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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

Una vida de lujo (69 page)

BOOK: Una vida de lujo
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Él: estaba yendo hacia algún lugar.

Volvió a desaparecer.

«Vosotros sois yo, yo soy vosotros. Mi sangre nos limpiará a todos de nuestros pecados».

De nuevo, momentos del presente. No tenía fuerzas para abrir los ojos.

Oía ruidos extraños. Sonidos débiles, ahogados.

Paola debería haberse salvado dentro del coche.

¿Y Jorgito?

Sálvame
.

No sabía.

No tenía fuerzas.

Debería haberse despedido de su madre.

Debería habérselo dicho a Javier.

Una vida.

Su vida.

Una vida
de lujo
.

Parecía que estaba sangrando por la boca.

No importaba.

Ahora estaba tranquilo.

Relajado.

EPÍLOGO

Cuatro meses más tarde

H
ägerström seguía en la cama. Era dura. Miraba la pared.

Había dos fotos de Pravat pegadas con celo. Él mismo había tomado una de ellas un año antes, en Humlegården. La cara de Pravat en primer plano, con el parque de fondo. La otra se la había enviado Pravat. En medio de la foto había un gran castillo de Lego, con figuras colocadas en la crestería del muro. Pravat estaba posando detrás del castillo, orgulloso de su bonita construcción.

Hägerström miró por la ventana. El patio de la cárcel era de grava desnuda.

El juicio contra él había durado cuatro días y había terminado hacía dos semanas. Hasta entonces había estado en prisión preventiva. Ahora estaba allí, en Kumla. Comparaba todos los detalles con la cárcel de Salberga, donde había trabajado. Entonces le había parecido que eso de tener paredes limpias, zonas de duchas recogidas y televisores operativos en las habitaciones era una chorrada. Ahora deseaba ver una sola superficie que no estuviera sucia.

No se opuso al procesamiento. Las pruebas eran sólidas. Los guardias del transporte pudieron identificarlo y además habían encontrado manchas de pólvora en su cazadora. Pese a todo, su abogado hizo un buen trabajo. El fiscal quería condenar a Hägerström por intento de asesinato. El 17 de octubre del año pasado había efectuado cuatro disparos con un fusil automático contra las ruedas del coche de transporte del Servicio Penitenciario. Según el fiscal, solo la suerte había evitado que nadie perdiera la vida. Pero Hägerström había recibido formación en las fuerzas de asalto costero. El abogado consiguió demostrar que nunca había habido riesgos importantes de que los guardias del transporte perdieran sus vidas.

Al final fue condenado por intento de agresión grave. Tres años de cárcel.

Torsfjäll había visitado a Hägerström en el centro de detención solo un día después de que hubiera sido apresado en el hotel Radisson Blu Arlandia.

El comisario entró en la celda solo. En realidad, aparte de su abogado, solo los policías que formasen parte de la investigación tenían permiso para verlo, pero Torsfjäll tendría sus métodos.

—Buenos días.

—Hola —saludó Hägerström—. Qué bien que hayas podido venir.

Torsfjäll se quedó de pie. No había sillas en las celdas de detención. Solo un sencillo colchón en el suelo.

El comisario estrechó la mano de Hägerström.

—¿Ya te han interrogado?

—Solo de manera superficial. Pero no he dicho nada sobre la Operación Ariel Ultra. Quería hablar contigo primero.

—Bien, porque no hay nada que decir.

Hägerström miró al comisario. Sus dientes ya no parecían tan blancos como antes.

—¿Cómo cojones se te ocurrió disparar contra un vehículo de la prisión?

Los pensamientos de Hägerström se paralizaron. El tono de Torsfjäll había cambiado radicalmente.

—Fue parte del trabajo.

—Nunca es parte del trabajo cometer delitos de esa manera.

—Puede que no. Pero ¿qué quieres decir con eso de que no hay nada que decir sobre mi papel como agente UC?

—Porque nunca lo has sido. Fuiste despedido de la policía. Has sido civil todo este tiempo.

—¿Qué coño dices?

—Te estoy diciendo lo mismo que habíamos acordado desde el principio, que te despidieron de la policía. ¿O no?

—Eso no es lo que acordamos. Me despidieron formalmente. Pero he seguido vinculado a la policía de manera informal.

Los ojos de Torsfjäll estaban muertos. Ni intentó devolver la mirada a Hägerström.

—No existen distinciones de este tipo dentro de la policía.

Hägerström pudo oír su propia respiración.

—Formaba parte del trato, ¿verdad? —dijo Torsfjäll—. Tú has asumido riesgos. Te lo agradezco. Pero sabías muy bien en qué te metías. En realidad, deberías estar contento de no haber sido condenado por más cosas. Imagínate: blanqueo de capitales grave, agresión con arma, protección a criminales. Podrían haberte caído muchos años más por todo lo que has hecho.

—Eso es una flagrante mentira y lo sabes —dijo Hägerström.

El comisario puso una grabadora digital sobre la mesa. Pulsó el botón.

Una grabación. Hägerström oyó su propia voz en medio de una frase. Después se oyó la voz de Torsfjäll: «Ya no eres policía, eres un empleado del Servicio Penitenciario con una misión. Tendrás que actuar por tu cuenta, sin inmunidad».

El comisario apagó la grabadora.

—Ya te dije que ya no eres policía.

Hägerström no hacía más que mirarle fijamente. Recordaba esa conversación. Pero en aquella ocasión la había interpretado de manera totalmente distinta.

—Y tú mismo comprenderás que, si yo admitiera que he dado estas órdenes —continuó Torsfjäll—, nunca podríamos volver a realizar operaciones parecidas. Además, si esto saliera a la luz, arruinaría mi carrera. Sería una pena.

El comisario era un cabrón muy listo.

A Hägerström solo le quedaba una pregunta.

—¿Qué ha pasado con JW?

Torsfjäll se puso de pie.

—Eres un patán —dijo.

De vuelta a la celda. Hägerström había sido un idiota.

Al mismo tiempo, puesto que no había sido un empleado de la policía, se había librado de algo bastante peor, tal y como le había dicho Torsfjäll.

Hägerström hubiera podido intentar contarles a los investigadores de la policía que había sido un agente UC; que había creído, durante todo este tiempo, que era un empleado de la policía y que solo había seguido las instrucciones del comisario Lennart Torsfjäll. Pero posiblemente no le hubieran creído. Habría sido imposible tratar de sacar
e-mails
o SMS de Torsfjäll, puesto que su móvil y el ordenador habían sido requisados. Torsfjäll habría borrado todo lo importante hacía tiempo.

Hubiera podido tratar de convencer a los investigadores de la policía de que al menos había sido un infiltrado civil. Pero sucedería lo mismo. Es probable que no le hubieran creído.

Y había otra razón, aún más importante, para no intentarlo siquiera. Si echara la culpa a su papel de infiltrado, correría otro riesgo: habría un precio gigante por su cabeza. JW, Jorge, Javier y los demás pagarían lo que fuera por verlo eliminado, liquidado. Muerto.

Sin el apoyo de Torsfjäll para conseguir una identidad protegida cualificada, él sería una presa fácil.

Era una elección infernal. Podía echar la culpa a su papel de infiltrado y tal vez librarse de una condena tan dura como la cárcel, pero pasar el resto de su vida amenazado de muerte. O podía asumir el papel de criminal, y pasar el resto de su vida marcado por esa fama.

Llegó a la conclusión de que era mejor callarse. Seguir fingiendo. Interpretar el papel.

Así que nunca dijo nada a la policía.

Nunca explicó cómo se había llenado su expediente con sospechas de sucesos inventados.

Nunca contó que había hablado con Mrado Slovovic, ni que se había reunido con Torsfjäll en todos aquellos pisos.

Ni intentó hacerles comprender por qué había conseguido que toda la gente de la sección de Salberga fuera trasladada para que JW se quedara solo.

Solo hizo lo que Javier habría hecho. Cerró la boca y respiró por la nariz. No contestó a las preguntas de los policías.

Se preguntaba por qué. ¿Por qué Torsfjäll lo había utilizado y engañado?

Solo pudo llegar a una conclusión. La Policía Judicial Nacional nunca habría dado su visto bueno a Torsfjäll para que usara a un policía; la única manera era convertir a Hägerström en civil.

Nunca podría volver a trabajar como policía. Tampoco como empleado del Servicio Penitenciario. La pregunta era más bien si le ofrecerían trabajo en algún sitio para empezar. No conseguiría que le dieran más tiempo para pasar con su hijo. Había sido condenado por intento de agresión a mano armada; buena suerte.

Miró las fotos de Pravat otra vez. Estaba orgulloso de su castillo de Lego. Qué lejos quedaba todo aquello ahora. Algún día, Hägerström le contaría lo que realmente había sucedido.

Cogió un periódico de la mesa.

Lo abrió.

En las páginas centrales había una foto de Javier entrando en la sala de un tribunal. Trataba de ocultar su rostro con una toalla de la prisión.

El titular: «Último día del juicio por el atraco de Tomteboda».

Hägerström no sabía qué pensaba Javier, no habían podido hablar. Pero esperaba que Javier acabara en la misma cárcel que él. Tal vez podrían tener una vida propia allí dentro, de alguna manera.

Hägerström estaba agradecido de tener dinero heredado. La pregunta era si iba a seguir teniéndolo de ahora en adelante. Lottie no estaba contenta. Vendría a visitarle dentro de dos horas, entonces ya se enteraría de más detalles.

Ahora mismo los minutos pasaban tan lentos como en un puesto de caza malo.

Trataba de no pensar en lo que opinarían sus hermanos. Su hermano, Martin, expolicía, exchapas, y ahora criminal convicto. Tal vez podrían haber soportado una condena por conducir ebrio o un delito económico, pero, después de esto, lo más probable era que nunca volvieran a hablar con él.

El hecho de que Lottie viniera a verle era un milagro en sí.

Una hora y cuarenta y cinco minutos después, llamaron a la puerta. Un chapas abrió. Lo llevó a la sala de visitas.

Las paredes de la sala eran blancas. Había un sofá con tapicería de hule color vino. Una mesa de madera y dos sillas también de madera. Una bandeja sobre la mesa. Unas tazas de plástico metidas unas en otras, cucharitas de plástico, un termo de plástico con agua caliente, un bote de plástico con Nescafé, una cajita con las bolsitas de té Lipton. Nada de metal. Nada que pudiera hacer daño a otra persona o que pudiera hacer daño al propio interno. Era el tratamiento estándar.

La puerta se abrió.

Su madre tenía aspecto de estar confusa.

Lottie parecía más mayor que la última vez que la había visto. El pelo más canoso, las arrugas alrededor de los ojos más profundas.

—Entra —dijo Hägerström.

Ella llevaba un pantalón beis y una chaqueta de cachemir. Alrededor del cuello se había puesto un pañuelo. Hägerström reconocía el diseño, Hermès, naturalmente.

Se acercó a él. Nada de besos en la mejilla, nada de saludos formales, nada de comentarios del estilo de qué-chaqueta-más-bonita. Solamente se abrazaron. Durante un buen rato.

Hägerström notó su olor. Su perfume. El cabello que rozaba su mejilla.

Cerró los ojos. Vio a Pravat correr hacia ella en su piso. Vio cómo ella lo cogía en brazos, diciendo: «Mi tesoro».

—Lo siento, mamá —dijo él.

Se sentaron.

—Yo también —dijo Lottie.

Hägerström se había decidido. Iba a poner todas las cartas sobre la mesa. Iba a contárselo todo.

Tenían una hora. Habló rápido. Le contó cómo Torsfjäll había contactado con él. Cómo había aprendido todo lo que podía sobre JW. Cómo le habían despedido de la policía gracias a una pelea inventada junto a un puesto de perritos calientes. El motivo para el despido no era más que ficción. Explicó cómo Torsfjäll le había conseguido un empleo en la penitenciaría de Salberga. Cómo se había esforzado por infiltrarse, hacerse amigo de JW. Cómo se lo había llevado incluso a la caza del alce a casa de Carl.

Lottie esuchaba.

Hägerström trataba de ver en su cara si se fiaba de él o no.

Ni se inmutó.

—Puede que no me creas, mamá —dijo, cuando terminó su relato—. Pero quiero que te pongas en contacto con un hombre que se llama Mrado Slovovic, y que le hagas una sola pregunta: a quién le pedí información cuando él colaboró con la policía.

Lottie asintió con la cabeza.

Durante unos momentos no dijo nada.

—¿Y Pravat? —preguntó, al cabo de un rato.

Era como si todo lo que hubiera contado hasta ahora fuera irrelevante, como si lo único que importara fuese su relación con Pravat. Hasta cierto punto, estaba bien así. A ella le daba igual que él hubiera sido un infiltrado de la policía o no. El mundo de él era ya de por sí tan ajeno a ella. Solo el hecho de que hubiese querido ser policía una vez, hace quince años, le resultaba incomprensible.

—Cuando salga de aquí compraré un chalé en Lidingö —dijo Hägerström—. En la misma zona donde vive Anna. Es lo único que sé ahora mismo.

—¿Y qué más?

Hägerström no sabía muy bien a qué se refería. Pero había otra cosa que quería decirle. Había llegado el momento. Se lo había prometido a sí mismo. Iba a poner
todas
las cartas sobre la mesa.

—Hay otra cosa que quiero contarte, mamá.

Ella toqueteó el pañuelo. Bajó la mirada.

Hägerström pensó en los cuadros de J. A. G. Acke que colgaban en su casa. Los tres jóvenes desnudos sobre una roca en medio del mar.

—Soy homosexual.

Lottie levantó la mirada.

—Martin. —Pausa—. Eso lo sé desde hace veinte años.

* * *

La policía había intentado reventarla a interrogatorios.

—¿Qué hacías en el hotel?

—¿Qué hacías en la sala de conferencias?

—¿Qué otras personas estaban contigo?

—¿Viste qué le pasó a Stefanovic?

Contestaba evasivamente a todo, insinuando que otra persona lo había asesinado. Los maderos no eran bobos; sabían intuitivamente que mentía, pero no podían saber sobre qué.

Pasó tres meses en prisión preventiva. Al final tuvieron que soltarla.

Ella había estado en la sala de conferencias. Pero también habían estado JW y otros tres hombres rusos deconocidos. No se podía demostrar que había sido justo ella quien había asesinado a Stefanovic; no había rastros de ADN ni huellas dactilares en el arma, la había limpiado concienzudamente. No había rastros en su cuerpo. Ninguno de los hombres que habían estado en el vestíbulo hablaría con la policía; era un código de honor. Y sobre todo: los rusos habían desaparecido; encajaban muy bien como autores del crimen.

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