Una vida de lujo (42 page)

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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

BOOK: Una vida de lujo
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Mahmud hablaba lento.

—Si te digo la verdad, estoy regular, ¿sabes?

—Joder. ¿Pero han terminado de operarte y esas cosas?

—No lo sé, tío. Pregúntale a ella.

Jorge se giró hacia la enfermera. Hablaba un inglés decente.

—En realidad, deberías hablar con el médico. Pero lo que sí te puedo decir es que el señor Al-Askori estuvo inconsciente hasta ayer. Se ha fracturado las dos clavículas, algunas costillas y uno de los brazos. Le hemos dado puntos en la cara, el brazo y en la espalda. El hombro derecho estaba dislocado y tenía una conmoción cerebral grave.

—¿Conmoción cerebral?

—Sí, una conmoción cerebral. Y además grave. Ha tenido problemas de desmayos, y ahora dolor de cabeza, náuseas, alteraciones de la vista y trastornos de equilibrio.

Mahmud movió la mano otra vez.

—Ahora dile que se vaya.

Jorge mandó a la enfermera afuera. Sacó una silla y la puso cerca de la cama. Se sentó.

—Doy gracias al rey tailandés y a Dios por la morfina de este sitio —balbuceó Mahmud.

Jorge le miró. Una sonrisa débil, al menos.

—¿Quieres que te traiga alguna cosa?

—No. Dicen que recuperaré la memoria antes… —Mahmud hizo una pausa. Recobró fuerzas—. Si no me meto tanta mierda. Pero, tío, ni recuerdo el atraco.

No dijeron nada durante algunos segundos.

Mahmud trató de decir algo. Palabra por palabra. Lentamente.

—Gracias por venir, Jorge.

—Por supuesto, tío, haría cualquier cosa por ti. Yo puse la fianza cuando te movieron. Este hospital es privado, ¿sabes? Si no hubiéramos hecho un pequeño reintegro de Tomteboda, nunca habríamos podido permitirnos este lujo.

Ahora le tocó a Jorge tratar de sonreír. Se miraron a los ojos. Mahmud parecía inseguro. Tal vez triste. Tal vez asustado. La verdad es que el árabe hablaba la mitad de rápido de lo normal. Quizá estuviera preso de los mismos pensamientos que no paraban de darle vueltas a la cabeza de Jorge. La gran pregunta: ¿cómo cojones acabaría esto?

—Es una pena que no sea un tío de nueve a cinco —dijo Mahmud.

—¿Y eso?

—Seguro de vivienda y seguro de viaje.

—Ya, es cierto, tienen esa mierda. Pero jamás he conocido a un auténtico gánster del
hood
con seguro de vivienda.

Jorge se echó el pelo para atrás con una de las manos. Volvió a ver aquella mirada en los ojos de Mahmud. Lo sentía como una cuchillada en el corazón. Su colega, el
homie
de la cafetería, su mejor amigo: parecía que estaba seriamente afligido.

—Por cierto —dijo Jorge—, ¿te acuerdas de mi colega, Eddie? Él tenía un seguro de hogar. Luego entraron a robar, alguien se llevó todo. La nueva tele, más de cuatrocientas películas de DVD, el ordenador, los pendientes de brillantes de su mujer, su reloj Cartier de dieciocho kilates y brillantes en cada número. ¿Sabes lo que dijo la compañía de seguros?

—No.

—Más o menos que un tío con una economía como la que tenía él no podría haber tenido esas cosas. Dijeron que no era más que un fraude. Pero sé que él tenía esos cacharros porque los he visto mil veces y sé que no eran robados. Eran cacharros legales de cabo a rabo.

De nuevo, silencio. Jorge oía la respiración de Mahmud: al colega le silbaba el pecho.

—Nos hemos dividido —dijo.

Mahmud guardó silencio.

—Ya no funcionaba. No había más que broncas. Tom quería volver a Bangkok. Y tu amigo se ha portado como un cabrón demasiadas veces ya.

—Una pena.

—Ya, pero es lo que hay. Javier y yo estamos aquí en Phuket. Pienso que deberías salir pasado mañana.

—Espero que sí.

Jorge pensó: «Diez mil baht por día, eso es mucho dinero».

Mahmud cerró los ojos. Apoyó la cabeza en la almohada.

Jorge estaba quieto.

Pensó: «Pérdidas de memoria. Alteraciones de la vista. Náuseas».
Joder
, su mejor
homie
se había convertido en un tío totalmente ido. ¿Cómo acabaría esto?

Jorge trató de animar el ambiente.

—Todo irá bien. Compramos un garito por aquí. Lo podemos llevar como la cafetería de casa. Estar tranquilos una temporada.

Mahmud seguía con los ojos cerrados.

—Estaría guay,
chabibi
.

Jorge pensó en los sustitutos de la escuela primaria. Llegaban, sonreían, pensaban que podían cambiar algo. Fingían enseñar cosas de fundamental importancia.

—Sois importantes, podéis ser lo que queráis.

Al cabo de unos días: empezaban a pillar de qué iba la peli; «Los
kids
de este cole pasamos olímpicamente de tus historias porque ya hemos tenido otros cuarenta sustitutos que han hablado como tú». Tenían un aspecto cada vez más cansado, explotaban, gritaban. Al final de la semana: se veía el pánico en sus ojos. Los gestos revelaban lo hechos polvo que estaban. Empezaban a llorar, salían corriendo del aula, nunca volvían.

Todo el atraco: era como una semana para uno de esos sustitutos. Habían tenido unos planes tan guays, unas ideas de la hostia, una planificación de primera. Él pensaba que podía cambiar la historia de la criminalidad: convertirse en
legendario
, J-boy Royale, el rey, el mito del extrarradio con la reputación más sólida del norte de Europa. Luego llegó el golpe, fue regular. Se escaparon, pero en un Range Rover con más rastros de ADN que una cuchilla de afeitar usada. El botín: no era pequeño como el cojón de una mosca, pero era más pequeño de lo esperado. Y después, después llegó el fin de la historia. Seis chavales en Tailandia que no se soportaban muy bien. Comenzaron a tocarle los cojones a la mafia rusa. Comenzaron a tocarse los cojones los unos a los otros. Se les fue la olla. Se separaron.

No solo la angustia criminal.

Jorge sentía ya pánico.

Quería llorar, echar a correr, no volver nunca más.

Estaba bajando en el ascensor. Había hablado brevemente con una enfermera. Mahmud tenía algún tipo de infección, según decía. Iba a tener que quedarse al menos dos semanas. Pero solo si alguien podía pagar.

Fue como un shock, ¿cuánto tiempo estaría allí dentro? No obstante, Jorge prometió que lo arreglaría. Tuvo que firmar una fianza, pagar treinta mil bahts por adelantado.

Pensó que había prometido a Mahmud que llamaría a su hermana, Jamila. Después pensó en su propia hermana, Paola. La había llamado desde una cabina, después del accidente de Mahmud. Necesitaba oír su voz. Comprobar que Jorgito estaba bien, que su madre estaba viva. En diez minutos de conversación, siete habían sido de lágrimas.

Se abrieron las puertas del ascensor.

Jorge atravesó el vestíbulo.

El calor le golpeó fuera. Del frescor del aire acondicionado al calor del infierno.

Necesitaba más pasta, fijo.

Necesitaba algo de qué vivir: un bar o alguna cafetería. Cumplir con lo que había prometido a Mahmud. Pero el colega tal vez estuviese ya totalmente fuera del partido.

Necesitaba quedarse allí unos años, hasta que la situación en casa se tranquilizase un poco.

Necesitaba hablar más con JW.

Necesitaba que alguien le ayudara.

Alguien que supiera cómo funcionaban las cosas en Tailandia.

No tenía ni idea de quién podía ser.

Capítulo 38

H
ägerström echó la cabeza hacia atrás. Notó un ligero dolor en la espalda. El asiento del avión no estaba mal, pero había poco espacio para las piernas. Llevaba ya nueve horas en esa postura. Había leído la revista de la compañía aérea y una novela policiaca de Roslund & Hellström, había visto una película y programas de naturaleza en la pequeña pantalla que estaba a treinta centímetros de su cara.

Estaba camino de dar un giro a la Operación Ariel Ultra. Un giro inesperado. Estaba volando a Tailandia, enviado por JW.

Se levantó y se abrió paso entre los otros pasajeros. Se estiró. Trató de enderezar el cuerpo.

Era un avión grande con unas escaleras que llevaban a la primera planta, donde estaba la gente de primera clase. Hägerström deseaba haber podido viajar en clase Economy Flex, por lo menos, pero eso habría levantado sospechas. Un exempleado del Servicio Penitenciario no pagaba veinticinco mil coronas por un viaje a Tailandia.

Echó un vistazo a las filas de asientos. Hägerström ya había hecho el mismo viaje varias veces en su vida. El avión estaba lleno de la mezcla de siempre. Familias suecas de la clase media con críos que corrían por los pasillos tosiendo y con los mocos colgando.

Tíos en grupos de tres o cuatro que estaban borrachos desde que habían facturado las maletas. Hombres solteros que volaban en pantalones cortos caqui y camisetas de manga corta y que personificaban la imagen estereotipada de pedófilos occidentales, pero que, en realidad, quizá podrían ser hombres de negocios. Finalmente, las propias tailandesas, solas o con niños, que iban a ir a casa para ver a la familia.

Cerró los ojos. Trató de dormir. En vez de eso, comenzó a pensar en cosas que en realidad habría preferido apartar de su mente.

Después de la Academia de Policía había avanzado rápidamente. Asistente de policía, inspector. De vez en cuando quedaba con tíos en el Side Track Bar, el Patricia y el Tip Top. Él mismo bajó tres veces solo a Ámsterdam para ir a The Bent. Pero nunca inició relaciones serias. No funcionaba. Y en algunas ocasiones incluso se acostaba con chicas.

Llevaba una doble vida, una vida secreta, una vida en el armario.

Cuando cumplió treinta años alquiló el restaurante Östergök e invitó a cincuenta personas, incluidos sus padres y hermanos. Organizó una fiesta de cumpleaños. El noventa por ciento de los discursos iban sobre cómo él era el sueño de todas las suegras, pero que nunca sentaba cabeza. Que podía tener a quien quisiera, pero que nunca estaba contento. Que no había tenido una relación seria con una chica desde el instituto.

Empezó a pensar. Los colegas de profesión comenzaban a vivir con sus parejas, a tener hijos, comprometerse, casarse. Sus viejos amigos lo hacían de manera inversa: se comprometían, se casaban, tenían hijos.

Le costó alrededor de un año darse cuenta de que él también deseaba tener hijos. Pero no podía hablar con nadie sobre ello. Hägerström: un exsoldado de las fuerzas de asalto costero, inspector de policía hambriento de trepar, camino de ser ascendido a comisario, quería tener críos. No parecía apropiado. Pero los pensamientos no le abandonaban; se preguntaba todos los días cómo iba a conocer a una chica aceptable.

Pero sobre todo quería escaparse.

Tres meses después llegó una oferta como una bendición del cielo policiaco. Le dieron la oportunidad de pedir una excedencia para una plaza en el extranjero, en la unidad de coordinación de los países nórdicos en Bangkok.

Fue una bonita época en su vida. El trabajo no era demasiado intenso, pero resultaba interesante. Las tareas típicas se centraban en la extradición de escandinavos huidos a Tailandia y crímenes de drogas y de pedofilia. Aprendió a hablar un tailandés aceptable y aprendió cosas acerca de la mentalidad tailandesa. Quedaba con los policías escandinavos de la unidad y con algunos suecos del consulado. Pero, en general, su vida social era pobre. En su tiempo libre hacía deporte o daba vueltas por Bangkok. Pasó mucho tiempo solo. Iba por los bares gais y se sentía libre.

Cuando faltaban menos de dos meses para terminar su servicio, conoció a Anna. Ella trabajaba como secretaria en el consulado. Se conocieron en un cóctel organizado por la unidad de coordinación. Ella tenía treinta y dos años, era de Tyresö y había trabajado como secretaria de dirección anteriormente. Compartían el mismo deseo: tener hijos. Por lo demás, Hägerström no estaba seguro de que hubieran compartido algo más.

Aun así, habían empezado a pasar cada vez más tiempo juntos y habían llegado a ser buenos amigos. Hacia el final de su servicio, ella le sedujo tras una cena. A él le gustaba la idea por aquel entonces: intentar iniciar una relación con una persona que era una buena amiga y que deseaba tener hijos. Desgraciadamente, les costó más de lo esperado tener justo eso, hijos, en parte quizá porque Hägerström no estaba dispuesto a intentarlo tan a menudo. Después de cuatro años de angustia, adoptaron un niño, Tailandia parecía una opción natural.

Pravat tenía alrededor de un año cuando llegó. Fue la mejor época en la vida tanto de Hägerström como de Anna. Habían estudiado, habían ido a reuniones informativas, habían formado parte de grupos de discusión. Se había sentido preparado, sabía que iba a ser un buen padre. Anna también era una bellísima persona, en realidad. El problema era que los dos no tenían nada más en común. Su propósito común en la vida —tener hijos— ya se había cumplido, pero no había ni amor ni atracción sexual entre ellos.

De vuelta en el avión. Diez filas más adelante había un grupo de tíos demasiado alegres, que ponían música alta en un ordenador con altavoces externos. Nueve filas más adelante, una mujer tailandesa trataba de ignorar a los mismos chavales. Dos filas más allá, un padre, cuyo hijo por fin se había desplomado en sus brazos, estaba roncando. Todos los chavales llevaban camisetas blancas con el logotipo de Nike. En cuanto a Hägerström, él viajaba en camisa blanca remangada. Podía oír la voz de su padre en la cabeza: «Siempre hay que viajar con cuello».

Si Göran hubiera estado presente en ese avión, habría obligado a su hijo a reservar asientos en Business Class para evitar las manadas de suecos de basura blanca. Pero su padre nunca habría utilizado esa expresión,
basura blanca
. Podría haberles llamado
svenssons de autocaravana
.
[58]

Göran solía bromear sobre aviones.

—Dicen que la caja negra puede aguantar cualquier cosa. Está hecha para aguantar accidentes en el mar, el desierto o impactos directos en montañas. Entonces, ¿por qué no fabrican todo el avión con el mismo material?

Era el auténtico humor de su padre.

Hägerström le echaba en falta.

Se sentó. Eran las nueve y media de la noche en Suecia.

Sacó la manta de su funda de plástico. Era de color lila con rayas naranjas y amarillas, al igual que todo lo demás en los vuelos de Thai Airways: los asientos, las almohadas, la moqueta del suelo, los uniformes de las azafatas, el logotipo en las alas del avión.

Fue JW quien le había llamado a él. Preguntó si Hägerström podía pasarse, si podía llevarlo al gimnasio. Su relación se basaba en encontrarse a medio camino. Hägerström era un chico bien que estaba de capa caída; JW, un chico malo que venía pisando fuerte.

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