Ella y JW estaban sobre la cama del hotel. Recién morreados. Recién lamidos. Recién follados.
JW le explicó la estrategia para el golpe económico.
En el fondo, eran los mismos factores los que habían iniciado todo. Varias de las jurisdicciones que JW usaba habían cambiado sus reglas. Habían abandonado la discreción bancaria más intransigente, habían permitido la entrada a las inspecciones de la Unión Europea, la ONU y la OCDE, así como las de la policía internacional. Suiza había tirado la toalla hacía ya mucho tiempo. El Caribe había caído hacía medio año. Las Islas Vírgenes Británicas y las Islas Caimán eran los últimos ejemplos. Liechtenstein acababa de firmar un acuerdo de transparencia bancaria. Y ahora incluso el paraíso número uno, Panamá, empezaba a tambalearse. El presidente del país había firmado un acuerdo con Estados Unidos para garantizar la transparencia. Faltarían pocos años para que la Unión Europea obtuviera el mismo privilegio. Así que JW tenía que mover el dinero de los clientes. Había montado empresas en países mejores: Dubái, Macao, Vanuatu, Liberia. JW y su gente habían trabajado duro. Habían contactado con bancos nuevos, habían emitido tarjetas de crédito a los clientes.
Firmaron un traspaso de poderes de la Northern White Asset Management a una empresa recién constituida en Dubái: Snow Asset Management. Después había que mover el dinero sin que los sistemas de alerta de los bancos se activasen.
Natalie no pillaba más de la mitad de lo que le decía JW, pero comprendió lo básico.
La mitad de los clientes habían transferido sus medios. Gustaf Hansén había trabajado como un loco allí abajo. Viajaba entre los países como un auténtico ministro de Exteriores. Se reunía con gente de bancos, abogados, contables en oficinas con aire acondicionado. JW y Bladman se ocupaban del papeleo. Rellenaban impresos de bancos y de bufetes de abogados. Rellenaban solicitudes para nuevas tarjetas de crédito. Firmaban estatutos y facturas. Controlaban que se efectuasen los ingresos, enviaban firmas por fax, contestaban a preguntas de los clientes unas cien veces al día.
Hasta ahora, los que habían movido su dinero estaban contentos. JW & Co. habían transferido más de ocho millones de euros. Eso constituía una base, creaba confianza en lo que estaban haciendo.
Pero el asunto era: quedaba tanto o más por transferir. Aquellos clientes estaban inquietos. Preocupados.
Y JW estaba preparado.
Llevaba más de un año planificándolo. Había montado empresas, trusts, cuentas que estaban vinculadas a otras cuentas, pero sin activarlas. De momento no había transferido ni una sola corona.
Sin embargo, estaba a punto de hacerlo: JW iba a mover la primera ficha. Pulsar el botón y desencadenar toda una serie de transferencias. En resumen: iba a transferir ocho millones de euros de cuentas existentes por todo el mundo a otras cuentas nuevas, y de allí a cuentas que eran controladas por JW. El dinero de los clientes se convertiría en dinero de JW.
Se embolsaría ochenta millones de coronas en un día. Un engaño mayúsculo. Un robo enorme. Un fraude colosal, de película.
—Te van a matar —dijo Natalie—. Aunque yo te ayude; habrá cantidad de gente que quiera comerte con patatas.
JW se estiró. Tenía pinta de estar muy satisfecho de sí mismo.
—En primer lugar, ninguno de ellos puede acudir a la policía con esto. Pero sí que es verdad que se enfadarán. —La sonrisa y la mirada de JW eran de pícaro—. En segundo lugar, he hecho todas las gestiones a nombre de Hansén.
—Bien, pero no se va a quedar quieto cuando se entere de todo esto.
—Sí, se quedará quietísimo. En su coche. Encontrarán a Gustaf Hansén sentado en su Ferrari en el fondo del Mediterráneo con más de dos por mil de alcohol en la sangre. Un accidente trágico. Los timados pensarán que algún cliente lo ha hecho.
Natalie no sabía si reír o poner cara de desaprobación.
—Pero tienes razón —admitió JW—. Aunque organice todo para que parezca que Hansén es el culpable, habrá gente que se cabree conmigo. Después de todo, yo estoy involucrado en todo esto. Por eso siempre he necesitado el apoyo de gente como vosotros. En mi sector es necesario contar con amigos peligrosos. Así que voy a necesitar tu ayuda, Natalie. De verdad te lo digo.
Treinta minutos más tarde. Remorreados. Relamidos. Refollados.
Después del repaso económico de JW: tener sexo con él era casi como jugar con un arma cargada. Era casi
demasiado
impredecible. Demasiado calculador. Demasiado listo.
Toda esta estrategia era de un nivel que ella ni siquiera habría podido imaginar. Vale, todavía le faltaba mucho por aprender, pero estaba escuchando las conversaciones de Göran, Bogdan y los demás todos los días. Había discutido muchos planes, ideas, pero el golpe de JW superaba todo lo que hubiera podido soñar.
Pero ahora tenían que hablar de lo otro.
—He hecho lo que me has dicho —dijo Natalie—. He dejado que mis hombres dieran un toque a ese político, Svelander, enseñándole las grabaciones con él y la puta. Se quedó acojonado. Se puso de rodillas. Dijo que nos daría lo que quisiéramos.
—Bien —dijo JW—, los rusos se volverán locos. En realidad, esas grabaciones son suyas. Y las necesitan para su gaseoducto. He intentado montar una reunión con ellos y con Stefanovic. Los rusos quieren que os tranquilicéis. Eso es todo, exigen que dejéis de dar guerra, quieren el material y quieren ocuparse de Svelander ellos solitos. Dentro de unos días me darán la fecha y el lugar.
—Dentro de unos días. —Natalie se calló.
Faltaba poco. Habría una reunión con Stefanovic. Una reunión que el traidor pensaba que estaba planificada por personas objetivas. Una situación en la que él se sentiría seguro.
Pero en realidad: una reunión en la que participaría Natalie, para hacer lo que tenía que hacer.
Había que eliminar a Stefanovic.
Por su padre.
J
orge había contestado afirmativamente a la pregunta.
—¿Tienes el dinero?
—Sí.
¿Cómo podía decir que tenía el
cash? ¿Cómo
?
Él: ¿un idiota?
Él: ¿un marica? Consiguiendo que secuestrasen a su propia hermana y a su
sobrino
.
Jorge había estado hundido muchas veces en su vida. Cuando tuvo que bajarse los pantalones y volver al trullo. Cuando la pala cargadora no apareció en su sitio antes del ATV. Cuando él y los tíos se habían dado cuenta de que habían cosechado menos de dos kilos y medio.
Pero esto: Paola y Jorgito, más sagrados que Dios. Más importantes que cualquier otra cosa para él.
De nuevo: ¿cómo podía decir que tenía el
cash
?
La mierda del
cash
estaba en algún lugar de Europa ahora. Una cafetería en Tailandia: no valía nada en comparación. Una tarjeta de crédito vinculada a la pasta: valía cero millones en comparación.
Durmió fatal. Salió del albergue nocturno a las cuatro de la mañana. Dio vueltas por la ciudad. Apestaba a angustia. Apestaba a odio a sí mismo.
Se sentó en un banco del parque Tantolunden. Hizo el recorrido completo del autobús nocturno. Oyó a los pájaros cantar, como si hubiera algo de qué alegrarse ahí fuera.
J-boy, el perdedor.
El
loser
del gueto, el traidor.
El Fugitivo; ¿ahora qué importaba eso?
Vio a gente que caminaba al trabajo. Madres que arrastraban sillitas de bebé. Padres que se frotaban los ojos. La ciudad se estaba despertando.
Jorge solo quería dormir.
Más tarde llamó a JW, por si acaso.
—¿Puedes traer las cosas a casa? Ha ocurrido algo.
La voz de JW sonaba cansada.
—¿Por qué?
Jorge contó brevemente lo que había pasado con su hermana y Jorgito.
—No sabes cuánto lo siento, de verdad. Qué cabrones. Pero me va a llevar demasiado tiempo traer las cosas. Por lo menos un par de semanas.
Jorge colgó.
La misma pregunta, una y otra vez: ¿cómo pudo decir que tenía ese
cash
de mierda?
Sin embargo: las caminatas nocturnas por la ciudad habían despertado una pequeña chispa, una idea débil y remota. Un pequeño, pequeñísimo, plan.
Quizá.
En su móvil tenía una foto. Un MMS que había enviado a JW hacía cuatro días. Luz mala, la bolsa de plástico alrededor, el enfoque regular. Era una foto del dinero. Se veían suficientemente bien; muuuchos fajos de pasta.
Necesitaría refuerzos. ¿Pero quién? Mahmud, Jimmy y Tom seguían en Tailandia. Eddie seguía en chirona. Elliot vivía en Alemania ahora; por lo visto tenía tres críos, con tres tías distintas. Rolando estaba directamente descartado. ¿Y JW? El tío no tenía la madera para estas cosas.
Solo se le ocurría una persona: el vikingo que olía a guripa. El hombre con el nombre más vikinguillo de Suecia. Martin, exchapas, exmadero, Hägerström.
No era bueno. Pero no había nada mejor.
Más tarde. Un frío «pollar».
[87]
Jorge pensaba en las casitas de verano donde había dormido la última vez que se había fugado. Esto era peor, ahora tenía más frío por dentro.
Pulsó el timbre.
Una voz como del interior de una caja: los abogados.
—Qué tal, querría ver al abogado Jörn Burtig, por favor.
—No está aquí ahora. ¿De parte de quién?
—Es algo relacionado con su cliente, Babak Behrang. ¿Puedo esperar arriba?
—No tiene mucho sentido. Está en el juzgado y no vuelve hasta las cinco.
Jorge continuó dando vueltas por la ciudad. Ahora sí que no había ningún sitio adonde pudiera ir. Se enfundó el gorro más aún. Se subió la bufanda sobre la cara. No le importaba que la gente pensara que estaba
loco
. Podían pensar lo que quisieran. Con tal de que no llamaran a la pasma.
Con la ayuda de la foto del
cash
y de Hägerström, Babak tal vez aceptara. Quizá había una solución.
Bajó a la orilla.
Contempló la ciudad a sus pies. ¿Qué clase de sitio era este?
Había llevado una cafetería en el centro durante casi un año. Había fumado cantidad de porros con los negros en la calle Tomtebogatan. Había ido de juerga por Stureplan. Había mangado cachivaches en las tiendas de deportes de la plaza de Sergelstorg cuando era crío. Se había tirado a chiquillas monas en pequeños pisos de Söder. Conocía el centro. Era su casa.
Aun así, el centro no lo quería. Lo notaba en al ambiente. La gente lo miraba. Sujetaban los bolsos con más fuerza. Sacaban sus móviles para estar preparados. El centro: demasiado blanco para él. El centro: como si estuviera al otro lado de un muro israelí.
Trató de imaginarse cómo sería mezclar Sollentuna con el centro. ¿Qué sucedería si metiera la mitad de Sollentuna en este lugar? Las calles pijas, los edificios históricos y los bares modernillos. Solo la mitad. ¿Qué aspecto tendría si estuviera lleno de latinos, somalíes, kurdos? Si cambiara la mitad de las pulcras tiendas 7-Eleven por alguno de los estancos hogareños de la calle Malmvägen. Si sacara la mitad de los perros labrador de pura raza y los intercambiara con algunos perros de lucha. Si sustituyera los campanarios de las iglesias por mezquitas caseras. Si sacara los institutos de la élite y metiera clases caóticas de quinto de primaria en las que los alumnos ni siquiera sabían leer, pero estaban llenos de creatividad. Si cambiara una parte del ambiente educado, aburrido, amariconado por sentimientos auténticos y experiencias reales.
Ni siquiera debería haberlo intentado.
La dolce vita
no era para gente como él. Debería haber seguido poniendo cafés. Ahora tenía que terminar lo que había iniciado.
La vida de lujo
, volver a poner el reloj a cero. Devolver a Paola y Jorgito a sus vidas normales.
Más tarde: el aire era aún más frío.
Pulsó el timbre. La misma voz metálica.
Le dejaron pasar. Segundo piso, unas escaleras normales.
La puerta del bufete de abogados zumbó.
Entró.
La oficina tenía buena pinta: aunque Jorge llevaría diez años sin pisar un bufete de abogados. Las últimas veces que había quedado con su abogado siempre había estado encerrado en una celda. Metido en una habitación sudorosa sin ventanas para repasar los detalles de cara al juicio.
Sillas rojas, paredes blancas, mucho cristal. El mostrador de la recepción era largo, con dos recepcionistas al otro lado. Pedazo de logotipo del bufete detrás del mostrador.
—¿En qué puedo ayudarte?
Jorge se quitó la bufanda de la boca.
—Quiero hablar con Jörn Burtig. Se supone que ya tendría que estar aquí.
—Está aquí, pero no sé si puede verte. ¿De qué se trata y de parte de quién, por favor?
—Dile que tiene que ver con su cliente, Babak Behrang, y que es algo muy, muy importante.
Veinte minutos más tarde: Jorge estaba metido en una butaca de cuero desgastado. Aquí dentro, el diseño no era tan minimalista. Montones de actas, libros, papeles, ordenadores. Pisapapeles, cuadros, fotos de la prensa enmarcadas.
Jörn Burtig en el otro lado de la mesa. El abogado defensor de Babak Behrang.
Según el parloteo de los trullos: uno de los mejores de la ciudad.
Se dieron la mano. Burtig cruzó las piernas, se acomodó en la butaca.
—De acuerdo, Jorge —dijo Burtig—. Tengo un poco de prisa. Pero tengo entendido que quieres hablar de Babak. ¿De qué se trata?
Se notaba por el acento que el abogado no era de Estocolmo.
Jorge se quitó el gorro.
—Conozco bien a Babak. Mi apellido es Salinas Barrio. ¿Sabes quién soy?
El abogado se echó hacia atrás en la butaca.
—Sé quién eres. Y ahora que lo sé, tengo que pedirte que te marches. No podemos reunirnos de esta manera. Eres uno de los sospechosos por la misma causa que mi cliente, Babak. Eso quiere decir que la policía te está buscando. Pero ese no es el problema, te lo aseguro; no me importa reunirme con personas buscadas por la policía. No, el problema es que Babak está en arresto con restricciones. Eso quiere decir que no puede meter ni sacar ningún tipo de información que tenga que ver con la causa. Y yo no lo puedo hacer por él. Así que, con todos mis respetos, tengo que pedirte que te vayas.
—Sé lo que significan las restricciones, créeme.
—Muy bien, pues entonces también sabes que yo, si paso información a Babak, violaría las reglas de la ética jurídica y correría el riesgo de perder mi título de abogado. Así que quiero que te marches antes de que digas nada.