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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Y pese a todo... (11 page)

BOOK: Y pese a todo...
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A él no le extrañaba nada lo que había pasado. Siempre fue pesimista respecto a la humanidad y por eso su máxima en la vida era actuar como le venía en gana. Su profesora de filosofía en secundaria, la señorita Aplelton, le preguntó durante una clase su opinión sobre el ser humano. Si era bueno o malo por naturaleza. Él dijo que el individuo era peor que el mismísimo demonio, egoísta, envidioso, rencoroso, vanidoso; y que la masa, la sociedad, simplemente era un animal estúpido y miedoso. Ella le miró sorprendida y, comedidamente, pasó la palabra a otro alumno. La señorita Aplelton pensó ―como le dijo después a solas― que estaba influido por lo sucedido con su padre.

Su opinión respecto a la humanidad no había hecho más que empeorar. Ahora también podría tacharles de suicidas impotentes. A la raza humana le sucedía lo mismo que a un maltratador: o eres mía o no eres de nadie.

Patrick había avanzado un poco por el pasillo, hasta el mostrador principal. Vio a uno de aquellos albinos reptando sobre la nieve delante de la puerta del Acadia, de esa manera tan extraña y complicada para un cuerpo humano. Aquel albino lo miró, pero no tenía intención de entrar; se perdió por entre los árboles esqueléticos del aparcamiento.

Aquello no le gustó.

Aunque quisiera, no podría huir, no con tantos acechándole.

Se sintió de nuevo como una presa y eso le cabreó. No le gustaba desempeñar ese papel, así que tomó una decisión. Si iba a morir, se llevaría a alguno por delante. Lo que más le preocupaba era el perro. No quería que
Doggy
sufriera ningún daño, pero estaba seguro de que, aunque lo sacase a la puerta y lo mandase a casa ―y suponiendo que esa criatura no le atacase―, el perro no obedecería. Permanecería con él hasta las últimas.

―Buen perro ―le dijo acariciándole levemente entre las orejas.

Doggy le lamió los dedos y caminó pegado a su pierna. En silencio.

Llegó hasta la escalera, que en dos tramos cortos subía a la segunda planta. Ya no se escuchaban rumores, sólo el estrépito del viento entrando por la ventana con cristales desdentados del pasillo de aquella planta. Apuntó el arma, con la vista fija en la mirilla, en el cañón y en lo que tenía delante. Un póster sobre vacunación se despegó de la pared, salió volando, empujado por una ráfaga de aire, pasó por delante de él y se fue a estampar contra la pared de fondo. Al poco aleteó y se quedó quieto, pegado al suelo.

El pasillo estaba desierto, aunque muchas de las habitaciones permanecían abiertas o con las puertas un poco entornadas y en completo silencio. Algunas eran acolchadas; otras, simples despachos médicos o salas de terapia no muy grandes. Se asomó por una de las ventanas del pasillo y a través de la nevada divisó el patio trasero. Allí estaban las perreras. El Acadia también había sido conocido en su día por usar perros en las terapias con sus enfermos. Él sabía bien cómo podía un perro apaciguar el carácter de alguien o conservar su cordura. Si no fuese por
Doggy,
habría enloquecido mucho tiempo atrás.

Todo permanecía en silencio. Un silencio tan antinatural que estaba a punto de perder los nervios y ponerse a disparar hacia todos lados.

La sensación de estar siendo observado no cesó en ningún momento. Era como si aquellas cosas estuvieran justo delante de él, relamiéndose, tocando con su lengua sus puntiagudos dientes, uno por uno, y salivando hasta empalagar sus pútridas bocas.

Y él no las podía ver.

Doggy gruñó de nuevo. Una de esas cosas se dirigía hacia él a toda prisa; aquella sensación iba más allá del mero presentimiento: la percibía en sus carnes y en la alarma de su cerebro. Miró hacia la pared verde que se encontraba frente a las puertas de las habitaciones y, cuando una de aquellas criaturas pasó por delante de un póster blanco con grandes letras rojas adherido a la pintura, se percató de todo.

Hacían trampa.

Disparó y de la pared comenzó a brotar a borbotones un chorro de sangre oscura, casi negra. Uno de aquellos seres cayó al suelo. Quedó allí tendido. Se agarraba el bajo vientre, aunque no emitía ningún sonido. No parecía sentir dolor.

El color de aquel ser era verde.

―¡Los hijos de puta cambian de color! ―gritó Patrick eufórico.

No tuvo tiempo de rematar a aquella criatura. Otra se descolgó del techo justo delante de él. Abrió la boca, emitiendo un gritito agudo, y Patrick pudo sentir su aliento, tan fétido que parecía provenir de las vísceras de un cadáver expuestas al sol.

Aquel ser, aquel no muerto camaleónico, le golpeó con los puños cerrados en el pecho, y Patrick voló de nuevo hacia atrás, se dio un golpe en la espalda y se escurrió por el linóleo. También le había arañado con alguna pequeña zarpa porque notó el escozor y la sangre brotar y empapar su camisa. Comenzó a toser antes de incorporarse; el dolor llegó en pequeñas ramificaciones hasta confluir en un mismo punto. La espalda le crujió como una rama seca. La escopeta había caído junto a él.
Doggy
ladraba hacia el techo, pero Patrick no veía nada. Se arrastró hasta el arma. Los dedos le temblaban fruto de una repentina artrosis, el corazón le latía desbocado y tenía los oídos taponados.

Disparó en la dirección en que ladraba el perro.

Una nube de polvo blanco inundó el pasillo. Aquella criatura aulló, pero Patrick supo que había errado. Aun así, el polvo había bañado la superficie verde de aquel tipo albino y ahora era visible. El ser estaba totalmente consternado, incapaz de asimilar más de un color con su camaleónica piel muerta. Patrick cargó el arma, nervioso, temiendo no ser lo suficientemente rápido o que algún cartucho se le cayese al suelo, lo que supondría su perdición.

Su atacante cayó sobre él, y sintió un enorme dolor en su estómago y en sus rodillas al recibir el peso. Pero ya había apretado el gatillo, y el engendro había volado hacia atrás con un enorme agujero en el pecho, envuelto en alaridos de rabia.

Cuando Patrick se incorporó, el perro mordía la cabeza de aquella cosa que antaño había sido un hombre y la zarandeaba. La otra criatura, a la que había disparado primero, intentaba levantarse. El color de su piel cambiaba constantemente, adquiriendo todos los tonos del arco iris. Los colores eran tan vistosos como los de una viuda negra o una cobra, y la criatura, igual de mortal que ellas, se miraba consternada la piel.

En un momento dado, comenzó a caminar hacia un incrédulo Patrick. Las entrañas le caían a cada paso, conformando charcos infectos. Armó el brazo, observó su bíceps hiperdesarrollado y se inclinó para atacar, pero Patrick le voló la cabeza de un disparo. No le había temblado el pulso en esta ocasión. El albino cayó al suelo, ahora definitivamente muerto.

Sthendall volvió a cargar el arma. No le quedaban muchos cartuchos, y en seguida se arrepintió de no haber traído más.

Doggy acabó con el otro; la cabeza, después de su ataque, se había convertido en una amalgama de sesos, sangre y piel.

Del patio trasero le llegó un grito entrecortado, y de la calle, otro. Asomó la cabeza por las ventanas pero no vio nada. Sólo el camino empedrado y estrecho que recorría el patio de una punta a otra, desde la zona de consultas hasta los dormitorios comunes.

Se desabrochó un poco el anorak y la camisa. La herida era superficial aunque dolorosa. Decidió que podría intentar salir del centro. Si era lo suficientemente rápido, llegaría a su propiedad, donde guardaba el armamento necesario para recibir gustosamente la visita de aquellos engendros putrefactos. Ahora sólo quedaban dos.

En una de las habitaciones encontró un maniquí de tamaño natural. Le sorprendió, aunque luego recordó que en algunas terapias los internos abrazaban a los maniquís e incluso charlaban con ellos ―o les pegaban―; se trataba de conseguir que canalizaran su violencia en determinadas ocasiones o se socializaran sin peligro de que le saltasen un ojo a alguien.

Cogió el maniquí, que estaba vestido con un jersey de lana con rombitos de colores y unos pantalones de pana marrones, y lo bajó a la primera planta. Había tenido una idea.

Sabía que una de aquellas criaturas le esperaba fuera y que la otra podría entrar en cualquier momento desde el patio interior para obligarle a salir o simplemente matarle allí adentro.

Él saldría: nunca le había gustado hacer esperar. Sentó al maniquí en una silla de ruedas de las que estaban en el recibidor reservadas para los nuevos inquilinos y embadurnó al muñeco con la sangre que manchaba sus manos y parte de su ropa. Aquello les entretendría durante unos segundos, al menos si no eran tan inteligentes como él creía.

Entró en una de las oficinas de la planta inferior, una de las que hacía esquina y cuyo mobiliario sólo consistía en mesas, sillas y archivadores. Como él suponía, había ventanas que daban a dos lados diferentes del edificio. Un par de ellas orientadas hacia el norte, y otro par, hacia el este. Comprobó primero que las ventanas no tuvieran barrotes y sopesó la altura: un par de metros de caída. Retrocedió y miró al perro.

―¿Preparado,
Lassie?

Doggy
giró su cabeza hacia un lado y luego hacia el otro. Tenía su atención―. Bien.

Empujó con todas sus fuerzas la silla de ruedas, que chocó contra el marco de la ventana, y el maniquí, de unos sesenta kilos, rompió el cristal y salió despedido por el hueco.

No esperó para ver si su plan daba resultado y aquellas cosas atacaban al maniquí, sino que cogió carrerilla y saltó por una de las ventanas que daban al este. Llevaba la escopeta por delante, y gracias a eso y al anorak, cuando cayó al suelo no se hizo mas que unos cortes superficiales en las manos y en la cara. El perro se detuvo brevemente en el alféizar, pero después saltó a la nieve, que amortiguó su caída.

La nevada no parecía querer remitir. Ambos echaron a correr envueltos en ella. Cuando dejó la calle Stillwater y alcanzó la calle Finbon, supo que ya le seguían. No quería mirar atrás porque eso le haría ralentizar el paso y tal vez incluso tropezar, pero al comprobar que el perro no estaba a su lado se detuvo en seco.

Doggy y una de aquellas cosas estaban enzarzados en una pelea. El perro le mordía cerca del pie derecho, por encima del tobillo. El albino, en posición de reptar, intentaba alejarle sacudiendo una y otra vez su pierna como si se tratase del anca de una rana gigantesca y lanzándole manotazos infructuosos, pero
Doggy
ya había hecho presa. Patrick corrió hacia atrás; podría haber disparado desde aquella distancia, pero no se podía permitir fallar porque sólo contaba con un par de balas más.

Otro de aquellos albinos apareció detrás del perro. Patrick no lo había visto, y jamás lo habría hecho porque su piel había adquirido el mismo tono que la nieve; si en ese momento resultaba visible era porque su contorno se dibujaba contra el edificio de ladrillo visto que tenían detrás. Aquella cosa golpeó con las dos manos unidas al perro, en la cabeza.
Doggy
soltó el bocado y comenzó a gemir de dolor. El otro albino lo golpeó con la pierna herida en el costado, arrojándolo un metro hacia la pared.

Patrick disparó y al albino que estaba de pie, ayudando al otro, le desapareció media parte inferior de la cabeza y del cuello. Cayó a un lado emitiendo un extraño gorgoteo con su garganta y mirándole con unos vidriosos ojos negros; unos ojos que, aunque humanos, jamás habría dicho que pertenecían a una persona viva.

No hubo tregua. El albino herido se lanzó a por él a una velocidad endiablada y en total silencio. Patrick volvió a correr, no sin antes echar una mirada a
Doggy
. El perro se había levantado, y eso le bastó. Volvería a por él.

Su dueño callejeó sintiéndose perseguido muy de cerca. Llegó a su barrio sin resuello porque en ocasiones se hundía casi hasta por encima de los tobillos; había intentado cargar el arma durante la carrera, pero lo único que había conseguido era perder un cartucho. Sólo le quedaba una oportunidad. Cuando llegó a su casa y vio a Peter embarrado en la zanja y a la niña en el porche con un par de muñecas y señalándole pensó que su antiguo amigo le ayudaría, o peor, que le verían morir.

No vio la piedra que sobresalía. En su desesperación, había abandonado la nieve de la carretera y corría por la cuneta de su fachada. Había estado a punto de tocar su puerta, pero con el tropiezo cayó al suelo y en esta ocasión el arma sí salió volando, demasiado lejos.

Sintió el peso de aquella criatura en su espalda y sus afiladas uñas como garras penetrar en sus costillas y retorcerse.

Gritó.

18

Peter estaba petrificado. Había visto a Patrick caer y a aquel tipo enorme, albino, lanzarse encima de él. Oyó a su vecino gritar, a su hija gritar, pero él permaneció quieto, con los ojos abiertos desmesuradamente y sin moverse de la zanja. La nieve, inmisericorde, no quería quedar relegada a un papel secundario y bañaba todo Bangor con persistencia.

«Han llegado aquí ―pensó―. Esa cosa no es humana, por mucho que lo parezca. Dios mío.»

Patrick lanzó otro grito: aquel ser le estaba golpeando una y otra vez en las costillas. Apenas podía distinguir los contornos de aquella cosa porque eran tan blancos como la misma nieve que caía.

―¡Papá! ―le gritó Ketty―. ¡Haz algo, papi!

Miró a su pequeña hija, que estaba horrorizada; lloraba, con las manos crispadas en la cara y con su ligero pijama abrigándole.

Él debía hacer algo, tenía que salvar a Patrick. Era su deber como ser humano.

Miró la escopeta que descansaba a su lado. Podía cogerla, podía apuntar a aquella cosa; estaban cerca, sin duda no fallaría aunque la nevada perturbase algo su visión. Podía disparar y volarle la cabeza.

Podía hacer mucho por Patrick, pero no hizo nada.

Agarró el arma, pero más para protegerse a sí mismo y a la niña que para salvar a Sthendall.

Peter tembló presa del miedo y se acercó al muro que lo separaba de la trifulca; se parapetó en él y cerró los ojos con todas sus fuerzas, como si así pudiera borrar fulminantemente aquella horrible escena. La nieve le caía en la cabeza, en las manos, y sentía su frío en el cogote.

Sentía también el sufrimiento, el dolor de Patrick, una especie de remordimiento traicionero que le embargaba el alma por momentos, y, aun así, no fue capaz de salir de su escondite.

Aquel ser golpeó a Sthendall con saña. Estiró el brazo de su antiguo amigo hacia atrás y le mordió en el antebrazo, llevándose un trozo. Patrick gritó de dolor, como gritaron las personas en el bosque aquella noche oscura en que murió Helen.

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