Antes de que tuvieran tiempo de acercarse salió un hombre de una caseta de obra situada un poco más allá de la casa. Era bastante bajo y corpulento y los miró con desconfianza.
—Hola —saludó Johan—. Somos de Televisión Sueca y la razón por la que nos encontramos aquí es el asesinato de Peter Bovide. ¿Lo conocía?
—¿Que si lo conocía? Era mi socio. Llevamos la empresa juntos.
Johan comprendió que el hombre que tenía delante era Johnny Ekwall. No se podía creer que hubieran tenido tanta suerte.
—¿Es Johnny? ¿Podemos hablar con usted?
—Solo si no hay cámaras. No quiero salir en televisión.
—No, se lo prometo.
Johnny Ekwall lanzó una mirada a los trabajadores, que los observaban con curiosidad desde el tejado, pero siguieron a lo suyo. Luego se dirigió de nuevo a la caseta, algo que Johan interpretó como una invitación.
Pia y él lo siguieron. A un lado de la caseta había una fila de armarios de chapa, un banco y un lavabo de acero inoxidable. Por encima colgaba un espejo lleno de polvo.
A través de una abertura entraron en lo que parecía la zona de la cocina. En una mesa sencilla, colocada junto a la ventana, había una caja de plástico con pastas y unas tazas de café sucias. Junto a la pared, una nevera, una estantería con un microondas y una cafetera llena de manchas. En una esquina se veían algunos colchones apoyados contra la pared. Se sentaron junto a la mesa y Johnny les sirvió un café y les acercó la caja de pastas. Johan decidió ir al grano.
—Hemos oído que Peter Bovide había recibido amenazas. ¿Qué sabe de eso?
—¿De dónde han sacado esa información?
—No podemos decirlo. Protegemos a nuestras fuentes.
—Está bien. Entonces, si yo les cuento algo, ¿tampoco se lo dirán a nadie?
—Que ha sido usted quien nos lo ha contado, no. A no ser que quiera que lo digamos.
Johnny Ekwall tomó un sorbo de café templado.
—Sí, no sé —dijo vacilante—. Últimamente las cosas han estado algo revueltas. Peter era quien se ocupaba de pagar a los trabajadores y creo que nos hemos retrasado bastante. Con los salarios, digo. Y algunos estaban descontentos, pensaban que debíamos pagarles más y eso. Pero era Peter quien se encargaba de los pagos y de los detalles, a mí no me informaba.
—¿Sabe si recibió amenazas?
—Dijo unas cuantas veces que se sentía perseguido, como si alguien lo estuviera espiando.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—No sé, seguro que era solo una impresión suya.
Johan se inclinó hacia delante y bajó la voz.
—Pues resulta que tenemos información muy fiable que nos asegura que Peter, efectivamente, había recibido amenazas serias. Es decir, que no se trataba de imaginaciones suyas. ¿Sabe algo de eso?
Johnny Ekwall se revolvió en el asiento y les dirigió una mirada desconfiada.
—¿Quién ha dicho eso?
—Ya le he dicho que no puedo desvelarlo. Somos periodistas, protegemos a nuestras fuentes de información. No es como hablar con la policía.
Ekwall se quedó un rato callado observando a Johan.
—Si me prometen que no se va a saber que he sido yo quien lo ha contado. Es que no quiero tener problemas.
—Lo prometemos.
—Peter recibió un par de llamadas sospechosas, unos tipos raros que le hacían llamadas anónimas, pero él no hablaba mucho de ello. Dijo que no eran más que unos idiotas, nada por lo que preocuparse. Se trataba de asuntos económicos y esos temas los quería llevar él solo.
—¿Puede contarnos algo más acerca de esas llamadas?
—Esa gente lo llamaba y lo amenazaba por teléfono, que si no pagaba los sueldos que tenía que pagar… Pero eso no había ocurrido hasta ahora.
—¿Cómo se explica que hubiera retrasos en el pago de los salarios? La empresa va muy bien, ¿no?
—Bueno, sí. Pero basta con que a nosotros no nos paguen a tiempo una obra grande para que ya no podamos pagar los salarios y enseguida empezamos con los atrasos.
—¿Quiénes son los que se han quejado?
—Son sobre todo los polacos y los bálticos que tenemos. Cobran salarios más bajos que los trabajadores con convenio colectivo, como es lógico. Seguro que empezaron a comparar y eso.
—Al parecer, Peter recibió amenazas de algunas personas que podrían ser de origen báltico o finlandés. Se presentaron en su casa hace unas semanas. ¿Lo sabía?
—Sí, me lo contó y yo me asusté, la verdad, pero me dijo que no era para tanto.
—¿Sabe de qué nacionalidad eran los que le llamaban?
—No, no me dijo de dónde eran. Y a mí tampoco se me ocurrió preguntárselo.
—¿Trabaja algún sueco en esta obra? —preguntó Pia.
—No, aquí precisamente no.
—¿Cuántos trabajadores tiene la empresa?
—Tres albañiles fijos, aparte de Peter y yo. Y además está Linda, nuestra secretaria. Al resto los contratamos conforme surja la necesidad.
—¿Qué piensa del asesinato? Quiero decir: ¿quién cree usted que puede estar detrás?
—No puedo dejar de pensar en esas amenazas, en si el crimen ha tenido algo que ver con ellas.
—¿Está preocupado por su propia seguridad?
—No exactamente, pero claro, uno piensa en ello.
—¿Qué va a hacer ahora con la empresa?
—Lo más probable es que siga, junto con Linda. Compraremos la parte de Peter, si Vendela quiere, claro. Ahora es suya. En ese caso, Linda se ocuparía de la parte económica.
—¿Puede hacerlo?
—Por supuesto. En el instituto eligió la rama de comercio. Y ha asistido a un montón de cursos. Una cosa es segura: nos ocuparemos de pagar todos los salarios, para que los trabajadores estén contentos. Aunque ahora no podemos hacer nada en absoluto, porque la policía le ha echado el guante a la contabilidad.
—Entonces, ¿Peter y usted en realidad no estabais de acuerdo en cómo había que llevar la empresa? —preguntó Pia.
—No, joder, no lo veo así. Eso, no. Peter y yo teníamos una buena relación.
A
Vera le asaltó una sensación de irrealidad cuando el autobús de Visby giró hacia abajo, en dirección a la terminal de los ferrys que cruzaban el estrecho de Fårö. Ante ellos se abría el mar hacia la isla de Fårö, en la otra orilla. Los barcos que transportaban los coches entre las dos islas iban y venían con frecuencia, y los vehículos serpenteaban formando una larga cola que bajaba hasta el muelle.
El barco con destino a la isla de Gotska Sandön tenía prevista su llegada y ya se había congregado en el muelle un grupo de gente. Antes de unirse al grupo, ellos se apresuraron a entrar en una tienda de ICA para comprar las últimas provisiones. En Gotska Sandön no había ninguna tienda y todo lo que pensaran comer y beber tenían que llevarlo ellos mismos. Oleg corría entusiasmado entre los estantes mientras su mujer, Sabine, avanzaba por los pasillos con una lista y buscaba lo que necesitaban.
—¿Queréis alguna cosa más, chicas? —preguntó Oleg—. Sé que no tenemos que llevar nosotros el equipaje, viene un tractor a buscarlo, así que no pasa nada si metemos algo más. Comprad ahora todo lo que os apetezca.
Alargó el brazo y cogió unas tabletas de chocolate; al momento exclamó:
—¡El queso y las galletas son perfectos para sentarse a ver el atardecer y disfrutar de un buen rato! Además, llevamos vino tinto. ¿Hemos comprado velas?
Abajo, en el muelle donde se esperaba la entrada del barco, cada vez había más gente. En el suelo se amontonaba una pila de mochilas, neveras y bolsas de comida. Había familias con niños, parejas y amantes de la naturaleza y la ornitología. Qué entusiastas, pensó Vera al ver los prismáticos y demás material especializado. Muchos parecían ser verdaderos exploradores. Todos calzaban botas gruesas o llevaban un par atadas a la mochila junto con los termos y demás enseres.
El ambiente era expectante.
—¡Mira, ahí viene!
Oleg estaba escudriñando el mar con los prismáticos y había divisado el barco. Pronto todos pudieron ver el barco blanco que se acercaba. No era muy grande. Un chico joven salió a la cubierta de proa y lanzó una amarra. Lento, pero seguro, el capitán maniobró hasta el muelle. Los pasajeros que venían a bordo formaron una cadena para bajar el equipaje y pronto lo tuvieron todo en tierra. Mochilas, bolsos y tiendas de campaña plegadas pasaban de mano en mano para acabar en tierra firme, donde dos hombres ya mayores pero fuertes los recogían y colocaban en fila en el muelle. Oleg ayudaba entusiasmado a unos y otros.
Cuando todo estuvo listo y por fin pudieron subir a bordo, Vera y Tanja corrieron a coger sitio en la cubierta de popa para tomar todo el sol que pudieran durante las dos horas que duraba la travesía.
Viajaron cómodamente recostadas mientras veían desaparecer en el horizonte la pequeña población de Fårösund, por un lado, y la de Fårö por el otro.
Enseguida estuvieron en mar abierto.
Vera iba escuchando el sonido monótono del motor, los graznidos de las gaviotas y las conversaciones de los pasajeros. Estaba muy ilusionada con la perspectiva de las vacaciones en la isla.
A
Knutas no le hizo ninguna gracia el reportaje que
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emitió por la tarde. Estaba tomando un café con Karin, sentado en la sala de personal, donde estaba puesta la tele, e hizo un gesto de resignación.
En la pantalla se veía a Johan Berg al lado de una casa en construcción en algún lugar de Gotland, imposible decir dónde. El periodista informaba: «Esta es una de las obras realizadas por Construcciones Slite, la empresa de la víctima Peter Bovide. Aquí, detrás de mí, están edificando una casa tradicional de piedra caliza justo al lado del mar. En la obra trabajan algunos de los obreros temporales que la empresa tiene contratados. Y, según la información con la que cuenta
Noticias Regionales
, son precisamente los trabajadores temporales, procedentes sobre todo de Polonia y de los países bálticos, quienes están descontentos tanto con el sueldo como con las condiciones de trabajo. Varias fuentes independientes han confirmado a
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que Peter Bovide había recibido amenazas en varias ocasiones durante los últimos seis meses, y que esas amenazas guardaban relación con sus obreros temporales. Según los empleados de la empresa, la víctima se encargaba del pago de los salarios. Ninguna otra persona de Construcciones Slite ha recibido amenazas. La policía no quiere desvelar si se está siguiendo esta línea de investigación».
En ese momento, la cara de Lars Norrby apareció en pantalla, delante de la fachada de la comisaría.
—Naturalmente, en la investigación estamos siguiendo varias pistas y no puedo decir si una es más interesante que otra. Trabajamos en un frente amplio y sin dar nada por supuesto. No queremos seguir una única pista.
—Pero ¿qué dice la policía sobre la información que habla de amenazas dirigidas contra Peter Bovide?
—No es algo sobre lo que pueda pronunciarme en estos momentos. Como ya he dicho, trabajamos en un frente amplio. Esta es una posibilidad entre muchas otras.
K
nutas apagó muy enfadado el televisor en cuanto terminó el reportaje.
—¿Cómo demonios han conseguido esa información?
—Ni idea.
—Lo de que Peter Bovide había sido amenazado por obreros de los países bálticos que no estaban contentos con sus salarios… ¡Es mucho más de lo que nosotros hemos conseguido averiguar! ¿Y por qué no ha dicho nada Norrby? Esa pista es muy interesante. Además, me pregunto cómo afectará a la investigación. El autor del asesinato huirá como alma que lleva el diablo.
—Sí, si es uno de los obreros. Pero lo cierto es que no lo sabemos —dijo Karin con acritud—. Y he oído, no hará más de una hora, que Johan estaba buscando a Norrby. No le habrá dado tiempo a comunicárnoslo, sencillamente. Te olvidas de que está solo y de que tiene dos hijos de los que ocuparse. De todos modos, ya es tarde para salir pitando o para comprobar si es cierta esa información, ¿no?
Desde que Knutas había vuelto, Karin no sabía cómo comportarse con su jefe. Por un lado, estaba contenta de verlo de nuevo, pero, por otro, le habría gustado dirigir esa investigación. Con su regreso a la comisaría, le había privado a ella de ese reto. Karin se preguntaba si su jefe era consciente de ello.
—A propósito, ¿cómo va la inspección de las cuentas de la empresa? ¿Lo tienes bajo control? —preguntó el comisario con un tono expectante.
—Eso no se hace en un abrir y cerrar de ojos —respondió—. Estoy segura de que Delitos Económicos trabaja al máximo en ello.
Thomas Wittberg apareció en la puerta. Se le notaba que había pasado algo.
—Hola, me acaban de dar un soplo de lo más interesante —dijo alterado—. Ha llamado una amiga de Vendela que trabaja en el salón de belleza y me ha contado que algunas personas habían ido a casa de Peter Bovide y lo habían amenazado, y que ella creía que eran trabajadores bálticos sin contratos legales. La última vez fue solo unas semanas antes del asesinato.
—¿Cómo lo sabe?
—Se lo contó Vendela.
Karin y Knutas se miraron.
—En los interrogatorios lo ha negado una y otra vez. Tendremos que volver a interrogarla aquí —dijo Knutas mirando a Wittberg—. Me alegro de que hayas venido justo ahora. Ya sabemos de dónde ha sacado la televisión esa información. Tenemos que hablar con esa amiga de Vendela, sin duda.
E
l jueves pasó sin que consiguieran averiguar nada decisivo para el avance de la investigación. La policía había interrogado tanto a Vendela como a su amiga Anna Nyberg, y obtuvo la confirmación de que Peter Bovide recibió amenazas varias veces antes de que lo mataran. Por fin, la viuda había reconocido que estaba enterada, pero aseguró que no quiso contar nada porque se trataba de negocios ilegales.
Habían interrogado a todas las personas que tuvieran que ver de una u otra forma con el funcionamiento de Construcciones Slite, pero nadie aportó nada que la policía no supiera ya.
Cuando la brigada encargada de la investigación entró en la sala de reuniones el viernes por la mañana, se encontraron con un animoso Kihlgård que les daba la bienvenida cantando
La Marsellesa
a grito pelado.
En la mesa clara de pino que había en el centro de la sala destacaban dos tartas de chocolate decoradas con palillos con banderas tricolores.