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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Y pese a todo... (10 page)

BOOK: Y pese a todo...
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―No veo nada ―dijo Peter al cabo de un rato.

Los de delante también se habían percatado de que los autobuses delanteros estaban vacíos y el rumor fue extendiéndose hacia atrás provocando más revuelo.

―Dicen que delante de nosotros se ven tres autobuses y que no hay nadie dentro de ellos ―les dijo la señora Hubbard con los ojos muy abiertos y asintiendo con nerviosismo.

Uno de los dos militares, el cabo que permanecía vigilando la puerta delantera del autobús, se acercó al pelirrojo, que estaba en el centro. Probablemente para decirle que era raro que no hubieran vuelto sus compañeros y el ayudante del sheriff. Abandonar su puesto fue un error. Las personas que estaban en la parte delantera vieron la puerta despejada de obstáculos y salieron apresuradamente a campo abierto.

―¡Eh, eh! ―gritó el cabo cuando los vio―. ¡No salgan, no salgan!

A empujones y culetazos se dirigió hacia la puerta, pero ya era demasiado tarde y de nada servían sus amenazas. Todo el mundo estaba saliendo atropelladamente, y la noche fría les recibía como a hijos pródigos.

Peter y su familia fueron de los últimos en salir, acompañados por Larry y David.

Algunos habían ido voluntariamente con uno de los militares a inspeccionar los autobuses de delante y a averiguar qué había pasado con el ayudante del sheriff y los otros dos militares. El otro militar había mandado a dos de ellos hacia los autobuses de atrás para que les contaran las novedades y pidieran a la gente que no se alejaran de los autobuses.

―¿Dónde habrán ido? ―preguntó Larry mirando hacia delante, buscando algún tipo de movimiento.

Helen abrazaba a Lisey y él cargaba con la niña, que gimoteaba en su cuello y no dejaba de moverse.

―No creo que haya ninguna base por aquí cerca ―comentó Peter mirando hacia la negrura y la nieve del bosque de pinos que se extendía ante ellos―. Y lo extraño es que los autobuses están intactos. No parecen haber sufrido ningún ataque.

―Tengo miedo, Peter ―le dijo Helen.

―Lo sé, tranquila.

Pero Peter sabía que algo no iba bien. Intentaba averiguar qué.

Larry les indicó que mirasen hacia atrás. Todo el mundo estaba fuera de los autobuses, formando grupos de personas esparcidos en cientos de metros. Algunos aprovechaban para fumar; otros, para lanzar amenazas, y los menos, para permanecer callados y abrazados.

Peter vio a varios niños corretear y a un par de madres precipitándose tras ellos y regañándoles.

―Esto no me gusta nada ―concluyó Larry―. Creo que es mejor que volvamos dentro.

Vieron a Mary Ronald, la enfermera, adentrándose un poco en el bosque. Al pasar delante de ellos los saludó levemente con la cabeza.

―Voy a mear ―les dijo.

Era amiga de Helen, y ésta sonrió como pudo y asintió.

Un minuto después se oyeron los gritos de Mary y la vieron elevarse hacia el cielo oscuro. Todo fue rápido. La vieron caer bosque adentro desde una altura bastante considerable.

De repente, una a una comenzaron a desaparecer personas, devoradas por el firmamento. Alguien gritó a su lado, y Peter tuvo tiempo de ver unas garras que agarraban a la señora Underwood. Nicholas la agarró de un tobillo y tiró de ella, pero los dos salieron despedidos hacia arriba. Comenzó a llover sangre.

―¡Adentro, todos a los autobuses! ―gritó alguien a su izquierda.

Se oyeron disparos y más gritos.

Peter empujó para abrirse paso, pero en la puerta la gente caía apelotonada por la fuerza de los de atrás y apenas podían entrar. Se formó una fila enorme, y ellos eran de los últimos. La gente pisoteaba a los que habían caído sin molestarse en ayudarles a levantarse. Había cundido el pánico. La multitud se había convertido en un animal enloquecido que mordía.

La niña volvió a llorar; Helen y Lisey les empujaron y Peter intentó que la pequeña no se hiciera daño contra la muralla de gente que pugnaba por un sitio dentro del autobús. Larry miró por encima de sus cabezas, escrutando la oscuridad y agachándose de vez en cuando.

―¡Cuidado! ―gritó.

Demasiado tarde.

Helen fue la siguiente. Peter la tenía agarrada de la mano, pero el tirón fue tan fuerte que tuvo que soltarla, dejándole un estúpido dolor en los dedos.

Peter gritó su nombre. La vio alzarse al cielo. Vestía unos pantalones blancos y un abrigo amarillo, así que era fácil de distinguir.

No lo pensó dos veces y le pasó la niña a Lisey.

―¡Mamá, se han llevado a Helen! ―le gritó―. ¡Tengo que ir a por ella!

Su madre apretó a la niña contra su pecho y pegó su espalda contra el autobús; allí no podrían cogerlas y tampoco corrían riesgos de ser aplastadas o pisoteadas. Cerró los ojos; estaba llorando, quizá presagiando que si su hijo se adentraba en el bosque no volvería a verlo. Larry se puso delante y estiró los brazos para protegerlas, y ella no vio a su hijo alejarse.

Peter corrió hacia el bosque. Aquí y allá se escuchaban los gritos de la gente. Estaba clara ya la razón por la que habían desaparecido los pasajeros de los autobuses delanteros. El bosque estaba minado de cadáveres. Pisó miembros amputados, cabezas cercenadas, entrañas frías.

Hombres, mujeres, niños…

Se dirigió a la parte del boscaje hacia la que había visto dirigirse a la cosa que se había llevado a su mujer. Hacía menos de un segundo que la había escuchado gritar.

―¡Helen! ―gritó adentrándose más en los pinos―. ¡Helen, aguanta!

La gente chillaba dentro de aquella oscuridad, pero estos gritos ya no eran provocados por el miedo.

Eran gritos de dolor.

De agonía.

―¡Helen! ―gritó, haciendo bocina con sus manos; corría por entre la arboleda casi sin orientación―. ¡Helen, por Dios!

Le llegó una especie de gemido lastimero, a pocos metros por delante, entre un batiburrillo de árboles y matorrales bajos. Corrió hacia allí, empujando la maleza a los lados, sin resuello y sin importarle dónde pisaba.

Helen yacía en la nieve en una posición antinatural. Las piernas, por debajo de las rodillas, estaban giradas en una posición extraña, imposible. La habían dejado caer y se había roto la mayoría de los huesos con el impacto. Tenía la ropa destrozada por el ramaje. Permanecía con el cuello girado, hacia él, y sangraba por todos lados.

Varias criaturas humanoides, negras, peludas y delgadas, se repartían su cuerpo. Una le arrancó la yugular con sus zarpas y Helen dejó de estar ahí.

Así, sin más. La chispa de la vida desapareció casi instantáneamente de sus ojos.

Helen murió mirándolo. Probablemente pensando hasta el último momento que él podría salvarla. Que él nunca le había fallado, aun cuando ella sí lo había hecho.

Peter se quedó allí, parado durante unos segundos que le parecieron horas. Viendo cómo devoraban a su mujer y sin poder mover ni un solo músculo. Uno de aquellos seres comenzó a sacar sus intestinos y varios iniciaron una disputa por comérselos o enroscárselos alrededor de sus negros cuellos. El que se encontraba a la altura de la cabeza de Helen hincó las garras en los ojos de su mujer y comenzó a emitir una serie de grititos; parecía eufórico. Para ellos era un juego. Aquello le pareció tan terrible que se había olvidado de respirar. Cuando una de aquellas criaturas se giró y lo vio, comenzó a correr.

―Helen… Helen ―repetía, y de repente un pensamiento se abrió paso con más fuerza―. La niña ―dijo mientras avanzaba en zigzag hacia los autobuses.

Comenzó a llorar, pero al advertir que aquello le impedía ver, detuvo el llanto con un esfuerzo inconmensurable. Cuando llegó a la carretera, la gente aún corría en todas direcciones, gritando o aullando. Había llegado al autobús que estaba delante de ellos, vacío. Corrió hacia atrás llamando a su madre, a Larry y a la niña. Cuando llegó, comenzó a apartar a la gente, que aún intentaba entrar en el autobús. Algunos cuerpos inertes eran pisoteados por aquella jauría.

Larry estaba junto a la puerta, medio aplastado, sangrando y abrazando a la niña con toda su fuerza. Peter suspiró y se inclinó sobre ellos, abrazándoles. La gente seguía desapareciendo y en su lugar sólo quedaba la estela de sus gritos.

―Larry, ¿y mi madre? ―preguntó Peter mirando hacia los lados con nerviosismo y agarrando al viejo por las hombreras de su chaqueta de pana.

Larry negó con la cabeza y comenzó a llorar. No quería mirarle a la cara, y eso le preocupó más todavía.

―¿Dónde? ―gritó zarandeándole―, ¿dónde se la han llevado?

Larry señaló un poco hacia su derecha. Peter no necesitaba ir a ningún lado. A pocos metros por delante de ellos, en la primera hilera de pinos, pudo ver un cadáver. Una masa sanguinolenta con el vestido de su madre y su abrigo marrón. Estaba abierta en canal y uno de aquellos demonios le arrancaba las tripas y se bañaba en ellas. Usaba sus intestinos como estrafalarios collares, como ya había visto.

Se hizo a un lado y vomitó. La sien le palpitaba. No podía pensar bien. Unos extraños puntos blancos se dibujaban en su campo de visión. La gente se peleaba a las puertas del autobús; pocos habían entrado y pocos entrarían si no guardaban algún orden. Pero aquello era imposible.

Alguien arrancó el autobús, que tembló como sacudiéndose presa de un repentino escalofrío.

―¡Tenemos que irnos o nos atropellarán! ―le gritó a Larry mientras le arrancaba a la niña de los brazos.

El anciano negó con la cabeza, llorando.

―¡Huye tú! ―le dijo empujándole.

―¡Vamos, Larry, no te voy a dejar aquí! ―le vociferó Peter tirándole de la manga en vano.

Él negó de nuevo con la cabeza e intentó zafarse del joven.

―¡Hazlo por la niña, joder! ―exclamó su vecino con sus ojos azules bien abiertos―. ¡Yo seré un estorbo, los atraería hacia mí, soy muy lento!

Peter seguía tirando de su abrigo, pero el anciano era un peso muerto. El autobús comenzó a moverse. Peter tiró de Larry con fuerza con la única mano que le quedaba libre y juntos se apartaron al arcén. Era imposible que aquel armatoste del ejército pudiera dar la vuelta allí, en mitad de la carretera, y la cuneta estaba demasiado inclinada. Volcaría o simplemente quedaría atascada con las ruedas en alto.

Varias personas cayeron al suelo. El autobús dio marcha atrás, atropellando a una joven que se había escondido debajo del transporte y reventándola después al pasarle las ruedas por encima. Las tripas le salieron por la boca, y la sangre fluía por su nariz y sus oídos.

―¡Ve hacia los árboles, a la profundidad del bosque! ―le gritó Larry, volviéndole a empujar de un hombro―. ¡Esas criaturas no podrán cogeros allí, las ramas les impedirán veros si corréis a toda prisa!

Peter no podía permitirse el lujo de quedarse más tiempo expuesto allí. Todos habían enloquecido, y el anciano tenía razón. El bosque era su única posibilidad de salvación. Algunos ya corrían hacia allí despavoridos. Los disparos habían cesado.

Él miró por última vez a Larry, que asintió y comenzó a llorar con más fuerza. Bajó la cabeza y se rindió.

―Gracias ―dijo Peter―. Por todo.

Luego se giró y se adentró en el bosque.

Dio gracias también al cielo cuando todo aquel infierno quedó tras ellos, pero, aun así, no dejó de correr hasta que le dolió el pecho. A lo lejos, amortiguados, le seguían llegando los gritos de hombres, mujeres y niños. Ya no se oyeron más disparos.

Y él corrió más.

Jamás olvidaría aquellos gritos.

Casi con el sol saliendo, con los pies destrozados, sin fuerzas y abrazando a la niña, llegó a una pequeña aldea de casas de piedra. Peter tenía la cara arañada y la ropa desgarrada. Pidió ayuda a voces. Tocó en todas las puertas que vio.

Allí no había nadie: la aldea había sido evacuada o la gente había huido.

O muerto.

No obstante, había vehículos en las calles. Uno por uno, comenzó a mirar en su interior hasta que encontró un Lada con las llaves puestas. Nunca había robado, pero la vida de su hija era más importante para él que cualquier otra cosa.

Intentó arrancar, pero el coche no tenía batería.

Con desesperación buscó otro. Al final de la aldea, en una casa un poco aislada, encontró una cochera semiabierta. Levantó la puerta metálica y entró. Dentro le esperaba un Ford blanco con las llaves puestas. Llamó a voces al dueño, pero nadie le respondió. Tocó en la puerta: nadie.

Lo arrancó al primer intento y puso rumbo a Bangor. No sabía adónde ir, y adentrarse más en el estado le parecía más peligroso que volver a su ciudad. Se pasó casi todo el trayecto llorando y mirando hacia el cielo con desconfianza. En un momento dado una happy bag se pegó al parabrisas del coche y la apartó con el limpiaparabrisas.

El corazón le latía desbocado, tenía el pecho encogido y echaba rápidas miradas a la pequeña, que estaba acurrucada en el asiento delantero y parecía dormir.

Cuando llegó a Bangor, aparcó el coche cerca de su puerta. Le temblaba todo el cuerpo, y ni él ni la niña podían dejar de llorar. Patrick salió a la calle al oír el ruido del motor; portaba una escopeta. Se les quedó mirando con cara de preocupación y Peter negó con la cabeza.

No hicieron falta más palabras, y ni siquiera supo por qué le hizo aquel gesto. Patrick agachó la cabeza y, cabizbajo, se metió en su casa, seguido por su perro.

Poco más de un año después Peter seguía cavando en su zanja y ninguno de sus vecinos había vuelto. Tampoco habían visto a más criaturas como las de aquella noche.

La nieve había arreciado y todo estaba inundado de barro. La tormenta había llegado. Ya casi llevaba hecha la mitad de la zanja. Las lágrimas manaban fluidamente y le daba igual no ver. Sólo se detuvo cuando la niña apareció en el porche en pijama. Las muñecas cayeron al suelo. Su hija abrió la boca y él supo que algo no iba bien.

―Papá… ―dijo Ketty levantando su dedo índice y señalando hacia la calle.

Lo que vio le dejó helado.

17

¿Habría matado una de esas cosas a Helen? Tampoco es que importara mucho. El resultado era el mismo. ¿Pero por qué ahora? ¿Por qué aparecían después de tanto tiempo aquellas criaturas?

No tenía respuesta y no esperaba encontrarla ni en aquel psiquiátrico ni en ninguna parte. La humanidad había cavado su propia tumba creando ―o resucitando― a seres como aquéllos, que sin duda estarían esparcidos por el mundo, ajenos a cualquier pacto entre países, a cualquier paz.

Pero para qué engañarse. Ningún país, comenzada la guerra, contemplaba la posibilidad de dar marcha atrás. Aquel conflicto había empezado para terminar de una única manera: acabar con toda la humanidad. Y quién sabe si no era eso lo que estaba sucediendo, o tal vez ya había sucedido y lo único que quedaba sobre la faz de la tierra eran los rescoldos de ésta. A Bangor ya no llegaban las noticias de la NBC o la CNN. Hacía más de un año que no sabía lo que sucedía más allá del Penobscot.

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