El plan, otra vez. La clave para un golpe exitoso, según el Finlandés: planificación a largo plazo, una organización de puta madre, una peña sólida. Jorge lo llamaba sus
mandamientos
. Cada parte: un mandamiento. Un cimiento. Un pilar. Cada
mandamiento
: una ley que los reyes de los ATV siempre seguían.
De manera más detallada: planificación a largo plazo, un término profesional. El Finlandés insistía: esto era más verdad que todas las pelis de Scorsese juntas. Daba igual lo sólidos que fueran tus planes; si comenzabas el golpe sin la antelación suficiente, tendrías problemas. Sin planificación a largo plazo: la pasma seguía tu rastro hacia atrás en el tiempo. Eran como perros de presa: una vez que te habían clavado los dientes no te soltaban. Rompían tus explicaciones como un huevo contra el borde de una sartén.
Jorge sabía más. Colegas que habían sido pescados contaban historias que no eran fiables. Siempre eran tan listos. Pero J-boy era más listo. Empollaba solo. Tom Lehtimäki le ayudó a sacar un montón de sentencias. Tribunales de primera instancia por toda Suecia; habían enviado una cantidad jugosa de papeles a un apartado de correos que había registrado bajo nombre falso. El atraco del helicóptero, el atraco de Akalla, el atraco de Hallunda. Jorge estudiaba, tomaba notas con papel y boli. Aprendía de los errores que los demás habían cometido. Los payasos que la habían cagado; carecían de coartadas convincentes, habían cotorreado como tías en los interrogatorios policiales, no se habían dado cuenta de que la poli podía haber colocado dispositivos de escucha, habían aflojado como billonarios los días después del atraco. Entendía cómo la policía rastreaba las huellas que dejabas. Cómo te interrogaban in situ cuando te detenían. Cómo te presionaban en los interrogatorios de la prisión. Cómo te la metían en las salas de juicio.
«Vemos aquí que todos metisteis nuevas tarjetas SIM en vuestros teléfonos el día antes». «Ha trascendido que dos años antes del atraco adquiriste dos cargadores para un fusil automático». «Hay pruebas de que os juntasteis diez personas en un apartamento de una habitación una semana antes del robo. ¿Por qué?».
¿Por qué? Esa pregunta no iba a salir siquiera.
Organización: la segunda ley del Finlandés. Sinceramente: la mayoría de la gente que trataba de dar un golpe no eran los tipos más listos del mundo. Un clásico: los chavales que tenían un exceso de confianza en sí mismos se sobreestimaban más de lo que los vikingos sobreestimaban su selección de fútbol. El
jackpot
que cada
hombre
pensaba que le tocaría alguna vez en la vida. Salirse con la suya y hacer temblar al país entero. Parecía tan fácil hacer algo tan difícil. Billetes de dólares en fajos apretados, metidos en maletines. No, eso era escapismo.
En realidad: la organización requería una investigación de peso. Sobre todo: un dolor de cabeza de peso. Jorge nunca lo habría conseguido sin el Finlandés y, aun así, sería difícil. Pese a todo: en el fondo la responsabilidad recaía sobre él; una misión chunga que sobrellevar. ¿Cómo hostias saldría todo esto? La respuesta era clara. Se deletreaba: o-r-g-a-n-i-z-a-c-i-ó-n.
Y por último, la ley más importante. La regla que nunca podías olvidar. El tercer pilar del Finlandés. Lo repetía una y otra vez.
Jugadores de equipo fiables al cien por cien.
—¿Tus colegas son de fiar? —insistía el Finlandés.
J-boy lo pillaba.
Con un solo chivato, todo podía irse a la mierda. Algún marica no aguantaba la presión, se dejaba llevar por las promesas de la pasma de condenas rebajadas, protección personal, una nueva identidad, dinero, una casa en algún lugar del campo, rebajas en la condena. Los jefes de interrogatorios listos fingían ser majetes. Maderos que te invitaban a pizza en la celda de la prisión preventiva y te llevaban una peli porno para pasar la noche. El canto de una sola rata. Las confesiones cobardes de una sola nena. Podría ser suficiente para una imputación. Peor: podría ser suficiente para una sentencia condenatoria.
Y por eso era tan importante que te rodeases de colegas que no abrían el culo. No bastaba con que fuera gente que en condiciones normales no cantaba; eso no lo hacía nadie. Tenían que estar hechos para aguantar más presión que eso. ¿Alguno de ellos había colaborado alguna vez con alguna autoridad? ¿Alguno de ellos había pasado meses enchironado con el más alto nivel de restricciones? Máximo una hora al día en las jaulas del patio de cinco metros cuadrados; el único momento del día en que te permitían fumar. Sin ningún tipo de contacto con los demás prisioneros, nada de televisión. Nada de llamadas de teléfono o cartas al mundo exterior, ni a colegas ni a tu madre. Solo tú. Solo.
¿Cómo se habían comportado? ¿Cómo habían hablado? ¿Cómo se habían desenvuelto ante la pasma?
Pensaba en los impresos que Red & White Crew y otras bandas hacían rellenar a los nuevos candidatos, como si fuera una puñetera solicitud a los cursos de acceso a la universidad para mayores de veinticinco años. Quizá Jorge debería montar algo parecido.
Pero conocía a Mahmud, Javier y Sergio como si les hubiera parido. Tom era del cien por cien. Mahmud ponía las manos en el fuego por Robert. Tom ponía las manos en el fuego por Jimmy y Viktor.
Eran más sólidos que las bandas con sus chalecos y reglas inventadas; los tipos más serios nunca utilizaban estas chorradas: era como atraer las miradas de la pasma hacia uno intencionadamente. Los más serios actuaban sin que se les notase.
De todas formas: el tercer pilar; si no te lo tomabas en serio, se podría decir que te merecías una condena.
Pensó en los progresos de las últimas semanas.
Navegaba por Google Earth y hitta.se como un friki. Las fotografías de satélite de Tomteboda: pedazo de álbum de
Enemigo Público
. Se veía todo: coches, vallas, los garitos de control de las entradas, las vías de tren, los muelles de carga. Incluso se podían girar las imágenes en 3D. Explorar el mundo como en un videojuego. Joder, era la hostia. Trataba de pedir los planos de los locales de carga y descarga; se lo negaron. Parecía que era información confidencial. Se preguntaba por qué Wikileaks solo publicaba documentos para terroristas, pero nunca para atracadores.
El Finlandés le sacó unos planos dibujados a mano. Jorge los estudió como si fuera un estudiante del primer año de arquitectura de habitáculos de seguridad. El Finlandés dibujaba líneas rojas: «Así es como entráis, según dice mi contacto de dentro». Jorge dibujaba líneas azules: «Así es como salimos de allí».
Robó una cámara digital en Media Markt. Un bicho pequeñito, Sony, trescientos gramos. Él y Mahmud dejaron que un viejo borracho les alquilara un coche y fueron a Tomteboda. Dieron vueltas por el sitio durante media mañana. Pedazo de planteamiento de espías. Aprendieron las carreteras. Registraron las señales, las rotondas, el número de filas. Se acercaron poco a poco. Fijaron la cámara con cinta aislante sobre el panel de control. Pusieron una camiseta alrededor para que no se viera.
Ya había llegado la primavera de verdad: pequeñas flores blancas entre la hierba en los jardines, quedaban rastros de grava en las carreteras, había mierda de perro calentada por el sol en las aceras.
Se veía Tomteboda en la distancia. Un edificio gigantesco: seiscientos metros de largo. El casco exterior de chapa. Habitáculos acristalados que sobresalían, pilares y huecos para ascensores en las fachadas. Tuberías gruesas, conductos de aire acondicionado, toldos que protegían del sol, canalones, chimeneas y un montón de cacharros más por todas partes. El sitio parecía una nave espacial.
Desgraciadamente, no pudieron acercarse lo suficiente. El mejor sitio para espiar era una pequeña colina a unos trescientos metros, al otro lado de las vías. Según el Finlandés: el miércoles era el día de la semana en el que llegaban los transportes de valores. Sin embargo, la empresa de transportes de valores cambiaba a menudo su rutina, era imposible saber la hora exacta. Esto se arreglaría; el contacto del Finlandés tendría que informar.
Jorge sacó unos prismáticos. Miró. Giró el enfoque. Una vista perfecta. Grava y asfalto alrededor del edificio. El sol brillaba en el casco metálico del terminal. Los muelles de descarga estaban alineados y enumerados; eran veintidós. Entraban y salían tráileres amarillos con el logotipo de correos. Marcha atrás hacia el muelle de carga. Trabajadores de correos con jerséis azules sacaban carritos con cajas azules. Metían los carritos de uno en uno. Eran cartas normales; en realidad, poco interesante. Pero podría ser bueno verlo.
Esperaron. Jorge sacó unos sándwiches envueltos en plástico que había comprado en Pressbyrån.
Comieron.
Vigilaron.
Bebieron Fanta.
A la una entraron dos camiones negros por la entrada del sur. No había logotipos ni emblemas de correos, no era un transporte de valores claro. Pero J-boy ya sabía en qué muelles debían parar si lo eran, los muelles vallados: veintiuno y veintidós.
La idea central del planteamiento del Finlandés: había que pillar el transporte durante la descarga. No en la carretera ni cuando los maletines ya estaban en el almacén. De esta manera podían evitar tener que forzar el blindaje de los furgones y el sistema de seguridad del almacén.
Continuaron vigilando.
Jorge toqueteaba la cámara, tratando de grabar; la distancia era demasiado grande. La imagen, una mierda.
Salía gente de los camiones. Uniformes verdes, gorras oscuras. Algunos: con teléfonos móviles o
walkie-talkies
. Algunas porras. Trabajaron rápidamente, metiendo grandes carros de metal con rejas en los laterales. Se veía claramente el color de los maletines con las grandes asas que estaban en los carros.
El pequeño granuja del contacto del Finlandés sabía de qué hablaba. Así era como tenían que ser los maletines de la pasta. Grandes asas. Medio metro de altura. Negros.
Shit
. Habían dado en el clavo.
Jorgelito contra los transportes de valores de correos: uno-cero.
De vuelta en el 7-Eleven. Estaba pensando en el fajo de pasta del piso. Ochenta mil billetes.
Recogidos de los miembros del grupo. Mahmud tenía un fajo idéntico en su casa. Ciento sesenta de quinientos, con una goma alrededor. Metidos en una bolsa que estaba en la cisterna del inodoro.
Jorge. Mahmud. Tom. Sergio. Javier. Robert. Y los vikingos: Jimmy y Viktor. Tipos sólidos. Mahmud insistía: «Deberíamos meter a Babak también».
Sí, claro. Sigue soñando.
En breve tocaría montar una asamblea general. Jorge había repasado todo con el Finlandés. Iba a presentar el plan ante los chicos. Comentarles de qué iba la peli: este era un asunto de otro nivel.
Jorge borró el historial de Internet Explorer. Cerró el lector web. Se levantó.
En la mano: la bolsa con la pipa.
Afuera, Mahmud estaba esperando en un Range Rover Vogue que el pringado de Babak le había prestado. Sobre el papel, algún vagabundo cuarentón figuraba como propietario del todoterreno. Babak: un coñazo de tío, pero no era subnormal.
Camino del almacén. Iban a dejar la Walther. Otra de las leyes del Finlandés: nunca tener armas en casa.
Más difícil de lo que pudiera parecer. Jorge y Mahmud: les encantaba tontear con pipas. Enseñarlas en fiestas. Dejándolas colgadas del cinturón del pantalón como si fuera algo de todos los días. Posar para los colegas, sacar fotos y enviar con MMS. Practicar el tiro en el bosque como auténticos gánsteres.
Nada de eso ahora. Había que llevar cada pieza al almacén.
Jorge se giró hacia Mahmud. Hoy el árabe llevaba una riñonera. ¿Qué llevaría el tío en ella? J-boy estuvo a punto de preguntarle si era maquillaje, pero al final pasó.
Mahmud apagó el equipo de música.
—Se me ha ocurrido una cosa de matemáticas para el crimen perfecto —dijo.
—¿Qué cosa de matemáticas?
—A ver, escucha. Puedes contar calderilla. Hacer que las moneditas se conviertan en billetes. Trapicheando y vendiendo durante años. Puedes extorsionar a la gente, hacer robos pequeños, cualquier cosa. Cuanta más pasta, mejor. Cuanto menos tiempo de trullo arriesgues, mejor, ¿no es así?
—Por supuesto.
—Vale, entonces la cosa es la siguiente. Si coges lo que ganas y lo divides por el tiempo de condena que te puede caer, te sale un número. ¿Me sigues?
—Claro, yo saqué un puto Bien en mates.
—Bueno, entonces si puedes conseguir cinco kilos y te pueden caer cinco años en el trullo, o puedes conseguir ocho kilos y te pueden caer diez años de trullo, ¿qué haces?
—Eso depende.
—Piensa de la siguiente manera, cinco kilos dividido por cinco es un millón. Ocho kilos divididos por diez solo son ochocientos billetes. Así que hay que optar por lo primero. Salen más coronas por año. Es así como piensan los Ángeles del Infierno ahora que han empezado a montar sus crímenes económicos, no hay condenas.
—Vale, lo pillo. Pero también puede que quieras tener ocho kilos antes que cinco, ¿no? ¿Quizá prefieras poder conducir un Ferrari antes que un BMW?
Quince minutos más tarde. Entraron en la calle Malmvägen. El
hood
de la infancia de Jorge. Las torres de diez plantas de los proyectos del millón, llenas de escamas de cemento que se estaban cayendo. El lugar en el que se había convertido en lo que era ahora: J-boy, el camello de coca, el Fugitivo, el propietario de una cafetería. Donde su madre lo había intentado lo mejor que podía. Ella todavía vivía no muy lejos de ahí, en Kista.
Se preguntaba qué diría la gente sobre el coche. El Range Rover: macizo de cojones. La sensación de estar en un autobús.
Pensó: Malmvägen era una nación dentro de una nación. Una Suecia dentro de otra Suecia. Un estado soberano en el que gente como él conocía las leyes. Eso era lo que la Suecia vikinga nunca comprendería, porque se habían acostumbrado a madres divorciadas, hermanastros, padres adoptivos, a chicas de catorce años que se emborrachaban y eran violadas, viejos que acababan en residencias de ancianos, borrachos reventados en los bancos de los parques, con familias a las que les daba igual. Lejos del ideal. Así que los suburbios tenían que protegerse. Construir sus propios sistemas dentro del sistema de Suecia. Preservarlos. La mayor parte de lo que ofrecía el
hood
era mejor de lo que tenía la Suecia de los otros. La vida significaba algo de verdad. Amistad, amor, odio; los sentimientos no eran solo de mentira.