Read Venganza en Sevilla Online
Authors: Matilde Asensi
—¡No os fatiguéis, padre, por vuestra vida! —le supliqué—. Escuchadme vos: madre se salvó, Rodrigo se salvó, Juanillo se salvó y yo me salvé. Rodrigo, Juanillo y yo hemos venido juntos a Sevilla para rescataros.
—Ya es tarde para eso, hijo, mas escucha, escúchame bien. —Mi padre se moría ante mis propios ojos—. Como no te hallaron en Santa Marta aquella noche y no pudieron capturarte, obligaron a don Jerónimo a emitir una orden en tu contra. Te quieren vivo, hijo. Fernando Curvo, el hermano mayor, te quiere vivo.
—¿Y por qué, padre?
—Por amor a su primo, Melchor de Osuna, a quien le unía un fraternal apego. Como tú le perjudicaste, Fernando ha hecho juramento ante una tal Virgen de los Reyes de Sevilla de matarte él mismo con su espada.
—¡No está en su cabal juicio!
—Ninguno de ellos lo está. Son un saco de maldades y un costal de malicias. ¡Si hubieras oído las majaderías que contaba Diego sobre su familia, todo ufano y orgulloso! Créete que prefería pudrirme a solas en la sentina del galeón que recibir sus visitas.
Los ojos se le cerraron y la respiración anhelosa se le volvió ronca. Damiana dio unos pasos hacia el lecho y le puso la mano en la frente. Luego, me miró y sacudió la cabeza. Al punto mi padre volvió a entreabrir los ojos y, aunque no le servían para ver, me buscó con ellos y me tendió la mano.
—Sabía que vendrías —murmuró—. Te esperaba porque sabía que vendrías. Hay algo muy importante que debo pedirte antes de morir.
—Pídame lo que vuestra merced quiera, padre —lloré. Aquello era el final. Había vivido sólo para que la verdad que conocía no se marchara con él.
—Quiero que tomes venganza —declaró con voz carrasposa.
—¿Cómo decís, padre? —murmuré, cierta de haberle escuchado mal.
—¡Jura! —gritó. La muerte le había vuelto loco, me dije. Mi padre no era un hombre de venganzas y aún menos de poner a otros en ejecución de lo que él mismo no haría nunca.
—¡Padre, no sabéis lo que decís!
—Por Mateo, por Jayuheibo —empezó a listar—, por Lucas, por Guacoa, por Negro Tomé...
—Padre, hacedme la merced, callad.
—Por el joven Nicolasito, por Antón, por Miguel —se apagaba como una vela, mas insistía en continuar nombrando a nuestros compadres muertos—, por Rosa Campuzano y el resto de las mancebas...
—Padre, os lo suplico, deteneos.
—Por los vecinos asesinados de Santa Marta, por la casa, por la tienda, por los animales, por la Chacona... Por mí.
—¡Os lo juro, padre! ¡Juro que tomaré venganza!
—Bien, muchacho, bien —apenas se le escuchaba—. Ahora puedo morir tranquilo. No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella. Lo has jurado, Martín, en mi lecho de muerte.
De su pecho brotó un silbido, como el de un odre pinchado que suelta el aire.
—Lo he jurado, padre, mas recordad que me imponéis una dura tarea pues no soy Martín sino Catalina. ¿Cómo puede una mujer...?
La mano de Damiana detuvo mi parlamento. Con una señal me refrenó. Supe al punto que mi padre había muerto.
—Seáis Martín o Catalina —murmuró la cimarrona—, debemos salir de aquí.
Asentí.
—Vayámonos —dijo.
Como yo no me movía, Damiana me asió por un brazo y me alzó con grande esfuerzo.
—¡Vayámonos, señor!
—¿Y mi padre? —balbucí, sin dejar de mirarle.
—Vuestro padre ha muerto y no podréis cumplir el juramento que le habéis hecho si el alcalde os apresa.
—¿Quién le enterrará? —gemí. No podía abandonarle allí, no podía dejarle en manos del alcalde de la cárcel.
—¡Señor Martín! No son horas de melindres ni tiempos de afectaciones. ¡Os van a capturar! Ya se encargará alguien de darle cristiana sepultura.
Contaba luego Rodrigo que salí a la plaza de San Francisco llevada de la mano por Damiana, con la mirada perdida y tan muda como si me hubieran cosido la boca. En verdad, no guardé en la memoria ni un solo instante de aquel camino, ni tampoco de lo que vino después. Decía Rodrigo que, al verme con el semblante macilento y en tal estado de mansedumbre y tristeza, conoció al punto que el maestre había muerto y que, cuando quiso avanzar hacia mí, Alonsillo, encaramándose al pescante, se lo impidió, suplicándole que subiera al caballo y que Juanillo tomara las riendas pues debíamos alejarnos de la Cárcel Real a toda prisa y escondernos en lugar seguro porque venían a prenderme. Y es que Alonso no se había marchado como yo le había ordenado. Antes bien, como le había dicho que unos criados míos me esperaban en la plaza con un carro, los encontró, se dio a conocer y le dijo a Rodrigo que yo le había mandado que aguardara con ellos hasta mi vuelta.
Y tenía razón el mozo con lo de que venían a prenderme pues un numeroso piquete de soldados, con el alcalde y el sotoalcalde dando imperiosas órdenes desde la puerta, se desplegó prestamente por la plaza de San Francisco con intención de cerrarla y atraparme dentro. Por fortuna, el grande concurso de gentes que allí se congregaba les impidió vernos y dio tiempo a la curandera para llegar hasta el carro y meterme dentro. Yo sólo sé que no podía parar de llorar y que me ahogaba una pena infinita y que de la rauda carrera que emprendimos por las calles de Sevilla huyendo de los soldados ni supe nada ni oí nada, y eso que, según me contaba luego Rodrigo, escapamos de la plaza por los pelos y que Alonsillo hizo correr a los caballos a rienda suelta por callejones imposibles y que el carro golpeó paredes, puertas abiertas, balcones y montones de cestos y basuras para grande escándalo y perturbación de los vecinos que, a esas horas, dormían la siesta. Por fortuna, llegamos a la calle de la Ballestilla sin contratiempos, habiendo burlado a los soldados gracias a la mano firme de Alonsillo y a su vida de pícaro y vagabundo por Sevilla.
Cuando el carro entró en el patio de la casa de Clara Peralta, yo seguía llorando apoyada contra el pecho de Damiana. Durante aquella penosa huida de la que nada supe, hundida en la tristeza más oscura, me vi, en sucesión, nadando en aguas de odio y en mares de resentimiento contra los malditos Curvos que tanto daño nos habían hecho. Algo en mí pedía venganza y me lo pedía con grande vehemencia, de cuenta que podía comprender el extraño requerimiento de mi señor padre. Dos veces me habían robado injustamente a mi familia y la rabia de las dos veces se me acumulaba en una para que yo despertara de mi tonto sueño de doncella y tomara la decisión de poner en obra lo que se me había pedido, mas no porque me lo hubiera demandado mi padre en su lecho de muerte sino porque mi alma me lo reclamaba, mi odio me lo exigía y mi orgullo me lo ordenaba. Para que todo quedara dispuesto en su lugar apropiado, para que el mundo pudiera tornar a respirar y la vida volver a lo cotidiano, los Curvos debían desaparecer y si desaparecer era morir, morirían, y si debían morir a mis manos, yo misma los mataría uno a uno.
—Hemos llegado, señor —me dijo Damiana, soltándome del abrazo. Me incorporé y me sequé la cara con las mangas. Mi dolor se calmó un tanto y me sentí más fuerte, como si la rabia y el odio avivaran mi ánimo. Ya no volvería a llorar. Desde ahora, actuaría.
Fue entonces cuando desperté de mi ensueño y reparé en que estábamos en el patio de la casa de Clara Peralta, la enamorada del marqués que, según me parecía a mí, por su nueva y alta condición no se avendría a ofrecernos cobijo.
—¡Rodrigo! —grité enfadada, asomando la cabeza por el ventanuco; mi compadre se allegó con su montura—. No tendríamos que estar aquí. Dile a Juanillo que salga y vayamos a buscar posada. Ha de haberlas en abundancia.
—¡Cierto! —replicó, enfadado—. Mas, ¿en cuál podrías esconderte tú después de lo acaecido?
¿Acaecido...? ¿Qué había acaecido? Salí del carro, escamada y, de súbito, divisé al rufián de Alonso en el pescante.
—¿Qué haces aquí? —me sulfuré.
—Auxiliaros, don Martín —repuso, sudoroso y acalorado; los caballos piafaban, nerviosos—. No he hecho otra cosa en todo el día.
—¿Acaso no te dije, bribón, que no te necesitaba y que te marcharas?
Rodrigo, inclinándose desde el caballo, me sujetó por el hombro.
—¡Déjale tranquilo! Si no fuera por él, te habrían apresado los soldados de la cárcel. Nos ha guiado hasta aquí y te ha salvado la vida. Estás en deuda.
Mas yo, en mi ignorancia, porfiaba en rechazarle.
—¡Ya le pagué un salario, y muy bien pagado, por cierto!
—¡Cose la boca, que vienen!
Un moro viejo, esclavo blanco de la Peralta con tareas de portero, se dirigía hacia nosotros en compañía de tres mozos negros que se dispusieron diligentemente junto al carro y los caballos para encargarse de ellos. Vi que Rodrigo le hacía un ademán al moro, señalándome, y que los ojos de éste, muy brillantes y grandes, se quedaban fijos en mí, esperando.
—¿Vive aquí Clara Peralta? —pregunté.
—¿Quién la visita?
—El hidalgo Martín Nevares, de Tierra Firme. Traigo una carta de María Chacón para tu ama.
—Haced la merced de aguardar, señor.
Era un patio muy grande y muy bien empedrado, con un bello pozo revestido con azulejos y una entrada abovedada a las caballerizas. De parte a parte de la fachada de la casa discurría un balcón de madera. Al echar una mirada sobre el carro, sucio y destartalado, y sobre mis inquietos compadres, me dio en la nariz que, en efecto, como había dicho Rodrigo, algo extraño había acaecido y yo, hundida en mi pena, no me había enterado.
—¿Qué le ha pasado al maestre? —me preguntó Rodrigo al tiempo que desmontaba y confiaba su caballo (y el mío, que había llevado de rienda) a un esclavo negro.
—Mi padre ha muerto —le anuncié, sombría. Rodrigo bajó la cabeza y así la mantuvo un tiempo, como rezando, aunque él no hacía esas cosas.
—¿Tuvo una buena muerte? —quiso saber.
—Hablé con él. Damiana le dio un cocimiento que le despertó. —Dudé si contarle lo que me había pedido—. ¿Sabes que fueron los Curvos quienes obligaron al gobernador de Cartagena a prenderle?
Rodrigo se giró violentamente hacia mí.
—¿Cómo dices?
—¡Baja la voz! Diego Curvo viajó en el mismo galeón que mi padre y le declaró largamente el enredo. El asalto de Jakob Lundch a Santa Marta fue también por orden de los Curvos, para ejecutarnos a todos.
—¡Por mi vida! —gritó, lanzando vivo fuego por los ojos.
—¡Baja la voz o tendré que rebanarte la garganta! —le amenacé, echando mano a la daga.
—¡Tenemos que matarlos, Martín! —escupió lleno de odio.
—Eso mismo me ha pedido mi padre antes de morir.
Rodrigo se detuvo, incrédulo.
—Sus últimas palabras fueron: «No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella.» Me hizo jurar que los mataría. A los cinco.
—Y yo te ayudaré —masculló, echando una mirada al patio, mas tan lejos de allí como mi hogar de Margarita—. Juro por mi honor que te asistiré en todo cuanto necesites para ejecutar la venganza, que no descansaré hasta que la acabes y que no toleraré que quede sin cumplir.
Al oírle, quedé muda, confusa y admirada. Rodrigo era digno pupilo de mi señor padre y le aprecié mucho más por ello. Permanecimos callados a la espera de sucesos.
Una mujer alta, con el cabello recogido por una cofia de encajes y ataviada con un hermoso vestido azul de talle ceñido y mangas acuchilladas apareció en el portal seguida por el moro viejo y una doncella de compañía. Su porte era solemne y sus andares los de una reina. Llevaba el rostro cubierto por una fina gasa de seda negra, pues no nos conocía y hubiera sido poco decoroso que una mujer se mostrara frente a un grupo de hombres extraños aunque estuviera en su propia casa. Por más, no debería ni haber salido ella al patio; con un lacayo hubiera bastado. A no dudar, se trataba de Clara Peralta ya que sólo una antigua prostituta podía comportarse con tanta osadía.
—¿Don Martín? —preguntó.
Me descubrí y ejecuté una reverencia frente a ella. Me llegaron lejanos aromas de ámbar y algalia, perfumes de mucho precio y no al alcance de cualquiera.
—¿Trae vuestra merced una carta de María Chacón para mí desde Tierra Firme?
—En efecto, señora. —Me abrí el gabán y busqué entre mis ropas—. Aquí la tenéis.
Ella la cogió con vehemencia y se apartó discretamente, dándonos la espalda para retirarse el velo y ponerse unos anteojos que sacó de una faltriquera. Me sorprendió que supiera leer, mas, con todo, me alegró comprobar que guardaba en la memoria a su antigua comadre, de lo que no estaba yo muy cierta. Tanto le costó acabar la misiva que me cansé de esperar.
—Me hace muy feliz, saber de María —dijo al cabo, volviéndose hacia mí y velando de nuevo su rostro—, y más feliz me hace dar hospedaje a su hijo. Podéis consideraros en vuestra casa, señor, desde ahora mismo y, sin ningún comedimiento, contad con toda mi ayuda para socorrer y salvar a vuestro padre, don Esteban.
—Vengo de la Cárcel Real, señora —aduje—, y mi padre ha muerto.
—¿Cuándo? —demandó tras un breve silencio.
—Paréceme que no ha pasado ni una hora.
—Aceptad mis más sentidos pésames, señor. Como os he dicho, aquí tenéis vuestra casa para todo cuanto necesitéis. Mis criados están a vuestro servicio y yo misma os ayudaré en todo cuanto pueda y me permitáis.
Callé y cavilé. Hacía frío.
—Buscaremos posada en la ciudad, señora, ya que nuestra estancia en Sevilla va a prolongarse más de lo que el decoro os permitiría alojarnos.
—No, señor, de eso nada —exclamó, ofendida—. El hijo de María Chacón no buscará posada en Sevilla estando aquí su hermana Clara. ¿Dejaría ella, acaso, que un hijo mío buscara hospedaje público en Santa Marta de haber tenido que viajar hasta allí? En modo alguno, señor, y no se hable más. ¡Válgame Dios, y estando de duelo! Quedaos todo el tiempo que necesitéis, don Martín, que ya me ocuparé yo del decoro. No es ésta, al decir de las gentes, casa de tal virtud, así que no os preocupéis. ¡Sancho! —llamó, volviéndose.
Un lacayo o mayordomo (que tanto se me daba), asomó por la puerta.
—Dispón alojamiento para don Martín Nevares y sus criados. Dale a don Martín la estancia del joven don Luis.
El mayordomo inclinó la cabeza y desapareció. Me sentí azorada por tan grande servicio, por tanta amabilidad y por la distinción y aires palaciegos que reinaban en aquella morada. Nadie hubiese dicho jamás que Clara Peralta era una antigua prostituta del Compás, pues lucía las atildadas maneras de una dama de noble cuna o de una camarera de la corte. El buen marqués había ejercido una admirable influencia sobre su enamorada, que no hubiera podido ser más distinta de su ruda y tosca hermana, María Chacón, la madre de una mancebía del Caribe.