—No me cabe la menor duda. Llámame si pasa algo. No me molestas.
—Gracias. Buenas noches.
—Buenas noches. Saluda a los demás.
—Lo haré.
A
l irse a la cama aquella noche, Karin se sintió más sola que nunca.
E
staba sentada en la cocina mirando con nostalgia al otro lado de Friedenstrasse. El edificio de enfrente, de seis pisos de altura, tenía una fachada clara. La joven ya no necesitaba contar las ventanas para saber dónde vivía él. Gotthard Westenfelder. Saboreó el nombre. Lo pronunció en voz alta. En sus veintisiete años de vida, nunca había estado tan enamorada. Se conocieron en la universidad, justo cuando ella había terminado el primer curso. Los dos estudiaban magisterio e iban a la misma clase. Ya el primer día a ella le había parecido que aquel chico tenía algo especial. No solo por su físico, bastante agraciado: era rubio y tenía los ojos verdes. Tardaron una semana en hablar. Gotthard le preguntó si sabía cómo conseguir uno de los libros de la bibliografía del curso. Ella comprendió inmediatamente que su pregunta no tenía que ver solo con la bibliografía. Salieron a tomar un café, al día siguiente fueron al cine y él la besó. Habían pasado dos semanas y la joven estaba tan enamorada que no podía pensar en otra cosa. Seguía viendo su rostro incluso cuando no estaba con él.
Ahora trataba de concentrarse en el último examen que tenía antes de las vacaciones de verano, pero su mirada se desviaba continuamente hacia su casa. Por desgracia, la ventana de su dormitorio daba al lado contrario.
Vera fijó la mirada en el libro pero las letras no dejaban de bailar ante sus ojos, se juntaban y separaban, como si tuvieran vida propia. Suspiró, alzó los ojos y miró afuera una última vez antes de levantarse para ir al baño.
Se detuvo delante del espejo. Examinó su rostro. Se sentía bastante satisfecha con su aspecto, aunque consideraba que su hermana Tanja era más guapa. Tanja tenía la belleza de su madre, mientras que Vera había heredado los rasgos de la familia rusa de su padre. Sus padres se conocieron en Berlín occidental y, pasados unos años, la familia se trasladó a vivir a Hamburgo, donde Oleg, el padre, consiguió trabajo como biólogo en una multinacional, en tanto que Sabine, la madre, era profesora en un instituto.
Vera se pasó el dedo por la frente y siguió recorriendo la redondez de sus pómulos hasta llegar a la barbilla. Tenía los ojos grises y grandes y las pestañas y las cejas, oscuras. El ruido de la puerta en el piso de abajo la sacó de sus cavilaciones. Oyó la voz de su hermana pequeña.
—¡Hola!
Vera volvió a sentarse en la mesa de la cocina.
—Qué hambre tengo.
Tanja tiró de la puerta de la nevera y empezó a sacar cosas: queso, salami, lo que quedaba del pudin de carne que su madre había preparado el día anterior...
—¿No has comido nada en todo el día? —le preguntó Vera observando divertida cómo crecía la montaña de comida encima de la mesa.
—No he tenido tiempo.
Tanja se detuvo un momento y sonrió a su hermana mayor con una sonrisa traviesa, al tiempo que le guiñaba un ojo.
—¿Qué pasa? Cuenta —suspiró Vera—. ¿Y ahora quién es?
Su hermana era muy atractiva, y sabía aprovecharlo. Conquistar a los hombres le parecía un deporte.
—No te lo vas a creer —dijo triunfante mientras se dejaba caer en una silla frente a Vera y empezaba a untar mantequilla de cacahuete en el pan.
—Déjate de bobadas, suéltalo ya —insistió Vera.
Tanja se acercó con gesto confidencial.
—Promete.
—Sí, lo prometo.
—Peter.
—¿Quién demonios es Peter?
—Peter Hartmann, mi profesor de filosofía.
—¿Estás loca de remate? Tú no estás bien de la cabeza; ¡un profesor! ¿Cómo ha sido?
—Bueno, ya sabes, hoy me quedé después de la clase para preguntarle lo que iba a entrar en el examen de mañana. Mientras estábamos allí hablando, de repente sentí que había cierta atracción entre nosotros. Él debió de sentir lo mismo, porque me acarició el brazo y me preguntó si nos íbamos a tomar un café. Y entonces…
Se interrumpió al abrirse la puerta de la calle. Los viernes, su padre siempre volvía a casa antes de lo habitual, y hablar delante de él de aventuras amorosas estaba descartado. Especialmente si había un profesor de por medio.
—Hola, chicas —saludó Oleg muy alegre. Se quedó de pie en la puerta de la cocina y sonrió. Llevaba un sobre grande en la mano.
—¿Qué tal, papi? —preguntó Tanja—. ¿Ha pasado algo divertido?
Oleg golpeó el marco de la puerta con el sobre.
—Sí, podríamos decirlo así —exclamó satisfecho. Entró, dio un beso en la mejilla a cada una de sus hijas y luego se sentó en la silla que había al lado de Tanja.
—Pero me gustaría esperar hasta que mamá vuelva a casa —les dijo.
—No —protestaron las dos—. ¡Dinos qué es!
—Está bien…
Las dos hermanas recogieron la comida y dejaron la mesa limpia.
Oleg abrió el sobre y sacó un folleto y varias fotografías.
Alzó el folleto delante de las chicas. Vera se inclinó hacia delante para ver mejor.
En la imagen se veía una playa de arena con unos cuantos carrizos en primer plano. El cielo era azul celeste. Parecía una playa magnífica en algún lugar de las islas Canarias. Luego leyeron el texto: «Gotska Sandön».
—¿Qué significa esto? ¿Vamos a ir allí de vacaciones? —preguntó Tanja entusiasmada.
Sin responder, les fue mostrando las fotografías una por una. Una puesta de sol sobre un mar resplandeciente, largas y amplias playas de arena y cantos rodados, bosques solitarios, enormes bandadas de aves exóticas, un barranco y un grupo de rollizas focas grises que tomaban el sol sobre las rocas.
—Sí —suspiró—. Por fin.
—Pero ningún extranjero puede visitar la isla —objetó Vera—. Tú mismo nos has dicho siempre que es una zona militar de acceso restringido.
—Sí, pero he conseguido un permiso. El Gobierno civil de Gotland me ha concedido una autorización para ir porque mi bisabuelo está enterrado allí.
—Papá, eso es fantástico —exclamó Tanja, dándole un fuerte abrazo a su padre.
Vera le observó. Oleg había hablado de la isla de Gotska Sandön desde que ella tenía uso de razón. Él era biólogo, participaba activamente en la asociación ornitológica y tenía un enorme interés, para Vera incomprensible, por la naturaleza. La isla de Gotska Sandön era una reserva natural y les había hablado en innumerables ocasiones de la riqueza de la flora y de las aves marinas de la isla. Ella no sabía casi nada de ese lugar. Solo que estaba en Suecia, cerca de una isla que se llamaba Gotland.
—¿Podemos ir nosotras también?
—Sí, por supuesto. Aún no se lo he dicho a mamá, quiero darle una sorpresa.
—¡Oh! ¡Qué divertido! —exclamó Tanja—. ¿Cuándo nos vamos?
—Dentro de tres semanas aproximadamente. Viajaremos a Suecia el 16 de julio y haremos noche en Estocolmo. Debe de ser una ciudad muy bonita. Desde allí sale un vuelo a Visby, en Gotland, donde pasaremos otra noche. Luego cogeremos el barco hasta Gotska Sandön y nos quedaremos una semana.
—Pero ¿dónde vamos a vivir? —preguntó Tanja—. ¿Hay algún hotel en la isla?
—No —respondió Oleg riéndose—. Es una reserva natural. Allí solo hay unas cabañas pequeñas en una zona. El resto de la isla está completamente desierto. Nadie vive allí todo el año.
A
Vera le conmovió ver lo feliz que se sentía su padre. Había soñado con aquel viaje toda su vida.
Ahora, por fin, se iba a cumplir ese sueño.
K
arin se despertó por sí sola y alargó la mano hasta la mesilla de noche para ver la hora en el despertador. Las siete menos cinco. Permaneció acostada un rato pensando en los acontecimientos del día anterior. Le asaltó la imagen del cuerpo lacerado de Peter Bovide.
Visto desde fuera, no había nada extraño en su vida. La víctima era una persona absolutamente normal, padre de dos niños pequeños, que dirigía una empresa de construcción junto a otro socio. Johnny Ekwall le pareció sincero en sus respuestas. Karin estaba ansiosa por conocer el resultado del registro que la policía había realizado en la casa de Peter Bovide y en las oficinas de la empresa. A última hora del día anterior, aún no había terminado.
Se levantó de la cama. Eso tenía en común con Knutas, que también madrugaba. Pensó qué otras cosas tenían en común. ¿Cómo habría dirigido él las labores de búsqueda? Supo que ese día tampoco iba a poder evitar llamarlo.
Abrió la ventana. Como vivía en el último piso, tenía vista sobre los tejados, con el mar al fondo. A lo lejos se veía uno de los barcos que cubrían la línea de Gotland alejándose del puerto de Visby.
El suelo de madera crujió bajo sus pies cuando fue hasta la cocina.
Vincent
, su cacatúa, estaba despierto y le dio los buenos días en inglés. Era el único papagayo bilingüe que conocía. Karin tuvo que hacerse cargo de él cuando una amiga australiana regresó a su país unos años antes.
Se preparó una taza de té y un par rebanadas de pan de molde. Fue a recoger el periódico al buzón de la puerta y puso la radio. Como cabía esperar, el asesinato de Peter Bovide acaparaba la atención de los periódicos. Constató aliviada que la información no incluía ninguna sorpresa, más allá de los datos que la policía había hecho públicos. Después de leer con atención todo lo que se decía del asesinato, le echó una ojeada rápida al resto del periódico. Le llamó la atención una breve información que publicaba el
GotlandsTidningar
.
Las llegadas de barcos rusos cargados de carbón con destino a la fábrica de cemento de Slite se duplicarían el próximo otoño. Arribarían al puerto una vez a la semana, no como ahora, que lo hacían una vez cada quince días. El motivo era que la fábrica había aumentado su producción. Utilizaban el carbón como combustible para calentar sus hornos. La cantera de Slite era una de las más importantes del país.
Se sirvió otra taza de té. Había algo en aquel artículo que la inquietaba, pero no sabía qué. Lo volvió a leer más detenidamente. No descubrió nada de particular.
De haber algo, ya le acudiría a la mente más tarde.
A
ntes de que a Karin le hubiera dado tiempo a cerrar la puerta de su despacho, sonó el teléfono. Reconoció de inmediato la voz alterada de la jefa de turismo. Daba igual de qué se tratase, el tono de Sonja Hedström siempre sonaba como si no hubiera tiempo que perder. Ese tono de voz podía provocar una subida de la presión arterial y un aumento de las palpitaciones en la persona más tranquila del mundo.
—Hola, escucha, soy Sonja Hedström. Tenemos los teléfonos totalmente colapsados por las llamadas de preocupación de los dueños del cámping y de los campistas. Al parecer, la gente cree que este horrible asesinato está relacionado con el hecho de que el hombre se alojara en un cámping.
Como de costumbre, la jefa de turismo daba por supuesto que la persona a la que llamaba disponía de tiempo para hablar con ella. Ni siquiera preguntaba si molestaba, a pesar de que la policía se hallaba en medio de una investigación de asesinato. Karin se mordió los labios, para demorar la respuesta y no parecer demasiado quisquillosa.
—¿Ah, sí?
—Sí, la cosa empezó ayer por la mañana, no ha hecho más que escalar y cada vez va a peor. Y ahora nos cae encima el aluvión de anulaciones de reservas. ¡Imagínate si la gente no se atreve a venir aquí después de esto! Piensa en lo que pasaría si el asesino volviese a actuar en alguno de los complejos turísticos.
En Gotland, la temporada turística era muy corta; duraba desde el solsticio de verano hasta mediados de agosto. Durante ese tiempo visitaban la isla entre trescientos y cuatrocientos mil turistas, mientras que durante el resto del año la población no llegaba a los sesenta mil habitantes. Evidentemente, los ingresos del turismo eran fundamentales. En cierto modo, Karin podía comprender la inquietud de Sonja Hedström.
—Puedes decir a los que llamen que no hay nada que induzca a pensar que el asesinato tenga algo que ver con la actividad de acampar o con el propio cámping —explicó Karin—. Por otro lado, tampoco podemos descartarlo, puesto que acabamos de abrir la investigación.
—Lo único que puede tranquilizar a la gente es que la policía detenga al asesino. ¿Cuánto tardaréis en detenerlo?
—Eso es imposible de precisar en estos momentos. El asesinato se produjo ayer.
—Pero ¿realmente no tenéis ni idea de qué se trata? Habrá huellas en el lugar, y seguro que hay un montón de gente que ha visto algo. Lo que quiero decir es que el asesino disparó, ¿no? Los tiros tuvieron que oírse desde muy lejos, y Sudersand está lleno de turistas. Muchos han interrumpido sus vacaciones y se han ido. Nadie se atreverá a volver después de esto. ¡Imagínate la catástrofe que eso significa para el dueño del cámping!
Estupendo. Al parecer, Sonja Hedström quería explicar a la policía cómo se realiza una investigación policial.
—En estos momentos, mis condolencias no son precisamente para el dueño del cámping —respondió Karin con sequedad—. Y, por supuesto, hay huellas y también testigos, y a eso es a lo que debo dedicarme en vez de perder el tiempo en conversaciones innecesarias.
—No es necesario que me faltes al respeto —le replicó Sonja ofendida—. Peter Bovide venía todos los años al cámping, así que no es tan raro que se haya extendido el rumor de que el asesino es alguien que odia a las personas que pasan sus vacaciones en caravanas. Solo quería obtener información para aliviar la inquietud de la gente; al menos, un poco, pero tendré que esperar hasta que vuelva Anders.
El tono de voz de la jefa de turismo destilaba irritación, y terminó la conversación con un chasquido. Había colgado el teléfono sin más.
A Karin se le encendió la sangre, y con la cara henchida de rabia salió al pasillo para beber agua; solía ayudarle cuando estaba furiosa.
Mientras bebía de un vaso de plástico, Thomas Wittberg apareció por el pasillo. Como de costumbre, estaba más moreno que nadie; vestía una camiseta blanca que resaltaba el bronceado y unos vaqueros desgastados. El pelo, rubio y rizado, lo llevaba más largo de lo normal y le caía por los ojos, que apenas se le veían.
—Hola, ¿qué tal? Pareces un nublado.
—No me hables —respondió Karin entre dientes, y dándole la espalda a Thomas, volvió a llenar el vaso de plástico de agua en el dispensador.