–¿Ese Alí es el lavandero que le robó el encaje el año pasado? -inquirió ella abruptamente, interrumpiendo a Pym-. ¿Por qué sigue contratando sus servicios después de haberle robado? Creí que habíamos perdido hace mucho la pista de Alí.
–Supongo que le perdonó -dijo Pym-. Acuérdese que él tenía un montón de mujeres. Posiblemente ella no tuvo el coraje de ponerle de patitas en la calle.
Su propia voz le sonaba a Pym muy clara y hermosa. Era bueno hablar en voz alta.
–Ojalá hubiera vuelto a Inglaterra -dijo la señorita Dubber-. No puede sentarle bien, ese calor, al cabo de tantos años.
–Ah, pero entonces tendría que lavarse la ropa ella misma, ¿no le parece, señorita D? -dijo Pym. Y su propia sonrisa le reconfortó porque sabía que le reconfortaba a ella.
–Ahora se encuentra mejor, ¿verdad, señor Canterbury? Me alegro mucho. Ya lo ha echado fuera, sea lo que sea. Ahora puede descansar tranquilo.
–¿De qué? -preguntó Pym suavemente, sin deponer su sonrisa.
–De lo que haya estado haciendo todos estos años. Puede permitir que algún otro gobierne el país por una temporada. ¿Le dejó mucho trabajo pendiente aquel pobre señor que se murió?
–Supongo que sí, en realidad. Siempre hay dificultades cuando no ha habido una transmisión normal de poderes.
–Pero ahora ya no tendrá problemas, ¿verdad? Lo veo.
–No tendré ninguno cuando usted me diga cuándo cogerá esas vacaciones, señorita D.
–Sólo si viene conmigo.
–No puedo. ¡Ya se lo dije! ¡Se me ha acabado el permiso!
Había alzado la voz más de lo que era su intención. Ella le miró y él vio el susto en su cara, el mismo temor con que la había sorprendido mirándole desde la llegada del fichero verde o cuando él le había sonreído o la había mimado demasiado.
–Pues entonces no voy -dijo ella, agriamente-. No quiero encerrar a
Toby
y
Toby
no quiere que le encierren y no vamos a hacerlo sólo para darle gusto, ¿verdad,
Toby?
Es usted muy amable, pero no vuelva a hablarme de ese asunto. ¿No dice nada más la tía Al?
–Lo demás es sobre los disturbios raciales. Ella piensa que se avecinan más. He pensado que a usted no le gustaría oírlo.
–Tiene toda la razón,
no
me gusta -dijo la señorita Dubber firmemente, y su mirada no se apartó de Pym mientras él cruzaba la habitación, doblaba la carta y la guardaba dentro del tarro de jengibre-. Puede leerme esas cosas por la mañana, cuando no me importa tanto. ¿Por qué está la plaza tan callada? ¿Por qué la señora Peel no está viendo la televisión al lado? Debería estar viendo a ese presentador de la que está enamorada.
–Probablemente se ha ido a la cama -dijo Pym-. ¿Más cacao, señorita D? -preguntó, llevando los tazones a la trascocina. Las cortinas estaban corridas, pero junto a la ventana había un extractor de humos que Pym había acoplado a la pared de madera y que era de plástico transparente. Mirando a través de él inspeccionó rápidamente la plaza, pero no vio ningún signo de vida.
–No sea tonto, señor Canterbury -estaba diciendo la señorita Dubber-. Usted sabe que nunca tomo otra taza. Venga a ver las noticias.
Al fondo de la plaza, a la sombra de la iglesia, una lucecita se encendía y se apagaba.
–Esta noche no, señorita D, si no le importa -le gritó Pym-. He estado con la política toda la semana.
Abrió el grifo y esperó a que prendiese el calentador de la guerra de Crimea para enjuagar los tazones.
–Voy a acostarme y a olvidarme del mundo, señorita D.
–Más vale que antes conteste al teléfono -contestó ella-. Es para usted.
Ella debía de haber descolgado el teléfono en el acto, porque él no lo había oído entre los sollozos del calentador. Hasta entonces no había recibido ninguna llamada. Volvió a la cocina y ella le estaba tendiendo el auricular y él vio nuevamente el miedo en su cara, una acusación, mientras alargaba una mano firme para coger el teléfono. Lo aplicó al oído y dijo: «Canterbury.» La comunicación se cortó, pero mantuvo el teléfono pegado al oído y dirigió una sonrisa rápida y radiante de reconocimiento hacia un punto central de la cocina, componiendo una estampa a mitad de camino entre la imagen del puritano inglés que sube trabajosamente por la cuesta orillada de furcias y la imagen de la niña acostada, con el pelo peinado, a punto de comer un huevo pasado por agua.
–Gracias -dijo-. Muchísimas gracias, Bill. Bueno, es muy generoso por tu parte. Y por parte del ministro. Dale las gracias también, Bill, ¿lo harás? Almorzamos juntos la semana que viene. Pago yo.
Colgó. Tenía la cara muy caliente y ya no estaba totalmente seguro, al mirar a la señorita Dubber, de lo que expresaba su semblante o de si ella era consciente de los dolores que él empezaba a sentir alrededor de los hombros, en el cuello y en la rodilla derecha, en la que había sufrido un esguince cuando esquiaba con Tom en Lech.
–Parece ser que el ministro está bastante contento con el trabajo que le hice -explicó, un tanto a ciegas-. Quería que yo supiera que mis esfuerzos no habían sido en vano. Era su secretario particular, Bill. Sir William Wells. Amigo mío.
–Ya veo -dijo la señorita Dubber. Pero no mostró entusiasmo.
–La verdad sea dicha, el ministro no suele ser
muy
agradecido. No lo manifiesta. Es difícil de complacer. Prácticamente no se le ha oído felicitar a nadie en toda su vida. Pero todos le tenemos bastante apego. Todos le tenemos un poco de cariño a pesar de todo, entiéndame. Hemos decidido aceptarle como parte del vistoso desfile de la vida, y no como una especie de monstruo. Sí. Bueno, estoy cansado, señorita D. Déjeme que la lleve a la cama.
Ella no se había movido. Él habló más fuerte.
–No era él en persona, claro. Está en una reunión que dura toda la noche. Tiene que aparecer por allí. Era su secretario particular.
–Ya me lo ha dicho.
–«Te va a valer una medalla, Pym, muchacho -ha dicho-. El viejo incluso ha sonreído.» Así le llamamos al ministro: el viejo. Sir William a la cara, pero «el viejo» a sus espaldas. Sería bonito tener una chapa, ¿eh, señorita D? Ponerla en la repisa de la chimenea. Abrillantarla en Pascua y en Navidad. Nuestra medalla privada. Ganada en el puesto. Si alguien la merece es usted.
Dejó de hablar un momento porque se estaba yendo de la lengua y tenía la boca seca y el dolor más intenso de oídos y garganta que recordaba haber sufrido. Tendría que ir a una de esas clínicas privadas a que me hagan una desinfección completa. De modo que en vez de hablar se inclinó sobre ella, con las manos colgando, para poder ayudarla a ponerse de pie y darle el fuerte abrazo de las buenas noches que tanto significaba para ella. Pero la señorita Dubber no se prestó. No quería el abrazo.
–¿Por qué dice que se llama Canterbury si su apellido es Pym? -exigió, severamente.
–Es mi nombre. Pym. Como Pip. Pym Canterbury.
Ella meditó un largo rato al respecto. Estudió los ojos secos de Pym y los músculos de sus mejillas, que se estaban retorciendo por alguna razón desconocida. Y él advirtió que a ella no le gustaba mucho lo que veía y que estaba dispuesta a pelear. Pero cuando Pym le dedicó una sonrisa forzada y la sugestionó con toda la vida que le quedaba dentro, se vio recompensado por un gesto estricto de aceptación.
–Los dos somos demasiado viejos para nombres de pila, señor Canterbury -dijo. Después de lo cual ella finalmente extendió los brazos y él los ciñó suavemente por encima de los codos y tuvo que contenerse para no tirar con demasiada fuerza, porque estaba ansioso de estrecharla contra él y de irse a la cama, donde quería estar.
–Ahora me alegro por lo de esa medalla -anunció ella, cuando él la conducía por el pasillo-. Siempre he admirado a un hombre que consigue una medalla, señor Canterbury. Por cualquier cosa que haya hecho.
La escalera pertenecía a las casas de su infancia y, en consecuencia, la subió a saltos, con los pies ligeros, y olvidó sus dolores y molestias. La pantalla del rellano, en forma de estrella de Belén, era, no obstante su luz pésima, una vieja amiga de
The Glades.
Todo es amable conmigo, constató. Cuando abrió la puerta de su habitación, todos los objetos se rieron de él y le lanzaron un guiño, como en un guateque. Todos los paquetes estaban como los había preparado, pero no se perdía nada comprobándolo. Los verificó por orden. Un sobre para la señorita Dubber, un montón de dinero y de disculpas. Sobre para Jack, ningún dinero y, puestos a pensar en ello, pocas pero preciosas excusas. Qué raro, Poppy, que ahora seas por fin un sonido tan lejano. Aquel estúpido fichero, no sé por qué me he tomado tantas molestias por él todos estos años. Ni siquiera he inspeccionado su interior. La caja combustiva, cuánto peso para tan pocos secretos. Nada para Mary, pero realmente no tenía mucho más que decirle: «Siento haberme casado contigo por necesidades de cobertura. Me alegro de haber reunido un poco de amor a lo largo del camino. Azares del oficio, mi querida. Tú también eres espía, ¿recuerdas? Bastante mejor de lo que fue Pym, por cierto.» Sólo le preocupaba el sobre para Tom, y desgarró la solapa pegada pensando que al fin y al cabo era necesaria una última palabra de explicación.
«Ya ves, Tom, yo soy el puente -escribió con una mano irritantemente floja-. Soy el puente por el que debes pasar para llegar desde Rick a la vida.»
A continuación añadió sus iniciales, como había que hacer tras una posdata, escribió el nombre del destinatario en un sobre nuevo y arrojó el roto a la papelera, porque le habían enseñado desde fecha temprana en la vida que el desorden era hermano de la inseguridad.
Luego descendió la caja desde lo alto del fichero hasta el escritorio, la desarmó con las dos llaves de su llavero y sacó primero las carpetas que eran demasiado secretas para clasificarlas y que proporcionaban abundante información falsa sobre las redes que él y Poppy habían organizado tan industriosamente. Las tiró igualmente al cesto de los papeles. Una vez hecho esto, sacó la pistola, la cargó y la amartilló, todo ello con bastante rapidez, y la depositó encima del escritorio, pensando en las numerosas ocasiones en que había llevado un arma y no la había disparado. Oyó un chirrido procedente del tejado, y se dijo: «Debe ser un gato. -Movió la
cabeza,
como diciendo-: Estos malditos gatos, hoy día andan por todas partes, no conceden a los pájaros ninguna oportunidad.» Echó un vistazo a su reloj de oro, con un amplio gesto, y recordó que Rick se lo había regalado y que podría olvidarse de quitárselo en el baño. De modo que se lo quitó ahora, lo colocó encima del sobre para Tom y dibujó una cara alegre en forma de media luna directamente al lado del reloj, el signo que se dibujaban uno a otro para expresar una sonrisa. Se desvistió y depositó pulcramente las ropas junto a la cama. Luego se puso la bata y cogió las dos toallas del tendedero, la grande para el baño y la pequeña para la cara y las manos. Introdujo la pistola en el bolsillo de la bata, dejando el seguro en la posición
off
porque era un precepto insistente de los instructores que una pistola con el seguro puesto era más peligrosa que una preparada para disparar. Solamente iba a recorrer el pasillo, pero en el mundo actual la violencia impera y toda precaución es poca. Cuando se disponía a abrir la puerta del cuarto de baño le disgustó descubrir que el pomo de porcelana se había agarrotado y apenas giraba. «Maldito pomo. Mira qué bien.» Necesitó toda la fuerza de sus dos manos para conseguir girarlo y, para mayor fastidio, algún idiota debía de haber dejado jabón en el pomo, porque las manos le resbalaban y tuvo que envolverlo en la toalla para asirlo. «Probablemente es mi querida Lippsie», pensó con una sonrisa: viviendo siempre en el mundo que había dentro de su cabeza.
Se situó por última vez delante del espejo de afeitar y colocó las toallas alrededor de su cabeza y de sus hombros, haciendo un gorro con la más pequeña y una capa con la más grande, porque si había algo que la señorita Dubber detestaba por encima de todo era la suciedad. Después levantó la pistola hasta la altura de su oído derecho, olvidando, como podría ocurrirle a cualquiera en semejantes circunstancias, si el gatillo de la Browning 38 automática tenía dos presiones o solamente una. Y observó en el espejo su postura inclinada: no alejado del arma sino encorvado hacia ella, como quien es un poco sordo y aguza el oído para captar un sonido.
Mary no oyó el disparo. El superintendente estaba agachado de nuevo ante la ventanilla de Brotherhood, esta vez para informarle de que la presencia de Magnus en el interior de la casa había sido categóricamente confirmada mediante una artimaña y de que tenía órdenes de congregar sin dilación a los no combatientes en el vestíbulo de la iglesia. Brotherhood estaba impugnando esta orden y Mary conservaba todavía la mirada concentrada en los cuatro hombres que jugaban al escondite de puntillas entre los cañones de chimenea del otro lado de la plaza. Llevaban ya media hora pasándose cuerda unos a otros y adoptando posturas clásicas de sigilo, y Mary aborrecía a todos ellos más de lo que hubiera imaginado posible. Una sociedad que admira a sus fuerzas de choque debería preguntarse seriamente adonde va, solía decir Magnus. El superintendente estaba confirmando que no había más huéspedes varones en la vivienda, aparte del susodicho Canterbury, y estaba preguntando a Mary si no tendría inconveniente en hablar con su marido por teléfono en tono conciliador si esta tentativa se hacía necesaria en el curso de las operaciones. Y Mary estaba contestando «Pues
claro
que no», en un susurro sobremanera enérgico que tenía por objeto desinflar toda aquella paparrucha teatral Todas estas cosas, en su recuerdo posterior, estaban aconteciendo o acababan de hacerlo cuando Brotherhood abrió de golpe la puerta del conductor, lanzando por los aires al superintendente, con una bota congelada para siempre en el marco de la ventanilla. Después, Mary tuvo una imagen dinámica de Jack corriendo hacia la casa con el ímpetu de un hombre joven, porque a veces soñaba que él hacía exactamente eso y la casa era siempre la de Plush y Jack iba a verla para hacerle el amor. Pero Brotherhood permanecía inmóvil en medio del alboroto que le rodeaba por doquier. Unas luces se habían encendido, ambulancias rodaban velozmente hacia el lugar sin que aparentemente conocieran dónde era, policías y hombres de paisano tropezaban unos con otros y los idiotas encaramados en el tejado estaban gritando a los idiotas que se encontraban en la plaza, e Inglaterra estaba siendo salvada de peligros que ella no sabía que le amenazaban. Pero Jack Brotherhood permanecía firme como un centurión muerto en su puesto, y todos los presentes observaban a una viejecilla decorosa que bajaba envuelta en una bata las escaleras de su casa.