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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (58 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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»Tres meses más tarde. Jorge de Belloc dio la orden. El módulo de mando se levantó en el aire, majestuosamente, y se alzó hacia el firmamento. Una a una, las restantes secciones fueron despegando de sus bases y uniéndose a la primera, para reconstruir de nuevo lo que había sido en otro tiempo la nave «Athelstane». Después, con toda la gloria de su grandeza, la nave se perdió en el azul del cielo.

»Supongo que sigue allí, porque a pesar de la promesa de Jorge de Belloc, no han regresado… No creo que hayan regresado a la tierra original, ni que hayan muerto. Lo más probable es que, a pesar de sus intenciones de evadir las consecuencias del condicionamiento estelar, éste haya actuado arriba… haciéndoles olvidarse de nosotros.

»Permanezco aún solo y diez años más han transcurrido desde que la nave volvió a elevarse a los espacios. Mi muerte está ya muy próxima, a pesar de que las excepcionales condiciones de esta tierra me han permitido alcanzar una longevidad casi increíble. Sé que no se estableció ninguna comunicación con nuestro planeta de origen, y que las instrucciones reservadas del general contenían como posibilidad la de que se perdiera la nave entera, cuerpos y bienes… Quizá lo crean así.

»Salgo con frecuencia, y a veces veo cazadores vestidos con trajes de ante, o con tejidos burdos, armados de escopetas de pólvora. No quieren saber nada de armas eléctricas, y todo el instrumental de ese tipo se pudre bajo la lluvia y el rocío. Han creado una especie de teoría o idea, nueva, llamada el wu-wei, que nunca he logrado entender bien. También es cierto que no se han molestado en explicármelo…

»Mi convenio con Jorge de Belloc establecía que sólo él o sus descendientes entrarían en esta cripta. No fue difícil preparar un control de sangre para que la puerta se abriese solamente cuando fuera un auténtico Belloc el que quisiera entrar… El vehículo, la hornacina con el complejo para toma de sangre… y por último, esta grabación, que acabo de hacer, sintiendo ya en mi débil cuerpo el frío de la muerte próxima.

»A tu derecha, descendiente del tercer oficial de la nave terrestre "Athelstane", hay un pupitre de mando. He consignado letreros que aclaran suficientemente las diversas resoluciones que es posible tomar. La primera sección del pupitre corresponde a una planta automática de fabricación del estimulante; opérala, si es ese tu deseo, y suminístralo a los hombres… No sé si lo que produzcas en ellos, privados del influjo de este mundo al que tanto amo, será bueno o malo… decídelo tú. La segunda sección contiene un duplicado de los mandos de la nave; acciona la palanca central, si crees que es mejor decisión, y la nave se descompondrá en sus secciones y bajará para posarse en las columnas de aterrizaje… ¿Será bueno que los hombres de la nave se mezclen con los de esta tierra? No lo sé tampoco. En tus manos está el decidirlo… Y por último, la tercera sección es una radio subetérica… ¿Quieres, acaso, comunicarte con la lejanísima tierra? Hazlo así, si estimas que es lo mejor…

»O no hagas nada, si es ese tu gusto. Dejo en tus manos las responsabilidades que he guardado durante tanto tiempo… La pila atómica que alimenta esos ingenios, y gracias a la cual escuchas esta grabación, permanecerá en acción durante unos cientos de años… Nadie ha sabido decirme exactamente cuántos. Ni creo que importe mucho…

»Sólo recordaré, para terminar, la última frase que le oí a Jorge de Belloc, antes de que partiera con la nave. Después de oírla, mi alma se ha sentido más tranquila, y he seguido colocando flores diariamente, con más fortaleza de espíritu en la tumba del general Von Graffenfried. Porque Jorge de Belloc fue el único que vio en mi mano la llave de las habitaciones del general, y no dijo de ello una sola palabra… Pero en sus ojos, cuando se despidió de mí, se leía la comprensión, el perdón, y hasta diría yo que el agradecimiento… Sólo él sabía que yo era demasiado viejo, y que ocupaba un puesto de tan poca importancia, que no había valido la pena gastar en mí las ingentes sumas que costaba el condicionamiento estelar. Sus palabras, muy simples, pero que han sido un recuerdo continuo para mí, fueron solamente estas:

»Adiós, Otto. No pienses más en ello… y gracias; desde el fondo de mi corazón, gracias por todo.»

La pantalla se extinguió, bruscamente, borrándose de forma total la faz torturada del anciano. Hubo una brusca, caída de tensión en los brazos de Sergio, que se encontró con las manos asidas como cepos de acero a los brazos del sillón. Sobre todo, durante la última parte de la historia, una potente angustia había ido apoderándose poco a poco de su corazón; durante algunos pasajes, le había parecido que iba a perder el conocimiento, y en dos ocasiones estuvo a punto de levantarse y huir de allí… El condicionamiento estelar operaba en él con muy escasa fuerza, o su estancia en la tierra le había dado una fortaleza inesperada, porque aguantó. Un par de miradas a su primo le convencieron de que, desde el principio de la narración, estaba en un estado de catatonía completa, total y absolutamente inconsciente… Sentía como un helado rocío correr por su rostro, y cuando trató de secárselo con el dorso de las manos, vio con sorpresa, que estaban rojas de sangre… No era sudor frío; era como un leve lagrimear de sangre en la piel, como consecuencia de la tenaz porfía por no huir ni perder el sentido ante las palabras del anciano…

La fuerza estaba de nuevo aquí, avasalladora, imposible de dominar. Notaba otra vez en las palmas de las manos la misma energía sin nombre que le permitiese dulcificar los últimos momentos de la vida de Amílcar Stone, y en su mente, que la última comprensión, el último paso… estaban próximos. Edy, Edy. Imágenes de la joven, mezcladas con las arboledas de la tierra, los ríos de aguas azules, las palabras del anciano Otto, daban vueltas en su cerebro.

Se levantó, tambaleándose, y se aproximó al pupitre de mando. En su rostro había una triste y decidida sonrisa. Examinó atentamente las posibilidades que el anciano había explicado, mientras continuaba sonriendo… ¡Pobre Otto! ¡Pobre e ingenuo Otto! En su simplicidad, no había pensado que existía una cuarta posibilidad… la más sencilla.

—Y la que tiene un mejor wu-wei —dijo automáticamente. Y su voz resonó con lóbregos ecos en las paredes de la cripta.

Abrió uno de los costados del pupitre, hasta encontrar lo que buscaba… Después, permaneció unos segundos pensando intensamente. Por fin la sonrisa se hizo más abierta, y sus manos se movieron hábilmente buscando un mando que era muy sencillo, y que necesariamente debía encontrarse allí. No le costó mucho hallarlo; era un simple interruptor, con un marcador de tiempos al lado. Puso este último en la fase más lenta, y conectó el interruptor. Hubo una ligera vibración en las luces, que se extinguieron durante un segundo, brillaron con fuerza y volvieron a lucir nuevamente con el mismo fulgor moribundo.

Alberto continuaba en el mismo estado, con los ojos muy abiertos; pálido, la frente cubierta de un sudor viscoso; los miembros completamente endurecidos. Fue en vano que Sergio intentase levantarle para cargárselo al hombro y sacarlo de allí… el cuerpo del noble parecía una sólida masa de músculos anudados entre sí.

Sergio lo contempló con compasión cada vez más intensa. Sin duda, cuando su padre, el asesinado Presidente Carlos, bajó a la cripta al llegar su jubileo, habría sucedido algo igual. Creía recordar que después de que su padre entró en la cripta, ésta había permanecido dos días cerrada, hasta que, desencajado y macilento, el Presidente había vuelto a salir. Sin duda la propia naturaleza acababa venciendo el colapso impuesto por el condicionamiento estelar; pero eso no era inmediato.

Lentamente, tratando de concentrarse y de sentir por su exánime primo el mismo amor que sentía por el mundo que le rodeaba, Sergio alzó las manos y las colocó con suavidad sobre la frente del durmiente. La notó viscosa y helada, como la de un muerto reciente. Sintió también el espeso bloque mental que había inhabilitado temporalmente a Alberto, y luchó contra él… Pensó intensamente en ello, en el futuro de este mundo, en lo que les esperaba a todos. Percibió, naciendo del fondo de su ser, un penetrante, avasallador deseo de liberar aquella mente esclava… de tomar sobre sí el sufrimiento que fuera preciso, con tal de que Alberto volviera a la vida. Captó los pensamientos del noble, su creencia en la Ciudad, su deseo íntimo de ser Presidente, su satisfacción por serlo ahora, y continuó la lucha. Algo como un chispazo al rojo blanco le atravesó el cerebro; se retorció de dolor, pero continuó lanzando oleadas de energía sobre esa pobre mente que estaba en sus manos… «Por todos —pensó—, por mí mismo, por ti, Alberto, tomaré tu dolor…» Un último y virulento espasmo le causó náuseas; sintió un mareo, y sus manos se separaron de la frente del enfermo…

Alberto se puso en pie, con el rostro blanco, los labios como dos finas líneas sin sangre…

—Lo ves… —dijo, con voz muy débil—. Tu padre tenía razón. Sólo viejas banderas desgarradas… ¿Nos vamos?

Amanecía mientras Sergio caminaba a través de las grandes arboledas. Sentía dentro de sí cómo la fuerza avasalladora que le ayudó a curar a su primo no había desaparecido, sino que era en este momento, más potente que nunca, esperando un solo paso más para desatarse del todo.

Llevaba en las manos un rifle de cañón esmaltado en negro y oro, con hermosa llave de pistón, cincelada en acero, y la culata de nogal tallado y pulido. Sólo había solicitado tres cosas de Alberto; una era ésta, que le había sido traída, inmediatamente, del museo presidencial. Las otras dos eran que no hubiese más jubileos, y que se permitiese bajar a la tierra a aquellos que lo deseasen de buena fe. Todo había sido concedido apresuradamente, como si existiese cierta prisa por perderle de vista. Una nave le había bajado hasta la tierra, y después había regresado, apresuradamente, a la meseta del palacio presidencial. Sólo unas pocas figuras habían contemplado su marcha, apiñadas como un grupito de hormigas, en la puerta de palacio.

Después había caminado por el valle, respirando a pleno pulmón el sabroso aire de la tierra, y pensando intensamente en Edy… recordando los campos que rodeaban la casa, los alegres ojos grises, el cuerpo de mujer que por primera vez había tenido en sus brazos… Borró, automáticamente, el recuerdo desagradable de aquella máquina llamada Ana Arnold, y la visión momentánea del conde Ratkoff, tendido en el suelo, con el pecho destrozado. El olvido era bueno a veces…

De los árboles emanaba un intenso aroma a corteza fresca, a hojas en crecimiento, a savia que volvía de nuevo a circular. Algo como un olor distinto se infiltró en su olfato; era el olor de madera de encina, quemándose lentamente, y le acompañaba el aroma del café recién hecho…

Allí, apoyada en un tronco tan viejo como el mundo mismo, había una figura vestida de ante, teniendo al lado un rifle de plateado cañón y culata de hermosa madera roja.

—Has vuelto —dijo el Vikingo, y le tendió la mano. Al sentir en la suya la mano de su amigo, una fuerza se desató en el interior de Sergio. Le pareció que algo de lo cual él era solamente una parte muy pequeña arrastraba en un turbión de energía desencadenada el planeta entero con toda su carga de seres humanos, vegetales, minas, oquedades escondidas en las profundidades que nadie había visto, volcanes rugientes, lluvias, ríos alborotados, tempestades, vientos… No; el wu-wei no era solamente, la comprensión del otro hombre como hombre, y no como entidad enemiga; el wu-wei no era solamente la comprensión del mundo, y la intención de no dañarlo… Era algo más; una síntesis de ambas cosas; algo tan profundo e intenso que se sentía en lo más interno del alma… Era el comprender el espíritu complejo y vivo del planeta en que habitaban; el colaborar con él, el ayudarlo, el ser uno más con todo lo creado… Era la última comprensión de cada acto humano, hasta el punto de existir una percepción inmediata y exacta de lo que cada pequeño movimiento tenía, y si ello iba a ser perjudicial o beneficioso (mal o buen wu-wei) para el mantenimiento de las relaciones mutuas entre la tierra y los hombres que la habitaban… Ni los hombres debían cambiar la tierra, ni ésta debía cambiarlos a ellos. Pero no eran cosas distintas, sino un todo único que avanzaba en la eternidad hacia un destino perdido en los más lejanos remansos del tiempo… El tener dentro esa sensación de conocimiento inmediato era la suprema felicidad, pero también la responsabilidad más extrema. Todos, en la tierra, tenían un cierto sentido wu-wei de la vida, pero sólo un Profe wu-wei sabía lo que había que hacer en cada momento, qué decisión era acertada o no, y cuándo convenía tomarla. Quizás al principio le había confundido la palabra, porque un Profe wu-wei no era alguien que obrase conforme a normas establecidas y las enseñase… No era un Profesor wu-wei…

—¿No? —dijo el Vikingo, muy suavemente, sin soltarle la mano…

No. No estaba orientado hacia el pasado, hacia el aprendizaje de algo que luego se enseña. Era hacia el futuro… algo que se tenía dentro o no se tenía. Una hoja de árbol caída al suelo por la acción del hombre… pequeño mal wu-wei… Una nave como la «Athelstane»… pésimo wu-wei para el mundo, si las cosas se desarrollaban tal como los tripulantes de la nave hubieran querido… El ser Profe wu-wei era una fuerza individual, como pequeños grumos de levadura que en el conjunto de la vida terrestre, tal como era ahora, lo mantenían todo invariable, sin que una y otra fuerza, los hombres y la tierra, se dañasen entre sí… No. Un profe wu-wei, por ello, era, verdaderamente, un profeta wu-wei…

—La no acción —susurró Sergio—. La no acción entre ambos… Y el saberlo de antemano… Yo, yo… creo que sabía… ahora sé… sé que lo que he hecho es lo mejor…

Y ello estaba unido a una cierta fuerza mental, producida quizá por la serenidad de espíritu o por el mismo conocimiento de su misión. Un Profe wu-wei no podía ser orgulloso ni despreciar a nadie, por propia naturaleza… era un ser aparte; pero también era uno más. Como el Vikingo… como el ciego violinista…

El sol brillaba ya acogedoramente sobre aquel mundo inmenso, sobre aquella tierra fértil y eterna, dispuesta a llevarles a todos en su carrera hacia el infinito…

La mano del Vikingo continuaba en la suya, y en sus ojos había una profunda luz de comprensión.

—Bienvenido, hermano —dijo—. Bienvenido a nosotros. Profe wu-wei…

A lo lejos, tras ellos, la Ciudad se replegó sobre sí misma y se alzó nuevamente en el espacio, mientras en el fondo de la cripta, la pila atómica, cortocircuitada por Sergio, gastaba rápidamente su energía, haciendo imposible en el futuro tomar ninguna decisión.

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