—Patrik os vendrá bien —les informó Stefanovic—, hasta que las cosas se tranquilicen. Es un tío bastante divertido, creo que os caerá bien.
Unos días más tarde. Los albañiles, los instaladores, los consultores de seguridad habían dejado de corretear por su casa. En lugar de esto estaban rodeados de cosas electrónicas y cristales blindados. Habían tenido alarmas en casa desde que Natalie era pequeña, así que no era nada nuevo, pero todos los códigos, dispositivos de reconocimiento de voz y cámaras la irritaban. Era como si Stefanovic las hubiera metido en un búnker.
Pero había vuelto a la verdadera red, Facebook. No se podía evitar el sitio para siempre.
De alguna manera estaba contenta de haber vuelto: todo era igual. Lollo con la misma cantidad de fotos de sí misma, con copas de champán en la mano, como siempre. Tove con la misma cantidad de actualizaciones imbéciles como siempre.
Lollo escribió en el chat: «¡Natalie! ¡No te he visto por aquí en mil años!».
Natalie contestó con un poco más de mesura: «Ya sabes cómo están las cosas».
«Ya :-( pero ¿cómo estás?».
«Mejor».
Lollo escribió: «Jet-set Carl te ha invitado a una de sus fiestas ;-) ¿Lo sabías?».
Natalie no estaba segura de si soportaba este rollo. A veces parecía que Lollo pensaba que todo era como siempre.
La misma noche, un poco más tarde, Patrik entró en la cocina, poniéndose en el marco de la puerta. Natalie había tomado un
smoothie
mezclado por ella misma, ya tenía mejor apetito.
Patrik estaba esperando a que levantara la mirada.
—Viktor ya viene, está aparcando el coche en la calle.
Natalie asintió con la cabeza. Pensó: Parece que las cámaras de Stefanovic funcionan adecuadamente. Aunque Natalie ya sabía que Viktor estaba en camino. Él le había mandado un SMS para preguntar si podía venir.
Se levantó, salió al vestíbulo. En la pared colgaba un mapa enmarcado del este de Europa que tenía pinta de ser antiguo. Las fronteras eran diferentes comparado con hoy en día, sería de antes de la Primera Guerra Mundial o algo así.
La puerta exterior era nueva, de metal. Antes habían tenido una con una ventana cuadrada en el medio. Ahora había una pantalla plana al lado de la puerta. En ella podía ver cómo Viktor abría la verja un poco más abajo. Le había enviado el código de acceso en un SMS. Subió por el paseo. Llevaba su camiseta de la selección italiana y sus vaqueros con remiendos. Se detuvo unos segundos. Estiró la espalda. Miró hacia delante. Tocó el timbre.
Las nuevas cerraduras eran aparatosas. Ella abrió.
Se abrazaron. Viktor la besó en la boca. Preguntó cómo estaba. Después se quedó quieto.
Natalie le miró. La mirada de él se deslizó por su lado, hacia el interior de la casa.
Natalie se dio la vuelta.
—No le hagas caso —dijo Natalie—. Ahora vive aquí, ya sabes, después de lo que ha pasado.
Más tarde. Habían visto
The Blind Side
, Viktor la tenía en su iPad. Más o menos: Sandra Bullock era una buena mujer y construye un héroe del fútbol americano. Una película muy cuca, sin lugar a dudas; la vida era así también en la realidad.
Not
.
Estaban en la cama de Natalie, tenía una anchura de uno cuarenta. Le parecía estrecha en comparación con la cama XXL de Viktor. Era una sensación rara dormir juntos en la cama de ella.
Normalmente pasaban más tiempo en su casa, en el piso alquilado de tres habitaciones de Östermalm. Había pagado un montón de dinero B por el contrato, pero no podía permitirse comprar un piso en propiedad.
Viktor con el torso desnudo. Era bonito. Pero cuando terminó la peli se puso delante del espejo para inspeccionar sus propios tatuajes. Llevaba una cosa tribal sobre el bíceps y el hombro derecho: largas llamas puntiagudas que se entrelazaban, estirándose hacia el cuello. En el antebrazo izquierdo, con una fuente cursiva con muchos ringorrangos: 850524-0371 —su propio número de identificación personal— y dos estrellas negras de cinco puntas. Y en el otro lado, escrito a lo largo de todo el antebrazo en letras góticas de gánster:
Born to be King
, como si fuera un auténtico gánster latino del sur de L.A. O eso al menos le parecía a Viktor.
Lo miró. Los tatuajes de Viktor eran tan pretenciosos en comparación con los de los colegas y los amigos de su padre. El tatuaje medio descolorido de Göran: la doble águila y las cuatro letras cirílicas CCCC, el escudo nacional de la república serbia Krajina. Las plumas de indio de Milorad: feas, estilo años ochenta, de un solo color. O Stefanovic con el torso desnudo una vez cuando ella era pequeña y él la cuidaba en una piscina cubierta. No olvidaba el tatuaje que le cubría el pecho sobre el corazón: un crucifijo con una serpiente que se enroscaba alrededor. A ella le gustaba Viktor. Pero ¿él era adecuado para ella?
En un rincón de su habitación estaba la butaca de lectura de terciopelo que había sido de su abuela, en Belgrado. Cuando Natalie nació, su padre había pedido que se la enviaran.
Del techo colgaba una lámpara blanca con tul alrededor. A lo largo de una de las paredes había una estantería con unos libros: novelas policiacas de Läckberg, libros de bolsillo de Marian Keyes, las novelas de Zadie Smith y dos libros de ese escritor abogado. En la estantería también había fotografías enmarcadas de los viajes de estudios a Francia e Inglaterra: la sonrisa brillante, el pelo rubio platino de bote y las tetas anormales de Lollo. Los brazos morenos de Tove cuando levantaba una botella de Moët & Chandon. Más fotos de Natalie en diferentes lugares de París: el bar de La Société, la pista de baile de Batofar. Dos fotos de Richie, el chihuahua de Natalie que había muerto hacía dos años.
Había sacado algunos de sus zapatos preferidos de su vestidor y los había colocado en la balda más baja de la estantería; casi se convertía en una instalación. Los zapatos negros de tacón alto de Jimmy Choo, hechos de una red de cuero; un par de Guccis de charol rojo, un par de Blahniks locos con plumas junto a la hebilla del tobillo. Zapatos por valor de varios miles de euros. El dinero de su padre venía bien.
Le gustaba su habitación. Aun así: lo notaba claramente; ya era hora de que se marchara de casa.
Apagaron la luz. La habitación estaba casi totalmente oscura. Viktor toquetaba su reloj. Lo puso delante de sus caras. Brillaba en la oscuridad.
—He comprado uno nuevo. ¿Qué te parece?
Natalie entornó los ojos.
—La verdad es que no se ve gran cosa.
—Ya, pero sí que se ve lo fuerte que brilla en la oscuridad, echa un vistazo al doce y al seis. Son los números que mejor se ven. Es un Panerai Luminor Regatta. Está bastante guay, si quieres saber mi opinión. Casi dos centímetros de grosor, las fuerzas aéreas italianas los llevaban antaño.
Puso el brazo alrededor de ella.
—Creo que empezaré a estudiar la carrera de derecho después del verano —dijo ella.
—Guay. Y hasta entonces, ¿qué vas a hacer?
—Bueno, ya llega el verano, así que me lo voy a tomar con calma. Ya sabes cómo está la situación ahora mismo.
—Ya, ya lo sé. ¿Pero te gusta mi nuevo reloj?
Natalie se lo pensó. Se preguntaba cómo podía permitirse comprar ese reloj. En fin, enseguida entraría más dinero, al menos eso era lo que decía él. Últimamente Viktor le había parecido un poco ausente, solo pensaba en sí mismo y en su trabajo. Decía que cerraría un negocio de puta madre en cualquier momento, levantaría una pasta gansa.
A lo mejor no solo tenía que irse de casa. Tal vez había que dejar a ese chaval también.
Natalie descubrió que estaba sola. Se dio la vuelta y se puso de medio lado. La almohada estaba fresca. Juntó los dedos de los pies. Alargó el brazo. Trató de tocar a Viktor.
No lo alcanzó. No había ningún Viktor. Abrió los ojos.
Él no estaba en la cama.
Natalie levantó la cabeza, no estaba en la habitación.
El móvil: eran las nueve menos cuarto. Se preguntó adónde habría ido.
Puso los pies sobre la alfombra. Una alfombra de nudos de color verde hierba en el suelo. Como tener un césped en la habitación, una sensación de verano durante todo el año.
Natalie se puso la bata de seda blanca que mamá le había regalado antes de irse a París. Ató el cinturón alrededor de la cintura.
Primero pasó el cuarto de los invitados. Patrik no estaba allí. Después atravesó el vestíbulo. Allí estaba Patrik. Esperando, vigilando, guardando. Pasó la sala de televisión. Echó un vistazo a las escaleras que bajaban a la bodega y la habitación de seguridad. Göran estaba junto a una ventana, mirando.
Fue hacia la cocina. Quería hablar con su madre. Quería tomar una taza de té. Quería saber adónde se había ido Viktor.
Abrió la puerta. Ahí dentro estaba Stefanovic, hablando con un hombre al que no había visto antes. Grandullón, pelo color ceniza, sueco. Según su padre, expolicía. Se levantó, estrechándole la mano.
—Buenos días, Natalie. ¿Te acuerdas de mí? Soy Thomas Andrén. Ya siento haber tenido que llevar a tu chico a casa.
Su apretón de manos era firme, pero no tan exageradamente firme como el de muchos otros empleados de su padre.
—¿Qué pasa? —dijo ella—. Pensaba que ya habíamos tenido suficiente gente pululando por esta casa últimamente.
La pregunta iba dirigida a Stefanovic.
Thomas Andrén sonrió.
—Tu padre vuelve a casa en una hora —dijo.
* * *
Los mejores de mi gremio son los que son capaces de ver hábitos antes que los demás. Pensaba que yo era uno de ellos
.
El ser humano es un animal de costumbres fijas. Una criatura que actúa según determinadas estructuras. La manera de moverse de cada persona se convierte en un hábito, una estructura que hay que disecar y analizar
.
Fue un fracaso. Yo era como un aficionado, un principiante, un actor de una serie B, que trataba de llevar a cabo un atentado sin haberlo comprendido adecuadamente. Ni siquiera contacté con la persona que me había encomendado la misión. Estaba avergonzado de mí mismo
.
En los días que siguieron traté de reconstruir los hechos. ¿Por qué pasó lo que pasó? Repasaba mis notas. Miraba mis fotografías de vigilancia, limpiaba y controlaba mis armas. Llegaba a la misma conclusión una y otra vez. En primer lugar: sabía que casi siempre llevaba chaleco antibalas. Aun así, elegí una distancia que me obligaba a dispararle al cuerpo
.
En segundo lugar: sabía que solía ir acompañado de un guardaespaldas. Aun así, elegí un lugar en el que resultaba fácil protegerlo
.
Además, Radovan, nada más salir del ascensor, cuando estaba a punto de colocarse en la línea de fuego, había torcido a la derecha y no a la izquierda, donde estaba aparcado su coche
.
Había llegado en un coche, pero había decidido volver en otro. Ya ahí debería haber interrumpido el intento
.
Pensé en el golpe que hice en 2004 contra Puljev en aquella discoteca de San Petersburgo. Pasé cuatro guardaespaldas y lo tiroteé a cinco metros de distancia. Sabía que llevaba chaleco. Un tiro en la frente era suficiente, esto sí que podía hacerse a esa distancia
.
Pero Radovan no era tonto
.
Reconocí ante mí mismo que le había subestimado. Solo porque este pequeño serbio era rey en la pacífica Suecia había pensado que iba a ser más inocente e imprudente que sus semejantes del continente. Pero el inocente era yo. Yo era el imprudente
.
Naturalmente, el que me había encomendado la misión sabía que había fracasado. Los periódicos suecos parecían tener debilidad por odiar a Radovan Kranjic. Vi imágenes en los tabloides, entendí fragmentos de titulares, hojeaba las páginas dobles
.
Pero sabía que, tarde o temprano, llegaría otra oportunidad en algún lugar
.
Solo era cuestión de esperar. Al final, el que me pagaba conseguiría lo que quería
.
J
orge estaba aparcado delante de uno de los ordenadores navegables del 7-Eleven.
7-Eleven: señales de colores con ofertas especiales. Café y bollo por solo quince coronas; eran sitios como este los que estropeaban el mercado para los propietarios de las verdaderas cafeterías.
J-boy prefirió tomarse un Red Bull.
A sus pies estaba su bolsa. En la bolsa: una pipa. Walther PPK. La vieja arma de la policía. Además de cuatro cargadores llenos. Le estaba quemando en la cabeza: ¿y si pasara algo? Al mismo tiempo: nada podía pasar. No hacía más que navegar por la red, en plan relajado. «Deja las paranoias, J-boy».
Necesitaba concentrarse. Repetía una de las reglas del Finlandés para sí: nunca había que navegar por la red desde tu propio ordenador. Esto siempre dejaba rastros. Direcciones IP, cosas en los discos duros de los ordenadores. Jorge no era un hacker, pero estaba al tanto: la pasma siempre conseguía sacar la mierda, por muy bien que la borrases.
Así que el Seven era ideal, aquí podía navegar en una caja pública.
La investigación del día: sitios web que vendían inhibidores de frecuencias de telefonía móvil.
El Finlandés le había pasado un par de direcciones que pensaba que podían funcionar. Jorge incluso estaba dispuesto a largarse a Polonia para pillar un inhibidor in situ.
Se tomó un sorbo de Red Bull. Un sabor dulce y falso. Aunque estaba rico. Necesitaba la energía. En los últimos días: había trabajado al ciento diez por ciento en el plan para el ATV. Nunca se olvidaba del golpe. Siempre había preparativos pendientes. Siempre quedaban cosas por arreglar. Siempre lo tenía en la cabeza. Tenía que dejar a un lado la cafetería por un tiempo; dejaron que Beatrice asumiera más responsabilidades.
Desvió la mirada del ordenador. La prensa de los tabloides publicaba el último titular de importancia global: «Tu tos puede ser una enfermedad mortal». Una de las noticias más comunes en aquellos periódicos. Los titulares que Jorge había visto en los últimos años: «Dolor de cabeza: una aflicción potencialmente mortal. Dolor de tripa: enfermedad grave. La barba puede ser señal de muerte». Según aquellos periodicuchos: Jorge debería estar más muerto que Michael Jackson y 2Pac juntos, ya desde hacía más de diez años.
A pesar de todo, hoy era el primer día que no chillaban cosas sobre el intento de asesinato a Radovan la Polla Kranjic. Lástima; a Jorge le molaba la noticia de que alguien hubiera intentado suprimir a ese cerdo.