Sólo una jerarquía de valores puede impedir que el Yo individual pierda su unidad y solidez y se diluya, como decía Nietzsche —alegrándose de ello, desde su punto de vista, u obligándose a alegrarse—, en una «anarquía de átomos, en una multiplicidad de núcleos psíquicos y pulsiones que ya no caen prisioneros en la rígida coraza de la individualidad y la conciencia». Hoy en día la realidad, cada vez más virtual, es el escenario de esta posible mutación del Yo.
Este Yo que ya no es un individuo —el cual construye su persona sobre valores— sino un pulular centrífugo e indistinto, puede comportar desde luego una mayor flexibilidad en el reconocimiento de las libertades ajenas, pero comporta asimismo el riesgo de aguar esa libertad en la indiferencia, de equiparar cada cosa con cualquier otra, en una especie de bazar indiferenciado en el que la paridad se convierte en una caricatura de sí misma, corno si, por ejemplo, la solidaridad y el racismo fueran facultativos. Por supuesto, un bárbaro dogmatismo ideológico o religioso no es el mejor modo de afrontar este peligro; la única respuesta es la continua, humilde y adogmática búsqueda de jerarquías de valores. La industria cultural parece abolir cada vez más estas jerarquías, estas diferencias entre órdenes de valores. Pero esa montonera —que pone en el mismo nivel a Kant y la basura de las misas negras— no toma nunca partido sino que pone, como ocurre en los periódicos, una «opinión» al lado de la otra; es lo contrario del diálogo y el encuentro entre personas y mundos distintos. La fábrica de la opinión sólo aparentemente deja hablar a todos, porque neutraliza y elide las contradicciones reales en un coro sustancialmente monótono, que canta más o menos la misma canción y no permite que se la ponga de veras en entredicho.
Se trata de una homogeneización gelatinosa, en la que las diversidades y las individualidades desaparecen, donde cualquier cosa parece intercambiable con cualquier otra y pierde sus propios rasgos. Este mundo —que en ciertos aspectos parece ser el mundo del futuro, por lo menos para Occidente, un mundo en el que todo está permitido, desde la falta de corrección gramatical a la profanación— no tiene nada que ver con las verdaderas mezclas y revocaciones de jerarquías con las que los grandes poetas, los fundadores de religiones o los revolucionarios políticos han abatido siempre las barreras entre los hombres y las culturas.
Otro de los valores que hay que defender, o quizás que recuperar, es el sentido del Estado. Giuliano Amato ha llamado acertadamente la atención acerca de la función insustituible de los Estados, contra la retórica actual de los localismos que desea su disolución de forma cada vez más visceral y furibunda. Cuando en la adolescencia leemos
Los tres mosqueteros
y nos enamoramos ya para siempre de esas aventuras que se suceden con la ligereza del viento, uno, faltaría más, no se pone de parte de los guardias del Cardenal, obedientes a una tenebrosa Razón de Estado, sino de la valentía y lealtad de D'Artagnan o de Athos. Y sin embargo el cardenal Richelieu, que urdió efectivamente esas tramas, estaba construyendo por entonces un Estado moderno, con sus leyes superadoras del egoísmo de los distintos cuerpos sociales, y aplastando el arrogante poder de los señores feudales, que querían mantener sus orgullosos privilegios y defender la desigualdad contra la ley. Richelieu, que prohíbe el duelo, impidiendo a los nobles tomarse la justicia por su mano entre ellos, representa el triunfo del derecho sobre la barbarie tribal, reservando sólo al Estado el ejercicio de la fuerza para reprimir los delitos y tutelar a los débiles, en caso contrario a merced de los poderosos.
El Estado moderno, que nace autoritario, irá poco a poco evolucionando —por influjo también de otras tradiciones políticas, especialmente inglesas— hacia formas liberales y democráticas, que tendrán que afirmarse contra sus estructuras autoritarias y absolutistas, pero que no podrían existir sin la formación de la unidad estatal en perjuicio del anárquico particularismo feudal. Los países que llegan con retraso a esta unidad, como Alemania, sufren sus nefastas consecuencias y se convierten en más fáciles presas de las dictaduras.
Hoy la aversión por los guardias del Cardenal, tan inferiores en los duelos con los intrépidos mosqueteros, es todavía más fácil, porque asistimos a una descomposición y desvalorización del Estado, que no tiene nada que ver con la crítica del Estado social, con la que se confunde arbitrariamente. También ésta es con frecuencia ambigua, porque hace un batiburrillo de tres planos sustancialmente distintos. Una cosa es oponerse a las degeneraciones del Estado social, como las pensiones adjudicadas —por superficialidad o estafa— a falsos inválidos y demás parasitismos. Estas críticas, por sí mismas, no niegan al Estado social, de la misma forma que denunciar a un policía corrupto, brutal o ineficaz no supone negar la necesidad de la policía.
Y otra cosa distinta es medir, con la debida responsabilidad, los límites materiales más allá de los cuales, en la situación y el momento en que nos encontramos, no se puede ir en lo tocante a la asistencia a los ciudadanos, sin caer en una demagogia nefasta para todos. Este sentido del límite —y la disponibilidad para franquearlo cuando sea concretamente posible— tampoco es un rechazo del Estado social. Pero otra cosa bien distinta —y ésta sí que implica su programática negación— es afirmar que cada uno debe pensar sólo en sí mismo y que si alguien muere de hambre a mi lado no hay por qué plantearse cuánto es legítimo desembolsar para ayudarle, sino simplemente dejar que cada uno vaya por su camino y él hacia su muerte. Esta posición tiene orígenes muy antiguos, desde cuando Caín decía enojado: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?»
Pero ni siquiera la más ácida crítica al Estado social ha de confundirse con esa creciente denigración del Estado que contrapone por un lado los localismos tribales, auténtica caricatura e insulto al verdadero amor al lugar de nacimiento, y por otro y sobre todo los cuerpos sociales y los poderes económicos emancipados de la igualdad ante la ley. Todo esto hace que nuestra época se parezca al final de la edad antigua y del imperio romano; no por azar la negación del Estado va unida a la del derecho, al deseo de que éste sea cada vez más sustituido —en la reglamentación y el gobierno de las cosas— por la economía. Los mercados, que tan mal soportan unas fronteras por lo demás cada vez más superadas, tienden a reclamar su autonomía de las leyes y las ordenanzas generales; propenden a debilitar las constituciones formales en favor de su sustitución por las «materiales», o sea por el conjunto de los comportamientos, reacciones e intereses que articulan la vida social.
La retirada del Estado de la economía exige por el contrario una más sólida certeza de la ley. Paradójicamente, un Estado comunista podría tener menor necesidad del derecho, toda vez que, al gestionar por sí mismo toda la vida económica y social, no necesitaría leyes que regularan los conflictos de intereses, sino como mucho reglas organizativas, algo así como un reglamento escolar que prescribe el horario de las clases y el reparto de las aulas pero que no es todavía un código. No es casual que una de las debilidades del pensamiento marxista haya sido su subestimación del derecho, a menudo considerado como una mera sobrestructura o un formalismo conservador por naturaleza.
Cuanto más renuncie el Estado a ser un sujeto económico, tanto más debe garantizar, con la certeza de la ley y la fuerza para aplicarla, el ordenado desarrollo de actividades que, al ser cada vez más complejas, se convertirían en caso contrario en una anarquía incontrolable, fuente de conflictos y abusos sin fin. El simple contrato, el acuerdo entre las partes, no puede sustituir a la ley, que permite valorar su validez, impugnarlo si no es válido e imponer su cumplimiento si uno de los contrayentes no lo respeta. Para el caso de grandes acuerdos concretos se podría confiar en el automático reglamento de las costumbres no escritas y de los mecanismos de reacción y contrarreacción de la dinámica social; un pacto entre una gran industria y un sindicato grande cabe que esté ya suficientemente garantizado por las desastrosas consecuencias que, para ambas partes, acarrearía su incumplimiento. Pero en una red cada vez más compleja de relaciones directas e indirectas entre agentes de diversa índole y fuerza, se hace difícil pensar que un mecanismo autorregulativo sea suficiente para tutelar a todas las partes, algunas con mayor y otras con menor capacidad para defenderse, y para evitar repercusiones indeseables; por poner sólo algún ejemplo de lo más banal, pensemos en las relaciones entre las industrias y la contaminación o en el trabajo negro, que la «constitución material», o sea la situación del momento, a menudo favorece.
Hoy el Estado está puesto en entredicho por los anarco-capitalistas (a los que quizás por otra parte les falta luego tiempo para pedir una intervención ante una muchedumbre enfurecida, pero son reacios a pagar los impuestos necesarios para la sin embargo deseada potenciación de la policía).
El anti-Estado cuenta con múltiples tradiciones. En la Prusia de Federico II, escritores como Herder soñaban con la disolución del Estado-máquina federiquista en las comunidades rurales de las parroquias. Los anarquistas propiamente dichos siempre desearon el abatimiento del Estado y su sustitución por asociaciones humanitarias e igualitarias. Pero el actual anti-Estado de los ultras libelistas tiene rasgos distintos, porque ensalza la desigualdad y rechaza cualquier tipo de tutela del débil en la jungla o el Lejano Oeste de la vida, rechazando por ello al Estado y tratando de debilitar el control de la ley y el derecho.
Ciertamente, Estado y derecho se nos antojan prosaicos, melancólicos; las cosas esenciales de la vida —el amor, la amistad, la aventura, la muerte— suceden sin códigos y el vaquero es más fascinante que el burócrata, aunque la literatura austriaca nos haya dado inolvidables retratos de burócratas y de su profunda y ambigua poesía existencial. Pero si el Lejano Oeste es seductor, con ese héroe generoso que defiende a la muchacha inerme de los malvados pistoleros que quieren robarle el rancho, cabe preguntarse qué ocurriría si por ventura no llegase ese héroe providencial, que en la realidad por cierto no llega casi nunca. Y las películas del Oeste muestran la necesidad del shérif, con el que da comienzo la obra de la ley y el Estado, sin la que los débiles están expuestos a la violencia de los fuertes.
El liberalismo dice que la libertad de un individuo cesa allí donde empieza la de otro; los anarco-capitalistas, que no se preocupan por estos límites y tutelas, no pueden declararse más liberales de cuanto pueda hacer un estalinista. La reputación del Estado está desde luego echada a perder por los estatólatras, que hacen de él un valor absoluto y olvidan que está al servicio del individuo —de todos los ciudadanos— y no a la inversa y que nace para mayor garantía del individuo, cosa que no sucede en las dictaduras de Hitler o de Stalin. Pero las dictaduras son la negación del Estado, que con ellas cae en manos de grupos exentos de toda legitimación, en manos de aquellos poderes que los romanos llamaban globalmente
latrones
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La diversidad de la vida, bien inestimable, no tiene por qué estar necesariamente humillada, sino que puede ser protegida por el Estado. Los grandes estados del mundo —desde el imperio romano al habsbúrgico— son ejemplos de una riquísima diversidad de naciones, culturas, paisajes humanos, usos y tradiciones. Esa variedad estuvo defendida por la
lex
romana, vigente tanto en la Galia como en África, por la efigie de Francisco José grabada en las monedas usadas en Galitzia o en la región de Salzburgo o por el paso cadencioso del gendarme imperial, que impedía a los señores feudales maltratar al campesino y a las nacionalidades más potentes oprimir a las más débiles.
La diversidad hecha posible por el orden de un Estado puede no ser menor que la del Medioevo fraccionado y anárquico, tan grato al gusto posmoderno. Napoleón, que promueve y difunde con su código la igualdad jurídica de los ciudadanos y hace abolir las discriminaciones contra los judíos, es más hijo de los soldados del Cardenal que de los nobles con el antojo del duelo. La civilización y la democracia liberal están de parte de Napoleón, del código que abate los muros del gueto, y no de parte de quien construye esos muros o de quien dejaría en cualquier caso que quien estuviera en posesión de la fuerza para hacerlo levantase guetos para encerrar en ellos a quien le pareciera. Sin ley no hay orden ni libertad; el eclipse del derecho deja al mundo, dirían los romanos, a merced de los
latrones
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1997
A veces una época puede quedar resumida en una palabra clave que, como una marca de fábrica, indica sus aspectos y tendencias más llamativas o sus manías más persistentes, su retórica dominante. Las tres palabras que caracterizaron a las tres épocas vividas por Montanelli —él dice eras— son, según ha escrito en el
Corriere
, hierro, eventual y flexible. Estos años nuestros podrían tal vez definirse, por una actitud que los distingue en los más diversos ámbitos de la vida y el pensamiento, como la era de lo facultativo. Religiones, filosofías, sistemas de valores o concepciones políticas se alinean por orden en las secciones de un supermercado y cada uno —según la necesidad o el apetito del momento— toma de un estante o de otro los artículos que se le antojan, dos paquetes de cristianismo, tres de budismo zen, doscientos gramos de ultraliberalismo, un terrón de socialismo, y los mezcla a placer en un cóctel privado.
En este clima cultural es cada vez más difícil definirse de una forma concreta, o sea limitada, elegir una cosa y excluir otras. Si se es cristiano, no se es budista, y viceversa, aunque se veneren como es debido, en ambos casos, la altísima enseñanza de Jesucristo y de Buda y se aprenda mucho de sus ejemplos. Sólo se respeta una concepción del mundo si se la toma en serio hasta el fondo, si nos enfrentamos con rigor a la verdad que anuncia o a nuestra capacidad o incapacidad de seguirla realmente. Declararse atolondradamente musulmanes o cristianos —o tal vez ambas cosas— al calor de un superficial impulso sentimental y pretender diluir o fundir las diferencias de esas religiones en una salsa privada significa ofender su seriedad y dignidad. Lo que una filosofía y una fe propugnan es una unidad orgánica, no una ensalada donde cada uno de sus ingredientes sea facultativo, algo que se puede tomar o no según capricho. Ahora en cambio todo parece ser «facultativo», elemento aceptable o rechazable al gusto de uno sin que ello comporte la alternativa entre una adhesión o un rechazo de conjunto. La New Age, por poner un ejemplo, es una típica expresión de esta actitud vagamente espiritualista que picotea de aquí y de allí en los platos del Absoluto, batiéndolo todo luego en una bienintencionada papilla del corazón.