De aquello me acordé, sí, cuando salí a la cancha, a la famosa Catedral, al estadio San Mamés. ¡Llovía como la puta que lo parió! Apenas entré, sentí que me mojaba la lluvia y también sentí que me rodeaba algo, una silbatina tan grande que parecía que chiflaba uno solo y eran miles y miles. Ni bien pisé el césped, bien verde, bien mojado, miré hacia la tribuna y distinguí una bandera que decía:
Maradona, marica, te pica el gol de Endika.
Endika nos había hecho el gol en aquel partido final de la Copa del Rey, que terminó en escándalo. Enseguida empezaron a gritar:
¡Goikó, Goikó, Goikó!
No, no se acordaban de nuestro querido Vasco, me recordaban al de ellos, el mismo que el día anterior me había dado la mano y nueve años antes una patada tan inolvidable que para ellos era como un título, como una copa. Como un triunfo. Con ese clima empezamos y así seguimos: recién había empezado el partido, irían poco más de veinte minutos, cuando... me pareció que la historia se repetía. Yo estaba en la mitad de la cancha, de espaldas al arco de ellos, girando hacia la derecha. Fue entonces cuando sentí un cañazo en el tobillo derecho. ¡Terrible! Escuché el silencio del estadio, de verdad, y enseguida el grito:
¡Goikó, Goikó, Goikó!
¡No lo podía creer! Me revolví de dolor, sobre el pasto húmedo, y apenas pude me levanté. Me levanté como para decirles a todos: "Aquí estoy, de pie, estoy vivo, no me mataron. Lo intentaron otra vez, pero no pudieron". Después, cuando vi la jugada por televisión, me di cuenta de lo cerca que estuvo Lakabeg de convertirse en ídolo del Athletic: me había entrado igual, igual, igual, que Goiko casi una década antes. Pero esta vez me salvé, tal vez porque lo vi venir.
Y también me di el gusto de hacerlos fruncir un poco. Fue en el gol nuestro: tiro libre, me paré para darle y... otra vez el silencio. ¡Siempre les hacía cerrar el pico a los vascos! Le pegué por encima de la barrera, el arquerito no la pudo retener, apretó Marcos y fue gol. ¡Algo había hecho en mi primer partido! Dejé la cancha veinte minutos antes del final: aquel golpe de Lakabeg no me había partido, pero me había hecho doler de verdad.
Cuando yo me sumé al Sevilla, el equipo ya había jugado sin mí cuatro partidos en el campeonato español: con dos triunfos, un empate y una derrota. Y después de aquel primer partido en Bilbao, llegó el debut de local, en el Sánchez Pizjuán, contra el Zaragoza, el 11 de octubre: ganamos con un gol mío, el primero, de penal.
Enseguida empezaron los viajes. Por contrato, tenía que jugar en Boca. Sí, suena raro, pero fue así: era una minigira del Sevilla por la Argentina. Y el miércoles 14 de octubre, con la buena excusa de una cláusula en mi transferencia, me puse la camiseta de Boca otra vez. En La Bombonera, después de más de diez años, jugué el primer tiempo con la camiseta del Sevilla —empatamos 1 a 1— y el segundo con la de Boca —terminamos perdiendo 3 a 2.
En realidad, debo admitirlo, jugué los primeros 45 minutos rogando que pasaran rápido, rápido, para poder volver a sentir los colores que tanto amo sobre mi piel. En el entretiempo, cambié de vestuario corriendo y llegué justo para recibir toda la ropa, toda la ropa azul y amarilla, y también para escuchar la charla técnica del Maestro Tabárez, el técnico. El uruguayo, un fenómeno, les pidió que hicieran todo lo posible por servirme un gol. Y yo arengué a los muchachos: "¡A seguir metiendo, ¿eh?! Que así le rompimos el culo a River". Claro, unos días antes, el domingo, los había visto a ellos desde la tribuna, los había visto ganarle a River, como se debe, con autoridad; viví el partido como loco, como un hincha más, y casi me muero cuando Navarro Montoya le atajó el penal a Hernán Díaz. Bueno, la cosa es que con esa arenga volvimos a la cancha. Cuando todo terminó, muchos me dijeron que había corrido más en la última parte, y a todos les contesté lo mismo: "Fue por la camiseta, fiera".
Repetimos la fiesta en Córdoba y volvimos para España. Ahora tenía que empezar a meterle, en serio. Por eso le pedí que volviera a trabajar conmigo al hombre que más conoce mi físico, Fernando Signorini. Festejé mi cumpleaños número 32 en mi nueva casa, en el mejor barrio de Sevilla, el Simón Verde. Se la había alquilado al torero Espartaco, se llamaba Villa Espartina y era impresionante. El regalo que más agradecí fue la paz que me habían dado los andaluces en esos días. Además, por aquella época, me hice unos estudios de esos que a mí gustan, con todo, con las mejores máquinas, muchas cintas y toda la bola, en la clínica de Xabier Azkargorta. Dieron bárbaro, estaba encaminado, apenas con dos kilos por encima de mi peso ideal, aunque ése no era un problema.
Fueron buenos tiempos aquéllos, hasta fin de año. Sobre todo un día cuando un diario de Barcelona presentó un supuesto informe donde decía que yo hacía lo que quería, que no me entrenaba nunca, que vivía de noche: le respondí con un triunfo contra el Celta, en Vigo, y un golazo de tiro libre. Fue el domingo 22 de noviembre, ya sumaba tres goles, porque también le había metido uno al Rayo Vallecano, de penal. Estaba en el centro de la escena, otra vez.
Me acuerdo que armaron un quilombo bárbaro antes del partido contra el Tenerife, por mi duelo con Redondo y por el enfrentamiento entre bilardistas y menottistas, porque a ellos los dirigía Valdano, y con él estaba Ángel Cappa. Y yo le di la mano a Redondo antes de empezar el partido y punto, los dejamos a todos con las ganas de la pelea. Eso sí: a nosotros se nos escapó la tortuga aquella tarde del 3 de enero de 1993, en la isla: el Tenerife nos ganó 3 a 0. También se armó un circo enorme antes de mi reencuentro con el Barcelona, Pero del lado de enfrente: el lío sirvió para llenar el Sánchez Pizjuán como no se había llenado nunca y para sacar un empate 0 a 0, digno, nada más que digno. Y cerré la primera rueda a todo galope, con un partidazo contra el Real Madrid. Un partido grande, de los que a mí me gustan. Entonces, sí, me acuerdo que me animé a decir: "Me sentí entero para disputar todo mano a mano, de ir al piso, a recuperar la pelota, pude picar y ganar. Me sentí seguro". Se prendieron todos, enseguida, y algún diario español tituló:
Volvió el Maradona de México.
Se les fué la mano, eso me parecía a mí y a todos los que me conocían bien. Por eso, seguro, se me apareció Fernando con el diario en la mano y me gastó:
¿Así que anduviste de paseo por México en estos días?
Ese era el humor, así estábamos, hasta que llegó el momento de responder a lo que yo más amaba: el llamado de la Selección. El Coco Basile, que había estado conmigo en el debut, que había hablado conmigo en la intimidad, que había asegurado que me llamaría apenas me viera bien, había cumplido: me llamaba para jugar contra Brasil, el partido por el festejo del centenario de la AFA. No era un partido más: nunca lo es contra Brasil, claro, pero además, estaba incluido dentro de la fiesta en la que me nombraban como ¡el mejor futbolista argentino de todos los tiempos!
Viajé, sí, pero al regreso las cosas ya no fueron iguales: yo estaba acostumbrado como nadie a eso de cruzar el océano para jugar en el Seleccionado, volver y jugar en mi club. Nadie me lo iba a enseñar y los dirigentes del Sevilla pretendieron eso: no querían dejarme jugar el segundo partido, contra Dinamarca. Se pusieron en duros, me amenazaron con una multa y qué sé yo. Por supuesto jugué contra Dinamarca y volví a Sevilla, pero ya nada fue lo mismo. Es curioso, pasó lo que tenía que pasar, al fin: a Bilardo y a mí nos habían dicho que el Sevilla se caía siempre apenas pasaban las Fiestas; como si los jugadores, después de darle al champagne y a los brindis, ya no fueran los mismos. Bueno, a mí me pasó pero por otra razón: algo se rompió con los dirigentes y ya no hubo forma de arreglarlo.
Me empezaron a perseguir, a inventar historias, contrataron detectives para que les informaran lo que yo hacía, lo que yo decía, cómo vivía, y me harté. Me cansé: otra vez había hecho un esfuerzo enorme para volver y nadie me entendía. Sólo los míos, sólo los que estaban cerca. Como Bilardo. Por lo menos, eso pensaba yo en aquel tiempo. Una vez más, me equivoqué.
Pasó que yo venía arrastrando una lesión vieja, de esas que me acompañan a mí desde los Cebollitas, más o menos. Bueno, esta venía desde 1985, desde aquella famosa patada de un hincha venezolano en San Cristóbal, cuando llegamos allá para jugar las eliminatorias. Todos decían que yo no me entrenaba y mientras tanto, jugaba igual, lesionado: yo la estiraba, la estiraba. Tan es así, que me la querían operar en Italia y se opuso el doctor Oliva, él me salvó del cuchillo como me salvó de otras tantas. Cada vez que giraba, ¡me explotaba la rodilla! Me dolía tanto que yo mismo le decía: "¡Opéreme, doctor, opéreme!". Y él, nada:
Vos no te operas, haceme caso.
Le hice caso aunque el doctor del Napoli, el doctor del Milán, ahora el doctor del Sevilla, y todos decían que mi rodilla, así, no servía más... La cosa es que el Loco Oliva me la salvó, sólo que cada tanto me reaparecía el dolor en el menisco, como aquella vez en Sevilla.
Yo no me había entrenado en toda la semana y teníamos que jugar contra el Burgos, el domingo 12 de junio de 1993. Me puse de todo y salí a la cancha, como podía. Pero la rodilla se me iba, se me iba. Por eso, cuando terminó el primer tiempo, le dije a Carlos: "Carlos, no puedo más, no puedo manejar la rodilla... ¿Qué hago? ¿Me infiltro para seguir o salgo? Sáqueme o me infiltro". Y él me contestó:
Anda, infíltrate que vos tenés que seguir.
Fui, me cazó el tordo y me metió tres inyecciones en las rodillas. Tres inyecciones, ¡me mató! Pero yo le había dado la opción a Bilardo, y tengo de testigo a Lemme, su ayudante, y por eso me lo banqué. Porque sentí que Bilardo me necesitaba y yo no le podía fallar, siempre había sido así con él. Así salí a la cancha, de nuevo.
A los diez minutos, vi que el arbitro paraba el partido para hacer un cambio. Miré para el banco y vi la chapa número diez. ¡No lo podía creer! Pensé que era un error, que era un cambio de los otros... Pero no, Bilardo me sacaba a mí, diez minutos después de haberme hecho comer tres brutas inyecciones. Entonces lo reputié de arriba abajo, como todo el mundo vio por televisión: "¡Bilardo y la puta que te parió!", le grité.
Me fui al vestuario y lo rompí todo, lo hice mierda. ¡Rompí todo! Las cosas de los muchachos, di vuelta la camilla, todo, ¡una cosa terrible fue! Lemme, que me había seguido después de la puteada, me quería parar, pero lo tiré a la mierda a él también. Claudia, Marcos y Fernando, que habían bajado corriendo desde el palco, tampoco me podían agarrar
.
¡Un quilombo infernal!
Me fui del estadio y me encerré en mi casa. Me quedé toda la noche despierto, llorando. ¡Sin droga, ¿eh?, sin droga! Miré televisión, llorando, vi películas, llorando. Siempre llorando, siempre. Llorando por lo que había pasado y llorando porque me acordaba de la reunión del miércoles, más allá de la lesión, de la reunión que había tenido unos días antes de ese maldito partido con los dirigentes del Sevilla.
Ellos me habían dicho, ¡a mí, ¿eh?, a mí:
Vamos a echar a Bilardo antes del partido contra el Burgos, ¿te querés quedar como técnico y jugador?
yo les contesté, lo juro por mis hijas: "¡No, ¿están locos?! A mí me trajo Bilardo acá, yo vine por él. Yo puedo ser cualquier cosa, pero no un traidor, señores". El presidente Cuervas y también el vice, Del Nido, me insistieron:
Pero, Diego, ¡mire que las cosas están mal!, ¿eh?
Y entonces cerré la discusión: "Bueno, muchachos, esto es muy sencillo; si se va Bilardo... ¡me voy yo!". Salí de la reunión y me crucé con Bilardo, ahí nomás: "Carlos, me ofrecieron ser técnico, estos hijos de puta lo van a echar". Juro por mis hijas que fue así. Y él no me creía:
No, Diego, es una boludez, es una boludez. Voy a hablar con ellos y después te llamo.
No me llamó más, no me dijo más nada hasta que llegó el partido y se dio aquella historia: yo que juego, yo que me infiltro, él que me saca, yo que lo puteo...
Al día siguiente, yo seguía mirando televisión, la final de Roland Garros, me acuerdo, y seguía llorando. Y pensaba: "La puta, ¿cómo puede ser? Yo fui honesto con este tipo, le avisé que lo iban a echar, que me ofrecían el cargo a mí, ¿¡y me saca igual sabiendo que estaba hecho mierda!?". Entonces, estaba mirando el partido de tenis, así, con el televisor a un costado y sentí que pasa uno por atrás mío. Yo creí que era Franchi, no le di bola. Volvió a pasar y entonces me di vuelta... ¡Era Bilardo! Y me dice:
Vos no me podes hacer esto.
Yo seguía llorando, llorando de impotencia desde que me había sacado de la cancha, ¡desde el día anterior!, y el tipo me venía a decir:
Vos no me podes hacer esto, lo vi en la televisión, me puteaste, me puteaste cuando te saqué...
¡Para qué! Le grité: "¿¡Por televisión lo viste!? ¿¡Por televisión!? ¡Si te putié en la cara, hijo de puta, ¿cómo que lo viste por televisión?". Estábamos como locos:
Vos no me podes hacer esto, yo te banqué siempre,
me gritaba. "¿¡Qué me bancaste!? Si yo acepté que me clavaran tres agujas así de grandes y vos me sacaste igual."
Entonces se me vino encima y me empujó. Y cuando me empujó... perdí toda noción, perdí todo. Le di una trompada, ¡pim! Lo tiré a la mierda, cayó así, clavó. Y cuando le iba a pegar de nuevo... no le pude pegar, no le pude pegar. Vino Claudia, vino Marcos, lo agarraron. El seguía gritando: “
¡Pégame, por favor pégame!"
Le pegué una trompada, sí, y lo dejé concha p'arriba, porque me había empujado, por toda la bronca de una noche llorando, caliente. Pero... hoy me doy cuenta de que cuando se me vino encima, cuando se me vino para que yo le pegara, porque para eso vino, él estaba llorando, llorando. Por eso no lo rematé.
Después de eso, unos días más tarde, Claudia la llamó a Gloria, la esposa de Carlos. Y ella le contó que desde el día del quilombo el Narigón dormía con pastillas. Entonces, como yo soy Ceferino Namuncurá, lo fui a visitar, lo fui a ver. El me pidió disculpas, me dijo que tenía razón, que él me había pedido que yo me infiltrara. Se recompusieron las cosas, pero ya no fue lo mismo. A mí me quedó una duda, una duda que me dura hasta el día de hoy: ¿qué pasó en esa reunión entre Bilardo y los dirigentes, después que me ofrecieron a mí la dirección técnica? Tengo una respuesta, creo, y es que la solución era limpiarme a mí. Y me limpiaron. Se sacaron de encima a un tipo molesto, rebelde, que no aceptaba las cosas como ellos las planteaban. Por eso el boludo de Del Nido, el vicepresidente, se animó a decir que yo no estaba ni para jugar al metegol, para que me vaya, sabía que no iba a aguantar cosas así.