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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

Una vida de lujo (40 page)

BOOK: Una vida de lujo
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Se sentaron. JW pidió un Martini. Natalie quiso tomar un Bellini.

Ojearon la carta de vinos.

Hablaron de amigos en común: Carl Jetset y Hermine Creutz. Hablaron de algunos sitios de marcha de Estocolmo: el nuevo bar del Sturecompagniet, la nueva planta superior de Clara’s. Repasaron las semanas holmienses de Saint-Tropez y Båstad.

JW sonaba como si fuese un ricacho; y eso que Natalie sabía que el tío acababa de salir de la cárcel después de cinco años enchironado. ¿Cómo podía ser?

JW pidió una botella de vino que costaba siete mil coronas.

Les sirvieron el primer plato. Empezaron a comer.

A Natalie le sorprendía que el ambiente fuera tan liviano. Después de todo, el chico de Göran había sido un poco durito con JW. Le volvió a mirar. El tío: un actor. Interpretaba el papel arquetípico del niño pijo de Stureplan. Una copia de Carl Jetset. Un trepa hasta la médula. Pero había algo más por detrás. Los ojos de JW eran inteligentes, centelleantes.

Natalie se acercó a él en el asiento. Sus cuerpos casi llegaron a tocarse.

Pinchó un trozo de pescado con el tenedor, pero se arrepintió y lo dejó sobre el plato.

—Quiero hablar contigo de negocios, JW.

Él se tomó un sorbo del vino.

—Sé que trabajabas para mi padre antes de que desaparecieras —continuó Natalie—. También sé que no siempre fuiste del todo legal con él. Cometiste ese error. Pero él lo dejó pasar, así que tú pudiste ayudarle en algunos asuntos económicos. Te aseguro que mi padre sabía interpretar a la gente. Pensó que no nos la jugarías otra vez. Nadie lo hace.

Las llamas de las velas bailaban ligeramente.

Ella vio en sus ojos que él sabía de qué hablaba. Göran le había contado cómo JW rápidamente se había convertido en uno de los camellos estrella del equipo de su padre. Pero justo al final había intentado una jugarreta; había ido por libre con algunos otros hombres. No cuajó, la policía detuvo tanto a JW como a los otros. Todos fueron encarcelados con largas condenas.

—Relájate —dijo JW—. Eso fue hace mucho tiempo. Pero ya sabes que ahora se habla mucho. De Stefanovic, de Göran. De ti. Yo ayudé a tu padre. Pero a mí me gusta poner todas las cartas sobre la mesa. ¿Qué es lo que quieres?

Natalie volvió a levantar el tenedor con el trozo de pescado. Lo metió en la boca. Terminó de masticar antes de hablar.

—Es muy sencillo. Yo estoy al mando de todos los negocios que mi padre había iniciado. Eso también incluye a todos los colaboradores.

Las manos de JW estaban totalmente quietas sobre la mesa. Los gemelos brillaban. Natalie pensó en sus uñas. Eran uñas de sueco completamente: innecesariamente cortas, estaban sin limar, sin pulir. Los dedos de su padre jamás habrían tenido ese aspecto.

JW se inclinó hacia delante.

—Tenéis que entender que no soy cualquier asesor de poca monta. En circunstancias normales, cuando la gente busca consejo, acude a algún abogado o a un contable más o menos favorablemente dispuesto. En el mejor de los casos fingen no entender de qué les estás hablando. Están entrenados para parecer inocentones y después hacen los arreglos necesarios para que funcione. Conmigo esto no funciona así. Conmigo puedes hablar claro y mis planteamientos están directamente enfocados a cumplir con los deseos de mis clientes.

—Bien, pero ¿has entendido lo que te he dicho? Yo dirijo todos los negocios que eran de mi padre. Nadie más. Y eso incluye a Stefanovic.

Él entendía, eso se veía. Pero explicó que no sabía exactamente a qué se dedicaba Stefanovic. Solo que procuraba mover el dinero de un lado a otro de la manera más adecuada posible. Se negó a mencionar nombres de personas o de bancos. Pero Natalie ya conocía el nombre de uno de los protagonistas: el viejo político, Bengt Svelander. Aun así, JW hablaba con la suficiente sinceridad como para que Natalie pudiera sacar algo en claro de la conversación; no negó sus contactos con Stefanovic. El tío era un profesional.

—También tenéis que entender que no quiero problemas —dijo JW—. Si dejo que te hagas cargo de esto, ¿qué voy a decirle al que fue el favorito de tu padre? No funciona de esa manera. Esto ya ha echado a rodar. Es una máquina que funciona.

Natalie giró la cabeza. Miró a JW a la cara. ¿No lo había pillado? Como no hiciera lo que ella decía, lo que iba a rodar era su cabeza.

Al día siguiente. Natalie estaba en su Golf. Camino del sur. Ella conducía; era una sensación un tanto absurda: a su lado —doblado para caber— estaba Göran. Él había insistido cuando ella le había recogido junto a Gullmarsplan.

—Conduce tú. Es tu coche, jefa.

La misma ropa de siempre: chándal y zapatillas de deporte. Pero hoy se había remangado. Sus musculosos antebrazos lo delataban: tatuajes de color verde claro; la doble águila y el escudo de armas de la república serbia de Krajina. A Natalie le encantaban esos brazos; la habían sujetado aquella vez en el aparcamiento subterráneo del Globen. Aquella vez cuando habían disparado a su padre.

Tomaron la salida hacia Huddinge. El tráfico era fluido. Era mediodía, antes de la hora punta. La persona a la que iban a ver debería estar en casa a estas horas. La persona a la que iban a ver debería saber cosas que eran importantes.

Era agradable conducir el Golf. No como esos cacharros que vendía Viktor, que ella a veces cogía prestados, donde un ligero apretón del dedo gordo del pie hacía que el motor entrara en erupción como un volcán islandés. De todos modos, el Golf era poderoso. Vigoroso, de alguna manera.

Ella y Göran guardaban silencio. Natalie estaba concentrándose en encontrar el camino. El GPS le comunicaba las salidas.

—Natalie, conduces bien —dijo Göran.

—Gracias. Ya sabes quién me enseñó a conducir, ¿no?

—Lo sé. Él. El
izdajnik
.

—Sí, él. El traidor.

—Tu padre también era buen conductor.

—Quizá esa era la razón por la que tenía demasiados coches.

Göran sonrió. Natalie sonrió. Era la primera vez que había bromeado sobre su padre desde que lo asesinaran.

Estuvieron callados un par de minutos.

—Tienes humor —dijo Göran al cabo de un rato—. Igual que tu padre. Y sabes interpretar a la gente. También en eso te pareces a él. Recuerdo cuando me iba a contratar para su empresa de porteros. ¿Sabes lo que hizo?

—No.

—Había colocado una cajita de rapé y una cajetilla de cigarrillos sobre la mesa sin decir por qué. Comenzó la entrevista. Estuve todo el tiempo con las manos sobre las rodillas. Porque conocía su truco, pues ya le conocía de antes. Nunca contrataba a los que giraban la cajita o la cajetilla de cigarrillos. Era la manera que tenía tu padre de probar a la gente.

—¿Por qué?

—En los bares de Belgrado están todo el día fumando y toqueteando sus cajetillas de cigarrillos. Gente sin trabajo, gente que no quiere trabajar, holgazanes. Tu padre no quería contratar a ese tipo de gente. Quería gente activa a su alrededor.

Natalie se giró hacia él.

—Göran, estoy contenta de tenerte conmigo. No sé dónde estaría si no fuera por ti. Por mí puedes girar cajitas de rapé todo lo que quieras.

Al final: la urbanización de chalés. Pequeñas casitas planas. Por lo general, la mitad del tamaño de las casas de Näsbypark, donde ella vivía. Esto: el
sur
de Estocolmo; el mero hecho de que existieran urbanizaciones de chalés iba contra la lógica. Ella creía que en esos territorios no había más que bloques de viviendas.

Pasaban por las calles de la urbanización. Los coches aparcados: Volvos, Saabs, coches familiares japoneses. De nuevo: un parque móvil distinto comparado con Näsbypark. Aparte de los Volvos, claro: estaban por todas partes en este país; pero en la zona donde ella vivía dominaba la versión todoterreno y el S60. Natalie pensó que algunos suecos eran unos bobos; amaban a la Volvo como si fuera la casa real, a pesar de que la marca de coches llevaba diez años sin tener nada que ver con Suecia.

Después pensó en el Volvo verde que Thomas había visto una y otra vez en las grabaciones de las cámaras de vigilancia de su casa. La colocación de las cámaras tenía un gran fallo: la zona por encima del seto y la calle que estaba por detrás se veían bien, pero la parte inferior de la calle quedaba oculta a la vista. No habían podido ver la matrícula del coche.

Thomas, Natalie y Göran trataban de encontrar otros detalles que pudieran ayudarles a avanzar. El coche era un viejo S80, con un desgaste normal, no tenía transpondedor junto al espejo retrovisor. No había sillas de bebé ni cacharros en el salpicadero, la luneta trasera era oscura, con una especie de mancha oscura. Era como tratar de identificar una hoja de hierba en un campo de fútbol.

Intentaron discernir quién estaba al volante. Era un hombre, eso estaba claro. Bastante grande, con el pelo oscuro y los ojos hundidos. Y conducía con guantes. No se podía ver mucho más que eso, las imágenes estaban muy pixeladas. Aunque Natalie estaba segura. El que estaba en el Volvo tenía algo que ver con el asesinato.

Pero nunca iban a poder identificar el coche sin el número de la matrícula.

Treinta metros más adelante: la casa a la que iban.

Ella aparcó el Golf.

Salieron del coche.

El cielo era de un azul grisáceo. La casa era de un color entre amarillo y gris, como una fachada sucia junto a una autovía.

Comprobado: aquí había una conexión con Melissa Cherkasova. Tanto Natalie como Thomas la habían visto venir varias veces. Entrar y salir después de unas horas. A menudo en pleno día, cuando la mujer estaba sola en casa.

Comprobado: ella se llamaba Martina Kjellsson. Tenía veintinueve años. Estaba de permiso de maternidad con una niña de un año. Debería estar en casa a estas horas.

Natalie llamó a la puerta.

Al cabo de un buen rato, la puerta se abrió. La mujer los miró con cara inquisitiva. Natalie la escaneó durante un segundo. Los ojos estaban muy juntos. Llevaba un pantalón de chándal.

Laca de uñas descascarillada. Una joya alrededor del cuello:
Hope
.
[57]

Una niña en brazos.

Comprobado: esa era la mujer. La que Cherkasova solía venir a ver.

Martina Kjellsson levantó las cejas.

—Nos gustaría entrar y hablar un rato contigo —dijo Natalie.

Todo el tiempo: la mirada clavada en Martina. Natalie lo vio directamente en sus ojos, la misma expresión que la de Cherkasova: preocupación. O, en realidad: terror.

—¿Y de qué queréis hablar?

Göran: a dos metros de ella. Tal vez no era una buena idea que hubiera venido.

Natalie fue al grano.

—Queremos hablar de Melissa Cherkasova. Y nos gustaría entrar.

Göran dio un paso hacia delante.

La mujer sujetaba la puerta. Era evidente que era reacia a abrirla más. A Göran le daba igual; dio otro paso hacia delante. Agarró la puerta. La abrió. Empujó a la mujer adentro.

Natalie cerró la puerta tras ellos.

—No podéis entrar aquí de cualquier manera. No tengo nada que ver con vosotros.

El vestíbulo estaba recogido. A la derecha había una cocina. Sobre las paredes había fotos de niños y de un velero. Natalie la señaló con toda la mano. Martina entró a regañadientes.

—Solo queremos hablar. No queremos hacerte daño. Te lo prometo.

La mujer se quedó de pie. Natalie le dijo que se sentara.

Martina puso el bebé en una silla de niño junto a la mesa de la cocina. Había una lámina de plástico transparente debajo de la silla; probablemente para proteger el suelo de las guarrerías de la cría.

—No tengo nada que ver con vosotros. Quiero que os marchéis —repitió.

Natalie se sentía cansada.

—No vamos a salir hasta que hayamos hablado —dijo.

Se sentó. La mujer se sentó. Göran se quedó en el marco de la puerta.

La cocina era nueva. Suelo de gres de baldosas blancas y negras. Las puertas de los armarios eran de color beis. Una lámpara PH colgaba cerca de la mesa.

—Háblame de Melissa Cherkasova —dijo Natalie.

—¿Por qué?

—Sé que la conoces. Sabemos que ella ha estado aquí.

—¿Y qué queréis de ella?

Natalie se sentía cansada otra vez. ¿Por qué aquella mujer tenía que complicarse la vida tanto? Se puso de pie; dio un golpe a la mesa. Una taza vacía tembló.

—Hoy soy yo la que hace las preguntas. Si hay algo que no entiendes, me lo dices. Solo quiero que me hables de esa Cherkasova. Y no podemos esperar todo el día.

El bebé la miró con los ojos como platos. Martina parecía estar a punto de llorar.

—Tenéis que prometer que os marcharéis después.

Natalie volvió a sentarse.

—Sí, claro.

—La conozco solo de manera superficial. Nos conocimos por ahí hace unos años. Es la conocida de una conocida. Desde entonces ha venido a tomar café tres o cuatro veces como mucho. Pero de eso hace ya algún tiempo.

Natalie sintió cómo la irritación se superponía al cansancio.

—Si no dejas de mentir, esto puede llegar a ser muy desagradable. Sé que Cherkasova vino por aquí hace tan solo una semana.

—Sí, posiblemente. Podría ser. Nos vemos de vez en cuando. A ella le encanta la pequeña Tyra. Le encantan los niños.

—¿Y qué más? Quiero saber más cosas. ¿Quién es ella, qué hace?

—Creo que es de Bielorrusia, pero ya lleva unos cuantos años aquí. Habla un sueco bastante bueno. Estudia sueco e inglés, creo. Ha tenido algunos trabajos esporádicos por ahí. Vive en Solna, así que le lleva bastante tiempo atravesar toda la ciudad para venir aquí.

Natalie sintió la irritación de nuevo, ya estaba llegando al límite. Se inclinó hacia delante. Miró a Martina a los ojos.

—Esta es la última vez que te aviso.

Cogió la mano de Martina. Miró hacia la niña que estaba en la silla de bebé.

—Si no empiezas a hablar ahora mismo, va a ocurrir algo muy, muy desagradable. A mí también me gustan los niños, me encantan los bebés monos. Pero también me gusta que la gente colabore. Hoy parece que hay un conflicto de intereses. Y ahora quiero que empieces a hablar de verdad. ¿Entiendes?

Natalie volvió a mirar a la mujer. Lo que vio en la mirada de ella era una cosa diferente a lo que había visto antes. No era miedo. No era terror. Sino odio, un odio tan espeso que se podía cortar con cuchillo.

A pesar de todo, empezó a hablar.

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