Volvía a Buenos Aires, donde pensé que encontraría, al fin, la paz, y encontré la guerra.
Demasiadas cosas pasaban en el país, demasiado graves... Yo estaba fuera de la escena, no era noticia. Me necesitaban, parece. El 26 de abril armaron la farsa más gigantesca que yo recuerde alrededor mío. Me atraparon, ¡me atraparon! En un departamento de Caballito, en la calle Franklin, donde yo estaba con dos amigos, más buenos que el agua mineral: Germán Pérez y el Soldadito Ayala... Lo más curioso es que la policía no estaba sola en el operativo, ¡parecía una conferencia de prensa después del título del mundo!
Un periodista amigo, a quien yo quiero mucho, me contó una vez que al medio donde él trabajaba llamó la propia policía para anunciar el horario del procedimiento. Y otra cosa más, una perlita: la detención se demoró un poquito ¡porque no llegaban las cámaras de la televisión española! Así fue, sí, señor...
Cuando entraron, volteando todo, yo dormía. Y me desperté preguntando por la Claudia porque era lo más natural, creo. La cosa es que me sacaron de la cama, me vestí, y cuanto estábamos en el pasillo, camino a la calle, ya vi el reflejo de las luces de las cámaras, lo gritos de los periodistas, todo... Entonces, como iba al lado del cana que mandaba el operativo, le dije:
—Maestro, ¿están todos los periodistas afuera, no?
—
Sí, Diego, sí. Hay un montón...
—
Bueno, acomódese la corbata, entonces, porque va a salir en todos los canales. Así lo ven en su casa...
¿¡Y podes creer que el cabeza de termo se la acomodó!?
No es tema de esta parte de la historia, pero por supuesto que marcó lo otro, lo que yo hice adentro de la cancha. Lo marcó, de alguna manera lo marcó.
En aquellos días, mientras me tuvieron encerrado en la celda, mientras me quedé encerrado yo mismo en el séptimo piso del edificio donde vivía, en Correa y Libertador, en Núñez, me propuse volver. Primero, me lo propuse en la celda misma. En la pieza esa donde me tenían detenido había un banquito, como esos que les ponen a los boxeadores entre round y round, y la única luz era una bombita de mierda, colgada del techo. En eso, escuché pasos, alguien que venía... Y, no sé por qué, o sí sé, me di vuelta, me puse mirando a la pared. Era Marcos, el que venía.
—
Diego, vos vas a jugar el Mundial del '94.
Eso me dijo. Yo le contesté que estaba loco, pero en algún lado, por adentro, me recorría la idea de que no era una locura ni un carajo, que eso era posible. Faltaba mucho para eso, igual. Más de un año para que me dejaran pisar una cancha, por ejemplo. Pero tendría, tendría oportunidades de despuntar el vicio.
El 9 de Julio, me acuerdo, festejé algo más que el día de la patria: volví a jugar al
papi,
nada menos que en la canchita del Club Social y Deportivo Parque, donde nació media historia de Argentinos Juniors y donde bailé por primera vez con la Claudia. No bailé, esta vez; bailaron los contrarios: ganamos 11 a 2 y el equipo nuestro, el Parque, ganó el Campeonato Metropolitano de Fútbol Sala. Ese título hay que agregarlo entre los míos, ¿eh?, aunque jugué un solo partido.
Después me pasaron cosas que me hacen pensar que en un país como la Argentina y en un mundo como en el que vivimos, a veces hasta se vuelve una tortura intentar ser un tipo solidario.
Primero, el sábado 3 de agosto del '91, el día del cumpleaños de la Tota, jugué un partido a beneficio del Hospital Fernández, para que pudieran comprar un tomógrafo más moderno, algo que necesitaban mucho y que había quedado en evidencia después del accidente del actor Adrián Ghío, pobre. Para ese partido, Boca me permitió entrenarme junto con el plantel, que era dirigido por el Maestro Tabárez. ¡Los volvieron locos, pobres! Que yo los desconcentraba, que yo les robaba la atención, que yo no podía... ¡Carajo, si yo le había dado un montón a Boca, ¿por qué Boca no podía darme entonces esa mano?! Y encima estaba el tema del sponsor, peor todavía: los organizadores, y también Ana Ferrer, la esposa de Adrián, se habían roto el alma para conseguir alguien que los apoyara, que les diera unos mangos a cambio de publicidad, y no habían logrado nada. Cuando yo dije que jugaba,
pum,
aparecieron un montón. Entonces les dije, a Ana y a los organizadores: "Ustedes acepten, está bien, pero yo no voy a llevar publicidad en mi camiseta. No les voy a hacer el juego: que donen la plata, si la tienen conmigo en la cancha, también la podrían haber tenido sin mí".
Por suerte, lo más importante, una multitud llenó las tribunas y yo pude jugar; fue mi regreso a la cancha de once, en Ferro, un domingo a la mañana. ¡Qué sensación! ¡Espectacular! Aparte, la gente me dio todo, todo. Yo les decía que se olvidaran de mí, que pensaran que eso era sólo para el hospital, pero ellos me daban todo. Para ellos, El Diego había vuelto y estaba todo bien.
Después, ya en el '92, en abril, pasó lo otro, mucho peor: lo del partido de homenaje a Funes, a Juan Gilberto Funes, que había sido un jugador extraordinario, en River, y en ese momento le estaba peleando a la vida. Hoy podría agregar al Búfalo en la lista de mis grandes amigos, de los más íntimos, aunque recién hablamos y nos sentimos juntos en serio, con profundidad, en los últimos quince minutos de su vida. El estaba internado desde hacía un tiempo en el Sanatorio Güemes, con el corazón roto, pobre, con el corazón partido. Ver a ese oso bueno, a ese hombre enorme postrado en la cama, era una imagen tremenda, muy muy dolorosa. Con Claudia seguíamos la cosa bien de cerca, preguntándole a Ivanna, la esposa, si necesitaba algo, que contara con nosotros. Y el último día, el 11 de enero de 1992, por esas cosas del destino, por esas cosas que El Barba (Dios) tiene siempre reservadas para mí, yo estaba ahí, justo ahí, al lado de la cama. Juan me había llamado, que quería verme. Que había soñado con un Mercedes Benz rojo y que se lo iba a comprar. Me acuerdo que le dije: "Quédate tranquilo, Juan, que yo ya hablé con unos amigos de una agencia y ya te lo reservaron. Quédate tranquilo, Juan". Y se murió, ahí, nomás. Casi en mis brazos, así nomás. Por eso digo que es un amigo, porque sentí de verdad que en ese último momento estaba muy, muy cerca de él. Más que nunca. Acompañamos a Ivanna en todos los trámites, esas cosas terribles que hay que hacer, encima, cuando se te muere alguien, y después nos fuimos también a San Luis, donde lo enterraron.
Desde ese mismo momento, empecé a pensar en un homenaje. En hacer algo para recordar a Juan y también para ayudar a la familia, a Ivanna, a Juampi, el hijo, que tenía los ojitos más tristes que yo haya visto. Por ahí, podría haberle dado plata, y listo. Pero yo quería darle algo más, algo que le hubiera gustado a Juan. Entonces se me ocurrió que no había nada mejor que organizar un partido de fútbol. Me acuerdo, estábamos en mi quinta de Moreno, con la Claudia, todavía muy golpeados por todo lo que habíamos vivido, y le dije, de repente: "Má, ¿sabes qué tengo que hacer para Juan? Un partido, un partido de fútbol... Y yo voy a jugar también".
Claro, yo estaba suspendido todavía, pero eso ni se me cruzó por la cabeza. No era un partido más de la FIFA; era un partido de los jugadores por un jugador. Y sabía que, si yo estaba presente, en la cancha, con los cortos, iba a ir más gente, la recaudación iba a ser mayor, y todo eso era para Juan.
Desde la quinta los llamé al Flaco Gareca, al Cabezón Ruggeri y al Mono Navarro Montoya. Ellos tres, Raúl Roque Alfaro y yo, habíamos sido los únicos que viajamos hasta San Luis, para el entierro. Me parecía lógico empezar por ellos, entonces. Esta vez, de la publicidad no me hacía problemas, porque nosotros organizábamos todo y la gente de X-28, una fábrica de alarmas, estaba con nosotros desde el principio.
Cuando ya estaba todo listo, menos de un día antes de la fecha fijada, el miércoles 15 de abril, cuando faltaban horas, llegó el fax, el maldito fax de la FIFA. Juro que, al principio, no lo podía creer, pensé que era un chiste, de mal gusto, pero un chiste al fin. Estaba dirigido a Julio Grondona, decían que se habían enterado que se jugaba el partido y que yo iba a participar. Y terminaba con una amenaza, tremenda, fulera:
"De todos maneras, y en bien de la familia del jugador fallecido
(¡en bien de la familia del jugador fallecido, por Dios!),
la presencia de Maradona sobre el terreno de juego junto con otros jugadores inscriptos en la AFA podría acarrear a estos últimos sanciones por parte de la FIFA, en aplicación de los Estatutos y Reglamentos. "
En síntesis, como diría Santo Biasatti, lo de siempre: yo era la manzana podrida, el que arruinaba todo. Decidí dar un paso al costado, con mucha bronca pero con más tristeza. Una vez más, me hacían sentir un delincuente. Le dije a Franchi: "Está bien, Marcos. Avisale a Grondona que se quede tranquilo, que no se cague, porque no voy a jugar. Pero decile que lo hago por los muchachos, para no complicarles la vida; ni por la AFA ni por la FIFA. Dale, anda y decile". Fue y le dijo.
Mientras tanto, los muchachos se enteraron de todo el quilombo y el Cabezón Ruggeri también se comunicó con Grondona, para ver qué pasaba y para pedirle por favor que me dejara jugar, que yo había armado toda esta historia y que conmigo la recaudación iba a ser más alta. Grondona le contestó mal, mal, aunque después quiso dar explicaciones. Le dijo que no me dejaba jugar de ninguna manera, primero; después, que le ofrecía cincuenta mil dólares, ¡cincuenta mil dólares!, para pagar los gastos de Funes en el sanatorio y que el partido se jugara en julio, cuando a mí me levantaran la suspensión; y para terminar, lo despidió así:
Diego no puede jugar. Si lo hace, ustedes pagarán las consecuencias.
El Cabezón voló hasta el hotel Elevage, donde estábamos todos los jugadores que íbamos a estar en el partido. Eramos 41, en total. Cuando Ruggeri contó el diálogo que había tenido con Grondona, el Mono Navarro Montoya me dijo:
Diego, ahora tenés que jugar, más que nunca.
Yo no había dicho una sola palabra en toda la reunión, lo había estado escuchando así, bien atento, a Ruggeri, pero cuando el Mono me habló, fue como si me hubiera puesto play y me salió la voz, un poco quebrada, la verdad: "Sí, voy a jugar, les vamos a romper el culo".
Algunos, como Diego Latorre, se pusieron pálidos:
¿Ya nosotros qué nos va a pasar?,
preguntaba el pelotudo, asustado.
Nada nos podían hacer, nada: el arbitro, Ricardo Calabria, no pertenecía a la AFA, porque ya estaba retirado, y sus ayudantes lo mismo. Nosotros, Maradona Producciones, habíamos pagado la póliza de seguro que se necesitaba y hasta habíamos mandado a imprimir las entradas. El partido lo estaba organizando yo y no la AFA. Así que salimos del hotel y encaramos todos para la cancha de Vélez. El partido se jugaba y yo iba a estar ahí, en la cancha, con los cortos, con la pelota. Con la gente.
A mí, lo de Grondona me había caído como una patada en los huevos: de alguna manera, ¡había ofrecido cincuenta mil dólares para que yo no jugara! En aquel momento dije cosas muy fuertes; por ahí, vistas ahora, a la distancia, demasiado. Pero las dije, así soy yo: "A Havelange, a Blatter y a ciertos dirigentes, nadie los va a llorar en la Argentina cuando se mueran". Y también: "Mientras Grondona sea el presidente de la AFA, no voy a volver a la Selección Nacional". Muy fuerte, sí, pero me salió del alma.
Al vestuario vinieron todos; también los dirigentes, que estaban más cagados que nadie, porque tenían miedo de quedarse sin jugadores. Ahora que lo pienso, hubiera sido bueno; todos habrían entendido de una vez por todas quiénes son los verdaderos dueños del espectáculo.
Cuando salí a la cancha, me estremecí. Era una noche oscura, cargada de neblina, pero en las tribunas había una multitud: estábamos juntando más de cien mil dólares sólo de recaudación; con la publicidad y todo eso se iban a más de doscientos mil, todo para la familia Funes, para que pagaran el sanatorio y para que siguieran con la obra que Juan había empezado, su escuelita de fútbol.
A mi derecha, apenas pisé el césped, saludé a la hinchada de Boca; no me podían fallar. Y había más, claro, no sólo los de Boca: estaban todos los hinchas del fútbol. Ellos me bancaban a muerte, ellos no se comen ningún gato muerto. Yo estaba muy emocionado, muy emocionado porque no me sacaba ni quería sacarme de la cabeza la imagen de Juan... Juan contento por ese partido que le hacía fruncir el culo a los poderosos, a los que se creen dueños de algo y no son dueños de nada.
Jugué bastante bien, aparte. Hice dos goles, le metí un pase de gol al Beto Acosta y el equipo mío, que usaba la camiseta azul, ganó 5 a 2. Salí unos minutos antes del final del partido, tal vez para tomar aire y decir, como dije: "Hoy, los futbolistas empezamos a crecer". Lo creía, de verdad. Le habíamos puesto la pata encima, como corresponde, a la mano negra. Le habíamos ganado al poder.
Para mí, aquella noche, la copa del mundo que me llevé a mi casa fue el apoyo de los míos, de mis compañeros, de los jugadores. Se jugaron las pelotas para oponerse a la maldad, porque había sido una maldad todo aquello. Al fin, los dueños del poder tuvieron que recular.
Yo había empezado a entrenarme despacito. Primero, con la doctora Patricia Sangenis, que después se sarpó, porque empezó a hacer un conferencia permanente con todo lo mío. Había estado por primera vez en el balneario Marisol, en Oriente, cerca de Tres Arroyos, a 550 kilómetros de Buenos Aires, en enero del '92 y ahí había comenzado todo. Ahí mismo, en febrero, había jugado mi primer partido, de verdad, después de la sanción. Y fue un partido muy especial, en la canchita de El Nacional, de Oriente, a beneficio de los chicos discapacitados: ahí, jugando para los Amigos de Marisol contra el Mercado Los Tigres, delante de cinco mil personas, todas de los pueblos de los alrededores, hice mi primer gol como jugador...prohibido. Fue el 27 de febrero de 1992 y el premio, un millón... de besos de chiquitos discapacitados pero felices, muy felices. Más felices que nadie.
Después de eso, y también después del famoso encuentro por Funes, volví a ponerme los cortos a beneficio, en Posadas, Misiones, para ayudar a un hospital de allá. Esa era mi vida, esa era la forma de seguir cerca, bien cerquita del fútbol. Ayudando a los demás, que también era una forma de ayudarme a mí mismo.
De donde estaba y me sentía lejos, por supuesto, era de Nápoles y del Napoli. Por aquellos días, ellos mandaron mensajes, como que me esperaban el lºs de julio, cuando terminara mi calvario. Yo empezaba a pensar en otras posibilidades para cuando ese momento llegara, tanto sufrimiento no podía ser eterno.