1992
En el año 1735 Linneo, en una visita a un jardín de Hamburgo, anota en su cuaderno el epígrafe escrito a la entrada: «No hagas ningún mal y no serás víctima tú de ninguno, como el eco que te devuelve tu propio grito en el bosque». Es el año en el que publica su primera edición del
Systema Naturae
, la gran clasificación que lo ennoblecerá y hará de él un símbolo de las ciencias naturales, un escritor del que Rousseau decía, refiriéndose en especial a su
Philosophia Botánica
, que había sacado más provecho que de cualquier otro libro de moral. Los grandes moralistas, capaces de escrutar a fondo la vida y su anarquía, están acosados por el demonio del orden, de la pasión por catalogar y definir; esta pasión de totalidad está abocada a la derrota, porque ningún sistema puede ponerle por completo las bridas a la imprevisible irregularidad de la existencia, pero solamente el lúcido y geométrico amor por el sistema permite comprender de veras la originalidad de la vida, el resto que siempre queda respecto a la ley.
Es la enciclopedia, con su riguroso orden alfabético y su catastro, lo que evoca la imagen caótica y proliferante de la realidad; quien coquetea con el desorden y se da ínfulas confusas, desparramando los papeles sobre la mesa para dar una impresión de genial desarreglo, es un retórico inocuo y bienintencionado, lo mismo que quien exhibe su distracción o su juventud disoluta, y difícilmente podrá comprender lo verdaderamente demoníaco de la existencia.
No le faltaba razón a Rousseau al ver en el gran botánico sueco a un maestro de moral, o sea de procedimientos conceptuales que educan el pensamiento para penetrar en la ambigua y poco fiable multiplicidad del mundo, por mucho que otro botánico, Siegesbeck, acusara a Linneo de inmoralidad por haber elegido los caracteres sexuales de las plantas como elemento base para fundamentar su clasificación, invitando así a los jóvenes estudiosos de estambres y pistilos a fantasías licenciosas. Pero Linneo no amaba solamente el orden en el mundo vegetal; aquella inscripción de Hamburgo le impresionó porque establecía en el ámbito de la moral —en el reino del bien y del mal, de la libertad humana para elegir uno u otro comportamiento— una ley inexorable y rigurosa como la que rige en el mundo físico.
Según Linneo, que fue un profundo creyente, el hombre es libre de cometer o no el mal, pero, una vez cometido, se pone en marcha —según su «físico-teología» o «teología experimental»— un inevitable mecanismo de causa y efecto, semejante al que hace que la sequedad genere aridez en el terreno o que beber un veneno traiga aparejada la muerte. Linneo denominaba también a esta ley «Némesis divina», aludiendo con este término a un proceso regulativo que, en la naturaleza, interviene para contrarrestar todo exceso y restablecer el equilibrio.
Némesis divina
es también el título de una obra singular de Linneo, que durante mucho tiempo permaneció inédita. La escribió en parte en sueco y en parte en latín, para admonitoria edificación de su hijo, que él, monarca de los naturalistas, habría llamado a sucederle en 1763 en su cátedra de botánica de la Universidad de Upsala, aunque el hijo no anduviese ni mucho menos sobrado de talento en esa disciplina. La
Némesis divina
—que le gustó a Strindberg, aunque sólo podía tener un conocimiento parcial de ella— es un libro sombrío y poderoso, en el que el genio del sistema construye una torva y perfecta economía de la existencia. Recogiendo y volviendo a contar historias sacadas de la Biblia y los clásicos, de la vida de la corte de Suecia, el ambiente académico sueco o las crónicas locales de sucesos, Linneo quiso demostrarle a su hijo, igual que se demuestra un teorema, que al mal cometido le sigue indefectiblemente un castigo.
Esos papeles, destinados a un uso estrictamente personal, debían permanecer inéditos, porque Linneo da nombres y apellidos de las personas de su mundo, y a menudo de personas de alta posición, y menciona sus ruindades y transgresiones. La realidad no es avara con nadie ni en lo tocante a ejemplos de infamia ni en relación con acontecimientos luctuosos y no lo fue tampoco con Linneo. La Biblia le suministraba ejemplos de violencias y venganzas, de infamias y también de la cólera vengadora del Señor, historias no menos truculentas y feroces se las ofrecían el repertorio clásico, el campo sueco, con la dureza y la elementalidad propias del mundo campesino, y sobre todo la crónica política sueca en un período tan turbulento como aquél, en el que proliferaron las luchas entre el poder real y la nobleza y entre el partido filoaristócrata de los «sombreros» y el burgués de las «gorras»; un período de guerras —desde las de Carlos XII a las guerras contra Prusia—, de trastornos sociales y golpes de Estado, conjuras, ejecuciones capitales y bancarrotas.
En aquella multiplicidad de la vida insidiosa y corrupta, Linneo se movía como entre las variedades de las plantas, persuadido de que los destinos humanos se desarrollan según una gramática concreta y de que cada hecho, lejos de ser casual y excéntrico, tiene un valor tipológico general, como la hoja conservada en un herbario. Su genio visual, acostumbrado a captar los mínimos pormenores y a discernir entre los que son significativos y ejemplares y los que no lo son, atrapa los tétricos episodios de la tragedia que, como dice en el epígrafe de un párrafo suyo, la naturaleza representa incesantemente.
Un adúltero muere a años de distancia de su pecado ahogado en el cieno en el que ha resbalado, esposas infieles fallecen corroídas por cánceres de útero u otras horribles enfermedades; el conde Cronhielm mata a un campesino, que tropieza con él distraídamente en un lago helado, el mismo lago que se lo tragará algunos años más tarde al romperse el hielo bajo sus pies; el presidente de una comisión militar inicua es víctima de una parálisis facial y uno de sus miembros «más alegres y joviales» muere de melancolía; Melander, profesor de teología en Upsala, se queda paralizado mientras está abogando a favor de una injusta asignación académica; varios sanguinarios generales y almirantes bombardean ciudades y acaban siendo víctimas de muertes violentas, madres solteras ahogan a sus recién nacidos y terminan sus días en el patíbulo o atropelladas por una carroza, y suertes no mejores les están reservadas a sus seductores. Casi imitando a su rival Buffon, el sistemático Linneo se detiene en el comportamiento de esos animales de los que, como dice su sistema, forma parte el hombre. Como les ocurre con frecuencia a los científicos, también a Linneo le es fácil que le salgan las cuentas; basta saber esperar, como él, para constatar el infortunio que le estaba reservado al malhechor —cuando menos la inevitable muerte, que es por cierto un castigo no desdeñable. Por lo demás, la proporción entre delitos y castigos es rigurosa: una dama que propinó una bofetada inmerecida a una criada se rompió un tobillo bajando una escalinata.
En esos fulminantes apólogos impregnados de horror a la vida, Linneo es un gran escritor que condensa en pocos rasgos, lacónicos y esenciales como las sagas, el desenlace de un destino, pecar, robar, matar, morir. Como en la sombría fatalidad que domina las sagas nórdicas, en lo épico de estas historias el individuo es también idéntico a su sino, el carácter y el destino no son separables. La realidad de Linneo es el tétrico y visionario mundo escandinavo, que fascinaba a Strindberg y fascinará luego a Ingmar Bergman; un paisaje de habitaciones oscuras, trajes antiguos y pesados, hombres silenciosos y muertes solitarias. Los nombres de sus personajes, que a menudo dan el título a sus historias respectivas, se suceden y silabean como el sonido de la Necesidad y la Melancolía: Norrelius, Bentzelia, Brahe, Horn, Buscagrius, Jaensson, Grubbe, Julinschöld, Kanutius, Krabbe, Kyronius. El horror a la existencia —ese horror que Linneo expresó describiendo la furia destructiva de los insectos— va acompañado de una sed de justicia que hace de él un vengador de los siervos y siervas víctimas de sus señores, pero el amor al sistema y la obsesión bíblica de la venganza a lo largo de las generaciones inducen al científico a demostrar su tesis constatando, satisfecho, que el culpable que murió indemne recibe al final su castigo en el atroz fin de sus hijos y nietos: Una cantinela a la que le tiene mucha afición es el dicho latino que reza que, ya que el cerdo ha pecado, los cochinillos tienen que llorar. La religión es exactamente lo contrario de la superstición profesada por este gran científico y escritor; la religión es lo que trasciende a lo existente y rechaza la ley del matadero, es la protesta contra el gemido de esos cochinillos. Para Linneo las infelices víctimas de un infortunio son delincuentes justamente castigados; la fe promete en cambio redención a los últimos de la tierra, a los que mueren en el barro y el sufrimiento. Linneo veía sólo lo que sucedía, los procesos de la naturaleza, y aunque experimentara por ellos un secreto horror —a pesar de las festivas excursiones botánicas que realizaba con sus estudiantes, celebrando a despecho de sus colegas un verdadero triunfo cuando encontraba una nueva planta—, tenía que afirmar que la ley de aquellos hechos era acertada. Si una causa produce inexorablemente un efecto, del efecto podemos remontarnos a su causa; una desgracia o una enfermedad se convierten en el signo de alguna mancha moral que las ha producido. Quién sabe a qué pecado, no necesariamente sólo de gula, era debida la gota de la que se quejaba Linneo.
1986
El día de su último cumpleaños, el 28 de agosto de 1831, Goethe, a sus ochenta y dos años, se concede el gusto de hacer una excursión a Ilmenau, en los bosques de Turingia, y sube hasta la cabaña de madera en cuyas paredes, cincuenta años antes, había escrito algunos de los mejores versos de la poesía universal, aquel hermosísimo poema,
Über allen Gipfeln ist Ruh'
[Sobre todas las cumbres hay calma], que evoca el crepúsculo y el silencio de la tarde, el enmudecimiento del viento entre los árboles y la cercana paz de la noche, que alude también a la de la muerte.
Goethe se repite a sí mismo los últimos versos,
«warte nur, balde ruhest du auch»
[no tienes más que esperar, pronto descansarás tú también], releyéndolos en aquella madera y en su caligrafía de entonces. Ese poema vive ya hoy en el mundo, autónomo con respecto a su creador lo mismo que un árbol lo es respecto a la mano que lo plantó y lo expuso a la intemperie; en 1870 un incendio destruirá esa cabaña de madera y esas palabras. Pero ya en aquel agosto de 1831 los versos estaban protegidos por un cristal, custodiados con reverencia de anticuario, porque Goethe y cada uno de los instantes significativos de su vida eran ya un monumento histórico, y aquella cabaña era un lugar de peregrinaje, una meta para visitantes y viajeros.
No obstante la leve turbación que le produjo aquel recuerdo —que es asimismo presagio— del crepúsculo de la tarde, Goethe no se detiene en rememoraciones personales, sino que se vuelve para contemplar el paisaje que se domina desde allí, comenta las distintas técnicas del trabajo en las minas que prolifera en torno y se complace con la actividad que transforma aquel paisaje. Su interés, hasta el último momento, está centrado en el mundo, que él consideró siempre más genial que su propio genio y la verdadera sustancia de su poesía. En el
Meister
el abad enseña la
Weltfrömmigkeit
, la
pietas
atenta a la objetividad de las leyes suprapersonales, que inscriben al individuo en el mecanismo abstracto de las relaciones sociales; Goethe habla también de una
weltfreudige Mystik
, de una mística mundana, merced a la que el sujeto se identifica con la realidad y al mismo tiempo la mira también de lejos —como Linceo, el guardián de la torre— con una
hohe, wohlwollende Ironie
, con una superior, benévola ironía, porque advierte toda su compleja estructura y su funcionamiento. Según uno de esos detalles a los que tan aficionadas son la puntillosa documentación y las imaginativas interpretaciones de los biógrafos, poco antes de morir, hacia el mediodía del 22 de marzo de 1832, Goethe, repuesto de los míseros dolores y terrores de la agonía, admira la imagen de una hermosa mujer morena y traza sobre las mantas, con los dedos, el signo de una gran W, en la que algunos han querido leer la inicial de
Welt
, mundo.
Es una palabra que cautiva los últimos años de Goethe; habla con fervor de la nueva
Weltliteratur
, de la literatura universal, que va rompiendo poco a poco las viejas fronteras nacionales y sociales; siente interés por el proyecto de los canales de Panamá y Suez, se mofa de los filósofos encerrados en sus habitaciones devanándose los sesos con las elucubraciones de su cerebro sin mirar fuera de la ventana, desprecia a los poetas románticos prisioneros de sus fantasmas y afirma, en una frase sibilina de su última novela, que una poesía es tanto más perfecta cuanto más se acerca a la pura y objetiva transparencia de la vida exterior. El demonio de la acción le lleva a Fausto al «gran mundo» de la historia y la política y el mismo Goethe, que veía en los procesos mundiales la premisa de la poesía, hace pública su inclinación a tratar con soberanos y tiranos.
Pero el mundo le produce también una profunda desazón, dominada con laboriosa y marmórea dignidad clásica. Goethe estaba persuadido de que le había tocado vivir un giro radical de la historia, que estaba transformando la naturaleza misma del hombre: asistía al final de la milenaria civilización centrada en el individuo y al advenimiento de una nueva civilización, impersonal y colectiva, en la que el arte —la poesía individual, clásica y perenne— quizás ya no tendría sentido. Sin dejarse enredar por la política, Goethe tiene una fortísima conciencia, en especial en sus últimos años, de la importancia que asumen, para la literatura, los contenidos reales, esto es, las fuerzas del «gran mundo» de la política, las personalidades o los movimientos sociales que determinan la historia mundial.
En sus ensayos sobre el
Adelchi
y sobre el
Conde de Carmagnola
de Manzoni, por ejemplo, Goethe —además de analizar con atención y celebrar con fervor la belleza poética de los textos— aprecia «lo magnificable de la materia», que le ofreció al autor grandes posibilidades poéticas. No cabe duda de que le hubiese gustado la respuesta amable y modesta de Manzoni a Longfellow: cuando el poeta americano le comentaba su admiración por
El cinco de mayo
, Manzoni le replicó elusivo que, en esa poesía, «era el muerto el que sostenía al vivo», es decir, que la grandeza de la obra estribaba sobre todo en su tema, en Napoleón.