El otro funcionario había levantado su copa.
—Brindemos por ello.
Su padre pasó dos sobres a los tipos. Levantó su propia copa.
—Nadie podría estar más de acuerdo que yo.
Su cara era así de relajada y confiada. Expresaba aquella completa seguridad en que sabía lo que hacía y que hacía lo correcto. Natalie no lo había cuestionado entonces. Aceptaba sin más que ese era el aspecto de su padre cuando hacía negocios. Pero ahora tenía dudas; ¿podría haber sido una máscara que se ponía cuando hacía falta?
Göran había llamado una hora antes.
—Natalie, ¿dónde estás?
—Estoy en Näsbypark. Voy a dormir en la habitación de seguridad esta noche.
—Bien, ¿quiénes están contigo?
—Adam y Dani. Relevan a Adam a las tres.
—Natalie… —Göran respiró hondo—. He oído que vas a quedar con Stefanovic para tratar de llegar a un acuerdo.
Podría haber preocupación en su voz. Podría haber sido irritación.
—Sí, así es —dijo ella—. Creo que es mejor que abandonemos las armas.
—Tienes razón. Será lo mejor. ¿Pero está JW metido en esto de alguna manera?
—Sí.
Göran respiró hondo otra vez.
—Natalie, escúchame. Hagas lo que hagas, yo te apoyaré. Siempre. Pero ten cuidado con ese JW. Ya te lo he dicho antes, no te fíes de él. Hay cosas que no conoces de él. Cosas que no querrás saber.
—¿Como qué?
—No puedo hablar de eso ahora. Pero
veruj mi
, ten cuidado.
Natalie alargó el brazó y cogió el vaso de agua que estaba en el suelo. Sacó una pastilla de Xanor.
—Venga, cuéntamelo —pidió.
—Natalie, tienes que hacerme caso —dijo Göran—. Te quiero. No es el momento de contártelo. Te lo explicaré en breve. Buenas noches.
Colgaron. Natalie se metió la pastilla en la boca. Se tomó el agua.
Apoyó la cabeza en la almohada.
Apagó la lámpara de la mesilla. Pensó: «¿Qué tiene Göran contra JW?».
* * *
Banquero sueco muere en Montecarlo
Gustaf Hansén, banquero en Liechtenstein y Suiza, falleció el domingo en un accidente de tráfico en Montecarlo.
Gustaf Hansén dejó el Danske Bank hace cinco años, después de acusaciones de que había cometido irregularidades. Hacienda inició una investigación, que fue abandonada hace dos años. Gustaf Hansén vivía en Liechtenstein desde hacía cuatro años. Era conocido por su gran afición a los coches.
En el momento del accidente, Gustaf Hansén conducía un Ferrari California Cabriolet. Tenía alcohol en la sangre. Según fuentes de la policía de Mónaco no hay sospechas de delito.
Gustaf Hansén tenía cuarenta y seis años.
TT
N
o había tiempo.
Su hermana y su sobrino: ya llevaban cuarenta y cuatro horas secuestrados.
No había tiempo.
A Jorge se la sudaba; ahora estaba preparado. El tiempo era un lujo. La planificación del ATV había sido detallada como un libro: ¿para qué había servido? Para
nada
.
Ahora el latino preferido actuaba sobre la marcha. Ahora se fiaba de su gen de gánster. Ahora tenía que actuar rápido, no había otra.
Nada de
mandamientos
, nada de reglas. No había tiempo para madurar las ideas, planificar, encontrar
hombres
fiables. No había tiempo. Su planificación había tomado forma una noche sobre el colchón de un refugio. La maduración de las ideas: medio día. ¿Y los colegas fiables? Lo haría con un expoli y a tomar por culo.
Pensó: «Que salga como salga. Estoy dispuesto a morir por vosotros, Paola y Jorgito».
La violencia puede solucionar casi todo.
Vosotros sois yo, y yo soy vosotros. Mi sangre nos limpiará a todos de nuestros pecados. Jesús,
joder
: él iba a sacrificarse si hiciera falta.
Sacaría a Javier y después se ocuparía del Finlandés; rescataría a Paola y Jorgito.
Él y Hägerström se vieron en la entrada principal del hospital de Huddinge. Cero grados en el aire. La bufanda de Jorge, que llevaba enrollada varias vueltas alrededor del cuello, quizá no tuviera una pinta tan rara después de todo.
Hägerström llevaba una cazadora de un color brillante. A Jorge le parecía bastante gay.
Jorge llevaba un pantalón de chándal amplio y una chaqueta. Y una bolsa de deportes.
Una nueva pistola Taurus metida en el bolsillo. El mismo tipo de pipa que la que le había salvado en Vasastan. Que había clavado en la sien de aquel pobre taxista.
El móvil estaba metido en el otro bolsillo. El abogado Bert T. Skogwall había llamado media hora antes. Le había informado de que Javier iba a ser trasladado al hospital psiquiátrico penitenciario de Huddinge. Javier había empezado a comportarse de manera extraña ya la noche anterior. Había estado despierto toda la noche, golpeando la puerta de la celda. Cortándose y salpicando toda la celda. Por la mañana: el personal lo encontró untado en sus propios excrementos y con una cuerda alrededor del cuello, hecha de jirones de la ropa de la prisión. Era evidente que sufría desórdenes mentales.
Evidentemente: un riesgo para sí mismo. El personal de la prisión de Kronoberg no podía garantizar que no intentara suicidarse; había que enviarlo al hospital para cuidados especiales.
Javier: un
homie
. El tipo sabía cómo manejar a los servicios penitenciarios. El abogado se lo había contado. Se había atado una camiseta alrededor del brazo hasta que se vieran las venas claramente. Se había cortado un poco en el pliegue del codo, apretando hasta sacar unas gotas de sangre. Había sido fácil mezclar la sangre con agua y salpicar la celda. Después había cagado en un poco de papel higiénico y lo había colocado bajo la cama. Apestaba. Al final había mezclado posos de café con pan hasta dar con el tono adecuado del color de la mierda. Se había pringado como un niño de dos años.
Jorge y Hägerström bajaron las escaleras.
Dentro de una hora, uno de los coches de transporte del Servicio Penitenciario debería entrar por la parte de atrás de la unidad de psiquiatría penitenciaria de Huddinge.
Jorge y Hägerström harían de comité de bienvenida.
Pero antes de eso: tenían que ocuparse de una cosa.
Continuaron bajando las escaleras. Atravesaron el parking. Salieron en el otro lado. Saltaron por encima de algunos obstáculos de cemento. Lo podían ver diez metros más adelante, detrás de una reja de metal.
Jorge puso la bolsa en el suelo. Sacó una cizalla que había mangado hacía cuarenta minutos en el centro de Flemingsberg.
Comenzó a cortar la reja.
Al otro lado estaba el garaje de las ambulancias. Jorge vio los portones del garaje. Uno estaba abierto. Podía ver dos ambulancias aparcadas justo al otro lado.
Hizo un agujero lo suficientemente grande para que pudieran doblar los extremos y entrar.
No había nadie delante del garaje de las ambulancias. ¿Dónde estaban todos los conductores? ¿Dónde estaban todos los pacientes ensangrentados, gritando de dolor?
—Los transportes no entran por aquí, entran ahí arriba, junto a urgencias —dijo Hägerström.
Jorge pensó: «Vale, podría haber sido más inteligente robar una ambulancia ahí arriba». Pero ya era demasiado tarde.
Entraron en el garaje. Había al menos diez ambulancias aparcadas, de diferentes modelos. Incluso había una que se parecía a un camión.
Jorge pensó: «Si alguien me pidiera que dibujara una ambulancia, haría un coche blanco con una cruz roja encima»; sin embargo, ni una de las ambulancias reales era blanca. Todas eran amarillas, con líneas verdes y símbolos azules.
Pidió a Hägerström que se colocara detrás de uno de los coches.
Se subió el palestino sobre la boca y la nariz. Se colocó junto a la puerta de metal gris que parecía ser la única entrada al garaje, a excepción del portón por el que habían entrado.
Esperó.
Pasaron los segundos.
Pasaron los minutos.
Tenía la mano puesta sobre la pistola de juguete.
Un tubo fluorescente del techo parpadeaba. En las paredes había tubos y conductos.
Jorge pensó en el momento en que el personal de la ambulancia había recogido a Mahmud en la calle de Pattaya. Jorge pensó entonces que su amigo estaba muerto. Pero ahora Mahmud le esperaba en Tailandia.
Y Javier esperaba a J-boy en un coche de transporte de la prisión.
Era como uno de los videojuegos a los que había jugado cuando era crío. Matabas a una figura en la parte superior de la pantalla. La figura caía y aniquilaba otras dos figuras un poco más abajo, solo con caerles encima.
Efectos en cadena. Toda la vida, cada cosa que hacías, era como cargarse a figuras de videojuegos. Todas las cosas podían afectar a otras. Todo estaba interrelacionado.
Estaba asustado: todo lo que él había puesto en marcha. Toda la gente que le estaba esperando. ¿Y si hubiera elegido otros caminos en la vida? ¿Y si nunca hubiera salvado a Denny Vadúr en la sala de pimpón, consiguiendo así el contacto con el Finlandés?
Era algo bueno salvar a alguien de una paliza. Había llevado a otra cosa buena: una receta para un ATV. Una conversación con Mahmud una noche en la cafetería. Había llevado a algo un poco más regular: un botín de dos kilos y medio. Una pequeña decisión, engañar a alguien: había llevado a lo peor que le había pasado nunca. De nuevo: todo parecía estar relacionado. Era como una red grande y compleja de conexiones y personas. ¿Dónde empezaría todo?
¿Y si hubiera aprendido a dibujar, como Björn?
¿Y si hubiera probado la heroína aquella vez, cuando la probó Ashur?
¿Y si hubiera escuchado un poco más a su madre? ¿Ahora quién le estaría esperando?
Podrían haber sido las mismas personas, después de todo. Pero habrían estado esperando algo bueno. No que él asaltara a la primera persona que entrase por la puerta de un garaje.
H
ägerström estaba agachado detrás de una de las ambulancias.
Veía a Jorge, esperando junto a la puerta de entrada al garaje. La cara estaba oculta por el gorro y el palestino, solo se veían sus oscuros ojos. Y en esos ojos, Hägerström vio lo mismo que había visto cuando habían quedado con el abogado: desesperación, pánico. Pero ahora parecía que el pánico llevaba ventaja.
Torsfjäll había sido informado del plan. Jorge quería liberar a Javier para que Javier le ayudara a saldar las cuentas con el Finlandés y sacar a su hermana y a su sobrino. Un rescate era una operación peligrosa, pero Torsfjäll dijo:
—El fin justifica los medios en este sector, tiene que ser así. Si no, nosotros, los policías, nunca llegaríamos a ninguna parte. Esto nos va a llevar al cerebro que hay detrás del atraco.
El comisario tenía razón. En menos de veinticuatro horas, Jorge, Javier, el Finlandés, Bladman y JW deberían estar cada uno en un coche policial camino del arresto. Lo importante era que a Jorge no se le fuera la pinza. Que no hiciera daño a nadie innecesariamente. Que Hägerström fuera capaz de controlar esto.
Al mismo tiempo echaba en falta a Javier. Era como si una mosca le hubiera picado el corazón, cada dos minutos le picaba tanto que tenía que reunir todas sus fuerzas para no dejarse llevar por las emociones.
Pasaron unos segundos.
Se abrió la puerta de metal gris. Salió una conductora. Ropa verde con bandas reflectantes amarillas en los hombros. Un radioteléfono enganchado en el bolsillo del pecho. Un auricular Bluetooth le colgaba del cuello.
Hägerström vio cómo Jorge daba un paso hacia delante, levantando la Taurus. La puso contra la cabeza de la mujer. Puso una mano encima de su boca. Se inclinó hacia ella y le susurró algo al oído.
Todo sucedió en silencio. Hägerström se había esperado que Jorge fuera a bramar y gritar. Que hiciera aspavientos con el arma. Que la persona que saliera por la puerta llorase, o que gritase.
Diez segundos más tarde, Jorge estaba a su lado. Tenía un par de llaves en la mano. Corrieron hasta una ambulancia. Entraron. Hägerström se sentó en el asiento del conductor.
Giró la llave y arrancó la ambulancia.
La ventanilla estaba bajada. Jorge apuntaba la pistola de juguete hacia la conductora de la ambulancia, que seguía de pie junto a la entrada. El
walkie-talkie
y su teléfono móvil estaban rotos en el suelo.
Uno de los dos portones del garaje estaba abierto. Hägerström puso la palanca de cambios en punto muerto.
Salieron del garaje.
Diez minutos más tarde. El hospital psiquiátrico penitenciario de Huddinge estaba a solo quinientos metros del garaje de ambulancias, en un edificio separado, rodeado de vallas; no querían tener a los locos criminales en el mismo edificio que los locos normales y, además, naturalmente: no podían escaparse. Hägerström y Jorge habían aparcado la ambulancia a doscientos metros del psiquiátrico, en un aparcamiento para el personal.
Ahora estaban sentados en otro coche, un Opel. Jorge dijo que lo había birlado antes de venir. El camino de entrada y la puerta principal del psiquiátrico penitenciario estaban a unos veinte metros de ellos.
Uno de los coches del Servicio Penitenciario debería llegar con Javier en breve.
Jorge fumaba un cigarrillo. La ventanilla estaba bajada. Pero pasaba de echar el humo hacia fuera. En lugar de eso, miraba fijamente hacia delante.
—¿Estás bien? —preguntó Hägerström.
Jorge echó el humo.
—En la bolsa tengo un Kaláshnikov. ¿Sabes manejar un bicho de esos?
Hägerström asintió con la cabeza. Pensó: «Es mejor que yo lleve el arma real y no él».
Jorge cogió la bolsa del asiento trasero y sacó el arma automática.
La sujetaba sobre el regazo para que nadie en la calle pudiera ver que estaban toqueteando una AK47 real.
Pasó el arma a Hägerström. Imágenes del servicio militar aparecieron en su mente.
Las tropas de asalto costero recibían formación de operaciones de inteligencia en territorio enemigo. Si encontrabas un arma del enemigo, tenías que saber utilizarla tan bien como la tuya propia.
Deslizó el dedo por la culata. Este era un modelo con un cañón extendido. Probablemente de algún país del este. El cargador estaba modificado para que se pudieran utilizar cartuchos rusos militares para un rifle de Mossin Nagant.