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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (4 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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Supe al punto que hablaba del tercio de mi tesoro que él custodiaba.

—Todo, compadre. Temo que, en Cartagena, me hará mucha falta.

Él asintió, comprensivo.

—Salva a tu padre, Martín. La justicia del rey de España no es buena. Es mala. No confíes en nadie.

—¿Conoce el rey Benkos nuestra desgracia? —quise saber, hablando de reyes.

—¡Estoy seguro de que aún la ignora! —se asustó Sando—. ¡Y espero que las nuevas tarden mucho tiempo en llegar a su palenque! Ya sabes lo que piensa de los españoles y lo poco que se le daría de pasar a cuchillo a unos cuantos. Formaría un ejército de cimarrones para asaltar la ciudad y liberar a tu padre. Todavía cree que es un grande rey africano.

Partimos una hora más tarde en dirección a la costa y no llegamos a Santa Marta hasta el día siguiente al anochecer, tras desenterrar los dos últimos cofres de mi tesoro que permanecían ocultos cerca del Manzanares. Resultó un arduo trabajo cruzar la selva llevando a madre con las parihuelas, aunque ella no se quejaba de nada y Damiana procuraba su bienestar con cariñoso esmero. En la villa, en cuanto los vecinos supieron de nuestra llegada, acudieron tristemente a saludarla y, entretanto los cimarrones llevaban nuestras cosas y las de madre hasta el patache, ella pasó un mal rato hablando de su desaparecida mancebía, de las mozas fallecidas, de la pérdida de la Chacona y sus hombres, y de la injusta detención de mi padre. En un descuido, sorprendí su mirada afligida posada sobre los restos de lo que antes fuera nuestra casa y me juré que la mandaría reconstruir tal y como estaba antes del ataque de Jakob Lundch para que mi padre y ella pudieran regresar a su hogar como si nada malo hubiera acaecido nunca.

Justo cuando acabábamos de zarpar en dirección a la nao, bogando aún a menos de veinte varas de la orilla, unos gritos nos detuvieron.

—¡Madre, madre! —el que la llamaba era un chiquillo mestizo de unos seis o siete anos, descalzo y con los calzones raídos, que corría hacia el agua con dos grandes loros verdes en los brazos. Apenas podía con el peso de los pájaros y éstos garrían y aleteaban, asustados por la carrera.

—¡Mis loros! —gritó ella, feliz.

En cuanto los animales la vieron, emprendieron el vuelo. Madre ocultó los brazos en la espalda para que los papagayos no le hicieran daño en las quemaduras y se posaran, tal como hicieron, en sus hombros. A lo menos, de toda nuestra extensa parentela animal, Alfana y las aves se habían salvado. También a mí me dio alegría recuperarlas. Vendrían con nosotros y serían un motivo de contento para los malos días que aún tuviéramos que pasar.

El jabeque, sin recoger paño para aprovechar el buen viento, salvó con todas las velas tendidas las parcas treinta leguas que nos separaban de la hermosa ciudad de Cartagena y, así, en menos de dos jornadas nos hallábamos frente al puerto, prestos a dejar atrás la isla de Caxes. Eran tantas las naos que entraban y salían que resultaba costoso marear sin arañarse los cascos y fácilmente se distinguían los rostros de los hombres que faenaban sobre las cubiertas. Y, así, reparé en algunos viejos amigos de mi padre, mercaderes de trato como él, que partían para comerciar por toda Tierra Firme. Puesto que nuestro buen compadre Juan de Cuba no conocía mi nao Santa Trinidad, no advirtió nuestra presencia al pasar frontero de nosotros con su hermosa zabra
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, la Sospechosa. Rodrigo y yo, alborotados, a voces le llamamos hasta rompernos los fuelles, mas antes de que nuestras derrotas nos separasen irremediablemente, Juan de Cuba dio por fin en vernos y en reconocernos. El semblante se le demudó y comenzó a dar órdenes para demorar su barco y, a nosotros, a pedirnos con gestos que fuéramos a su encuentro. Movía los brazos y gritaba «¡Santa Trinidad, detente!», causándonos una muy grande preocupación. El maestre de mi barco se me acercó.

—¿Qué desea vuestra merced que haga?

—Suelta escotas —le dije.

—Estamos en la boca del puerto, señor —objetó.

—El mejor de los lugares para fondear un patache.

El Santa Trinidad, a su vez, estaba orzando para poner la proa al viento. Al poco, ya quietos y anclados, vimos a Juan de Cuba descender hasta un batel que habían echado a la mar.

Madre apareció entonces en cubierta, con sus loros en los hombros. El sol desveló en su semblante el mucho cansancio y la debilidad que la postraban.

—¿Qué ocurre? —preguntó mirando hacia todos lados.

—Aquí, madre —la llamé—. Viene Juan de Cuba a saludarnos.

Se animó y sonrió, apurando el paso.

—Traerá nuevas de Estebanico —afirmó, contenta.

Los hombres de Juan de Cuba bogaban resueltamente y en un santiamén se plantaron al costado de nuestro barco. Echamos la escala de estribor y el de Cuba inició el ascenso. Pronto llegó hasta nosotros y Rodrigo y yo le ayudamos a ganar la cubierta. Se plantó en jarras y, buscando con los ojos, encontró a madre. Al punto, la abrazó y comenzó a derramar amargas lágrimas. Los loros, entonces, volaron y se posaron en los flechastes altos del palo mayor.

—María, María... —se lamentaba.

Ella, con el miedo en el rostro, lo alejó de sí.

—¡Juan! ¿Qué pasa, Juan? —le preguntó en tanto el mercader continuaba vertiendo lágrimas—. ¿Ha muerto Esteban? ¡Habla, por Dios! ¿Esteban ha muerto?

—No, María, no ha muerto —masculló él, al fin, secándose los ojos y los carrillos con las manos—. Aunque mejor sería —dijo y suspiró hondamente—. Le han condenado a galeras.

—¿Cómo dice vuestra merced? —proferí, muerta de angustia.

Con breves razones, nos dio cuenta de los sucesos: mi padre había recibido castigo público de trescientos azotes en la plaza mayor de la ciudad el sábado que se contaban diez y seis días del mes de septiembre, tras un apresurado juicio que le condenó únicamente a cinco años en galeras por vender armas de contrabando a enemigos del imperio. Su vejez le salvó de la pena de muerte. Embarcó, pues, cargado de grilletes, en la nave capitana de la Armada de Tierra Firme (la misma Armada que yo había visto pasar por Margarita en el mes de julio), y partió con ella rumbo a La Habana pocos días después. No había vuelto a saberse nada de él.

—Para decir verdad —terminó contando—, aunque todos sus compadres le hicimos llegar alimentos, ropas y medicinas a la cárcel del gobernador, no le debieron de aprovechar en nada pues, cuando embarcaba en el galeón, no sólo no nos reconoció sino que andaba como bebido, dando traspiés y vacilando, con la mirada huida y las ropas sucias.

Madre lloraba desconsoladamente entre los brazos del mercader, el cual, como un viejo pariente, la sujetaba por los hombros y le acariciaba la cara.

—Y tú, muchacho —me dijo el de Cuba entrecerrando los ojos—, mejor harías en alejarte de Cartagena y de cualquier otra ciudad de Tierra Firme. ¿Acaso no sabes que corres peligro? ¡Estás loco si sigues mareando por estas aguas!

—¿Qué peligro corro yo, señor Juan? —me asusté.

—¿Es que no conoces que hay una orden contra ti por los mismos delitos que tu padre? —Negué con la cabeza, fuera ya de toda cordura. Juan de Cuba suspiró—. Los alguaciles y los corchetes te andan buscando por las principales poblaciones de la costa, incluso en Nueva España me han dicho que se te va a reclamar en breve con bandos y pregones, y, si alguien te viera y te delatara, muchacho, estarías perdido. No vayas a Cartagena por ninguna razón, pues ninguna es más importante que tu propia vida.

—¿El gobernador se ha vuelto loco? —preguntó Rodrigo a gritos, tentando su espada.

—Baja la voz, mentecato —le espetó el señor Juan—, que no se sabe quién puede estar escuchando.

Madre, desesperada, sacó la cabeza del pecho del mercader.

—El destino lo ha querido, Martín —sollozó, entre ahogos y toses. Me acerqué con premura para abrazarla—. Puesto que no puedes quedarte aquí sin arriesgar tu vida, ve en pos de tu padre, rescátalo y devuélvemelo.

—¿Que vaya adonde, madre? —balbucí, incrédula, sin aliento ni fuerzas en el cuerpo. Eran tantas las malas nuevas y tantos los infortunios que se abatían sobre nosotros que no me alcanzaba la razón para comprender lo que madre se esforzaba en decirme.

—¡A España, hijo! ¡A Sevilla! —jadeó, furiosa—. ¡Tienes que ir a Sevilla, Martín! Allí retienen a los condenados a galeras hasta que los embarcan para bogar.

—¿A España?

Madre me miró con desprecio y me alejó de ella con un empellón.

—¿Eres tonto, Martín? —resopló—. ¡Tu deber es salvar a tu padre!

Aunque torpe y dura de mollera por mi turbación, conocí que era cosa muy cierta. No me bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir mis entrañas, pensar en mi padre atado y enfermo, muriendo solo al otro lado de la mar Océana.

—¡Eres su hijo! —me gritaba ella, fuera de sí, entre resuellos—. ¡Él te salvó a ti y tú se lo debes todo! ¡De cierto que mi pobre Esteban está esperando que seas la lima de sus cadenas y la libertad de su cautiverio!

Aunque de mi boca no pudieran salir palabras, mi corazón conocía que ella decía la verdad. Catalina Solís se lo debía todo a Esteban Nevares, incluso la vida. ¿Cómo negarle, pues, lo mismo que él me había dado?

—Tranquilízate, madre —susurré—. Iré a España, a Sevilla. A mi padre no le han de tocar en modo alguno. Le buscaré, le rescataré y le traeré de vuelta a Tierra Firme.

Al oírme, María Chacón se serenó. Dejó de toser y empezó a respirar con mayor soltura, aunque el pecho le seguía haciendo muy feos ruidos.

—Debo marcharme ya, María —anunció Juan de Cuba arreglándose el jubón—. Tengo compromisos importantes en Trinidad que no puedo descuidar.

—Aguarde un momento vuestra merced, señor Juan —solté de improviso, sin creer yo misma lo que iba a decirle—. ¿En cuánto estimáis el precio de vuestra nao?

Mi jabeque, en su estado, no podía afrontar los peligros de una travesía tan penosa como la del regreso a España, mas la zabra de cien toneles del señor Juan no sólo podía sino que, por más, la haría en cuatro o cinco semanas, según la mar, aun llevando las bodegas repletas y toda su artillería. Si la Armada de Tierra Firme había partido de Cartagena poco después del día que se contaban diez y seis del mes de septiembre y si había hecho aguada en La Habana y zarpado rumbo a España con su cargamento de plata del Potosí, en estas fechas del año estaría aún lejos de atracar en las Terceras
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. En caso de que todo hubiera discurrido bien, llegaría a Sevilla a mediados de diciembre. Como estábamos finalizando octubre, si yo podía disponer de la rápida zabra del señor Juan, arribaría casi al mismo tiempo que la Armada.

—¿Por qué te interesa el precio de mi nao, muchacho? —se extrañó el comerciante.

—¿Acaso no habéis oído que debo ir a Sevilla a buscar a mi padre?

—¿Con mi zabra? —se ofendió—. No podrías darme lo que vale, Martín Nevares, ni aunque trabajaras toda tu vida.

—Probad —le desafié.

—No, no voy a perder el tiempo en esto —se volvió a madre y le cogió una mano—. María, cuídate mucho. Hazme llegar nuevas tuyas en cuanto tengas ocasión.

—¡Eh, mercader del demonio! —exclamé imitando las maneras con que mi padre le trataba cuando se encontraban en la mar o en las plazas—. ¡Decidme ahora mismo cuánto pedís por esa barca de pesca o juro que os atravesaré con mi espada!

Juan de Cuba se giró hacia mí, conmovido, con una sonrisa en el rostro.

—Hablas igual que tu padre, muchacho, pero insisto en que no puedes pagarla.

—Pídele una cantidad —le susurró madre, apretándole la mano con fuerza.

El mercader estaba cada vez más sorprendido.

—¿Quieres decir que dispone de caudales?

—Escuchad, señor Juan —le dije al mercader—. Deseo cerrar un buen trato con vuestra merced. Vos me vendéis la zabra con toda su carga y marinería y, por más, os quedáis con madre y la cuidáis hasta mi vuelta, y yo os pago lo que me pidáis sin regatear ni un maravedí. Decidme cuánto queréis.

Juan de Cuba nos miraba a madre y a mí sin saber si creernos o si estábamos de chanza.

—Supongo, muchacho, que conoces la ley real que obliga a cruzar la mar Océana en conserva, con las flotas. Si algún galeón de las Armadas te descubriera mareando solo, te consideraría pirata o corsario y te hundiría antes de que pudieras decir amén.

—Lo sé, señor Juan —afirmé.

—Y supongo asimismo que sabes que tampoco puedes entrar solo en ningún puerto de España.

Asentí.

—Y, por último, supongo que conoces —el preocupado mercader deseaba cerciorarse de que no se me escapaba del entendimiento el grande riesgo que corría— que las aguas de la mar Océana están infestadas de piratas y corsarios extranjeros a la caza de naos españolas.

Asentí nuevamente. Juan de Cuba suspiró.

—Pues, sea. En ese caso, mi zabra es tuya. Págame por ella lo que consideres justo, mas sabiendo que todo lo que tengo en el mundo está en sus bodegas. Los bastimentos de la carga son bastantes para la travesía. Hay fruta, carne, pescado salado, velas, vino... Acaso necesites más agua. De los hombres sólo puedo decir que son libres para decidir si te acompañan en tu viaje o si prefieren conservar la vida y volver con sus familias.

Quedamos mudos todos por un momento y, en el silencio, se oyó el ruidoso respirar de madre. Miré a Juanillo y a Rodrigo.

—¿Me acompañáis?

Ambos asintieron. Juanillo, para quien España sólo era aquel lugar distante y extraño del cual llegaban las flotas y las leyes que gobernaban el Nuevo Mundo, tenía cara de susto. En la frente de Rodrigo se veía decisión.

Aquella noche, pagué a Juan de Cuba dos mil y quinientos escudos (un millón de maravedíes) por la Sospechosa con todas las mercaderías. Sólo diez hombres de los treinta que formaban su dotación se determinaron a acompañarme. Los otros hubo que buscarlos en las tabernas del puerto de Cartagena a sabiendas de que allí sólo encontraríamos rufianes y maleantes. De este arduo trabajo se encargó Rodrigo, y de comprar los odres y toneles de agua dulce, Juanillo. En el entretanto, madre se despidió de mí con grandes lamentos y muchas lágrimas y me hizo entrega de una carta de presentación para una grande amiga suya de Sevilla, una tal Clara Peralta, prostituta como ella del Compás en sus tiempos de juventud. La había escrito aquella misma tarde.

—Ambas fuimos como hermanas —me dijo entre suspiros—. En esta misiva le explico el motivo de tu presencia en Sevilla y le pido que te trate como a un hijo, que te dé casa y comida y que te cuide y proteja como si fuera yo misma. Ve a buscarla en cuanto entres en la ciudad. Si acaso Clara hubiese muerto, su nombre y el mío te abrirán las puertas de las mejores mancebías de la ciudad. Allí encontrarás refugio.

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