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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Policiaco

Un inquietante amanecer (12 page)

BOOK: Un inquietante amanecer
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La cocina estaba a la izquierda. Karin asomó la cabeza. Contraventanas claras, cortinas con un estampado floral y las repisas de las ventanas llenas de tiestos. Las flores estaban mustias, como si no las hubieran regado en varios días. Todo estaba impecable, pero la casa parecía abandonada. Siguió hasta el cuarto de estar. El suelo crujía bajo sus pies. Era un cuarto bastante grande, con los suelos de madera, un sofá de piel, dos sillones, un televisor y una estantería. Las fotos de los dos niños adornaban las paredes.

Karin observó las fotografías enmarcadas que se apoyaban en la estantería. Un tradicional retrato de boda realizado por Fotos Hemlin, en Visby; una fotografía de Peter Bovide recibiendo una copa. Había algo en su mirada, y en aquella sonrisa torcida, que no le gustó. Sobre todo, la mirada. Era una mirada sorprendentemente vacía.

—¿Has encontrado algo?

Thomas había descendido del piso superior y la miraba interrogante.

—No, ¿y tú?

—Nada de particular.

Karin echó una ojeada a un gran reloj de pie. Eran las tres y cuarto.

—Me pregunto dónde estará. Parece raro dejar la puerta abierta. Aunque aquí en el campo suelen hacerlo.

Thomas prestó atención.

—¿Qué es eso?

—¿Qué?

—Me parece que he oído un coche.

Los dos se callaron y aguzaron el oído. Sí, claro que era un coche lo que se oía fuera.

Salieron rápidamente por la puerta de la terraza, en la parte trasera. No tenían ganas de que los sorprendieran curioseando dentro de la casa. Karin se asomó desde la esquina y vio a Vendela apeándose de un coche conducido por una persona a la que reconoció. Era Johnny Ekwall, el socio de su marido.

Cuando el coche se alejó dieron la vuelta hasta la entrada y llamaron al timbre.

Pasaron unos minutos antes de que Vendela abriera.

Miró sorprendida a los dos policías.

—Hola —saludó Karin y le presentó a Thomas—. Habíamos quedado en vernos hoy a las tres, pero quizá lo hayas olvidado.

La viuda se sonrojó.

—¿Era hoy? Creía que era mañana.

—No; entonces no nos hemos entendido —dijo Karin—. ¿Te va bien, de todas formas? No tardaremos mucho.

Vendela Bovide dudó un momento.

—¿Dónde están los niños? —preguntó Karin para salir de aquella situación incómoda.

—Están en casa de la hermana de Peter, en Othem. Bueno, yo también vivo ahora allí, pero tengo que venir para ocuparme de algunas cosas. Aún no me siento capaz de dormir aquí.

—¿Podemos…?

Karin no terminó la frase sino que dio un paso hacia delante.

—Sí, claro.

Vendela no parecía del todo segura, pero los dejó pasar y los guió hasta el cuarto de estar.

—Sentaos. ¿Queréis algo de beber?

—Sí, gracias —contestaron los dos policías a coro. Hacía calor y la sed era constante.

Vendela Bovide volvió enseguida con una jarra y vasos.

—¿Quién te ha traído a casa?

Vendela bajó la mirada y llenó los vasos.

—Johnny, el socio de la empresa. Es muy bueno y servicial.

Karin la observó con atención.

—Se ha comprobado que el arma que utilizaron en el asesinato de tu marido era rusa —dijo Wittberg—. Nos preguntamos si tu marido tenía algún tipo de relación con rusos.

—¿Rusa? —A Vendela le tembló la voz—. ¿El arma era rusa?

—Sí. ¿Tenía tu marido algún contacto con ciudadanos rusos o de cualquier otro país del Este? Muchos vienen a trabajar aquí, sobre todo en el sector de la construcción.

—Sí, claro que tenía empleados temporales, al menos polacos. Pero de Rusia no sé. Era Peter quien se ocupaba de la empresa. Yo no me inmiscuía en asuntos de trabajo, eso era cosa suya.

—¿Hablasteis alguna vez de esos trabajadores extranjeros?

—No; él pasaba tanto tiempo en el trabajo que evitábamos hablar de la empresa aquí en casa.

—Es decir, qué tú no sabes nada de eso.

—No.

—Hemos sabido, como ya te hemos comentado antes, que Peter se sintió perseguido durante la primavera y a comienzos del verano, y que recibía llamadas anónimas —añadió Karin—. ¿De veras no puedes recordar nada de eso?

—No, nunca he oído hablar de ello. Naturalmente, me habría acordado de una cosa así.

Karin estaba convencida de que Vendela Bovide mentía. Miró a la viuda directamente a los ojos y le preguntó por última vez.

—¿O sea que él nunca mencionó que sentía que alguien lo perseguía o lo acosaba?

—No. Y si eso fuera cierto, estoy convencida de que me lo habría contado. Hablábamos de todo.

—Menos de la empresa.

—Sí.

—¿Cuántas horas trabajaba Peter? —preguntó Thomas.

—Demasiadas, podríamos decir. Como todos los pequeños empresarios. Salía por la mañana temprano, pero venía a comer a casa cuando estaba en la oficina o en alguna obra cercana. Luego, solía volver a las seis o las siete. A veces trabajaba también por la noche. Sobre todo con las cuentas; se sentaba y hacía presupuestos y esas cosas.

—¿Y los fines de semana?

—Solía estar libre.

—¿Qué tal funcionaba vuestro matrimonio? ¿Qué sentías por él? —preguntó Karin.

—Lo quería. Su muerte me ha quitado las ganas de vivir. Si no fuera por los niños…

Pronunció aquellas últimas palabras con frialdad e indiferencia. Como si estuviera hablando de cualquier banalidad. En cuanto a los sentimientos de Vendela hacia su marido, hubo algo en su voz que hizo que tanto Wittberg como Karin creyeran sus palabras.

E
l salón de belleza Sofias Nail and Beauty estaba situado en una calle perpendicular a Hästgatan, un poco apartada de las calles más turísticas.

Los rosales trepaban por las fachadas rugosas, y en la escalera de forma redondeada del exterior había un gato de pelo cobrizo tumbado, que se desperezaba bajo el sol. Cuando Pia y Johan entraron sonó una campanilla y un penetrante olor a perfume floral salió a su encuentro.

—Huele como un auténtico baño de espuma —silbó Pia en el oído de Johan.

Tres mesas de madera maciza se disponían a lo largo de las paredes; estaban llenas de toallas de felpa de colores suaves, pequeños frascos y botellas primorosamente ordenados. En una de las mesas estaban sentadas dos mujeres jóvenes. Una de ellas tenía las manos extendidas y la otra le limaba las uñas. Estaban tan concentradas en su conversación en voz baja que ni se preocuparon de mirar quién había entrado. De unos altavoces ocultos salía una suave música oriental.

Al fondo del salón había una antigua caja registradora y un mostrador. Detrás de él, una mujer con la cabeza inclinada escribía en un cuaderno. Alzó la vista cuando entraron.

—¡Hola, Pia!

La mujer de detrás del mostrador llevaba un vestido azul de lino y el pelo rubio y rizado recogido en un moño.

Se levantó, le dio un abrazo a Pia y después saludó a Johan.

—Vamos al café que hay aquí al lado, allí no nos molestará nadie.

Una vez sentados junto a una mesa en el jardín interior del café, Anna miró con preocupación la cámara de Pia.

—Esto no saldrá en la televisión, ¿verdad? Porque yo no quiero que salga.

—No, no —la tranquilizó Johan—. No sacaremos nada que tú no quieras que salga. Protegemos a nuestras fuentes. Nadie sabrá que lo que nos cuentes nos lo has contado tú.

—Prometédmelo.

—Sí, claro que te lo prometemos —dijo Pia—. Puedes fiarte de mí, Anna.

—¿Por qué se sentía amenazado Peter Bovide? —le preguntó Johan.

—Recibía llamadas anónimas, tanto en casa como en el trabajo. Y eso no es lo peor. Unos días antes de que Vendela y yo saliéramos, antes de las vacaciones, se habían presentado en su casa a altas horas de la noche unos tipos con muy mala pinta.

—¿Qué hicieron?

—No llegaron a entrar en la casa, hablaron con Peter fuera, en el jardín. Por lo visto, la conversación duró un buen rato. Me dijo Vendela que cuando Peter volvió a entrar en la casa estaba muy alterado.

—¿Le dijo quiénes eran?

—No, pero hablaban inglés con acento. Vendela creía que eran finlandeses o bálticos.

—¿Por qué lo amenazaban?

—Él le dijo que habían tenido problemas con una de las obras en la que estaban trabajando, pero que ya se arreglaría. El cliente que le encargó la casa aún no le había pagado y él no tenía dinero para pagar a los trabajadores. Por lo visto, se trataba de un proyecto bastante grande.

—¿Sabe Vendela de qué trabajadores o de qué obra se trata?

—No lo sé. Eso no me lo dijo.

—¿Y sabe esto la policía?

—No. Ella no quiere contarlo porque tiene miedo de que se descubra todo lo demás.

Anna se inclinó sobre la mesa.

—Al parecer, se trataba de una obra en la que había mano de obra ilegal —aclaró en voz baja.

—No importa, tienes que ir a la policía y contarles lo que sabes, puede tratarse de algo grave —dijo Johan—. Nosotros informaremos esta tarde de esas amenazas en nuestro reportaje. Pero, como te hemos dicho, no desvelaremos nuestras fuentes.

—Bien. Vendela no sabe que Pia y yo nos conocemos, así que no creo que sospeche que he sido yo. Pero, la verdad, no me importa —dijo convencida—. Llamaré a la policía en cuanto vuelva a la peluquería. Si se enfada, que se enfade. Después de todo, lo hago para protegerla.

Se encogió de hombros y trató de mostrarse firme, pero su preocupación saltaba a la vista.

—Venga, ya verás como todo se arregla —dijo Pia.

—Es terrible —susurró Anna—. Estoy muy triste por la muerte de Peter. Y por Vendela y los niños.

La cabeza de Johan era un hervidero de preguntas. ¿Habrían encontrado, en la mesa de ese café, el móvil de la muerte de Peter Bovide? ¿Corría peligro Vendela? ¿Cómo debía manejar aquella información?

Era demasiado grave como para guardársela.

C
uando se despidieron de Anna Nyberg y se alejaron del salón de belleza, Johan llamó a Grenfors y a Knutas. Ninguno de los dos contestó al teléfono.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó a Pia.

—Lo mejor será empezar a trabajar en el reportaje. Tenemos que hacer algo con esto para la tarde pero, claro, necesitamos dos fuentes independientes. Por desgracia no basta solo con los datos de Anna, aunque estoy convencida de que lo que dice es verdad. ¿Quién crees que puede confirmarnos que Peter Bovide estaba amenazado?

—Quizá alguien de Construcciones Slite, pero allí tampoco contesta nadie al teléfono —suspiró Johan—. No sé si merece la pena acercarnos hasta la oficina, si no hay nadie. Mientras tanto, voy a llamar al sindicato para que me digan si saben algo de la contratación de mano de obra ilegal.

—Hola, hazlo de camino hacia Slite.

—Está bien.

Johan consiguió ponerse en contacto con un representante de la Federación Sindical de Trabajadores de la Construcción de Gotland.

—Hola, me gustaría obtener información sobre una empresa que se llama Construcciones Slite.

—Ah, sí, ya sé, es del que mataron a tiros allá arriba, en la isla de Fårö. Peter Bovide. Una historia terrible.

—He sabido que contrataba mano de obra ilegal. ¿Tienen conocimiento de ello?

—Sí, tenemos sospechas. Aplica el convenio colectivo en sus obras, pero hay rumores de que no paga los sueldos estipulados. Estos trabajadores del Este se venden por cuatro perras.

—¿Cómo? ¿A qué se refiere?

—Vienen aquí y negocian los sueldos a la baja. Y les quitan el trabajo a nuestros afiliados.

—Sí, ya —asintió Johan impaciente—. ¿Sabe qué obras tenía ahora en marcha?

—Sí, hemos recibido la declaración de obra de algunas en las que aún siguen trabajando. Voy a comprobarlo. Un momento.

Johan oyó cómo pulsaba las teclas del ordenador. Pasaron unos minutos antes de que se pusiera de nuevo al auricular.

—Las obras de las que nosotros tenemos conocimiento son: la construcción de una casa en Furillen, un trabajo de renovación en un restaurante en Åminne y una obra de albañilería en Stenkyrkehuk. Se trata de una casa de piedra caliza que están construyendo allá, justo al lado del antiguo faro. Además, se dice que tienen una cuadrilla de polacos o bálticos, o lo que sean, que construyen casas de veraneo de forma ilegal por el norte de Gotland.

—¿Y cómo controlan ustedes eso, si creen que está empleando mano de obra ilegal?

—Es muy difícil. No podemos controlar cada pequeña obra de la isla; se construye por todas partes. La única manera de hacerlo es que la gente nos llame cuando sospechan que hay mano de obra ilegal, pero a nadie le preocupa.

Al representante sindical se le escapó un profundo suspiro. Johan consultó la hora y tomó una decisión rápida.

—¿Sabe dónde se encuentra exactamente esa casa de piedra caliza que están construyendo en Stenkyrkehuk?

—No está a más de treinta kilómetros. Tome la carretera 149 que va hacia el norte desde Visby. Luego tuerza en Hälge, al llegar a la tienda Vale, cruce para meterse por un camino de grava que conduce hasta el faro. En el terreno que hay al otro lado del faro está la obra, ya la verá. Han talado un montón de árboles alrededor y han ensanchado el camino.

—Está bien, gracias.

Johan se volvió hacia Pia al terminar la conversación.

—Conduce hacia Stenkyrkehuk.

L
os martillazos se oían desde lejos. Siguiendo las indicaciones del representante sindical, habían llegado hasta el terreno situado al lado del antiguo faro. La casa la estaban construyendo en un promontorio de roca caliza, a unos treinta metros sobre el nivel del mar, y gozaba de una vista maravillosa sobre las aguas resplandecientes del mar Báltico. Ya habían construido los muros exteriores de la obra y dos hombres desnudos de cintura para arriba trabajaban encaramados al tejado clavando la tela asfáltica. El sol estaba en lo alto del cielo y les brillaban las espaldas sudorosas. En uno de los laterales de la casa, otros dos hombres revocaban la fachada.

—Qué sitio —suspiró Pia entusiasmada.

—No está mal, no.

Johan miró a su alrededor. Habían abierto un pequeño camino de grava hasta el terreno, que estaba rodeado de bosque. Había casas en las inmediaciones, pero no se veían desde allí. Por encima de los árboles solo sobresalía el antiguo faro, que ya estaba en desuso. Los obreros, concentrados en el trabajo, no advirtieron su llegada. Se oía el sonido de un aparato de radio.

—Vamos a acercarnos y hablar con ellos —dijo Johan.

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