Read Venganza en Sevilla Online

Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (2 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
8.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Puede haber más? —sollocé.

Rodrigo me lanzó una larga y dolorida mirada.

—Sosiégate, señora, y procura sosegar tu alteración pues no es menos pesaroso lo que aún debo contarte que lo que te he dicho hasta ahora. Ese mismo día lunes que se contaban once del mes de septiembre, el día que apresaron al maestre, el pueblo de Santa Marta fue atacado durante la noche por la urca flamenca Hoorn del corsario Jakob Lundch, del que habrás oído hablar.

Asentí y cerré los ojos con fuerza. Jakob Lundch llevaba más de dos años atacando nuestras costas y la sola mención de su nombre hacía que los niños lloraran de espanto. Sólo dos meses atrás el Hoorn había pasado cerca de Margarita mas, por fortuna, no se detuvo y siguió rumbo a Trinidad. En Mampatare, un villorrio portuario de la isla, se celebraron procesiones de agradecimiento y hubo fiestas en las poblaciones.

—En verdad, nadie sabe cómo acaeció —siguió contándome Rodrigo—. La nao flamenca debió de esconderse tras la pequeña isla del Morro hasta el anochecer y entonces entró en la bahía aprovechando la oscuridad, de cuenta que, antes de que los vecinos pudieran coger sus arcabuces, mosquetes y ballestas, los piratas los estaban apaleando y matando. Con el pueblo sojuzgado, se aplicaron en estuprar a las mujeres y en robar cuanto hallaban, hasta los cálices de las iglesias. Poco antes del alba, prendieron fuego a la villa y a las naves que había en el puerto, entre ellas la Chacona, y, luego, levaron anclas y zarparon. —Rodrigo se pasó las encallecidas manos por los carrillos—. Mas, como las desgracias nunca vienen solas, debes conocer que madre, que no había tenido tiempo de consolarse del apresamiento del maestre, se encontró de súbito procurando salvar las vidas de las mancebas a las que los flamencos, tras hacer abuso de ellas, habían atado a las pesadas camas para que no pudieran huir del fuego. La casa entera, la tienda y la mancebía desaparecieron. Las llamas las consumieron aquella noche con todas las mujeres dentro.

La sangre abandonó mi cuerpo y el alma se me escapó como un pájaro que huye.

—¿Qué... pasó con madre?

—Madre se salvó —dijo, y carraspeó—, mas por poco. No sé si seguirá viva. Cuando zarpé de Santa Marta para venir a buscarte, agonizaba en el palenque de Sando, el hijo del rey Benkos, que se hizo cargo de ella en cuanto llegó al pueblo atraído por los resplandores del incendio. La encontró malherida y abandonada en el suelo. De seguro que los vecinos que lograron huir la dieron por muerta, pues de otro modo se la hubieran llevado consigo. Quemada, lo que se dice quemada, no lo está mucho, tan sólo las piernas y los brazos, mas tiene el pecho abrasado por dentro y respira mal. Allí la dejé, al cuidado de Juanillo, el grumete, que por hallarse en el palenque aquellos días pudo conservar la vida. Yo me libré porque ha tres meses que me puse en relaciones con Melchora de los Reyes, una viuda de Río de la Hacha con quien pronto contraeré nupcias, y estaba disfrutando de su compañía. Conocí lo que te refiero dos días después de que aconteciera, cuando regresé a una Santa Marta quemada y desolada, y te juro, Martín, que me volví loco. Con estas mismas manos —y las tendió frente a mí, con las palmas hacia arriba— di sepultura a muchos vecinos que se descomponían al sol como animales abandonados. A nuestros compadres Mateo Quesada y Lucas Urbina, los enterré en el suelo sagrado de la iglesia; a Guacoa, a Jayuheibo y al joven Nicolasito, en la selva, y los tres juntos para que no estuvieran solos; a Negro Tomé, a Miguel y al pobre Antón los envolví en buenos lienzos de algodón antes de echarlos al fondo del carnero que abrí en la plaza. Trabajé como una mula, pues no había nadie para ayudarme en muchas leguas a la redonda.

Le oía y volvía a llorar, mas ahora sin sollozo alguno. Me sentía muerta por dentro.

—¿Por qué no los enterraron los cimarrones del palenque? —pregunté rabiosa, secándome los ojos con una fina holanda. Rodrigo, al ver mi femenil gesto, volvió a contemplarme como si no me conociera.

—¿Acaso ya lo has olvidado? Son africanos y conservan sus extrañas supersticiones. Sando ordenó a sus hombres que buscaran vivos y, luego, que abandonaran Santa Marta a viña de caballo por miedo a los espíritus.

A lo menos, me dije, madre había sobrevivido. Podría haber sido uno más de aquellos cuerpos abandonados al sol.

—Después de permanecer un tiempo en el palenque —continuó refiriéndome Rodrigo—, me dirigí a Santa Marta para esperar una nao que mareara hacia aquí. Muy pocas eran las que se acercaban lo bastante a la costa para divisarme y divisar lo acaecido, así que tardé algunos días en encontrar un maestre que aceptara traerme a trueco de trabajo. Fue muy duro esperar de aquella suerte, con la sola compañía de mi caballo en aquel pueblo sin almas, teniendo por amarga visión los restos quemados de la Chacona. De allá vine para cumplir la diligencia de traerte las tristes nuevas por deseo de madre y, también por su deseo, llevarte de regreso junto a ella. Como no puede hablar mucho, me rogó que viniera sin demora a Margarita y preguntara por la viuda Catalina Solís, una dueña que me daría razón de Martín. No dijo más y te juro, compadre, que tuve para mí que te habías amancebado con la tal Catalina. Jamás imaginé que fueras tú mismo.

No tenía fuerzas para sonreír. ¿Quién hubiera podido? Mas, a tal punto, mi terrible dolor me miró directamente a los ojos y me escupió con desprecio en el alma. ¿Cómo osaba deshacerme en lágrimas en tanto mi padre languidecía en una prisión de Cartagena, madre agonizaba en el palenque y los hombres de la Chacona y las mozas de la mancebía se pudrían bajo tierra? Me despejé la cara con el pañuelo y miré desafiante a Rodrigo.

—Por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre
[3]
—mi voz volvía a ser la voz grave de Martín—, que voy a remediar estos desastres o dejo de llamarme como me llamo y de ser hija de quien soy.

Rodrigo abrió la boca como para preguntarme de quién era hija o hijo exactamente mas se contuvo. No le hice caso. Tiempo tendría en el tornaviaje, si así lo deseaba, de demandarme lo que le viniere en gana. Lo importante ahora era partir con presteza.

 

—Espérame aquí —le dije—. Debo ejecutar las últimas prevenciones y cambiar por otros mis vestidos de dueña.

La lluvia que llevaba retenida todo el día en el cielo, empezó a caer de rebato con grande fuerza y brío, como ocurre siempre en el Caribe, pero a mí nada se me daba de tales sucesos. Sólo podía pensar en mi padre, en su avanzada edad, en sus achaques y pérdidas de seso, en su debilidad de anciano... Si no llegaba pronto a su lado, moriría de pena y de vergüenza, atormentado por el deshonor, martirizado por una humillación que un hidalgo español como él no podía tolerar. Había que llegar presto al palenque de Sando para recoger a madre y llevarla al hospital del Espíritu Santo en Cartagena y, una vez allí, rescatar a mi padre por las buenas o por las malas. Estaba dispuesta a gastar en sobornos toda mi fortuna (que era mucha gracias al tesoro pirata que encontré en la isla desierta) o a matar al gobernador Jerónimo de Zuazo con mis propias manos si no firmaba la redención y libertad de mi padre.

—¡Brígida! —grité. La criada apareció al instante en la puerta de las cocinas portando una bandeja de latón sobre la que llevaba la jarra de aloja y los vasos.

—Voy a partir y no sé cuánto tiempo estaré fuera. Te dejo al cuidado de todo. Dile a Iñigo que mantenga abierta la latonería.

Brígida asintió con la cabeza.

—Y ahora, Manuel y tú llegaos hasta el molino y comprad un celemín
[4]
de harina de maíz, que no tenemos.

—¿Ahora, señora? —se espantó, pues era el momento de más calor del día y el molino estaba al otro lado de la villa.

—Ahora, Brígida. Para cuando volváis yo ya no estaré en la casa. Guardadla bien hasta mi regreso.

En cuanto mi criada salió, subí raudamente las escaleras hasta mi cámara y abrí el grande baúl de la ropa blanca donde tenía escondidas, al fondo y entre finas telas, las prendas de mi otro yo, Martín Nevares. Allí las había guardado seis meses atrás, cuando llegué a Margarita para ocuparme de mis recién heredadas propiedades. Por entonces, y aún ahora, deseaba mucho más ser Catalina que Martín, ser yo misma tras tantos años fingiendo ser mi pobre hermano muerto (argucia ideada por mi padre cuando me rescató de la isla para salvarme del terrible matrimonio por poderes que me había unido con aquel baboso descabezado de Domingo Rodríguez), mas lo que no podía imaginar el día que abandoné Santa Marta era que, entretanto yo disfrutaba de mi nueva condición de viuda libre y acomodada, mi familia iba a sufrir las horribles desgracias que la mala fortuna reserva para las gentes buenas y decentes.

Me quité el corpiño, las enaguas y la saya y me puse una camisa limpia de varón, el jubón, los calzones y las botas. De otro baúl que había bajo la cama recuperé mi hermoso chambergo rojo, un tanto ajado por falta de aire, y mis armas, mi bella espada ropera forjada por mi verdadero padre allá en Toledo y la daga para la mano izquierda. Todo lo ajusté al cinto y sólo entonces me contemplé en el espejo para comprobar el resultado.

—Bien hallado, Martín Nevares —le dije a mi reflejo, el reflejo de un agraciado mozo mestizo, alto de talla, fuerte de brazos, de pelo negro y lacio, anchas cejas negras y ojos brillantes.

Conforme y satisfecha con lo que veía, me asomé a la ventana y llamé a Rodrigo.

—¡Sube, compadre! —exclamé y él, al levantar la mirada y ver de nuevo a Martín, mudó el gesto huraño de su semblante por otro sonriente—. He menester una mula de carga.

—¡Aquí la tienes, hermano! —gritó, feliz, dando un salto en su silla y echando a correr hacia el fresco interior de la casa. En menos que canta un gallo lo tenía a mi lado.

—Cierra la puerta —le dije, en tanto me agachaba sobre una de las tablas del suelo y, con la punta de la daga, la separaba y levantaba. Luego, quité tres o cuatro más.

—¿Qué demonios haces? —preguntó.

Descansando apaciblemente sobre las gruesas vigas de madera que formaban el techo de la planta inferior, se vislumbraban en las tinieblas un par de grandes y pesados cofres de hierro.

—¿Recuerdas el tesoro pirata de mi isla?

—¡Pardiez! ¿Cómo lo iba a olvidar?

—Pues aquí tienes un tercio. Soy un hombre considerablemente acaudalado, hermano —le aclaré, ya metida en mi disfraz—, mucho más de lo que puedas suponer. Con lo que hay en estos cofres podría comprarme toda Margarita. Mucho fue lo que hallamos en la isla, sin duda, mas mi padre y yo lo acrecentamos con grande beneficio al convertirlo en doblones de oro
[5]
.

—Si esto sólo es un tercio, ¿dónde están las otras dos partes?

—A buen recaudo. Una en Santa Marta y la otra en el palenque de Sando.

—En Santa Marta no queda nada —objetó.

—Tranquilo, hermano, que no había ningún tesoro al alcance de Jakob Lundch. Sólo mi padre y yo sabemos dónde lo escondimos y, según me has referido, mi padre ya no estaba en la villa cuando arribó ese flamenco malnacido. Con esto —y empecé a sacar a la viva fuerza, entre estertores de agonía, el primero de los cofres— habrá suficiente para comprar favores.

—¡Aparta! —gruñó Rodrigo, propinándome un empellón—. ¿Cómo vas tú a poder con este peso?

Tras una efímera turbación, premié sus delicadezas asestándole tal taconazo en la canilla de la pierna que se le cortó el aliento.

—¡Maldito rufián, bellaco fullero! —vociferé soltando patadas a diestra y siniestra aunque sin conseguir darle porque se apartaba—. ¿Acaso piensas, villano rastrero, que sola yo no puedo porque soy mujer? ¡Olvídate de Catalina! ¡Me llamo Martín y soy tan capaz como tú de sacar ese cofre! ¿Acaso no me veías bogar en el batel con más brío que muchos compadres?

—¡Por mi vida! —dejó escapar, espantado—. ¿Pues no habías menester una mula de carga? ¡Lleva tú el grande tesoro y que se te rompa la espalda!

Y tal cual aconteció, en efecto. A duras penas logré llegar hasta el puerto con mis cofres en una carretilla, ocultos dentro de un arcón que cubrí con nuestros fardos y cestos para el viaje. Rodrigo, guardando las manos en la espalda, caminó a mi lado sin ofrecerme ayuda. A no dudar, se la habría agradecido, y mucho, pero se recoge lo que se siembra. De todos modos, él desconocía que yo, al igual que cortaba mi pelo de dueña del largo al uso entre los mozos de Tierra Firme, también trabajaba algunos días en mi latonería como uno más de los peones, con la intención de no perder la fuerza que había ganado en mis brazos y piernas cuando mareaba en la Chacona. Lo que sí era posible que ya no conservara, admití con pesar para mis adentros, era la buena maña que me daba en el arte de la espada, pues en aquellos seis meses no había podido ejercitarme con nadie. Confiaba en que Rodrigo, durante el viaje, se aviniera a practicar un poco conmigo.

—Te veo muy tranquilo, hermano —comentó mi compadre cuando nos detuvimos, por fin, frente a la rada—. A mí me costó tres días encontrar una nao mercante que navegara hacia aquí. ¿Qué harás con tu tesoro en este puerto hasta que aparezca un barco que lleve rumbo a Santa Marta y que, por más, quiera llevarnos de pasaje?

Solté las varas de la carretilla y la dejé descansar sobre la arena.

—¿Puedes ver —pregunté alzando el brazo y señalando un pequeño navío de popa llana y calado corto que fondeaba en mitad de la ensenada— aquel patache de cuarenta toneles con el casco pintado de rojo?

Rodrigo cabeceó, asintiendo, al tiempo que fijaba la vista en la nao.

—Es el Santa Trinidad y pertenece a Catalina Solís —le anuncié—. Aquí tengo un breve mensaje de su puño y letra en el que ordena al maestre que se ponga a la absoluta disposición de su pariente Martín Nevares.

Rodrigo se quedó de una pieza.

—¿Eres dueño de un patache de cuarenta toneles? —Parecía no poder aceptarlo.

—Esta pequeña nao —le aclaré— fue un capricho errado al que he dedicado más tiempo y dineros de los que merece. A principios de julio pasó por aquí la Armada de Tierra Firme con destino a Cartagena para recoger la plata del Pirú. El Santa Trinidad era uno de los avisos de la dicha Armada. Estaba en malas condiciones tras cruzar la mar Océana y, por más, la broma
[6]
le había comido buena parte del casco. Pensé que, si lo mandaba reparar, siempre podría hacerme a la mar y visitar a mi familia en Santa Marta cuando fuera mi gusto. No volverá a cruzar la mar Océana, mas, como aviso que fue, es rápido y sirve adecuadamente a mis propósitos.

BOOK: Venganza en Sevilla
8.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Every Boy Should Have a Man by Preston L. Allen
Fight for Love by David Manoa
Betrayal by Bingley, Margaret
And Those Who Trespass Against Us by Helen M MacPherson
If Jack's in Love by Stephen Wetta
Traitors to All by Giorgio Scerbanenco
Ashes of Twilight by Tayler, Kassy
Certified Male by Kristin Hardy
Religious Love by Horton, T.P.