícil cumplir. Y que Brotherhood se había impuesto la tarea de responder por ella, lo que el superintendente parecía aceptar que era lo más próximo a la santidad que tenía a su alcance sin que le reventaran los oídos. El superintendente era un hombre de Devon, cabeza de familia y pesadamente tradicional. Me alegro
infinito
de que le arreste un hombre de
Devon,
pensó Mary cruelmente, con el gorjeo de Caroline Lumsden. Creo que es
mucho
más
agradable
que te haga prisionero un hombre de tu tierra.
–¿Está completamente segura de que no quiere entrar en el vestíbulo de la iglesia, señora? -estaba diciendo el superintendente por centésima vez-. Hace mucho más calor y hay una excelente compañía. Cosmopolita, contando a los americanos.
–Está mejor aquí -murmuró Brotherhood, a modo de respuesta.
–Sólo que no podemos permitir al caballero que ponga el motor en marcha, a decir verdad, señora. Y si no puede arrancar el motor, pues entonces no hay calefacción, usted me entiende.
–Me gustaría que se fuera usted -dijo Mary.
–La señora está bien donde está -corroboró Brotherhood.
–Pero esto podría durar toda la noche, ¿comprende, señora? Incluso todo el día de mañana. Si nuestro amigo decide obstinarse, más o menos, a decir verdad.
–Tomaremos las cosas según vengan -dijo Brotherhood-. Cuando la necesite, ella estará aquí.
–Me temo que no, señor, a decir verdad. No cuando entremos, si tenemos que entrar. Me temo que la señora tendrá que retirarse a un lugar más seguro, a decir verdad, y usted también. Sólo que los demás están en la iglesia, si me comprende, señor, y el inspector jefe dice que es donde tienen que estar todos los no combatientes en esta fase de la operación: los americanos inclusive.
–Ella no quiere estar con los demás -dijo Mary antes de que Brotherhood pudiese hablar-. Y no es americana. Es su esposa.
El superintendente se marchó y volvió casi inmediatamente. Es el intermediario. Le han elegido porque tiene esa paciencia con que se trata a un enfermo.
–Mensaje del tejado, señor -comenzó, con tono de disculpa, agachándose una vez más hasta la ventanilla de Brotherhood-. ¿Sabe usted, por favor, el tipo y el calibre exactos del arma que nuestro amigo tiene supuestamente en su poder?
–Una «Browning 38» automática. Un arma antigua. Yo diría que no la ha limpiado en años.
–¿Alguna teoría respecto al tipo de munición, señor? A ellos les agradaría conocer el alcance, ¿comprende?
–Cañón corto, me parece.
–Pero ¿no un obturador, por ejemplo, ni una bala
dumdum
?
–¿Para qué diablos iba a querer una
dumdum
?
–No lo sé, señor, créame. La información es oro en polvo en este caso, el modo en que la transmiten, si me permite decirlo. Hace mucho tiempo que no he visto tantos labios cerrados en una habitación. ¿Cuántas balas cree que tiene nuestro amigo?
–Un peine. Otro de repuesto, quizá.
Mary se enfureció de repente.
–Por el amor de Dios. ¡No es un maníaco! No va a provocar una…
–¿Una qué? -preguntó el superintendente, cuyos modales rústicos propendían a aflorar cuando no le hablaban con el debido respeto.
–Dé por sentado que tiene un peine entero y otro de repuesto -dijo Brotherhood.
–Bueno, entonces puede usted decirnos qué tal tirador es nuestro amigo -sugirió el superintendente, como replegándose a un terreno más seguro-. No se les puede reprochar que lo pregunten, ¿verdad?
–Ha sido adiestrado y se ha ejercitado durante toda su vida -respondió Brotherhood.
–Es buen tirador -dijo Mary.
–¿Y cómo lo sabe usted, señora, si me permite una pregunta sencilla?
–Practica con la escopeta de aire comprimido de Tom.
–¿Disparando a ratas y esas cosas? ¿O a algo más grande?
–A dianas de papel.
–¿Ah, sí? Y obtiene un alto porcentaje de blancos, ¿no es eso, señora?
–Tom dice que sí.
Mary miró de reojo a Brotherhood y supo lo que él estaba pensando. Déjeme entrar a sacarle, tenga o no tenga pistola. Ella estaba pensando algo muy parecido: «Magnus, sal de ahí y deja de hacer el puñetero ridículo.» El superintendente estaba hablando de nuevo, esta vez directamente a Brotherhood.
–Nuestros muchachos tienen una duda, señor -dijo, como si se tratara de una cuestión un poco irrazonable, pero tuvieran que complacerles-. Respecto a esa caja con un mecanismo que nuestro amigo tiene en su poder. He preguntado en el vestíbulo de la iglesia, pero no están muy al corriente de esos aspectos técnicos y dicen que se lo pregunte a usted. Nuestros chicos agradecen no estar autorizados a saber mucho al respecto, pero les gustaría que usted les instruyera en lo referente a la carga que contiene.
–Es autodestructiva -contestó Brotherhood-. No es un arma.
–Ah, pero, ¿podría utilizarse como arma, por decirlo así, en manos de una persona que podría, por ejemplo, haber perdido el equilibrio mental?
–No, a no ser que meta a alguien dentro de la caja -respondió Brotherhood, y el superintendente emitió una melodiosa risa rural.
–Les diré eso a los chicos -prometió-. Aprecian una broma en estos casos, les alivia la tensión.
Bajó la voz y habló sólo para Brotherhood.
–¿Alguna vez nuestro amigo ha disparado su pistola en un impulso de furia?
–La pistola no es suya.
–Ah, pero no ha respondido a mi pregunta, ¿no cree?
–Que yo sepa, nunca ha participado en un tiroteo.
–Nuestro amigo no se pone furioso -dijo Mary-. ¿Alguna vez ha capturado a algún prisionero, señor?
–A nosotros.
Pym había preparado el cacao y Pym había colocado el chal nuevo sobre los hombros de la señorita Dubber, aunque ella dijo que no tenía frío. Pym había trinchado el pedazo de pollo que había comprado en el supermercado para agasajar a
Toby,
y si la señorita Dubber se lo hubiera consentido, habría limpiado también la jaula del canario. El canario era el orgullo secreto de Pym desde la noche en que lo había encontrado muerto después de que la señorita D se hubiese acostado, y se las había ingeniado, sin que ella lo supiera, para sustituirlo por otro vivo en la tienda de animales del señor Loring. Pero la señorita Dubber no quería más mimos de Pym. Quería que él se sentara a su lado, donde ella pudiese verle, y quería que él le leyese la última carta de la tía Al, llegada ayer de la lejana Sri Lanka, señor Canterbury, pero usted no mostró interés.