—¿Lo ves? Ahí está Jet-set Carl.
Shit
, qué bueno está.
Natalie no se molestó en contestar. Evidentemente, el anfitrión la había visto. Se acercó a ellas. Una mirada que parecía auténtica. Una sonrisa ancha que resultaba asquerosa.
—Natalie, cómo me alegro de que hayas podido venir. ¿Cómo estás?
—Estoy bien. ¿Y tú?
—Pues estoy genial. Contentísimo de que toda la obra esté terminada. Ha costado casi año y medio. Pero ha quedado bien, ¿no te parece? —De repente su tono se volvió más serio—. Aunque entiendo tu situación. Tiene que ser una sensación muy desagradable. Por eso me alegro tanto de que hayas podido venir.
Natalie no sabía qué contestar. Su padre había sido víctima de un atentado, y ella estaba allí, de fiesta. Se sentía como una idiota.
—No pasa nada. —Se dio la vuelta hacia Louise—. Ésta es mi amiga Lollo Guldhake.
La sonrisa de Louise no era de verdad, sino más bien una mueca que ella creía que se asemejaba a una sonrisa. Pero parecía funcionar con Jet-set Carl. Le dio un beso en la mejilla.
—Qué tal, Lollo, me alegro de conocerte. Espero que estés disfrutando de la fiesta.
Después se inclinó hacia delante, susurró algo al oído de Louise. Natalie pensó: «Esto podría ser un momento memorable para Lollo Guldhake».
Más tarde. Salió al vestíbulo, buscó su abrigo de
shearling
, sonrió al portero y subió por la escalera.
La terraza parecía un bosque de setas de metal, calentadores de gas para aumentar el confort de la fresca noche de mayo. Jet-set Carl no se arriesgaba; un tercio de la terraza estaba ocupado por una carpa con calefacción propia. Pero fuera no se estaba mal. Los invitados inundaban la terraza. De los enormes altavoces salía el último éxito de Rihanna.
Los mismos carteles publicitarios de Smirnoff por todas partes.
Echó un vistazo a la gente. La misma mezcla de gente que en la planta de abajo. La misma expresión absurda en las caras. Salvo en las caras de aquellas personas que estaban demasiado colocadas como para ocultar su curiosidad por los famosos.
Natalie miró por la barandilla. El cielo era de un color azul oscuro. Las luces se elevaban de la ciudad. Pudo ver el tejado y la aguja de Hedvig Eleonora. Un poco más adelante estaba la torre del mercado de abastos. Siluetas oscuras en el espacio de una noche de primavera. Pensó en la conversación que había tenido con su padre cuando volvió del hospital.
—Natalie, me gustaría hablar un poco contigo. —Siempre en el complicado serbio, aunque bien sabía que Natalie prefería hablar en sueco.
Entraron en la biblioteca.
Junto al escritorio estaba Stefanovic. En uno de los sillones estaba Göran, en el otro, Milorad. Los tres estaban presentes en el aparcamiento cuando tuvo lugar el intento de asesinato. Su padre se sentó en su butaca, donde siempre lo hacía. Llevaba un brazo en cabestrillo.
Natalie saludó a los hombres, la besaron en las mejillas: derecha, izquierda, derecha. Ella ya los conocía a todos. Habían estado cerca de su familia desde que tenía memoria. Aunque no les conocía para nada. La sensación que ella tenía ahora era que hablaban de tú a tú. Por primera vez.
Su padre se llenó un vaso de whisky.
Agitó la bebida un par de veces antes de tomar un sorbo.
—Natalie, hija mía, me parece importante que estés presente en una parte de nuestra conversación aquí dentro. ¿Quieres tomar una copa?
Natalie lo miró. Sujetaba la botella de whisky y un vaso en la mano. Johnnie Walker Blue Label. También era la primera vez en su vida que su padre la invitaba a tomar un whisky.
Cogió el vaso. Su padre lo llenó.
Él se giró hacia los demás.
—Esta es mi hija, ¿lo veis? No rechaza una buena copa. Una verdadera Kranjic.
Stefanovic, sentado en el rincón, asintió con la cabeza. Ella les caía bien a los hombres de la habitación, lo notaba; los aliados de su padre. Los únicos, salvo la familia, en los que podía confiar ahora mismo.
Su padre comenzó a hablar de nuevo.
—Estamos en un cruce de caminos.
Natalie se tomó un sorbo del whisky, le quemó la garganta de manera agradable.
—Quiero que estés presente para que comprendas lo que está pasando. La empresa de derribos, la importación de alcohol y tabaco, las máquinas tragaperras, los servicios de guardarropa… Ya sabes a qué me dedico, Natalie. Luego también tenemos otros negocios funcionando. Pero por el momento lo dejamos en eso.
Agitó el whisky en el vaso otra vez.
Natalie estaba al tanto de más cosas de las que su padre había enumerado. Él jugaba a todos los palos en sus negocios. Mucho de lo que hacía no era considerado decente por gente como Lollo, por poner un ejemplo; pero esa era la suerte del inmigrante. ¿Y acaso era mucho mejor ganarte la vida como inversor de riesgo, sacrificando empresas y despidiendo a trabajadores, con planteamientos tan intrincados que no hacía falta pagar ni una corona en impuestos, que era lo que hacía el padre de Louise?
Radovan había llegado lejos desde que empezó con veinte años en las fábricas de Scania de Södertälje. Contra todo pronóstico, se había abierto camino por el mundo con dos manos vacías. La mayoría de los negocios que regentaba hoy en día no eran ilegales, pero a los ojos de la sociedad sueca siempre sería considerado un criminal. Así que los vikingos se lo habían buscado; si nunca le dabas una oportunidad de trabajar honestamente a una persona, tenías que aceptar que esa persona a veces se saltara las reglas. El país de los demócratas suecos solo iría a peor.
—Estocolmo ha sido nuestro mercado sin oposición durante muchos años —continuó su padre—. Hemos tenido nuestros contratiempos, claro está. Asesinaron al
Kum
Jokso. Mrado Slovovic trató de engañarnos. Esos hijos de puta que volaron el chalé de Smådalarö querían reventarnos otra vez. Pero, ya lo sabéis, nadie revienta a un Kranjic. ¿No es así, Natalie?
Natalie imitó a su padre, giró su whisky en el vaso. Sonrió.
—Y ahora, lo último: algún hijo de puta trata de suprimirme de una vez por todas en un puto aparcamiento. Corren otros tiempos. Llevamos unos años viendo esta evolución. Cada vez más gente quiere una parte del negocio. Ya sabéis quiénes son: Ángeles del Infierno, Bandidos, Original Gangsters, los sirios, los albaneses… Llevan aquí mucho tiempo. Pero hasta ahora ellos se han ocupado de lo suyo y nosotros nos hemos ocupado de lo nuestro. Y en realidad solo los Ángeles del Infierno han jugado en la misma liga que nosotros. Pero los más recientes: los gambianos, Dark Snakes, Born to be Hated, es como el puto libro de la selva. Antes, la gente nos aceptaba, sabían que no atacarnos era mejor para todos. Pero estos nuevos simios no se han dado cuenta de que hemos tenido un efecto estabilizador en las zonas grises de Estocolmo. No tienen historia, no se han dado cuenta de que todo el mundo aprecia el orden, incluso la pasma. Los Ángeles del Infierno, Bandidos y los demás ganan una buena pasta en sus respectivos campos. Los que están en las posiciones más elevadas de la jerarquía montan negocios de trabajadores ilegales y asuntos de facturación en el sector de la construcción, los que están más abajo se dedican a la extorsión y a la droga. Pero los nuevos jóvenes solo quieren el caos, siempre y cuando sean reyes en sus propios guetos. Así que algunos pueden pensar que les va a beneficiar quitarme de en medio.
Respiró hondo.
—Por otro lado, no era un aficionado el que lo intentó en el aparcamiento, eso sí que lo tengo claro. Así que ya podemos descartar a algunos de los más verdes, solo se dedican al crimen
desorganizado
. No, hay alguien que trata de quitarme de en medio en serio. No sé quién es, pero lo que significa es que está tratando de quitarnos
a todos
de en medio.
Natalie escuchó. Estaba con su padre al cien por cien. Alguien estaba tratando de eliminarlo, eso estaba claro. Y ese alguien había iniciado una guerra no solamente contra su padre. Era una guerra contra toda su familia y contra todos los que estaban en la biblioteca ahora mismo. No se podía tolerar. Era una humillación.
Miró a los hombres de la habitación.
Su padre llevaba una camisa y unos chinos. Tenía un aspecto serio.
Stefanovic estaba bien vestido. Una camisa a rayas bien planchada con botones dobles y gemelos de plata, con la palabra Gucci inscrita en ellos. Llevaba el pelo peinado a un lado con decisión, una barba corta y una pulsera dura de plata alrededor de la muñeca. Stefanovic era el único que se preocupaba por su aspecto de esta manera.
Göran llevaba el chándal negro de siempre. Siempre Adidas. Zapatillas de correr desgastadas, Nike Air, siempre. Era divertido pensar que Göran, el serbio menos preocupado por la moda del norte de Europa, había comprado un par de zapatillas retro que ahora estaban de moda. O, si no, seguía con las mismas zapatillas desde 1987, no resultaba del todo impensable.
Milorad llevaba vaqueros y un polo; un Lacoste rosa. Además estaba moreno y parecía estar en buena forma. Saint-Tropez,
here I come
,
[23]
más o menos. Milorad trataba de mantener un aspecto joven, pero en el mundo de Natalie él llevaba allí tanto tiempo como su padre.
Se preguntaba quiénes eran estos hombres en realidad. Si podían proteger a su padre. Si eran capaces.
Después se le pasó por la cabeza una última pregunta. Una idea que le produjo una quemazón instantánea: ¿de verdad se podía confiar en ellos?
Su padre hablaba de su nueva manera de trabajar. De diversificar más las actividades. Cambiar de rutinas. No repetir los mismos procedimientos demasiadas veces. Reclutar personal nuevo, aumentar los controles de seguridad, hacer una limpieza entre aquellos que no daban la talla.
Los hombres estaban callados. Escuchaban. De vez en cuando metían algún comentario.
Todo el tiempo, en sus caras: respeto.
Luego miró a Stefanovic. Lo miró de reojo otra vez. Estaba segura: los ojos le brillaban.
Lollo estaba hablando con un chico que llevaba un pañuelo rosa en la solapa y un reloj parecido al de Viktor en la muñeca.
Natalie había llamado a su padre para que viniera a recogerla.
Había hablado con Louise, con algunas otras chicas que solía ver por ahí, había intercambiado algunas palabras con Jet-set Carlitos otra vez, había hablado de tonterías con un tipo llamado Nippe, le había provocado una sonrisa un tío de dos metros que estaba tan colgado como el Golden Gate y que pronunciaba la palabra
turquesa
de una manera extremadamente
funny
.
[24]
La noche no había estado mal, pero ahora quería ir a casa.
Su padre llamó. Dijo que ya estaba abajo, en la calle. Ella podía salir.
Bajó en el ascensor.
El portal de la casa era tan de la clase alta como podía ser: estucados antiguos y frescos con motivos nórdicos adornaban el techo. Una alfombra tejida a mano de felpudo. A través de los cristales de las puertas veía un BMW de color azul oscuro en la calle. Era el coche de su padre.
Salió.
El BMW estaba a veinte metros de ella.
Alguien pasó por delante del coche. Luego dio la vuelta a la esquina y desapareció por la calle Storgatan.
No se veía quién estaba dentro del coche.
Una de las ventanillas se bajó un poco.
Oyó una voz:
—Soy yo.
Una mano que saludaba. Era su padre quien le había hablado.
Natalie se acercó. Vio a su padre en al asiento del conductor.
Arrancó el motor.
Faltaban diez metros.
Entonces: un ruido. Algo que estalla.
El cuerpo de Natalie fue empujado hacia atrás, al aire.
No supo qué había pasado.
Oyó un ruido monótono.
Un silbido en los oídos que nunca quería parar.
El BMW.
Trató de ponerse en pie. Estaba a cuatro patas.
Salían grandes nubes de humo del coche.
F
uera llovía. Un repiqueteo bajo. Corría el agua por algún lugar dentro de la casa.
J-boy miró por la ventana. Árboles macizos. Arbustos. Largas hojas de hierba. Un pequeño cobertizo que Jimmy llamaba
friggebod
. Tres coches aparcados.
Los chasquidos de las gotas de agua seguían.
A la primavera le costaba arrancar este año.
Miró hacia arriba. Vigas en el techo. Parecía raro: ¿para qué hacer casas sin falsos techos? Tenía que ser una cosa de los vikingos. Pero al menos estaban secos. Así que las gotas no venían de allí.
Siguió repasando la estancia. Papel pintado con dibujos amariconados: flores azules y rosas. Estanterías de color madera, cortinas finas, pedazo de cornamenta de alce sobre una de las puertas. Un ramo de flores secas sobre la otra puerta. En el suelo había una alfombra de trapo, un cesto con leña, radiadores eléctricos que hacían tictac.
El sitio estaba en medio de la nada: habían llegado por un camino sinuoso. Los alrededores: granjas, graneros, tractores desgastados que estaban aparcados en cobertizos medio en ruinas. Las afueras de Strängnäs, o «tierra adentro», como decía Jimmy.
La casa: una de las llamadas casitas de campo. Una de esas casitas rojas con chimenea que cada suequito parecía tener.
Pero ¿por qué querrías tener una casa así? El aislante era malo, no había fregadero, no había falsos techos.
Shit
, no tenían ni reproductor de DVD o conexión a Internet por allí. Jorge no pillaba para qué servía esta casa.
Breves destellos de memoria. Pensó en la carrera por las calles de Sollentuna.
Las ruedas chirriando. El cinturón de seguridad mordiendo su hombro. El móvil que estaba detrás de la palanca de cambios había botado como una pelota de tenis.
Entró en una de las calles de la urbanización de chalés. Condujo como un maniaco nada más desaparecer de la vista de la pasma. Aulló a Mahmud para que se diera la vuelta.
—¿Los ves? ¿Los ves?
Mahmud no los vio. Los polis no parecían haber tomado la misma salida que ellos.
Jorge pegó un frenazo. Cogió la bolsa con la pipa dentro. Abrió la puerta de golpe. Saltó a la calle. Miró hacia atrás. Tiras de regaliz negro detrás del coche.
Fuck
. Pero no había coche de polis, que él pudiera ver.
—Coge el volante. Sal de aquí, hablamos luego —le dijo a Mahmud.
Jorge salió corriendo, como una repetición de la fuga de la cárcel de Österåker. Saltó un seto. Atravesó un césped. Pasó un arenal. Resoplaba. Respiraba. Se metía prisa.