Un espia perfecto (37 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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El médico había formulado un juramento no sólo de reserva, sino de silencio, y se fue tras dar a Pym una palmada amistosa.

–A lo mejor fuiste tú el que me lo disparaste, Sir Magnus. ¿Por casualidad desembarcaste en Normandía? ¿No dirigiste quizá la invasión?

–No hice en absoluto nada semejante -respondió Pym.

De esta suerte Pym se convirtió nuevamente en las piernas de Axel: le alcanzaba las medicinas y los puros, le preparaba la comida y saqueaba las bibliotecas de la universidad en busca de más y más libros que le leía en voz alta.

–No más Nietzsche, gracias, Sir Magnus. Creo que ya sabemos bastante sobre el efecto purificador de la violencia. Kleist no está tan mal, pero no lo lees correctamente. A Kleist hay que vociferarlo. Era un oficial prusiano, no un héroe inglés. Tráeme pintores.

–¿Cuáles?

–Abstractos. Decadentes. Judíos. Cualquiera que estuviese
entartet
o prohibido. Déjame descansar de esos escritores locos.

Pym consultó a Frau Ollinger.

–Entonces tiene que pedir al bibliotecario todos los pintores que no les gustaban a los nazis, Magnus -le explicó, con su voz de institutriz.

El bibliotecario era un emigrado que conocía de memoria las necesidades de Axel. Pym le llevó Klee y Nolde, Kokoschka y Klint, Kandinsky y Picasso. Dejó los libros de pintura y los catálogos abiertos sobre la repisa de la chimenea, donde Axel podía verlos sin mover la cabeza. Pasaba las páginas y leía en voz alta los pies de las ilustraciones. Si venían mujeres, Axel volvía a despedirlas.

–Estoy atendido. Esperad a que esté bien.

Pym le llevó a Max Beckmann. Le llevó Steinlen y después Schiele y más Schiele. Al día siguiente reintegraron a los escritores. Pym le consiguió Brecht y Zuckmayer, Tuchoslky y Remarque. Se los leía en voz alta durante horas enteras.

–Música -ordenó Axel. Pym tomó prestado del gramófono de manivela de Herr Ollinger y puso Mendelssohn y Chaikovski hasta que Axel se quedó dormido. Despertó delirando, chorreando sudor como gotas de lluvia, y describió una retirada a través de la nieve con los ciegos agarrados a los cojos y la sangre helándose en las heridas. Habló de un hospital donde dos hombres compartían una cama y los muertos estaban tendidos en el suelo. Pidió agua. Pym se la llevó y Axel cogió el vaso con las dos manos, temblando frenéticamente. Levantó el vaso hasta que sus manos se inmovilizaron y después bajó la cabeza a sacudidas hasta que sus labios alcanzaron el borde. Absorbió el agua como un animal y la derramó mientras sus ojos febriles vigilaban. Encogió las piernas y se orinó, y permaneció tembloroso y malhumorado en una butaca mientras Pym le cambiaba las sábanas.

–¿De quién tienes miedo? -preguntó Pym otra vez-. No hay nadie aquí. Sólo nosotros.

–Entonces debo de tener miedo de ti. ¿Qué es ese
caniche
del rincón?

–Es
Herr Bastl
, y es un
chow chow,
no un
caniche.

–Creí que era el demonio.

Hasta un día en que Pym despertó y encontró a Axel de pie junto a la cama, totalmente vestido.

–Es el aniversario de Goethe y son las cuatro de la tarde -anunció, con su voz militar-. Tenemos que ir a la ciudad y escuchar al idiota de Thomas Mann.

–Pero si estás enfermo.

–Nadie que se tiene en pie está enfermo. Ningún enfermo camina. Vístete.

–¿También estaba Mann en la lista prohibida? -preguntó Pym mientras se vestía.

–Él nunca lo hizo.

–¿Por qué es un idiota?

Herr Ollinger le facilitó una gabardina que podría haber dado dos vueltas alrededor del cuerpo de Axel, y el señor San un amplio sombrero negro en lugar de su boina. Herr Ollinger les llevó hasta la puerta dos horas antes en su coche averiado, y ellos ocuparon dos asientos del fondo antes de que la gran sala se llenase. Cuando terminó la conferencia, Axel encaminó a Pym hacia bastidores y llamó a la puerta del camerino. Hasta entonces a Pym no le había gustado Thomas Mann. Su prosa le parecía perfumada y prolija, aunque se había esforzado en atención a Axel. Pero ahora allí estaba, Dios en persona, alto y anguloso como el tío Makepeace.

–Este joven noble inglés desea estrecharle la mano, señor -le informó Axel con autoridad desde debajo del amplio sombrero del señor San. Thomas Mann miró a Pym y luego a Axel, tan pálido y etéreo por causa de la fiebre. Thomas Mann frunció el entrecejo mirándose la palma de su mano derecha, como si se preguntara si podría sufrir el esfuerzo de un apretón aristocrático. Extendió la mano y Pym se la estrechó, esperando sentir el flujo del genio de Mann penetrando en él como uno de esos
shocks
eléctricos que se podían comprar en las estaciones de ferrocarril: agarra este pomo y deja que mi energía te reviva. No ocurrió nada, pero el entusiasmo de Axel fue de sobra para los otros dos:

–¡Le has tocado, Sir Magnus! ¡Eres un privilegiado! ¡Eres inmortal!

Al cabo de una semana había ahorrado dinero suficiente para desplazarse a Davos y visitar el santuario de las almas dolientes de Mann. Viajaron en el retrete, Pym de pie y Axel, con su boina, sentado pacientemente en la taza. El revisor llamó a la puerta y gritó:
«Alle Billette bitte»;
Axel lanzó un quejido afeminado de turbación y deslizó por debajo de la puerta el único billete que tenían. Pym aguardó, con los ojos fijos en las sombras de los pies del revisor. Notó que se agachaba, le oyó rezongar al enderezarse. Oyó un chasquido que percibió como si un nervio propio se partiera y el billete reapareció por debajo de la puerta con un agujero practicado en él. Las sombras se alejaron. «Así llegaste tú aquí -pensó Pym, con admiración, mientras se estrechaban la mano en silencio-. Con estas mañas llegaste a Suiza.» Esa noche, en Davos, Axel refirió a Pym su viaje de pesadilla desde Carlsbad a Berna. Pym se sintió tan orgulloso y rico que decidió que Thomas Mann era el mejor escritor del mundo.

Querido padre, escribió jubiloso, tan pronto como estuvo de regreso en el ático. «Estoy viviendo ahora una época realmente magnífica y obteniendo una instrucción de primer orden. No puedo expresarte cuánto echo de menos tu consejo mundano y lo agradecido que te estoy por tu sabiduría al mandarme a Suiza para mis estudios. He conocido hoy a unos abogados que parecen conocer a fondo la vida en todos sus aspectos, y estoy seguro de que serán una ayuda para el progreso de mi carrera.

«Querida Belinda:

Ahora que ya me he asentado, las cosas irán mucho mejor.»

Entretanto estabas tú, el bueno de Jack, ¿verdad? Jack, el otro héroe de guerra, Jack, el otro lado de mi cabeza. Te describiré quién eras porque supongo que ya no conocemos a la misma persona. Te contaré lo que eras para mí y lo que hice por ti y, lo mejor que pueda, el porqué, puesto que nuevamente dudo que compartamos la misma interpretación de sucesos y de personalidades. Lo dudo muchísimo. Para Jack, Pym no era más que otro alevín de agente, una nueva adquisición de su escudería de Kims en ciernes que más tarde se convirtieron en su ejército particular: todavía enteros y ciertamente sin adiestrar, pero con el cabestro uncido ya bonitamente al cuello y dispuestos a correr un largo trecho por su terrón de azúcar. Probablemente no te acuerdas -¿por qué habrías de acordarte?- del modo en que le reclutaste o le sondeaste. Lo único que sabías era que él encarnaba el tipo que le gustaba a la Casa, y a ti también, e incluso a una parte de mí. Espalda y flancos estrechos, habla el inglés del rey, lingüística decente, buen colegio privado en el campo. Aficionado a los juegos, entiende la disciplina. No tiene ínfulas de artista, indudablemente no es uno de esos tipos superintelectuales. Equilibrado, uno de los nuestros. Situación económica desahogada pero no suntuosa, el padre una especie de magnate menor: qué típico que nunca te tomases la molestia de hacer investigaciones sobre Rick. ¿Y dónde hubieses encontrado ese modelo de los hombres del mañana sino en la iglesia inglesa, donde la bandera de san Jorge ondeaba victoriosa en la neutral brisa suiza?

Ignoro cuánto tiempo llevabas tras la pista de Pym. Apuesto a que tú tampoco lo sabes. Dijiste que te gustaba su manera de leer los textos bíblicos, de modo que debiste de haberte fijado en él desde por lo menos antes de Navidad, porque era uno de los primeros pasajes del Adviento. Pareciste sorprendido cuando te dijo que estaba estudiando en la universidad, por lo que supongo que hiciste tus primeras pesquisas antes de que él ingresara en ella y que no las habías culminado. Fue un día de Navidad, después de los maitines, la primera vez que Pym estrechó tu mano. El pórtico de la iglesia parecía un ascensor atestado en el que todo el mundo agitaba paraguas y hacía ruidos ingleses de
hurra, hurra,
y los repugnantes críos de los diplomáticos se arrojaban unos a otros bolas de nieve en la calle. Pym llevaba su chaqueta de E. Weber, y tú, Jack, vestido de
tweed,
tú eras una inaccesible montaña inglesa de veinticuatro años. En términos de guerra y paz, los siete años que nos separaban constituían una generación, o más bien dos. Algo semejante ocurría con Axel, en realidad: los dos me llevabais esos años cruciales, y todavía me los lleváis.

¿Sabes qué otra cosa lucías, aparte de tu buen traje marrón? Tu corbata de la fuerza aérea. Caballos de alas azules correteando por un cielo rosa, felicidades. Nunca me dijiste dónde habías estado para conseguir esa corbata, pero la realidad, tal como la conozco ahora, no es menos impresionante que mis conjeturas: con los partisanos de Yugoslavia y la resistencia de Checoslovaquia, detrás de las líneas, en África, con el Grupo del Desierto de Larga Autonomía, e incluso, si no recuerdo mal, en Creta. Eres dos centímetros y medio más alto que yo, pero recuerdo como si fuera ayer que cuando Pym estrechó tu manaza seca se encontró delante aquella corbata de la aviación. Levantó la cabeza, vio tu mandíbula de piedra y tus ojos azules, con las cejas feroces y tupidas ya entonces; y supo que tenía enfrente al personaje que supuestamente tenía que haber llegado a ser en todos los colegios por donde había pasado, y que a veces en su imaginación había sido: un valiente y erguido oficial británico, de los que conservan la cabeza cuando todos alrededor la están perdiendo. Le deseaste Felices Pascuas y cuando dijiste tu nombre él pensó que estabas haciendo una especie de chiste vulgar relacionado con la Navidad:

–Tú eres Compañerismo y yo seré Brotherhood.
[8]

–No, no, chico, es verdad -insististe, riendo-. ¿Por qué iba a usar un nombre falso un tío majo como yo?

¿Por qué, en efecto, cuando tenías cobertura diplomática? Le invitaste a una copa de jerez antes del almuerzo al día siguiente, Boxing Day,
[9]
y dijiste que le habrías enviado una invitación si hubieras sabido su dirección, lo que fue inteligente por tu parte, ya que, naturalmente, la conocías de sobra: señas, fecha de nacimiento, educación y todas las demás estupideces que nos figuramos que nos dan un ascendiente sobre las personas que queremos conquistar. Entonces hiciste una cosa divertida. Sacaste una tarjeta de invitación del bolsillo y, en el pórtico lleno de gente, mientras todo el mundo seguía alborotando, hiciste que Pym se diera media vuelta y, apoyándote en su espalda, escribiste su nombre entre la línea del medio y se la entregaste: «El capitán Jack Brotherhood y señora tienen el honor de…» Tachaste el «Se ruega contestación», para recalcar que el trato estaba hecho, y tachaste el «Capitán» para demostrar que éramos camaradas.

–Si quieres quedarte luego puedes ayudarnos a comer el pavo frío. Ropa de calle -agregaste. Pym vio que te alejabas bajo la lluvia exactamente igual a como él sabía que habías avanzado a través del tiroteo de todos los campos de batalla en donde habías triunfado por ti mismo sobre el «teutón», mientras la única acción valerosa de Pym había sido grabar las iniciales de Sefton Boyd en la pared de los lavabos de los profesores.

Al día siguiente se presentó puntualmente en tu casa pequeña de diplomático, y al apretar el timbre vio tu tarjeta de visita enmarcada en el panel de encima: Capitán J. Brotherhood, Oficial Adjunto de Pasaportes. Embajada Británica, Berna. Puede que recuerdes que en aquellos tiempos estabas casado con Felicity. Adrián tenía seis meses. Pym jugaba con él durante horas a fin de impresionarte, costumbre que pronto se convirtió en un rasgo fijo de sus relaciones con los miembros más jóvenes de tu oficio. Interrogaste a Pym de un modo perfectamente agradable y, cuando terminaste, Felicity te relevó como la buena
squaw
del servicio secreto, que Dios la perdone:

–Pero qué
amigos
tienes, Magnus, debes de sentirte muy
solo
aquí, ¿no? -exclamó-. ¿Qué
distracciones
tienes, Magnus?

¿Y había acaso mucha vida extra-académica en la universidad, por ejemplo -preguntó-, grupos políticos y demás? ¿O era todo un poco soso y monótono como el resto de Berna? Berna no le parecía a Pym sosa o monótona en absoluto, pero por complacer a Felicity fingió que lo pensaba. Cronológicamente la amistad de Pym con Axel databa de hacía doce horas, pero no le dedicó un solo pensamiento: ¿por qué hacerlo, cuando estaba tan empeñado en causaros una buena impresión?

Recuerdo haberte preguntado en qué regimiento luchó, señor, esperando que dijeses que en «Quinto de Aviación» o «Fusileros Artistas», para poder mostrarme convenientemente admirado. Pero tú te pusiste un poco rabioso y respondiste que en «Lista general». Ahora sé que estabas empleando la doble medida de la tapadera diplomática: querías que te cubriera pero también querías que Pym viera a través de ella. Querías que él supiera que eras un irregular y no uno de esos intelectuales amariconados del ministerio de Exteriores, a los que ambos despreciamos tanto. Le preguntaste si conocía el país y sugeriste que, en las ocasiones en que debías hacer un viaje a algún sitio en coche oficial, quizá le apeteciera acompañarle y divertirse de otra manera. Los dos nos pusimos botas y emprendimos lo que tú llamaste un «tiento», es decir, una marcha forzada por los bosques de Elfenau. En el curso de la misma le dijiste a Pym que no era necesario que te llamase «señor» y, cuando volvimos, Felicity había amamantado a Adrián y había un hombre más viejo y de sonrisa afectada hablando con ella. Le presentaste como Sandy, de la embajada, y Pym intuyó que erais colegas y vagamente que Sandy era tu jefe. Ahora sé que él era tu jefe de zona y que tú eras su número dos, y que estaba cumpliendo su tarea preceptiva de revisar la propiedad antes de autorizarte a invertir más capital en ella. Por entonces Pym se limitó a considerar que Sandy era el director de escuela y tú el jefe de estudios, un esquema que no hubieras desaprobado.

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