—¿Tan malo es? —preguntó Wittberg—. Por si te sirve de algo, tengo alguna información.
Dos minutos más tarde estaban en el despacho de Karin. Thomas se había sentado enfrente de ella, al otro lado de su escritorio.
—Acabo de hablar con el capitán que llevó el ferry de Fårö ayer por la mañana. Me ha contado que en el primer viaje, el de las cuatro de la madrugada, solo iban tres coches a bordo. Se suele distraer observando a los pasajeros durante la travesía, y por eso recuerda perfectamente a las personas que iban en los coches. A no ser que ya se encontrara en la isla, el autor del asesinato tuvo que cruzar el estrecho en el ferry de las cuatro. No hay otro antes, y en el siguiente, en el de las cinco, hubiera llegado demasiado tarde.
—¿Y?
—En el primer coche venía una pareja joven que, por su aspecto, parecía que habían pasado toda la noche de juerga en Visby. El segundo coche lo conducía una mujer embarazada y el tercero, un hombre que llevaba un remolque para caballos.
—¿Recuerda en qué vehículos viajaban?
—Eso es lo más increíble. Recuerda el color y la marca, e incluso parte de las matrículas. Suele aprenderse al menos las letras.
—¡Qué original! Debería ser investigador de la policía —exclamó Karin con una sonrisa, olvidando su reciente enfado—. ¿Cómo se llama?
—Bo Karlström, sesenta años, de Fårösund.
—Bien, tráelo inmediatamente. Puede que haya visto al asesino. Y encárgate de buscar a esas personas. Tenemos que saber qué venían a hacer a Fårö a esa hora tan temprana.
C
uando Emma Winarve aparcó el coche en el aparcamiento que había al lado de la biblioteca de Almedalen, una parte de ella quería dar la vuelta y volver a casa. Se miró en el espejo. La palidez de su rostro se revelaba bajo el bronceado, y tenía ojeras. Le daba igual. Solo iba a dejar a Elin un rato con Johan mientras ella iba al dentista. Nada por lo que agobiarse.
Bajó del coche y abrió el maletero. Sacó la silla con cierta dificultad, la abrió, colocó la bolsa de Elin con los pañales, el biberón con agua y los peluches en el fondo. Levantó a su hija, la besó en la nuca antes de colocarla en la sillita y le puso el chupete en la boca. Se estiró la ligera falda de algodón y se alisó bien la cola de caballo. Le había crecido mucho el pelo y una buena melena cogida en una coleta le caía por la espalda. Empezó a caminar hacia el precioso parque de Almedalen, que se extendía por la parte exterior de la muralla de Visby, un oasis entre la ciudad y el puerto.
El sol calentaba cada vez más y ya hacía calor. El parque estaba relativamente vacío a esa hora tan temprana. Había una señora mayor sentada en un banco echando migas de pan a los patos del estanque y un par de mamás madrugadoras se habían sentado con sus niños sobre mantas extendidas sobre la hierba. Por lo demás, solo vio turistas que se dirigían a los barcos del puerto o al coche con los bártulos de playa.
Qué apacible parecía todo en verano. La gente con la que se cruzaba parecía alegre y relajada. Eso le hizo sentirse aún más sola y hundida. ¿Era la vida mucho más fácil para todos los demás? ¿Hacía algo mal, algo que de algún modo dificultaba la suya?
Habían quedado en encontrarse en la calle Strandgatan, en la puerta del restaurante Packhuskällaren; al acercarse a la muralla vio la figura de Johan saliendo por la puerta. Él no la había visto, estaba mirando para otro lado. Emma no podía evitar que aún le siguiera pareciendo atractivo. El pelo negro, los brazos fuertes, la barba sin afeitar. Vestía unos pantalones cortos, que dejaban al descubierto sus piernas largas y ligeramente arqueadas, y calzaba, por supuesto, zapatillas deportivas. Johan nunca había sido presumido con la ropa.
Por unos instantes hizo como si nada hubiera cambiado entre ellos, como si hubieran quedado, sin más, para dar un paseo con su hija por el parque. Como si todo marchara bien.
Casi pudo sentir cómo podría haber sido, antes de que él volviera la cabeza y la viese. Al ver cómo se iluminaba el rostro de Johan, una oleada de calor le recorrió todo el cuerpo.
La saludó con la mano y comenzó a caminar hacia ella.
—¡Hola!
—Hola —respondió ella con frialdad.
Johan abrazó a Elin y le dio a Emma un beso fugaz en la mejilla antes de que ella se apartase.
—¿Tienes tiempo para dar una vuelta con nosotros?
Sí, claro que tenía tiempo; la cita con el dentista no era hasta dentro de media hora.
—¿Qué tal estás? —le preguntó Johan, tomando la sillita.
—Bueno, bah, bien.
Caminaron un rato en silencio.
—¡Qué horror lo del asesinato! ¿Sabes algo más que lo que dicen los periódicos?
—Y la radio y la televisión, ¿no? —bromeó él—. No, no mucho.
—Llamó mi padre; les parece espantoso que haya sucedido tan cerca de su casa.
—Sí, claro, no me extraña. Pero no creo que tengan que preocuparse. Seguro que el asesino ya ha salido de la isla.
La casa de los padres de Emma, en el extremo norte de la isla de Fårö, estaba aislada.
—¿Estás muy estresado? —preguntó Emma, observando su perfil.
—No es para tanto. Hoy tenemos que hacer un seguimiento de la noticia, claro está, pero hay tiempo. Tú habrás terminado a las once, ¿no?
Emma percibió un atisbo de impaciencia en los ojos castaños de Johan que la irritó. Siempre parecía estar pensando en lo importante que era su maldito trabajo.
—Claro, probablemente antes.
—Entonces, quedamos en eso. No hay ningún problema.
Emma sacó un paquete de cigarrillos del bolso y encendió uno.
—¿No lo habías dejado?
—Sí, pero he vuelto —replicó.
No había querido sonar tan dura, pero ya era demasiado tarde; evitó mirarlo.
—No te enfades, no era un reproche.
La resignación en el tono de voz de Johan era evidente. Y eso sacó de quicio a Emma. Como si bastara con que ella encendiera un pitillo para que todo se viniera abajo. Así de frágil era su relación. No podían hablar, sencillamente. Al cabo de cinco minutos, todo se iba al traste.
Habían tomado el camino que llevaba al puerto. Las olas bajas golpeaban las pequeñas piedras blancas de la playa de manera rítmica y acompasada. De vez en cuando, se cruzaban con algún ciclista que se dirigía a la ciudad.
De pronto, Emma sintió la urgente necesidad de largarse. Se detuvo en seco.
—Tengo que irme.
—¿Ya?
Johan miró el reloj.
—Sí —respondió Emma, apretando los labios—. Seguid vosotros, es muy agradable para Elin pasear al lado del mar con esta brisa. Nos vemos, entonces, a las once menos cuarto junto a la biblioteca de Almedal, ¿te parece?
—Sí, está bien.
—De acuerdo.
Evidentemente, él ya estaba con la cabeza en otra cosa, pensó Emma. Se dio la vuelta y se alejó con paso apresurado.
Cuando desapareció del ángulo de visión de Johan se le saltaron las lágrimas.
V
endela Bovide seguía ingresada en el hospital de Visby al día siguiente del asesinato. Karin se presentó en la recepción, donde le pidieron que se sentara a esperar hasta que pudiera entrar en la habitación de la paciente. Se sintió consternada ante la joven viuda. Estaba sentada en la cama, con la espalda recostada en el cabecero con ayuda de unas almohadas. Tenía los ojos cerrados, el rostro de una palidez extrema. El cabello lacio, mate y sin vida; el camisón demasiado grande, las manos entrelazadas sobre el edredón. Su pena caía como una losa sobre aquella estancia.
Karin la saludó pero no obtuvo respuesta y miró a su alrededor sin saber qué hacer. Había una silla en un rincón, la acercó con cuidado y se sentó al lado de la cama.
—¿Dónde están los niños? —le preguntó Vendela Bovide con voz débil.
—Están en casa de sus abuelos paternos.
—¿Dónde?
—En Slite; viven allí, ¿no?
Karin se movió en la silla, indecisa, sopesando si debería llamar a alguna enfermera. La mujer que yacía en la cama no parecía estar plenamente consciente. No había pasado ni un día desde que recibiera la noticia de que su marido había sido asesinado.
La expresión de su rostro asustó a Karin. Después de tantos años como policía había hablado con muchos allegados cuyos familiares cercanos habían fallecido, pero jamás había presenciado una desesperación tan contenida y cerrada como la de la mujer de la cama. Era tan profunda que costaba respirar.
Karin se debatía entre salir pitando o abrazar a la mujer y consolarla. Permanecer allí sentada en una silla sin hacer nada se le antojaba absurdo.
—Perdona que te moleste —empezó—. Me llamo Karin Jacobsson y soy la responsable de esta investigación. Hablamos por teléfono ayer.
Vendela Bovide asintió ligeramente con la cabeza.
—Quiero empezar expresándote mis más sinceras condolencias. ¿Estás preparada para contestarme a unas preguntas?
Silencio.
—¿Sabes a qué hora salió ayer Peter a correr?
—A las seis menos veinticinco.
—¿Cómo puedes saberlo con tanta exactitud?
—Miré el reloj cuando se marchó.
—Es decir, que estabas despierta. ¿Hablaste con él antes de irse?
—Sí.
—¿Cómo estaba él?
—Como de costumbre.
—¿Qué significa eso?
—Alegre. Iba a hacer el desayuno cuando volviera. Y a preparar el café. Eso fue lo último que dijo.
—¿Solía salir a correr por las mañanas?
—Siempre lo hacía, durante todo el año.
—¿Siempre a la misma hora?
—Sí.
—¿Tanto los días laborables como los festivos?
—Todos los días. Era una persona de costumbres fijas, a Peter le gustaba la rutina.
—¿Y eso por qué?
—Porque era una persona insegura.
—¿Sabes por qué?
—No, eso no me lo contó.
—Pero ¿le preocupaba algo?
—Eso creo.
La voz de Vendela se debilitó; volvió la cabeza y miró a través de la ventana.
—¿Qué podía ser?
—No lo sé; la empresa, quizá.
—¿Por qué iba a preocuparle eso?
—No es tan fácil llevar una empresa…
—Según su socio, Johnny Ekwall, Peter se sentía perseguido. ¿Sabes algo de eso?
Un movimiento imperceptible en una de las cejas.
—Nada. Perseguido… No, nunca dijo nada.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Al parecer, en la oficina recibía llamadas anónimas. ¿Estás al corriente de ello?
—No, tampoco he oído nada al respecto.
—¿Llamaban personas desconocidas a vuestra casa?
—No. Nos gastaron alguna broma a veces, pero hace mucho tiempo de eso.
Vendela movía las manos con nerviosismo por encima del edredón.
O estaba diciendo la verdad o había algo que le impedía reconocer que su marido pensaba que alguien lo espiaba. Lo más probable es que fuera esto último, pero Karin prefirió esperar y no hacer más preguntas sobre ese tema de momento.
—¿Qué tal iba la empresa?
—Bien. Al menos, eso era lo que él decía.
—Está bien. Pero ¿tú tenías algún control de los negocios de la empresa o de la contabilidad?
—No.
Karin hizo una pausa y miró en el cuaderno que tenía en las rodillas.
—¿Se notaba en vuestra economía que la empresa iba bien?
—Sí, porque podíamos salir de vacaciones. Solíamos ir de cámping, pero nunca habíamos tenido dinero para viajar al extranjero. Íbamos a ir a Mallorca después de pasar unas semanas en Fårö. Peter había reservado para nosotros un hotel de cuatro estrellas. A mí me parecía que era demasiado caro, pero él insistió en que podíamos permitírnoslo. Creía que nos lo merecíamos después de tanto trabajo desde que abrió la empresa. Los años en los que los niños eran más pequeños fueron bastante duros para mí; él no hacía más que trabajar.
Vendela sollozó, cogió un pañuelo de una caja que había en la mesilla y se sonó con fuerza.
—¿Por qué veníais al cámping de Sudersand?
—Llevamos viniendo muchos años, todos los veranos. A Peter le gustaba ese cámping. Conocía al dueño, que nos reservaba siempre la misma parcela.
—¿Teníais algún tipo de relación más cercana con el dueño?
—No, apenas. Mats, que es como se llama, trabaja durante los veranos en el cámping, y tan pronto como cierra se van él y su mujer a algún lugar del mar Negro. Ella es de allí.
El bolígrafo arañaba el cuaderno. Karin reflexionó un momento sobre lo que Vendela Bovide acababa de decir. Respondía a las preguntas con una claridad sorprendente, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba hacía solo unos minutos.
—Cuando Peter abandonó la caravana ayer por la mañana, ¿fue la última vez que lo viste?
—Sí.
—¿Qué hiciste cuando él se marcho?
—No pude volver a dormirme, así que me levanté y preparé café. Como había llovido tanto la noche anterior, me quedé dentro de la caravana. Tomé café e hice un crucigrama.
—¿Qué hiciste después?
—Pasarían un par de horas; luego se despertaron los niños.
—¿Qué hora era entonces?
—Las ocho, quizá.
—¿No te preguntaste por qué no volvía Peter?
—Sí, pero a veces se quedaba un rato en la playa haciendo ejercicios de musculación y bañándose. No me pareció tan raro. El sol salió enseguida.
—¿Cuándo empezaste a preocuparte en serio?
—Desayuné con los niños y ellos se quedaron viendo un programa infantil en la tele. Cuando recogí e hice las camas ya eran las nueve y media. Entonces fue cuando empecé a preguntarme dónde andaría.
—¿Te pusiste nerviosa?
—Al principio, no. Pero a las diez bajamos los niños y yo a la playa y allí se había concentrado un montón de gente. Después llegó la policía.
Su actitud contenida se resquebrajó en un par de segundos y Vendela Bovide rompió a llorar desconsoladamente.
Karin le puso la mano en el brazo. Vendela retiró el brazo como si se hubiera quemado.
—¡No me toques! —gritó tan irritada que se le escapó la saliva—. Solo él puede tocarme, ¿me oyes?
Karin pegó un brinco. Aquel arrebato la pilló completamente desprevenida. Apartó la silla de la cama todo lo que pudo y se quedó un rato en silencio. Había algunas preguntas más de las cuales deseaba obtener respuesta. Confiaba en que la viuda no hubiera perdido del todo el control.
Poco a poco, el llanto fue remitiendo lo bastante como para que Karin se atreviera a abrir la boca de nuevo.