Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Antreen lanzó un grito agudo cuando ella misma se clavó el punzón en la columna vertebral.
Fue un dolor creciente, pero gritaba por algo más que por el dolor. Gritaba horrorizada por lo que estaba pasando, por lo que estaba a punto de pasarle..., lo que le iba a pasar rápidamente, aunque no lo suficientemente rápido.
Sparta, casi instantáneamente, le sacó de un tirón a Antreen el objeto de la espalda.
Sólo entonces vio de qué arma se trataba en realidad. Sabía que era demasiado tarde...
Porque la aguja telescópica ya había salido disparada y se retorcía como un gusano del grosor de un cabello dentro de la médula espinal buscando el cerebro. Aunque ya no pudiera sentir la muerte mental que se le acercaba rápidamente, Antreen continuaba aullando.
Sparta tiró el cilindro de la vacía jeringuilla hipodérmica sobre la alfombra y se sentó, recostándose con las piernas extendidas y apoyándose en los brazos, rígidamente tendidos hacia atrás, mientras aspiraba grandes bocanadas de aire. En el pasillo resonó el sonido de pies calzados con botas y por la curva apareció una patrulla cuyos miembros iban vestidos con trajes azules; llevaban las armas aturdidoras desenfundadas. Se detuvieron, tropezándose, en orden, la primera fila arrodillada. Media docena de morros de pistola apuntaban a Sparta.
Antreen había seguido rodando, de espaldas. Ahora estaba llorando entre grandes sollozos de pena porque la consciencia le iba disminuyendo cada vez más.
Viktor Proboda se abrió paso a empujones entre los patrulleros y se arrodilló junto a ella. Extendió aquellas grandes manos suyas hacia la mujer, pero después titubeó, temeroso de tocarla.
—No puede hacer nada por ella, Viktor —le susurró Sparta—. Y no tiene dolores.
—¿Qué le pasa?
—Está olvidando. Olvidará todo esto. En unos pocos segundos dejará de llorar, porque ni siquiera podrá recordar por qué llora.
Proboda miró la cara de Antreen, aquella cara atractiva enmarcada en pelo liso gris; era un rostro momentáneamente estirado como la máscara de Medusa, pero en el que el temor ya se estaba desvaneciendo y las lágrimas se iban secando.
—¿Hay algo que yo pueda hacer por ella?
Sparta movió negativamente la cabeza.
—Ahora no. Quizá más tarde, si ellos quieren. Pero probablemente no querrán.
—¿Quiénes son ellos?
Sparta le hizo un gesto con la mano.
—Luego, Viktor.
Proboda decidió esperar; la inspectora Troy decía muchas cosas que no alcanzaba a comprender la primera vez. Se puso en pie y gritó en dirección al techo.
—¿Dónde está esa camilla? Vámonos de aquí. —Pasó por encima de Antreen con la mano extendida en dirección a Sparta. Ésta le cogió la mano y Proboda tiró de ella hasta conseguir ponerla en pie—. Prácticamente toda la empresa las estaba observando. Nos avisaron inmediatamente.
—Yo le dije que el pasillo estaba limpio de micrófonos. Tenía tantas ganas de cogerme que me creyó. Lo que le está pasando a ella es lo que me habría pasado a mí...
—¿Cómo sabía usted que ellos nos avisarían?
—Yo... —Sparta se lo pensó mejor—. Fue una afortunada suposición.
Hubo un revuelo entre la Policía, y apareció la camilla. Cuando los dos portadores se estaban arrodillando junto a Antreen, ésta habló, con calma y claridad.
—La consciencia lo es todo —dijo.
—¿Están vivos mis padres? —le pregunto Sparta.
—Los secretos de los adeptos no deben compartirse con los no iniciados —repuso Antreen.
—¿Son mis padres adeptos? —quiso saber Sparta—. ¿Es Laird un adepto?
—Eso no está en el lado blando —le contestó Antreen.
—Ahora me acuerdo de usted —dijo Sparta—. Me acuerdo de las cosas que me hizo.
—¿Tiene un pase Q?
—Recuerdo su casa de Maryland. Tenían ustedes una ardilla que bajaba por un cable.
—¿La recuerdo yo a usted? —le preguntó Antreen.
—Y recuerdo lo que me hicieron.
—¿La recuerdo yo a usted? —repitió Antreen.
—¿Significa algo para usted la palabra «SPARTA»? —inquirió Sparta.
El ceño de Antreen se frunció con incertidumbre.
—¿Es eso..., es eso un hombre? Sparta notó un nudo en la garganta y que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—Adiós, señora gris. Vuelve usted a ser inocente.
Blake Redfield esperaba en el pasillo ingrávido, fuera de la Cancela de Ishtar, mezclado con el grupo flotante de mirones y sabuesos de los medios de información que habían seguido a los policías con ansiosa desesperación. Sparta se introdujo por debajo de la cinta amarilla y lo buscó entre la gente.
Cuando él le vio la cara, primero se sorprendió, pero luego sintió preocupación. La muchacha le permitió que le examinara las heridas.
—Me guardé la espalda, tal como dijiste. —Trató de sonreír con los labios hinchados—. Me atacó de frente.
Cuando Blake le tendió la mano, ella se la dio. De la mano de aquel hombre era más fácil ignorar las preguntas que los periodistas le gritaban, las maldiciones de aquellos que parecían dispuestos a matar por unas palabras. Pero cuando Kara Antreen pasó ante ellos en una camilla flotante, las grabadoras de fotogramas giraron en su totalidad para seguir a aquella procesión, y la muchedumbre de periodistas se fue detrás como tiburones tras la presa. Sparta y Blake se quedaron rezagados unos instantes...
—¿Quieres que cojamos un atajo?
Y unos segundos más tarde habían desaparecido.
Caminando el uno al lado del otro, atravesaron a toda velocidad los oscuros túneles y conductos en dirección a la esfera central.
—¿Sabías desde el principio que era Antreen? —le preguntó Blake.
—No, pero cuando la vi por primera vez se me estimuló la memoria. Algo que había muy en el fondo, algo que yo no conseguía hacer salir a la consciencia, me hizo saber que era buena idea apartarme de su camino. Este que acaba de tener lugar ha sido su segundo intento. Era ella quien manejaba el robot contra nosotros.
—¡Yo creía que había sido Sylvester!
—Yo también. La ira es enemiga de la razón, y yo estaba tan enfadada que no era capaz de pensar correctamente. Sondra Sylvester deseaba ese libro más que nada, mucho más de lo que deseaba a Nancybeth, incluso más que humillar a Darlington. Nunca habría arriesgado el libro auténtico, aunque nos hubiera oído hablar y supiera que ya estaba atrapada. Fue Antreen la que puso micrófonos en la nave para oírnos.
Después siguieron flotando en silencio hasta que llegaron a un puesto de observación que daba a los jardines centrales, y salieron al suelo. Completamente solos en aquella balanceante caja de luz, se sintieron tímidos de forma repentina e inexplicable.
Sparta hizo un esfuerzo para continuar.
—Antreen subió a bordo de la
Star Queen
y puso el combustible en el robot mientras yo hilvanaba poco a poco mi conferencia sobre sabotaje. Les tendió una trampa a personas que no eran los indicados. —Se echó a reír con cansancio—. Tuvo la oportunidad que buscaba antes de que yo me encontrase preparada para ello. Seguramente no esperaba tener que vérselas contigo. Al ver que el robot no había hecho el trabajo, supongo que se daría cuenta de lo difícil que iba a resultarle matarme abiertamente, por lo menos de una manera que no atrajera las sospechas sobre sí misma. De modo que decidió atacar mi memoria. Después habría ido a por ti.
—¿Te has enterado de algo acerca de tus padres? —le preguntó Blake con voz tranquila aunque llena de interés—. ¿Y de los demás?
Sparta negó sacudiendo la cabeza.
—Demasiado tarde —dijo tristemente—. Antreen ya no podría decirnos nada aunque quisiera.
Esta vez la muchacha tendió una mano hacia él y le cogió suavemente una de las suyas.
Blake le cubrió la mano con la suya, y luego le alzó la barbilla.
—Entonces tendremos que hacerlo solos, supongo. Los dos juntos. Tendremos que encontrarlos. Si es que estás dispuesta a dejarme participar en este juego.
El sabroso aroma de Blake era especialmente delicioso cuando se encontraba a sólo unos centímetros de distancia.
—Debí dejarte hacerlo antes.
Sparta se inclinó ingrávidamente hacia delante y dejó descansar los magullados labios en los de él.
La siguiente vez que Sparta tuvo ocasión de enfrentarse con él, McNeil contó sin más evasivas el resto de la verdad que aún no había confesado. Había salido de la clínica, y después había alquilado una habitación en las viviendas para los tripulantes en tránsito, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en su restaurante francés favorito, situado en la avenida que discurría frente a los olmos blancos de Samarkand. Una grabación de alondras de la pradera sonaba dulcemente entre los árboles cercanos.
—Sabía que usted volvería —le dijo él—. ¿Quiere tomar un poco de este excelente «St. Emilion»?
Sparta declinó el ofrecimiento. Le contó lo que sabía, y él completó el resto.
—Y si coopero completamente, ¿cuánto tiempo cree que me echarán? —le preguntó en tono de desafío.
—Bueno, como la propiedad ha sido recuperada...
—No olvide que usted tendría difícil lo de probar la intencionalidad si mi abogado fuese lo bastante listo como para conseguir mantenerme fuera del estrado —le indicó McNeil alegremente.
—Difícilmente conseguiría hacerlo. Y, de cualquier modo, también podríamos cogerle a usted por el asunto de las botellas de vino.
—Ay, el propietario de todas esas finezas en cuestión ya es un difunto.
Sparta sabía que no haría servicio a la causa de la justicia si se echaba a reír demasiado fuerte, de modo que asintió solemnemente con la cabeza.
—McNeil, tendrá usted los talones puestos a enfriar en una celda por lo menos de cuatro a seis meses.
—Lástima. Eso es casi la misma duración de un viaje rápido al Cinturón Principal. Y yo siempre he intentado evitar esos viajes.
—Puede que ahora sí acepte una copa de eso —le indicó Sparta.
Él le sirvió y la muchacha tomó un sorbo. Le dio las gracias. McNeil se puso serio.
—Puede que haya algo que se le está pasando a usted por alto, inspectora. Ése es un magnífico libro, no se trata solamente de un objeto. Y merecía estar en posesión de alguien que fuese capaz de apreciar el contenido. Y también la encuadernación.
¿Está sugiriendo que le movió a usted algo más que la avaricia, señor McNeil?
—Hasta ahora nunca le he dicho a usted una mentira, inspectora. Yo admiraba a la señora Sylvester. Siento verla arruinada.
—Le creo, McNeil. Siempre le he creído.
McNeil sabía cuidarse solo. Blake Redfield necesitaba ayuda. La investigación acerca de la inexplicable conducta patológica de Kara Antreen continuaría sin duda durante meses, si es que no eran años; con efímero pesar, Sparta se atribuyó pecados que no había cometido. Nunca se llegó a sospechar que Blake hubiese volado una escotilla, que hubiese cortado la energía, asaltado a trabajadores o irrumpido en una propiedad embargada por el Gobierno para robar en ella. En lugar de todo esto, Blake desapareció a la sombra de Sparta.
Viktor Proboda estaba allí, en la bahía de aterrizaje, para despedirlos con un ramo de ásteres hidropónicos. Acompañados por un coro de periodistas, Blake y Sparta estaban a punto de embarcar en la Helios, primer paso del largo viaje de regreso a la Tierra.
—Ha sido un placer, Viktor. Si hay justicia, no pasará mucho tiempo antes de que... —El intercomunicador de Sparta sonó suavemente—. Un segundo.
Ladeó la cabeza y escuchó que alguien le decía casi sin aliento:
—¡Inspectora Troy, inspectora Troy! ¡Nuevas órdenes de la Central de la Tierra! Queda cancelado su viaje..., tiene que presentarse en el Cuartel General de inmediato.
—¿De qué se trata?
Levantó la vista y vio una patrulla de trajes azules que ya venía flotando hacia ella; era su escolta para conducirla al Cuartel General.
Unos segundos después, cuando encontró tiempo para responder a las insistentes preguntas de Blake y de Proboda, lo único que pudo decir fue:
—Tendré que alcanzarte un poco más tarde, Blake. Ahora no puedo decirte lo que ha ocurrido. Y no me creerías aunque te lo dijera.
Durante el transcurso del complicado escándalo que les había acaparado la atención en las últimas semanas —entre entierros, audiciones y juicios— los habitantes de Port Hesperus no habían parado un instante, ni siquiera habían hecho más lenta su forma de trabajar. Cinco de los enormes robots nuevos de la «Ishtar» habían ido a la superficie inmediatamente después de que a la
Star Queen
se le levantase el precinto. El sexto le fue entregado a la «Ishtar» y siguió a sus colegas después de que equipos de forenses hubieran levantado hasta la última molécula que aportase pruebas del robot y de la nave que éste había devastado.
Se envió el nuevo equipo de robots a explorar un prometedor sinclinal situado en el glaciar de la enorme meseta de Lakshmi, en una zona que hasta entonces sólo había sido estudiada por encima por algunas máquinas de superficie. Entre las muestras de mineral recogidas en dichas expediciones de prospección se encontraba un raro fragmento que ahora se encontraba en el «Museo Hesperiano», un fósil, uno entre sólo una docena de fósiles venusianos.
No resultaría inesperado que cuando se emprendieran en serio los trabajos de excavación en esa región apareciera otro fósil, o quizás un par de ellos. A los operadores de Port Hesperus se les había pedido que estuvieran muy atentos a las pantallas por si tal acontecimiento tenía lugar.
La atmósfera de Venus es tan densa en la superficie y la luz del sol tan difusa, que manejar uno de aquellos resplandecientes robots era en muchos aspectos muy parecido a manejar un módulo minero en el fondo de los océanos de la Tierra. No siempre resultaba fácil para un operador saber qué era lo que estaba viendo en las grandes pantallas. Éstas le mostraban un mundo en forma de pecera con horizontes cercanos que se inclinaban bruscamente hacia arriba, y todo lleno por todas partes de unas rocas secas y resplandecientes de color naranja oscuro. Mirar aquellas pantallas era como mirar el mundo a través del fondo de un grueso cenicero de vidrio naranja. Y conducir un robot inmenso por un cañón estrecho, y hacerlo pasar por debajo de un cañón estratificado en forma de arco recogiendo muestras de roca cada pocos metros, era algo que podía resultar a la vez extenuante y desorientador.