Vespera (72 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
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Rafael sabía que aquello no duraría. ¿Habría encontrado ya Silvanos a los prisioneros? ¿Estarían ellos tratando de llegar al arsenal?

—¡Allí están! —gritó una voz por delante y Rafael se escabulló por un túnel lateral, mientras una lluvia de flechas atravesaba el pasillo. Se cayó aparatosamente sobre el suelo, volviéndose a herir el tobillo. Se lo había vendado en la raya, así que lo llevaba un poco protegido, pero no sería suficiente por mucho más tiempo.

—¡Cogedlos vivos! —gritó una voz de mujer. ¡Aesonia! ¿Por qué habría venido ella en persona?—. ¡Los quiero vivos, idiotas!

—No voy a arriesgar las vidas de mis hombres sólo para que puedas llevarte a algunos prisioneros —dijo otra voz, y Rafael escuchó una sonora bofetada.

—Harás lo que yo te diga —dijo la emperatriz—. Ellos tienen información valiosa. De no ser así, no os pediría que arriesgarais vuestras vidas. Tengo otra forma mejor de solucionar esto.

Magia. Rafael se puso en pie con dificultad y corrió tras los demás, mientras la avanzadilla titubeaba y se iba por otra parte. Por ahora, estaban siguiendo exactamente la dirección equivocada.

Atravesaron otra puerta. Los últimos soldados la cerraron de un portazo y pusieron todo lo que encontraron tras ella. Otro de aquellos extraños patios ocultos, una galería en esta ocasión. Rafael podía oír que se estaba luchando en algún sitio cerca; habrían cortado la huida a los salassanos y los chirianos.

—Esto no va bien —dijo Petroz, respirando entre jadeos y apoyándose contra la pared. No conocemos el terreno y no podemos luchar contra la magia.

—Pero mientras tanto, estamos distrayendo su atención de los prisioneros —dijo Rafael.

—No sabes si Silvanos ha llegado hasta ellos —dijo Petroz, y Rafael se quedó de piedra, clavando su mirada en el anciano.

—¿Silvanos? ¿Cómo te has enterado? —Rafael no había mencionado en ningún momento a nadie quién era el traidor, y les había dicho a Odeinath y Bahram que dejaran el tema aparcado cuando le mostraran a Petroz la grabación.

—Porque Leonata me dijo quién eras —dijo Petroz con irritación—. Y no hacía falta mucho sentido común, después de eso, para deducir que Silvanos era el traidor.

Y ¿cómo lo sabía Leonata? ¿Acaso ella se acordó de su reacción al frío en Orfeo's y se lo imaginó?

—Orgullo, Rafael —dijo Petroz, advirtiendo su confusión—. Ruthelo se comportó como si hubiera asumido el papel de los mismos dioses para obtener lo que quería. Nosotros le odiamos, porque sabíamos que, probablemente, vencería. Y ¿dónde nos dejaría eso a nosotros? A su sombra, mientras él estuviera con vida. Tú eres igual.

Y entonces, finalmente, Rafael comprendió lo que estaba diciendo Petroz, por qué Leonata le había dicho que la verdad le destruiría y las palabras del asesinado Rainardo en el baile, cobraron sentido: «Posees la habilidad, la ambición y el orgullo de Ruthelo, y los empleas abiertamente.»

Sus abuelos no habían sido víctimas anónimas de la Anarquía; ellos habían sido sus arquitectos. El hombre que tenía al lado era su tío abuelo. Rafael era el nieto de Ruthelo Azrian. Por lo menos, podía sentirse orgulloso con fundamento.

Orgullo. Thetia había vivido treinta años con el legado del orgullo de Ruthelo y el odio que había inspirado en Aesonia.

Rafael sintió que le envolvía una rara calma; era casi una sensación de serenidad.

—¿A quién odia más Aesonia?

—A Ruthelo —dijo Petroz—. Y a Claudia. Nunca la perdonó.

Eso último no lo esperaba, pero sí lo primero. Aesonia aún le odiaba, después de todos aquellos años.

—Ella no podrá resistirlo —dijo Rafael—. Cree que todos estamos muertos y si uno de nosotros cae en sus manos, no será capaz de controlarse. En lo único que piensa es en la venganza.

—Rafael, no permitas que te capture. Te necesitamos como guía. Ella te matará.

—No, no lo hará; eso es lo bueno. —Thais se lo había dicho una y otra vez—. Ella no mata. Lo que a Aesonia le gusta es poseer a las personas, aplastarlas y convertirlas en hechiceros de la noche. Y yo tengo el orgullo de Ruthelo, de modo que, a sus ojos, yo soy lo más próximo a él que existe en este mundo, más incluso que Silvanos. Después de todos estos años, tendrá un prisionero azrian y no será capaz de pensar en otra cosa que en humillarme y en doblegar mi mente. Traerá a sus magos mentales, a sus acolitas y a los demás magos para que observen, porque no podrá resistirse.

—Valentino tiene demasiado sentido común como para permitir que la venganza de su madre le arrastre a la perdición.

—No podrá detenerla —dijo Rafael. Era muy fácil. Todo lo que tenía que hacer era sacrificar su maldito orgullo y aguantar—. Ella retirará de sus puestos a la mitad de sus tribunos y, con un poco de suerte, traerá a Iolani. Petroz, voy a hacerlo. La derrotaremos. Y lo haremos con perfecta justicia.

—No te dejes llevar. Si Valentino no lo consiente...

—Valentino no hará nada, no podrá intervenir en esto. Todo lo que tengo que hacer es decirles quién soy.

—Entonces voy contigo —dijo Petroz—. Es lo mejor para que ella lo descubra. Y si tienes razón, tampoco me matará a mí.

Menuda familia era aquélla.

Las tropas imperiales estaban golpeando e intentando derribar la puerta que había tras ellos.

—Como quieras —dijo Rafael—. Reúne a algunos voluntarios, seguiremos luchando mientras nos abrimos paso en la dirección equivocada hasta que seamos cercados. Dile al resto adonde tiene que ir para que puedan atajar y hacerse con las armas. Pon a Odeinath al mando si no te queda ningún oficial. Y diles que no vacilen a la hora de abrir fuego; Valentino podría matar rehenes, aunque Aesonia prefiera hacerlos sufrir.

Petroz asintió y Rafael volvió a coger la ballesta. Sus ánimos ya estaban reculando ante lo que estaba a punto de suceder; la calma se esfumaba.

¡No!, no tendría miedo. Él iba a destruir a Aesonia, por todas las víctimas que se había cobrado a lo largo de aquellos años, por los tratantes árticos, por Ruthelo, por Thais. Por Silvanos, que se había pasado un cuarto de siglo sepultado en las tinieblas.

Petroz dio las órdenes y Odeinath miró hacia Rafael por encima del príncipe, en busca de la confirmación. Rafael asintió con un gesto. Lamentaba que Odeinath estuviera allí, lo sentía más que si tuviera que presenciar la venganza de Aesonia. Pero ya era tarde para las lamentaciones.

La puerta estaba ya cediendo por los golpes y Rafael pudo oír cómo llegaban más tropas para cortarles el camino.

—¡Marchaos! —dijo Petroz imperiosamente, y él y Rafael dirigieron una acometida hacia el este, o lo que Rafael esperaba que fuera el este, lejos de las armas, hacia donde estaban los legionarios y los tribunos. Algunos empleaban ahora aquellas espadas de madera; ninguno tenía arcos y por eso murieron cuando la línea salassana cargó contra ellos. Luego llegó más griterío desde detrás, cuando un grupo de legionarios que estaba emboscado surgió en el medio de la columna atacante y Rafael se topó con la mirada de Odeinath a través de la refriega.

Poco a poco, simulando no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, permitieron que los legionarios los fueran dividiendo en dos grupos, uno pequeño y otro más grande. Y poco a poco, el grupo mayor fue retirándose, mientras Rafael y Petroz se quedaban en el más pequeño.

—¡A las escaleras! —gritó Rafael bruscamente, mientras sentía que la atmósfera se iba haciendo más y más sofocante. Había un tramo de escaleras que conducía arriba. Entonces los soldados más próximos avanzaron, haciendo retroceder a los tribunos lo suficiente para facilitarles el acceso hasta las escaleras.

Subieron corriendo y salieron al Patio de la Fuente, iluminado por la luna, y al aire puro, por fin. Rafael bendijo su suerte y corrió como si estuviera desesperado hacia el Salón. Estaba oscuro, pero los postigos y las ventanas que daban al Patio de la Fuente estaban abiertos.

—¡Atrapadlos! —gritó alguien, y un gran contingente de tribunos que estaba entrando por la Gran Puerta desvió su curso y se lanzó a cercarlos. Rafael y los demás tenían que llegar hasta el salón. A Rafael le falló una pierna y Petroz se detuvo y tiró de él para ponerle en pie mientras los soldados formaban un cordón tras él.

—¡La logia! —exclamó Petroz lo suficientemente fuerte para que le oyeran—. Desde allí podemos llegar al mar.

Aesonia atacó cuando se encontraban a medio camino, cruzando el suelo pulido del salón. El aire a su alrededor se espesó, con la humedad propia de una tormenta que se avecina, y luego se paró en seco.

Rafael se sintió como si estuviera cubierto de cemento, incapaz de mover la espada o los miembros y, en aquel momento, los tribunos se abalanzaron sobre ellos y les quitaron las armas.

—¡Rafael, huye! —gritó Petroz, cuando ya estaban desarmados. La magia se desvaneció y Rafael se desplomó hacia adelante, golpeando a dos tribunos y haciéndoles perder el equilibrio. Pero había dos más detrás de ellos que le cogieron y le inmovilizaron contra el suelo de madera. Rafael pudo ver, a través de las ventanas abiertas que daban al mar y por las que se filtraba la luz de la luna, la logia exterior donde él y Thais tuvieron la oportunidad de estar un rato juntos antes de que él se marchara a Aruwe. Hacía toda una vida de eso. Y más allá estaba la Estrella y la esperanza de la libertad.

Iba a resistir, no importaba lo que ella le hiciera.

* * *

—Mi hermano y un traidor —dijo Aesonia, entrando por una puerta en el otro extremo. Había tribunos y legionarios por todas partes. Incluso si fracasaban, incluso si Valentino frenaba la venganza de Aesonia, ellos habían movilizado a una parte enorme de la guarnición para que se ocupara de muy poca gente.

El tribuno tiró de Rafael hasta ponerlo de rodillas para que mirara a Aesonia, y él le dirigió una mirada tan orgullosa y desafiante como fue capaz. Lo cual era un signo de gran coraje cuando todo parecía estar dicho y hecho.

Los magos mentales y las acolitas que seguían a Aesonia allá donde fuera salieron en tropel desde detrás. Allí estaba Hesphaere... ¿dónde se había metido todo aquel tiempo?

—Descubre lo que iban a hacer —le ordenó Aesonia a la maga mental—. Y cuántos más hay. Rafael primero. Después de todo, debo mostrar respeto por mi querido hermano.

—Como el que mostraste por tu hermana —dijo Petroz.

—¡Cállate! —le espetó Aesonia.

Rafael se concentró en esconder, esconder, bloquearlos, impedirles que averiguaran quién era. Aesonia no debía descubrir quién era Rafael, ella no debía, pensar sólo en lo que ella le haría a él...

—Majestad —dijo el mago mental, con un grito ahogado. Rafael rogó a Thetis que no hubiera descubierto el auténtico plan. Una sola mención al parentesco de Rafael bastaría.

—¿Qué?

—Quién es —dijo el mago—. Está intentando ocultarlo, pero no puede. Es un Azrian.

Aesonia se quedó petrificada y observó a Rafael, al principio con escepticismo, después con asombro y, finalmente, con una alegría radiante.

—¡Oh, Thetis, gracias! —gritó Aesonia—.Te doy las gracias.

Rafael dejó ver un estremecimiento de temor, como si su secreto hubiera sido descubierto, aunque los magos mentales estaban sondeando de nuevo. El bastón de Petroz estaba en el suelo. Era extraño que no hubiera necesitado usarlo.

—Majestad, él es...

—¡Silencio! —dijo Aesonia, con su voz reverberando en todo el salón. El salón donde Ruthelo Azrian y la hermana de Aesonia, Claudia, contrajeron matrimonio hacía muchos años.

—¡Atadlo! —dijo Aesonia, con una voz de hielo—. Apartad a los demás. Traed a Iolani aquí. Quiero que vea esto. ¡Tan rápido como podáis!

Los tribunos apartaron a Petroz y a los demás soldados salassanos y se movieron para hacer un cordón alrededor de Rafael. El que había estado sujetando a Rafael, le ató de manos y pies y le puso de rodillas, de cara a Aesonia.

La calma había vuelto y Rafael estaba agradecido por ello. No estaba siendo tan malo como supuso. Lo que ella le haría si conseguía vencer sería, indudablemente, mucho peor, pero no lo conseguiría.

—Nunca te he doblegado la mente —dijo Aesonia—. ¿Tienes idea de las ganas que tenía?

—¿Qué le hiciste a Claudia? —le preguntó Rafael, dándose cuenta del nuevo papel que iba a tener que asumir. ¿Qué sentido tenía su orgullo, cuando Aesonia ni siquiera le estaba viendo a él? El hombre al que veía atado e impotente ante ella era el abuelo de Rafael, Ruthelo Azrian. Rafael nunca pensó que ella llegaría tan lejos, que sus ansias de venganza estuvieran tan profundamente arraigadas.

—Quieres saberlo, ¿verdad?

Rafael asintió con un gesto.

—¿Lo digo?

—¡Por favor! —dijo Rafael.

—Por ahora ya es suficiente. La capturé a ella y a los niños, después de Faraón, después de tu muerte.

«Después de tu muerte.» Los demás la miraron horrorizados, estupefactos.

—Ella creía que la perdonaría. Creía que podría librarse de su castigo. Yo quería hacer de ella una hechicera, pero no tenía tiempo y Rainardo no me lo habría consentido. Así que los embarqué, a ella y a los niños, con los otros prisioneros rumbo al norte, a las minas, para que se quedaran allí el resto de sus vidas pagando por lo que habíais hecho. Por lo que ella había hecho.

—¡Ella no hizo nada!

—¡Ella traicionó a su Orden, traicionó a su país y me traicionó a mí! ¡Ella hizo el juramento a Thetis y lo abandonó por ti!

El rostro de Aesonia mostraba una expresión triunfal.

Su propia hermana, enviada a la muerte en el norte porque había renunciado a sus votos por amor.

—¡Tú no habrías sido nada sin ella! —bramó Aesonia—. ¡Pero con ella, en tu orgullo y atrevimiento, te alzaste y osaste deponer a la emperatriz ungida de Thetis!

Rafael vio a otras personas en la parte norte del salón: sirvientes ulithi, oficiales navales, algunos de los hombres de Silvanos, todos congregándose allí, embelesados. Arriba, las luces titilaron, arrojando un destello dorado que, poco a poco, creció hasta ahogar la luz plateada de la luna. Los representantes de los clanes prisioneros fueron llevados hasta allí y puestos junto a los prisioneros.

Y entonces, Rafael vio la oportunidad de transformar la locura de la emperatriz en algo más que en su derrota, en la reparación de algo que ella había roto para siempre.

—¡Yo destroné a una tirana! —dijo Rafael, mientras veía los rostros a su alrededor dirigirse hacia él; los tribunos estaban perplejos, los demás confundidos—.Yo construí algo mejor, y tú nunca le diste una oportunidad.

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