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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (7 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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—Aquí debe de hallarse vuestro padre, señor —me dijo Alonso, apartando la manta que cubría una entrada.

No se veía nada. Todo eran sombras, sombras y hedor a sangre seca y a inmundicias humanas. Los gemidos de las gentes que allí se encontraban eran lo único que delataba su presencia. Mi criado se alejó y me dejó sola, a oscuras, tan agarrotada que no podía ni abrir la boca para llamar a mi padre, mas regresó al punto con una vela encendida.

—Me ha costado el ochavo que me disteis en el puerto —declaró.

—Te lo pagaré de nuevo —dije, arrancándosela de las manos y allegándome al preso que tenía más cerca. El hombre, tumbado sobre el suelo, se quejó, soltó una blasfemia y se llevó los brazos a los ojos para protegerse de la luz. No le cabían más picaduras de pulgas y de chinches en el cuerpo. El segundo roncaba y no se apercibió de mi presencia. El tercero despellejaba ansiosamente una rata gorda y gris entretanto se la iba comiendo cruda y se enfadó mucho cuando la luz reveló lo que hacía. Empezó a gritar e intentó disimular la rata en sus espaldas, creyendo que yo venía en voluntad de quitársela.

El cuarto preso era mi padre. Estaba tirado en el suelo como un perro sarnoso y moribundo, con la misma ropa que debía de llevar el día que le apresaron en Santa Marta, tres meses atrás. Una gruesa cadena de hierro le iba desde el pie hasta la pared y llevaba dos argollas en el cuello: de una salía otra cadena que iba igualmente a la pared y de la otra bajaban dos hierros que le llegaban hasta la cintura y a los que se asían dos esposas cerradas con un grueso candado en las que tenía las manos.

Costaba mucho reconocerle. Todo él era una pura llaga, sangrante e infectada. Estaba lleno de úlceras y pústulas y no tenía uñas ni en las manos ni en los pies. De su boca colgaba un hilillo de baba negruzca. Con todo, aquel triste ser era mi padre, el hombre alto de cuerpo, de nariz afilada y de piel del color de los dátiles maduros que mareaba por las aguas tibias y luminosas del Caribe al gobierno de su nao mercante. Era mi padre, mi muy querido padre Esteban Nevares, el buen mercader de trato de Tierra Firme que me había salvado la vida y me había prohijado, que me había enseñado a leer y a escribir y me había obligado a estudiar, a aprender a montar a caballo, a gobernar una nao y a enfrentarme a los problemas hasta resolverlos. Me arrodillé junto a él, dejé la vela en el suelo y, pasando los brazos bajo su escuálido cuerpo, le alcé y le abracé con todas mis fuerzas.

—¡Padre, padre! —exclamé en su oído, sollozando—. ¿Podéis oírme, padre?

No abrió los ojos ni emitió sonido alguno. Le busqué el pulso entre las argollas del cuello y se lo encontré. Su corazón aún latía, aunque muy débilmente.

—¡Padre! —grité fuera de mí. Cientos y cientos de gritos respondieron al mío desde todas las partes de la Cárcel Real. No sé si sería por burla o que en verdad había tal número de locos allí dentro.

Le abracé durante mucho tiempo sin que él despertara. Con un pañuelo que llevaba le limpié el rostro. Luego, como dejaría una madre a su hijo en la cuna, le recliné de nuevo sobre el sucio suelo y me incorporé. El criado, quien, sin que yo me hubiera apercibido, se había puesto de hinojos a mi lado sujetando la luz, se levantó también.

—Alonso —le dije—, ¿puedes poner en ejecución en esta cárcel algunas prevenciones para mejorar la situación de mi padre?

—Con dineros, aquí todo es posible.

—Sea. Aquí tienes un real de plata
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.

—Sus ojos se agrandaron hasta quedar tan redondos como la misma moneda que le entregaba—. Trae de presto una sopa caliente con mucha carne de alguna de las tabernas del patio. Y vino; trae vino también. Y consigue mantas nuevas. Dos o tres. Y haz lo que sea menester, ofrécele al alcalde lo que pida, para que mi padre disponga cuanto antes del mejor de esos aposentos de la casa pública que hay en la Puerta de Oro.

—Con esta fortuna puedo, incluso, portaros al barbero de la enfermería para que examine a vuestro padre, señor —declaró.

Entonces me volvió Damiana a la memoria, la curandera negra que madre, con su agudo y acertado juicio de siempre, me había hecho traer desde Tierra Firme.

—No, al barbero ni lo mientes —rehusé—. Le mataría en el tiempo de rezar un paternóster con sus sangrías y lavativas. Acaba presto los recados y vuelve. Te pagaré bien tus servicios y he menester que ejecutes algunos más.

Volví a sentarme en el duro suelo, junto a mi padre, y volví a tomarle en mis brazos como si fuera un recién nacido, acunándole y acariciándole por ver si se despertaba, mas no lo hizo. Empecé a narrarle que ahora tenía dos barcos nuevos, un patache y una zabra, y le evoqué cuán hermoso era marear bajo el sol por nuestras aguas de color turquesa allá en el Nuevo Mundo. Le hablé de madre, de María Chacón, la mujer a la que él cantaba, con su vozarrón grave y a pleno pulmón, aquella coplilla que decía: «Soy contento y vos servida, ser penado de tal suerte que por vos quiero la muerte mas que no sin vos la vida.» Se la canté al oído, aunque de nada sirvió pues continuó sin despertar.

Empezaba a recelar que aquel ladrón de Alonso se había fugado con mi real de a ocho cuando oí fuertes pisadas en el corredor y, finalmente, vi entrar a un nutrido grupo de presos, con hachas encendidas, al frente del cual venía mi criado acompañado por un hombre cuya edad frisaría los treinta años y que lucía una barriga tan grande como un tonel.

—Señor —me dijo mi criado—, éste es el sotoalcalde de la Cárcel Real, don Pedro Mosquera. Señor don Pedro, éste es mi amo, el señor Nevares.

Me incorporé trabajosamente y, sacudiéndome las manos en el gabán, le saludé con una inclinación y puse mi chambergo a sus pies con un movimiento elegante.

—Mi nombre, señor, es Martín Nevares, soy hijo de este reo que agoniza en tan lamentables condiciones, el hidalgo don Esteban Nevares. Acabo de llegar a Sevilla desde Toledo y dispongo de caudales suficientes para darle a mi padre todas las comodidades que su cárcel le pueda proporcionar.

—No os preocupéis más por vuestro padre, don Martín —repuso gentilmente el sotoalcalde, cuya voz suave y fina se reñía grotescamente con su maciza gordura—. He dispuesto que sea trasladado a nuestro mejor aposento para reos y ya le están preparando una buena comida y ropa limpia. Me ha dicho Alonsillo que no queréis que le visite el barbero.

—No, no quiero. Yo mismo traeré a alguien que cuidará de él.

—Se hará como deseáis, señor. Si sois tan amable de alejaros un poco, don Martín, podré quitarle a vuestro señor padre los grilletes y el guardamigo.

Poderoso caballero es don dinero. Mucho me hubiera gustado darle un buen puntapié a aquel hideputa que mantenía en semejante infierno a los reos sin recursos. Era un ladrón y un bellaconazo, y seguro que se las daba de grande cristiano y que no faltaba nunca a las misas de domingo.

Los fornidos reos que habían acompañado al sotoalcalde traían unas parihuelas en las que pusieron a mi padre con todo cuidado. Salimos de la Crujía en procesión y en procesión abandonamos la Galera Nueva y cruzamos el patio, levantando grande expectación y alboroto. Los dos bastoneros que protegían al sotoalcalde hacían su trabajo a conciencia cuando los presos fanfarrones se acercaban más de lo que debían. De tal guisa, y entre gritos, insultos y burlas, subimos las escaleras, desandamos los corredores y llegamos a las dependencias del alcalde, en la Puerta de Oro, donde se encontraba la casa pública con los aposentos para los presos acomodados.

Dieron a mi padre una amplia cámara, limpia y caldeada por las ascuas de un brasero, y en ella había un lecho grande con un buen colchón de lana y buenas sábanas, mantas y almohadas. Unas mujeres aparecieron entonces y, con agua caliente y paños limpios, fregaron el cuerpo y las heridas de mi padre, que tenía la espalda en carne viva y llena de gusanos. Luego, le pusieron un camisón y, mientras una de ellas, con piadoso cuidado, procuraba que entrara en su boca un poco de caldo de gallina, yo me volví hacia mi criado, que permanecía a mi lado como una sombra, y le dije:

—Alonso, debo marchar. Volveré antes de una hora. —Abrí de nuevo la faltriquera y saqué un cuartillo
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.

—.Toma. Esto es para ti, por tus muchos y muy estimables servicios. A trueco sólo te pido que no abandones a mi padre hasta mi regreso, que procures por él como si fueras su propio hijo y que no permitas que se le haga ningún perjuicio.

Alonso, pasmado, tomó los dineros como quien toma maná del cielo. A tal punto, debía de considerar que yo era tan rico como un pirata berberisco.

—Id con Dios, don Martín —tartamudeó—. Cuidaré de don Esteban con mi propia vida.

No sabía si podía fiarme de él tanto como decía, mas no tenía otro remedio. Eché una última mirada al dulce anciano que agonizaba en el lecho y salí. ¡Si madre le viera!, me dije. Rechacé esos tristes pensamientos y apuré el paso. Era más de mediodía y en el Arenal me esperaba, largo tiempo ha, mi compadre Rodrigo con Juanillo y Damiana. Era menester que Damiana se pusiera al gobierno de lo que acaecía en aquel aposento carcelario para restaurar con premura la salud y la vida de mi padre si es que tal cosa aún era posible.

Acudí presto al Arenal y los hallé en el mismo lugar en el que los había dejado, aunque con algún disgusto por mi mucha tardanza. Al punto les relaté lo acontecido y Rodrigo se pelaba las barbas de rabia porque decía que era grandísima afrenta la que le habían hecho al maestre y que, por su vida, él iba a sacarlo de aquel agujero aunque tuviera que llevarse a muchos por delante. Juanillo y yo le detuvimos y le calmamos, siquiera porque no se lo llevaran por delante a él, que buena falta nos hacía, y así, por entretenerle del disgusto, le pregunté si había descubierto dónde vivía Clara Peralta. Su irritación se aflojó y, para mi sorpresa, soltó una grande carcajada:

—¡Anda, Juanillo, cuéntale a Martín! —dijo sin parar de reírse.

Juanillo, que también tenía el semblante risueño, anudó las riendas del tronco al freno del coche y, con muchos gestos de las manos, me refirió el suceso:

—Preguntamos a unos marineros y, siguiendo sus indicaciones, fuimos a dar con la entrada principal de la mancebía, que está aquí mismo, detrás de la muralla, y allí, en la puerta, al fondo de la calle Boticas, había un portero muy viejo que es quien se encarga de cerrar y abrir a las horas que manda el Cabildo.

—¡Abrevia! —le ordenó Rodrigo.

Juanillo, que desde su más corta edad le tenía un miedo terrible a Rodrigo por las maneras tiranas que con él se gastaba mi compadre, tragó saliva y volvió a sujetar las riendas.

—Bueno, pues el dicho portero —continuó, algo humillado—, que lleva toda la vida en el oficio...

—Y que hablaba de madre con grande afecto —añadió Rodrigo, sonriente.

—... se admiró mucho de que le preguntáramos por Clara Peralta, pues ya se cuentan más de quince años desde el día en que abandonó la mancebía pública.

—¿Es que murió? —pregunté, evocando el temor de madre.

—Detente y no sigas por ahí —me reconvino mi compadre—, que, aunque tienes negros los pensamientos por el dolor, a Clara Peralta no le ha acaecido nada malo.

—¡De malo, nada! —apuntó Juanillo—. ¡Bueno y muy bueno para ella!

—¡Y para su marqués! —soltó Rodrigo con otra carcajada.

—¿Su marqués? —andaba yo con la mollera corta por el cansancio.

—El marqués de Piedramedina —me soltó mi compadre como si fuera obligación mía conocer de toda la vida al tal marqués—, uno de los nobles de mayor abolengo de España, gentilhombre de la Cámara que, al parecer, fue grande amigo del rey Felipe el Segundo y tutor del rey actual, Felipe el Tercero. Era ya viejo cuando intimó con Clara en la mancebía y se enamoró perdidamente de ella. La sacó del oficio, le compró una casa en la calle de la Ballestilla, en el vecindario que dicen del Salvador, y, a despecho de su señora esposa la marquesa, vive allí con ella salvo cuando tiene que aparecer en público, pues entonces regresa a su palacio y hace sus fiestas y recepciones como si nada pasara. Lo sabe todo el mundo en Sevilla.

Me quedé muda de asombro.

—En resolución —terminó mi compadre, muy complacido—, Clara Peralta es lo que llaman una querida, una mujer servida o una mujer enamorada. ¡Y de un marqués!

Yo no estaba tan satisfecha como él. Clara ya no guardaría a madre en la memoria y, aunque así fuera, no aceptaría en su casa a gentes como nosotros, de baja condición, marineros, mercaderes, mestizos, negros y a cargo de un reo en la Cárcel Real. Cualquier ayuda que ella nos hubiera ofrecido gentilmente viviendo en la mancebía, como enamorada de un marqués de tan alto linaje ya no querría brindárnosla.

Me quité el chambergo, me desenredé los cabellos con los dedos de la mano y me lo volví a calar. Quizá, al final, tendríamos que buscar posada en Sevilla. En cualquier caso, la agonía de mi padre era lo más importante y Damiana, que no había abierto la boca en todo el día, tenía que encargarse prestamente de él.

—¿Dónde comeremos? —quiso saber Juanillo.

—En la cárcel podrás comer —le respondí, tirando de las riendas para conducir mi caballo nuevamente hacia la puerta del Arenal—. Hay bodegones en su patio.

—¿Es que se puede entrar? —se sorprendió Rodrigo.

—¿Que si se puede entrar? —Ahora fui yo quien soltó una carcajada—. Compadre, allí podría entrar uno de esos monstruos gigantescos que habitan el océano vestido con calzones bermejos y nadie le miraría.

Regresé con ellos a la plaza de San Francisco, que seguía abarrotada de gentes aunque era la hora de la comida, y desmonté. Unos niños sucios y descalzos se acercaron a pedir limosna.

—Vosotros dos —les dije a Rodrigo y a Juanillo entretanto despachaba a los pordioseros— os quedáis aquí. Vigilad el carro, pues me llevo a Damiana y no es éste lugar de confianza.

—¡Yo quiero ver al maestre! —exclamó Rodrigo, iracundo. Juanillo se inclinó hacia delante, con la misma intención.

—No, aún no —me negué—. En el carro llevamos una grande fortuna que debéis proteger y mi padre sólo precisa de Damiana. Dentro de un rato saldré para que uno de vosotros pueda entrar un momento, verle y comer.

Abrí la portezuela del carro y tropecé con el rostro amondongado y los ojos inquisitivos de la cimarrona.

—Hemos llegado —le dije, tendiéndole una mano. Ella comprendió. Cogió una bolsa que había llevado junto a su cuerpo todo el viaje y se la colgó del hombro antes de salir. Parecía fresca y descansada, como si estuviera dispuesta para ese momento desde que zarpamos de Cartagena. Bajó los estribos con soltura, sin ayuda mía, y se dirigió apaciblemente hacia la puerta de la Cárcel Real.

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