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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (3 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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No se pudo reunir a todos los marineros antes de la medianoche, así que zarpamos al amanecer y, por estar la mar algo picada y soplar prósperos vientos de popa, nos fue forzoso dejarnos ir costeando sin engolfar en ninguna ocasión, tomando mucha precaución de los grandes bancos de arena que tan abundantes son en el Caribe y tan peligrosos para las naos. Por fortuna, el viejo piloto indio de nuestro patache poco tenía que envidiar al tristemente desaparecido Jayuheibo en cuanto a las cosas de marear y no le eran menester cartas ni portulanos porque conocía muy bien las aguas.

Así pues, guindamos velas y arrumbamos hacia Santa Marta y, según andaba de alterada la mar, tardamos dos semanas en llegar a nuestro destino, tiempo durante el cual di cumplida cuenta a Rodrigo de mi historia, de la que se admiró mucho, y mostró grandísimo orgullo al conocer el valor y el ingenio con que mi padre me había preservado de las desgracias que me hubieran afligido de haber acabado en manos de mi tío y de mi descabezado marido.

—¡Y que un hombre de tan grande corazón como el maestre esté preso y puesto de grilletes! —bramaba, revolviéndose en la cubierta como un toro en la plaza.

Mas yo sentía una grande confianza. Algo me decía que los caudales harían mucho por mi padre, que desde luego le salvarían la vida y que, en caso de no poder evitar un juicio, le procurarían los mejores licenciados para que su pena fuera insignificante. Con la mirada perdida en la mar, repasaba durante horas los asuntos que habría que poner en ejecución en cuanto atracáramos en Cartagena, uno de los cuales, y no el menos importante, sería comprar una casa en la que madre, cuando saliera del hospital, pudiera convalecer cómodamente de sus dolencias hasta que los asuntos de mi padre quedaran resueltos, pues ni ella ni yo consentiríamos en dejarle solo en manos de la mudable y oportunista justicia del rey. Por más, acaso consiguiera que don Jerónimo de Zuazo, en virtud de su amistad con mi padre, le diera cárcel decente, permitiéndole quedarse en esa casa que iba a comprar bajo la guardia y custodia de algunos soldados.

El día que se contaban veinte y uno del mes de octubre, pasadas ya tres horas de la mañana, las inmensas cumbres de la Sierra Nevada de Santa Marta aparecieron por el lado de babor del Santa Trinidad, que viró para entrar en la bahía dejando a un lado la islilla del Morro. Desde la nao el aspecto del pueblo era como un mal sueño: donde antes había casas ahora se extendía un manto de cenizas negras sobre el cual alguien había construido un par de frágiles bajareques y unos pocos bohíos. La residencia del gobernador seguía en pie aunque sin techos y con las blancas paredes manchadas de hollín. La ermita se había salvado, mas la iglesia era sólo un puñado de horcones quemados y el fuerte San Juan de las Matas, levantado cuatro años atrás, traía a la memoria un galeón cañoneado y hundido en aguas someras.

—Aquello es lo que resta de la Chacona —me dijo Rodrigo, señalando un trozo de tizón de la quilla y unas cuadernas calcinadas que sobresalían del agua. Veía tanto color negro por todas partes que el verde profundo de la selva, el blanco de las arenas y el turquesa brillante del mar dejaron de existir. Sufrí de ensueños terribles en los que veía a las gentes corriendo y gritando en mitad de la noche, las casas ardiendo con llamas que subían hasta los cielos y la sangre de mi familia y la de los vecinos haciendo charcos y grumos en la arena.

Ordené al maestre del Santa Trinidad que atracara y nos esperara mientras íbamos al palenque y volvíamos, y que acondicionara también su propia cámara para recibir a un herido grave. Luego, abandonamos el patache a bordo de un batel y bajamos a tierra. Uno de los pocos vecinos que había regresado y andaba por allí, Tomás Mallol, me reconoció al punto y empezó a dar voces:

—¡Amigos! ¡Eh, amigos! —gritaba agitando en el aire su chambergo—. ¡Es Martín, Martín Nevares! ¡El hijo de Esteban ha vuelto!

Las cinco o seis personas que intentaban reconstruir a duras penas sus casas y sus vidas salieron como de la nada y se congregaron en torno a mí para estrujarme, llorar en mis brazos, darme los pésames y suplicar mi ayuda, pues si éste había perdido a sus hijos, el otro se había quedado sin esposa y sin ganado, y el otro sin sus padres y sin su taller. Se alegraron mucho al conocer que madre vivía. Todos habían regresado recientemente a Santa Marta, tras permanecer escondidos en la selva, con los indios, recuperándose de su miedo y de sus heridas.

De súbito, junto a uno de los nuevos bajareques, asido a un garrancho por las riendas, vi a Alfana, el corcel zaino de mi padre, olisqueando la porquería del suelo con los ollares.

—¡Alfana!—le llamé. Enderezó la cerviz y sus orejas se volvieron hacia mí. Al reconocerme, soltó un breve relincho y tascó el bocado, tirando de las bridas con toda su fuerza.

—Se escapó durante el asalto —me explicó el vecino Juan de Oñate—. Regresó ayer como si supiera que ibas a venir hoy. Tiene heridas en la cresta y en la grupa, pero ya se le están curando.

Pasé un brazo sobre las crines de Alfana y le acaricié la frente.

—¿Dónde están los otros animales de la casa? —pregunté. Madre era muy aficionada a recoger todo tipo de bestezuelas para agregarlas a la familia.

—¡A saber! —se lamentó Rodrigo.

—¿Deseas acompañarme a buscar a madre al palenque de Sando? —le dije al corcel sujetando frente a mi boca una de sus puntiagudas orejas. Alfana piafó con fuerza y rapidez, como un potro joven.

Solté las bridas de la rama y, tirando de ellas, caminé en dirección a las gentes.

—Hacednos la merced, vecinos, de prestarnos otro caballo. Tenemos que ir a buscar a madre.

Abandonamos Santa Marta por el camino de los huertos y cruzamos a media tarde el río Manzanares. Pronto la oscuridad nos rodearía. Alfana no hizo ni un extraño pese a que, por correr a rienda suelta, la silla le rozaba la herida de la grupa (que yo le había limpiado y cubierto adecuadamente con hilas y ungüento de romero). El otro caballo, el que montaba Rodrigo, sí que se encabritó un tanto cuando prendimos las hachas de alquitrán, pues aún recordaba el fuego del asalto pirata. El alba nos pilló frente a las puertas del palenque. Los vigías nocturnos vieron nuestras luces y, entretanto nosotros desmontábamos, nos pidieron la gracia y, al saber quiénes éramos, empezaron a anunciar nuestra llegada a grandes voces. Antes de que la empalizada se nos acabara de franquear, vi al otro lado los rostros risueños de Juanillo, el grumete, y de Sando, el hijo del rey Benkos, que sonreía, sí, mas con esfuerzo, con fingimiento. Solté a Alfana y avancé peligrosamente hacia él.

—¡Dame buenas nuevas, hermano —exclamé mientras le sujetaba por los hombros y le sacudía a una y otra parte—, o te juro que me vuelvo loco!

—¡Eh, compadre! —se quejó—. ¡Suéltame! ¡La señora María está bien! ¿Qué miedo tienes? ¡Suéltame!

Hice como me pedía, mas sin creer en sus palabras. Juanillo, tan alto ya como Rodrigo, se puso a su costado para contemplar el suceso, divertido.

—¿Madre no ha muerto...? Pues, ¿por qué pusiste esa triste sonrisa al verme?

Sando me asió por el brazo, tras hacer un cortés saludo a Rodrigo, y sonriendo, ahora sí valederamente, me arrastró hacia el interior del palenque.

—¡Tengo muy mal despertar, hermano Martín! ¿Qué cara quieres que tenga si, por más, son los gritos del cuerpo de guarda los que me sacan de la cama?

—¿Entonces madre está bien? —pregunté aliviada.

—Acompáñame.

Le di un abrazo a Juanillo, que me pasaba casi una cabeza, y ambos, con Rodrigo, emprendimos el camino en pos de Sando por las callejuelas abiertas entre los bohíos hasta llegar frente a uno más grande. Muchos antiguos esclavos negros huidos, conocidos como cimarrones o apalencados, se congregaban en la entrada movidos por la curiosidad.

—¿Dais vuestro permiso, señora María? —gritó Sando.

—Pasa, pasa... —declaró una voz que, si bien ronca y jadeante, era, a no dudar, la de madre. Me sentí feliz.

—¡Mirad quién ha venido, señora María! —exclamó él, levantando el lienzo que hacía de puerta. Rodrigo y yo, encogidos, entramos. Un par de oquedades abiertas en los troncos y ramas que formaban las paredes dejaban pasar al interior la débil luz de la mañana. Sobre un lecho modesto, cubierta por una fresca y limpia sábana de lino y apoyando la espalda en dos gruesas almohadas, estaba madre, con su misma cara ancha, su nariz afilada y su mirada de halcón. Llevaba el pelo recogido con una redecilla y parecía estar desnuda bajo la sábana. ¡Qué feliz me sentí de volver a verla y, sobre todo, de verla viva!

—¡Martín, hijo! —exclamó al conocerme, tendiéndome unos brazos cubiertos de hilas que debían de dolerle mucho por el gesto que puso en la cara.

—Tengo para mí, madre —repuse acercándome y cogiéndole sólo las manos—, que mejor será no arrimarme demasiado por no hacerte daño.

—¿Cómo se siente, madre? —la saludó Rodrigo, allegándose también. Ella le miró con gratitud y aprecio.

—Gracias por traer a Martín, Rodrigo —le dijo con una sonrisa burlona—. Ahora ya estás en conocimiento de todo, ¿verdad?, pues de otro modo no habrías podido encontrarle.

—Así es, madre —repuso Rodrigo—. La viuda de Margarita a la que vuestra merced me remitió, le mandó llamar al punto. Por cierto que es una dueña muy bella y de gracioso porte la tal Catalina Solís. Una auténtica beldad. Hubierais hecho un grande negocio con ella en la mancebía.

Clavé con toda mi alma el tacón de mi bota sobre uno de sus pies mas, el muy bellaco, continuó sonriendo como si no lo notara. Madre soltó una carcajada y, desasiéndome, subió pudorosamente el borde de su sábana. A pesar de sus muchos años (su edad debía de frisar los cincuenta), madre seguía siendo una mujer en verdad hermosa.

—Catalina Solís es una viuda honesta, Rodrigo —le explicó, socarrona—. Déjala allá en Margarita y que con su pan se coma su castidad. —El rostro se le entristeció al punto—. Ahora que Martín ha vuelto (siéntate en el borde de la cama, hijo), ya podemos rescatar a Esteban, a mi pobre Esteban —de su garganta salió un gemido que sonó como una tormenta; muy mal debía de tener el pecho si el aire le hacía esos ruidos por dentro—. ¡Me da tanta pesadumbre cavilar en lo solo y desatendido que está en esa lúgubre mazmorra de Cartagena! ¡Hay que sacarle de allí, Martín! ¡Haz lo que sea, hijo, pero tráelo de vuelta a Santa Marta!

—Lo haré, madre —repuse, acariciándole una mano para calmarla—, pero lo haremos juntos. Tú vendrás con Rodrigo y conmigo. He menester de ti para poner en ejecución muchas cosas importantes. Con todo, antes te llevaré al hospital del Espíritu Santo para que un médico te cure las quemaduras y te alivie el pecho.

—¡Pero si estoy bien, hijo! —afirmó, abriendo mucho los ojos con incredulidad—. Lo único que me mortifica es no poder fumar. ¿Es que no ves, acaso, cómo me muevo y no oyes lo bien que hablo? ¡Rodrigo!

Mi compadre dio un paso al frente.

—Rodrigo —continuó ella—, cuéntale a Martín cómo estaba yo antes de que te fueras.

—Ya se lo conté en Margarita, madre. Por más, le dije que temía encontrarte muerta al llegar. Por eso es tan grande mi admiración al verte en tan buen estado y tan vigorosa.

—¿Lo oyes, Martín? Y todo se lo debo a esa mujer de ahí, Damiana Angola —dijo señalando a una negra de mediana edad, de rostro amondongado y de baja estatura que se había retirado al fondo del bohío—. Damiana es una curandera de las buenas, de las de antes, de las que había en Sevilla cuando yo era joven y trabajaba en el Compás
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La cimarrona, que portaba los crespos cabellos cogidos en una albanega de fustán, sonrió y, al hacerlo, la carimba de la esclavitud se le destacó en la mejilla diestra. Era una letra H muy grande y muy antigua, pues la piel había recuperado su tono oscuro y sólo brillaba un tanto con la luz de través, como las joyas.

—Llévate a Damiana, madre —propuso Sando desde la puerta—. Ella te quiere mucho y estará encantada de acompañarte.

Madre le miró con suma dureza y él se amedrentó.

—Todo lo perdí en el asalto pirata. ¿Cómo podría pagar los servicios de una curandera tan buena? Antes, yo era una mujer acomodada, muchacho, mas ahora no me queda nada.

—Aquí estoy yo para eso —dije, respondiéndole—. A partir de ahora me haré cargo de tus gastos y de tus necesidades.

—¡No he menester caridad! —exclamó, incorporándose muy dignamente si bien sujetando con escrúpulos la sábana que la cubría—. ¡He menester el rescate de tu padre!

—Pues no discutas tanto y levántate de la cama —le espeté, poniéndome el chambergo y encaminándome al exterior del bohío—. Te espero afuera, madre. Y tú, Damiana, ¿deseas entrar a mi servicio o quedarte en el palenque? Me vendrá bien una buena criada a quien entregar el gobierno de la casa que voy a comprar en Cartagena y que, al tiempo, pueda cuidar de madre. Te ofrezco un salario de tres ducados
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anuales. Y, por supuesto, vestido, calzado, comida y alojamiento.

Era una proposición excelente, más de lo que se pagaba a un criado libre, varón y blanco, mas como había visto que madre la apreciaba de verdad y, por otra parte, decía que su recuperación casi milagrosa era debida a sus expertos cuidados, me pareció que debía tratarla con un respeto especial.

—Con la cama y la comida tengo bastante, señor —adujo Damiana, secándose las manos con un trozo de paño.

—¡Que no, que no, Damiana! —exclamó madre, agitando una mano enojada frente a la cimarrona—. ¡Si es gusto de mi hijo pagarte un buen salario, lo aceptas y no se hable más!

Como aquella discusión ya era cosa de mujeres y yo no quería que Rodrigo me viera interesada ni que Sando pensara que me ocupaba de estos asuntos, con paso firme salí del bohío y me reuní con mis dos compadres en la calle.

—Ahora mismo mandaré que preparen unas parihuelas —me dijo Sando.

—Y préstame dos hombres fuertes y un par de caballos. Luego, cuando regresen, te mandaré con ellos a Alfana, el corcel de mi padre, para que lo cuides en nuestra ausencia.

—Lo que necesites, hermano. ¿Cómo llegaréis a Cartagena?

—Tenemos un barco en la rada de Santa Marta —repuse.

—¡Aquí donde le ves, posee un patache de cuarenta toneles! —le espetó Rodrigo lleno de admiración.

Sando se echó a reír.

—¡Ya sé que nuestro Martín es un hombre rico! —exclamó—. ¡Qué grande ventura la de esa viuda de Margarita a quien, no lo pongo en duda, colmas de buenos regalos, hermano! Por cierto, ¿quieres llevarte algo de lo que tienes aquí?

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