Así fue la historia. Así se terminó lo mío con el Sevilla. Mal.
Dos meses después, siempre en 1993, ya estaba en carrera de nuevo. Pero en la Argentina. En Rosario, para ser más preciso: ¡en Newell's Old Boys, sí señor!
Newell's fue una etapa tan corta como hermosa. Por eso ahora digo que me gustaría hacer algo más, alguna vez, por Newell's. Y pensar que llegué a jugar para ellos porque me enojé. Sí, ¡porque me enojé! Resulta que, a fines de agosto del '93, ya estaba casi todo hecho con Argentinos Juniors, cuando los hinchas del Bicho se aparecieron por mi casa, en Correa y Libertador. Yo estaba con mis dos hijas y me vinieron a apurar, me pidieron 50.000 dólares. Les contesté que no, por supuesto, y ellos me dijeron que yo tenía que estar al tanto, porque alguien se lo había prometido. "¿¡Qué!? ¿Cincuenta lucas? Se las doy a mi viejo y los pelea a todos ustedes juntos, por más pesados que sean. Quédense todo el día acá, si quieren, pero yo no les voy a dar ni un sope, porque yo no le prometí nada a nadie." Entonces me salieron con que me iban a hacer la vida imposible y yo les contesté que no tenían huevos, les dije de todo. Subí a mi casa y me acosté a dormir la siesta.
Al rato, salieron Claudia y las nenas y los imbéciles seguían ahí abajo: las insultaron, les dijeron de todo, las amenazaron. Aparte, habían escrito en la pared de enfrente:
Maradona cagón.
Se enteraron los muchachos de Defensores de Belgrano, los corrieron y taparon la pintada con otra:
A Diego lo banca el Bajo.
No aparecieron más los de Argentinos. Viejo, yo estaba de acuerdo en poner plata para la bandera y el vino, pero no para que se hagan ricos. ¡Ni para los viajes del Mundial había puesto plata! Porque creo que se mata la pasión, con eso: si les das, te gritan a favor; si no, te mandan a la puta que te parió. Así funciona la cosa: para protección, para que te alienten, ¡para que no te peguen! Nunca, nunca, nunca necesites. Si me querían aplaudir, que vieran lo que hacía en la cancha... Nunca necesité pagarle a nadie para que me alentara, pero que en el fútbol argentino, ¡y en el mundo!, eso existe, existe.
Entonces yo le dije a Franchi: "¿Putearon a la Claudia? ¿Me mangaron plata que no se quién les habrá prometido? Que se jodan: ¡me voy a Newell's!". Y me fui, por menos plata, me fui. Pero me sirvió, me sirvió, porque fue una cosa sensacional lo de Newell's. Al Gringo Giusti se le había ocurrido la idea y se la había planteado al presidente del club, a Walter Cattáneo. El tipo se lo tomó en joda, primero; no le creía una palabra. Como Giusti le insistió, el hombre embaló. Mientras tanto, todos decían que yo ya estaba en Argentinos, nadie tenía ni idea de ese incidente en la puerta de mi casa. Aparte, todos se jugaban la fija porque Argentinos se había metido en un negocio revolucionario, qué sé yo, un grupo empresario había puesto un montón de plata, iban a jugar de locales en Mendoza, y ahí aparecía yo, para terminar de cerrar todo el negocio.
Pero los pibes del Bicho la cagaron... Y el que casi la paga, sin comerla ni bebería, fue Guillermo Cóppola, con quien me había empezado a ver de nuevo, como amigos que éramos, aunque a la mayoría no le gustara un carajo. Resulta que estábamos en la disco El Cielo, tomando algo, y de golpe lo encaró Avila, el empresario Carlos Avila, hecho una furia:
¡A vos, a vos!,
le gritaba.
¡A vos te voy a hacer mierda, nunca más vas a vender un jugador!,
ya lo tenía agarrado de un brazo y Cóppola estaba dispuesto a darle.
¡Nos cagaste el negocio y lo cagaste a Diego!,
le dijo, ya cara a cara. Yo le tenía el brazo a Cóppola, porque veía que lo surtía. Entonces, Avila se dio cuenta:
¡Ah, sos Cóppola! Te había confundido con ese hijo de puta de Franchi.
¡Avila se los había confundido a los dos canosos! Al que quería matar era al que le había prometido que yo iba a jugar en Argentinos y ahora me iba para Rosario.
Giusti habló con Marcos, Marcos habló conmigo y yo le dije que le dieran para adelante. No sé por qué, me había hecho a la idea de que con Newell's iba a cumplir mi sueño: volver a jugar la Copa Libertadores. Yo estaba hecho un avión: había empezado una dieta en Uruguay, con el chino Liu Guo Cheng, y lo tenía al lado a Daniel Cerrini, que tenía pinta de fisicoculturista pero sabía un huevo de alimentación y de entrenamiento.
Por eso estaba como estaba: pesaba 72 kilos, era un pendejo.
Grondona lo llamó a Marcos y le avisó que se acababa el tiempo, que definiéramos todo porque había que pedir el pase internacional. Menos de una semana antes, el 5 de septiembre del '93, la Selección había sufrido la peor derrota posible contra Colombia, aquel 5 a 0 que a mí me dolía en el alma. Ahí fue cuando yo le dije: "Newell's, Newell's... y que sea lo que Barba (Dios) quiera".
Lo que El Barba (Dios) quiso fue una fiesta increíble, que me hizo acordar a mi llegada al Napoli, cuando en el San Paolo se juntaron ochenta mil personas para escucharme hablar dos palabras en italiano y para verme revolear una pelota a la tribuna. Algo así pasó acá, el jueves 13 de septiembre, y si no había más de cuarenta mil personas, era porque la cancha del Parque Independencia no daba para más. ¡Qué belleza! ¡Habían ido sólo para verme entrenar! Me contaron que hasta gente de Sri Lanka hubo, porque se bajaron de un barco que estaba en el puerto de Rosario.
El Indio Solari, Jorge Raúl Solari, un grande, alguien que había tenido mucho que ver con mi llegada, se encargó de armar una fiesta espectacular. Me acuerdo que los muchachos me revolearon por el aire, en el centro de la cancha, como bienvenida, y la gente deliraba. ¿La verdad? Pienso en aquellos tiempos y me emociono: tengo algo especial con Newell's y también con Rosario, porque me acuerdo que ni los hinchas más hinchas de Central, los que tienen armada esa organización increíble, la OCAL (Organización Canalla Anti Leprosa), los hinchas más furiosos de Central, se animaron a tirarse en contra mío. Contra Newell's, sí, lógico; sacaron un comunicado que decía:
Hay que ayudar a Maradona, la lepra también se cura.
La lepra, así le decían a Newell's. Y la lepra volvió a llenar la cancha para mi debut extraoficial, el jueves 7 de octubre del '93, contra el Emelec de Ecuador. Otra fiesta armada por el Indio, un homenaje en vida donde me permitieron entrar a la cancha con mis dos hijas en brazos y leer un cartel de bienvenida, escrito con fuego, que decía: DIEGO, NOB ES TU CASA. Lo era, en serio, así lo sentía yo.
Oficialmente, debuté con la camiseta de Newell's contra Independiente, en Avellaneda, el domingo 10 de octubre de 1993. Después de casi nueve años volvía a jugar en la Argentina; yo, que siempre digo que si algo debo y algo me deben son más minutos jugados aquí, en mi tierra, ante mi gente. Perdimos 3 a 1 pero, aunque a mí no me guste decir estas cosas, yo sentí que había ganado: metí dos rabonas y una de ésas me la sacó el Loco Islas cuando se metía, cuando era gol. Lo dije en aquel momento y lo repito ahora: me sentía en una nube, no podía creer que me sintiera tan bien, apenas cuatro meses después de mi salida de Sevilla. Lo sentía como una resurrección, otra más. Me quedaba pendiente el tema de la Selección: se me había ido la mano con unas declaraciones contra Basile, dije que se había emborrachado con dos Copas América y... tenía que levantar ese muerto. Allí mismo, en la cancha de Independiente, dije que me iba a comunicar con él y que me iba a poner a sus órdenes: que iba a hacer todo lo posible por ganarme un lugar en la Selección.
En Rosario, una ciudad hermosa, me instalé en el Hotel Riviera. Ese fue mi puesto central, desde allí me movía. Vivía de emoción en emoción, la verdad, casi como si fuera más un homenaje que me hacían que mi propia carrera.
Enseguida vinieron los partidos definitivos, contra Australia, para conseguir un lugar en Estados Unidos '94: lo conseguimos, lo hicimos... Nos costó un huevo, eso sí.
Cuando volví, otra emoción: partido contra Boca en La Bombonera, el reencuentro con el Flaco Menotti. ¿La verdad? Sentía tanto respeto en la cancha, de mis compañeros, de los rivales, que me parecía que estaba jugando una exhibición. Pero no, no era, y con Boca también perdimos, 2 a 0. Ya no estaba el Indio Solari, lamentablemente.
Entonces llegó la noche fatal: jueves 2 de diciembre de 1993, cancha de Huracán, contra el Globo. Yo venía embalado y también baqueteado: los dos partidos contra Australia, uno más contra Belgrano, en Córdoba. Ahora, éste: íbamos ganando 1 a 0, piqué a buscar una pelota perdida y escuché el ruido, atrás... Roto, roto: casi trece años después, ¡trece justo!, me había vuelto a desgarrar.
Fue un feo verano, aquél. Primero, los balines, toda esa historia de mierda que no hace a esto: una reacción fuerte, sí, pero ante una actitud que yo no tenía por qué aceptar, que se metieran en mi casa, en mi vida. Finalmente, mi último partido en Newell's, fue un amistoso contra Vasco da Gama en Rosario. Jugué 72 minutos, dos más de los que me había obligado la televisión por un contrato con el club, y salí. No volví a entrar nunca más, nunca más. Lo cuento así, rápido, porque así fue. Si parezco aburrido al recordarlo, también es cierto. Pero así me sale.
Lo que pasó, así, rápidamente, como para resumir, fue que a mí me llevó el Indio Solari y al tiempo él se fue. Con el Indio yo había arreglado que iba a tener ciertas licencias, lógicas, creo, a esa altura de mi carrera. Después llegó Jorge Castelli, con esto, con lo otro, y la cosa se pudrió. El no quería a la gente grande; después de que me fui yo, también les dieron el toque al Tata Martino, al Chocho Llop, al Gringo Scoponi. A los que de verdad sostenían aquel equipo y habían hecho grande a Newell's. Pero él, nada: él quería pibes jóvenes y después... ni siquiera esos pibes lo entendieron.
Lástima, lástima que terminó así aquel capítulo. Me fui. No quería robar la plata, nunca lo había hecho y menos lo iba a hacer ahí. Además, tenía el Mundial a la vuelta de la esquina, a poco más de cinco meses. Los buitres y los panqueques de siempre se animaron a anunciar que no lo jugaría. Que era imposible que yo, Maradona, jugara el Mundial de los Estados Unidos.
Boca '95/'96
Volver a Boca fue como parir
después de un embarazo de catorce años.
Cuando volví del Mundial de los Estados Unidos, con las piernas cortadas y el corazón peor, se me cruzó por la cabeza que todo se había acabado, que no había nada más que hacer... La sanción salió en agosto: otros quince meses.
Le decía a Claudia: tengo ganas de acostarme, dormir, despertarme y ser jugador de Boca, y estar listo para salir a la cancha, sin prohibiciones, sin sanciones, sin nada. Pero era una ilusión. Ahora estaba viviendo una pesadilla. Y era tiempo de pelea. Contra el que se me cruzara: Havelange, Grondona, Passarella... ¡Passarella!
Resulta que, a partir de Estados Unidos, yo era Lucifer y Passarella, Dios. Por eso salté —porque nadie lo hizo— cuando quiso hacerse el santo ordenando una rinoscopia para todo el plantel de la Selección: era una barbaridad, una fantochada todo.
La cosa es que yo algo tenía que hacer en esos quince meses de condena que la FIFA me había tirado por la cabeza. Mandiyú de Corrientes fue el primero que apareció y se animó a darme una oportunidad: ser director técnico de un equipo... En dupla con Carlitos Fren vivimos una experiencia que fue maravillosa, lo que pasa es que tuvimos que ser entrenador, presidente, psicólogo, mangar pelotas a Adidas. De todo. Fueron muchas cosas que me agobiaron, pero también me llenaron como hombre, y me hicieron ganar el respeto de todos los muchachos que dirigí. Porque cuando yo llegué no tenían nada. No tenían una pelota para entrenarse, los arcos no tenía redes.
El primer partido, contra Central, lo dirigí desde la platea, con mi hermano Lalo al lado, como dos hinchas más, porque no tenía la autorización para sentarme en el banco: perdimos 2 a 1 y me cansé más que en un partido con alargue de la Selección. El mejor resultado de aquella campaña, chiquita, fue el empate contra River, en el Monumental.
Y duré poco, la verdad: dos meses, desde el 3 de octubre al 6 de diciembre, apenas doce partidos, un triunfo, seis empates y cinco derrotas. Un día se apareció Cruz, Osvaldo Cruz, que era el dueño del club o no sé qué, por el vestuario nuestro y pegó el grito:
—
¡Muchachos, hay que poner huevos, ¿eh?!
Yo estaba de espaldas y Fren, de frente. Lo miré a Carlitos y le dije:
—
¿Le pegas vos o le pego yo?
Me di vuelta, lo encaré a Cruz y le grité:
—¡Gordo y la concha de tu madre, ¿qué mierda venís a hablar con los jugadores? Con los jugadores hablamos nosotros... ¡Y te vas!
—
No, porque...
—¡Te vas, porque te rompo la cara a trompadas!
Y ahí me contestó:
—¿!Y vos quién sos!?
¡Para qué! Le tiré un par de piñas hasta que me lo sacaron... El vestuario es mío cuando soy técnico, ¡mío! Y no me banqué que viniera a decirles a los jugadores que no ponían huevos. Después de eso me fui, lógico.
El '94 terminaba mal, pero el '95 parecía arrancar mucho mejor: me llamaron de Francia, para hacerme un homenaje de esos que yo siempre dije que quería que vinieran desde adentro, de mí tierra. Pero no, éste venía desde afuera: el lº de enero de 1995 —es decir, en el medio de mi suspensión, por si alguien no se dio cuenta— la revista francesa
France Football
me entregó el Balón de Oro como reconocimiento a mi trayectoria futbolística. Fue una emoción enorme y fue, también, mi reencuentro definitivo con Guillermo Cóppola. Yo le pedí por favor que me acompañara en ese viaje, porque él tenía mucho que ver con las razones por las que me habían dado aquel premio. Con Guillermo viví los años más exitosos de mi carrera futbolística, mis títulos más importantes, aunque eso nadie lo recuerde. Todos prefieren masacrarlo. A partir de ese momento simplemente se sumó, nunca arreglamos que fuera mi manager o algo por el estilo. Mientras, Ojitos Bolotnicoff seguía trabajando como mi abogado. La etapa de Marcos Franchi ya había terminado.
Después, sí, vino lo de Racing. Una experiencia que no me resultó tan linda, la verdad, como la de Mandiyú. Más allá de los resultados, digo. Porque estaba un tipo como De Stéfano de presidente, Juan De Stéfano, que conmigo, personalmente, se portó muy bien, pero como dirigente no respetó lo que habíamos hablado. Yo le pedí un marcador central y no me lo trajeron: yo había hablado con el Goyo Héctor Almandoz, que para mí, en ese momento, era el mejor líbero de la Argentina, y él mismo, Almandoz, le habló a Bianchi, para que lo dejara ir. Pero como en ese momento Bianchi estaba peleado conmigo, Vélez salió pidiendo como un palo ochocientos, un disparate. Y Racing no tenía plata ni para comprar una camiseta, los muchachos no cobraban. Teníamos un equipo para pelear el descenso, era como Mandiyú, pero con historia. Y una historia pesada, ¿eh?