Como indagador de las costumbres, Accetto posee ese «no sé qué de más» respecto al análisis social reivindicado por otro moralista barroco, Virgilio Malvezzi: la mirada que, al escrutar el tiempo y la historia, capta una verdad que los trasciende. La poesía barroca —escribe Giovanni Getto, su gran intérprete— es poesía de las cosas que están sujetas a no durar. De esa forma Accetto amaba en la belleza de una rosa y de una cara de rosa el disimulo del desmoronamiento y la caducidad de esa gracia y sugería disimular asimismo un poco también con uno mismo, cuando el ansia apremia, dar un paseo fuera de sí y concederles un poco de sueño a los pensamientos cansados de uno, cerrando durante un rato los ojos al conocimiento de la propia suerte. La estrategia consciente no impide, sino que favorece el alivio y el abandono.
1983
El infierno de las mujeres es la vejez, decía La Rochefoucauld en un ocurrencia opinable, ya que son más bien en general los hombres los que se encuentran todavía más indefensos y perdidos cuando la edad, los achaques y la soledad les llevan a los márgenes de la vida lo mismo que frágiles objetos caídos al suelo que una escoba arrincona.
La máxima del gran moralista francés no es desde luego una excepción, sino antes bien la expresión de una difusa falta de galantería en relación al otoño femenino. Es más, éste es anticipado a menudo en medida en ocasiones ridícula, como con una secreta complacencia al advertir cuanto antes los signos de la decadencia, al recordar precozmente a la flor su destino de inmundicia. Esta actitud es con frecuencia ambigua; en la danza macabra, el justo aviso dirigido a la falaz grandeza terrena y la dolorosa ternura hacia la vida fugaz se mezclan con la acritud del moralista que está encantado de saber que esos goces que a él le están vedados, la magnánima belleza de un rostro y de un cuerpo, están condenados a perecer.
Incluso algunos grandísimos escritores enamorados de la vida y de las mujeres son a menudo pesados sin darse cuenta cuando se trata de la edad de éstas. De Madame de Rênal, en
Rojo y negro
, Stendhal dice que representaba tener treinta años pero era todavía más bien hermosa; también la edad de la Mariscala de Hofmannsthal, en
El caballero de la rosa
, es inferior a la que se adaptaba con más justeza al aura del no obstante espléndido declive que envuelve al personaje, a su apasionada despedida del amor. El catálogo de estas precoces jubilaciones de la vida, en especial de la erótica, decretado por los hombres en relación a las mujeres es amplio e incluye a muchos escritores, grandes y modestos, ilustres y desconocidos. La palma se la lleva tal vez Kanitz, un profesor alemán que exploró el siglo pasado las impracticables montañas y valles de Bulgaria y escribió, refiriéndose a las campesinas búlgaras, que nadie podría reconocer en una mujer casada y exhausta de veinte años a la muchacha de tres o cuatro años antes.
Desde luego que en el pasado las condiciones sociales, en especial las de las clases pobres y embrutecidas por la fatiga, hacían envejecer antes a los hombres y sobre todo a las mujeres, a menudo doblemente cargadas de trabajo, y ninguna medicina cosmética podía acudir en su auxilio, como hoy, con complicadas sofisticaciones. Pero en esas expeditivas sentencias de bien comido prodigadas a la belleza femenina había y hay con frecuencia una torpe relación con el tiempo y con su transcurso: la incapacidad de entender que el tiempo —sobre todo el de la existencia compartida, vivido en el amor, en la amistad, en los vínculos afectivos de distinta índole— no sólo quita sino que también aporta, como la ola de un río, que arrastra más allá pero también trae nuevas cosas.
Un rostro, con los años, se vuelve también más intenso, se enriquece de significado; un cuerpo amado durante mucho tiempo encierra más seducción, más acicates. Claro, antes o después llega el derrumbe del que habla Gozzano, pero, desgracias y enfermedades aparte, llega más tarde de lo que se cree. Junto a los afirmadores de la fugacidad están también, en la literatura, los grandes cantores de la duración del encanto femenino, grandes historias de pasiones maduras y seniles, de longeva seducción. Guimarães Rosa, por citar un solo ejemplo entre otros muchos, ha contado una espléndida historia de amor y deseo por una mujer entrada en años, la
Historia de Lelio y Lina
, uno de los relatos incluidos en
Cuerpo de baile
.
Una de las personas más cualificadas para refutar la máxima de La Rochefoucauld era por lo demás precisamente la amiga que se la había oído decir, Ninon de Lenclos, la maestra de seducción y de artes amorosas de la que se decía que tenía todas las virtudes —puesto que era fiel a sus amistades, culta, de firmes propósitos, libre de servilismos en relación con los poderosos, desinteresada, generosa— menos una. Destacado personaje de la vida social y cultural de la Francia del siglo XVII, de los salones en los que filosofía, literatura y galantería se fundían hasta formar una única atmósfera, Ninon de Lenclos pertenece a las crónicas mundanas pero sobre todo al mito, como corresponde a una diosa del amor; lo que de ella se sabe es incierto y al mismo tiempo perentorio, y ha pasado a la posteridad por medio de una carta de Voltaire y de algunas anécdotas, transmitidas a través de testimonios de ilustres representantes del gran siglo o de algún escrito suyo de incierta atribución o verosímilmente apócrifo, como sus presuntas cartas al marqués de Sévigné.
Voluble en el amor y constante en la amistad, Ninon de Lenclos cuenta entre sus amantes a algunos de los más sonoros nombres de la historia de Francia, de Coligny a Villarceaux, del marqués de Sévigné al mariscal d'Albret, de Gourville a Jean Banier pasando por el gran Conde, el genial caudillo que, según una anécdota relativa a su relación con Ninon, destacaba quizás más en las batallas de Marte que en las de Venus. Lectora de Montaigne ya a los diez años, Ninon era una mujer culta que ponía todo su cuidado para disimular discretamente en la levedad la profundidad de sus lecturas, de las que no le gustaba ostentar. Su salón, al que asistían poetas y filósofos, era un pequeño Hotel Rambouillet, un centro de vida mundana pero también cultural. Scarron le pedía consejos para sus novelas, Molière para sus comedias y Fontenelle para sus diálogos; en el círculo de sus protegidos, protectores y amigos se encontraban Corneille, Saint-Évremond, Racine, Boileau o La Fontaine; todavía le dio tiempo de echarle una mano a un jovencísimo Voltaire.
Ocurrente y ajena a cualquier cursilería, tenía según sus amigos un carácter auténtico, propio para la seducción pero también para la formación de las personas que le rodeaban. Con su cutis blanco, la móvil fisonomía de su rostro y el dibujo perfecto de sus grandes ojos negros, Ninon —decía Guyon de la Sardière— era hermosa y siguió siéndolo siempre. Su leyenda está ligada en efecto a la inmarcesibilidad de su encanto; no ocultaba sus años, toda vez que, según la tradición, a los cincuenta parecía como si tuviese veinticinco. Pero su
charme
no estaba ligado a una ficción de juventud, como un rostro rehecho después de un estiramiento de la piel, sino que perduraba incluso con las señales de los años, si hay que hacer caso a lo que decía el abad Chaulieu, que sostenía que entre sus arrugas se escondía el amor.
No sólo la Historia, como dice el presunto manuscrito del siglo XVII citado por Manzoni en
Los novios
, sino que también Eros constituye una guerra ilustre contra el tiempo. Tres generaciones de marqueses de Sévigné se enamoraron de Ninon: Henri cuando ella tenía treinta y cuatro años, su hijo Charles cuando ella tenía cincuenta y el nieto cuando tenía setenta y seis; a los setenta inflama al barón Banier, hijo del general sueco del mismo nombre. Su mito alcanza su ápice más alto en un episodio que algunos —en realidad bastante pocos— ponen en entredicho y que pasó a convertirse en el símbolo de su vida: cuando Gedoyn, a sus treinta y dos años, se infatuó de ella, Ninon le rogó que esperara tres meses. El enamorado obedeció, un poco asombrado por cuanto Ninon, inconmovible en sus negativas, no acostumbraba a escurrir el bulto si decidía que sí. Cuando, una vez transcurridos los tres meses y después de ocurrido lo que debía ocurrir, él le preguntó el motivo de su dilación, Ninon le respondió que la semana anterior había cumplido ochenta años y había querido concederse la coquetería de un amor consumado tras ese respetable umbral.
La medida de una relación sentimental de Ninon, su eternidad de amor, parece que fue de tres meses. Pero Ninon, como no explotaba nunca el eros para sacar de él una ventaja social o económica, no se envanecía en lo más mínimo de sus conquistas, sabedora de que todo envanecimiento es estúpido y de que es siempre insensato vanagloriarse de lo que sea. No sobrevaloraba, sino que casi despreciaba el amor y el sexo, aun sabiendo disfrutar de ellos; los consideraba un instinto ciego, que proporciona un placer breve y modesto y que, envuelto en falsa sublimación y
pathos sentimental
, trae aparejado a menudo el mal y el dolor, disfrazando el más mezquino y abusivo egoísmo tras la retórica de la pasión.
Ninon creía en la amistad, no en el amor; era a los amigos a los que permanecía fiel aun en los momentos más duros, y si socorría a un amante o un ex amante en apuros, lo hacía en nombre de ese desinteresado sentimiento de amistad que había quedado entre ellos independientemente de la infatuación erótica o a pesar de sus engaños y autoengaños. Su pesimismo acerca del amor y su fe en la amistad se inscriben en una típica tradición francesa que, desde las grandes novelas a determinadas grandes películas, ha expresado frecuentemente ese desencanto respecto a las relaciones eróticas y esa confianza en la solidaridad fraterna. Pero si fue una amiga de confianza, Ninon no tuvo que ser una madre muy atenta, pues se vio obligada a rechazar a un hijo suyo que se había enamorado de ella porque no sabía que era su madre y porque por lo tanto no la había visto nunca. Esta repulsiva frigidez en lo tocante a un sentimiento esencial como es el amor hacia los hijos revela la esterilidad no sólo de Ninon sino en general de aquella sociedad y de su cultura.
Pero, dejando aparte esa carencia fundamental, en la ligereza de Ninon hay una melancólica y firme moralidad que le prohíbe hacer comercio con un cuerpo que todos se disputaban y con un alma igualmente disputada por jansenistas y molinistas, que querían convertirla, y que la induce a denunciar las injusticias padecidas por las mujeres. Virtuosa como Catón y sabia como Epicuro, según reza un epigrama, Ninon parece buscar en la frivolidad un refugio a la desolada profundidad de la vida. La época le favorece: algunas décadas más tarde la cultura francesa se asomará a un vacío de disolución y anonadamiento, al que Madame du Deffand, de una genialidad muy distinta pero igualmente experta en la guerra con el tiempo, servirá de extraordinario emblema. Ninon no puede conocer todavía ese radical libertinaje intelectual; su escepticismo religioso no la induciría nunca a la vulgaridad de la Mariscala de Luxemburgo que, al leer la Biblia, se confesaba escandalizada de que el Espíritu Santo escribiera tan mal. Ninon no le tiene miedo al vacío ni a la nada, sino a la melancolía de la vida, y para distraerse le bastan las galanterías, como las conchas a los niños y a ciertos pueblos de algunas islas remotas.
Sus cartas presumiblemente apócrifas al marqués de Sévigné le atribuyen no sin criterio un pesimismo desencantado que es la premisa de la moralidad. Las cartas —dejando aparte su abismal distancia poética— constituyen una especie de novela epistolar del género de
Las amistades peligrosas
: una dama da avispados y cínicos consejos a un caballero sobre la táctica a seguir para seducir a otra mujer y al final acaba siendo víctima de su juego, es ella la que se enamora del hombre y queda expuesta a las penas del amor. A menudo descontadas y en ocasiones ordinarias, en esas cartas resuena sin embargo no sin agudeza la gran narrativa francesa, cuyo ápice está representado por
Las amistades peligrosas
, que analizó despiadadamente la pasión amorosa, no ya poniendo el cerebro en el lugar del corazón —como a veces se ha dicho en tono de reproche— sino captando todo el tormento, la nostalgia y la intensidad de la pasión del corazón a través de un análisis riguroso y desencantado, de una exactitud geométrica, sin cuyo concurso no se pueden sondear los abismos del corazón y no queda más que un falso y enfático sentimentalismo.
La mujer imaginaria que escribe las presuntas cartas de Ninon desenmascara la deleznable sublimación con la que el egoísmo erótico disfraza a menudo sus abusos y camelos, la retórica de la pasión irrefrenable y de su arcano fatalismo, con la que quien miente y se comporta sin respeto con el otro justifica su propia violencia atribuyéndole una aureola titánica, poniéndola a cuenta de una misteriosa ley superior de su corazón, que la haría necesaria. Sanamente atentas a la materialidad del amor y remisamente sensibles, a pesar de su cinismo inmoral, a su profundidad espiritual real, las cartas defienden a esta última de las mistificaciones que la tergiversan con la pretensión de hablar en su nombre e inducen a convencerse de que se ama incluso cuando no se ama al otro, sino sólo a la propia infatuación de uno por el otro, del que no se quiere su bien, sino únicamente la satisfacción propia.
Mucho tiempo después, y con una potencia poética bien distinta, Tolstói escribirá en su
Sonata a Kreutzer
páginas memorables acerca del falso ennoblecimiento sentimental de la prepotencia y la posesión sexual. De la misma forma la
cocotte
, melancólicamente sabedora de que el amor es una guerra en la que hace falta estar armados, desmitifica el culto de la transgresión e imparte una lección moral todavía válida.
El sexo, se dice en las cartas, es como el dinero: buen sirviente y pérfido amo. Ninon habría tenido el derecho de decirlo, porque debió vivir presumiblemente conforme a esa sentencia. Pero ni siguiera eso basta para dar la felicidad, puesto que Ninon, serena a pesar de todo en la enfermedad, llegó a decir que si de joven le hubieran mostrado la vida que le esperaba se habría ahorcado. Pero no es poca cosa, con esa desolada conciencia de su existencia, haber llegado en cambio a los noventa años (según otros sólo a los ochenta y cinco) y haber desmentido tantas veces el dicho de su amigo La Rochefoucauld sobre la vejez de las mujeres.