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Authors: Diego Armando Maradona

Tags: #biografía, #Relato

Yo soy el Diego (35 page)

BOOK: Yo soy el Diego
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Fueron cuatro meses de lucha, sobre todo contra los arbitros. Como técnico de Racing tuve que luchar contra una verdadera mafia, y no lo soporté. Encima, De Stéfano perdió las elecciones, yo había dicho que me iba con él y me fui. Cuatro meses exactos para once partidos, dos victorias, seis empates y tres derrotas. Así de clarito.

Pero es una buena experiencia la de ser técnico, muy buena. Te volvés, no sé, mucho más sentimental: te duelen más las cosas que les hacen a tus jugadores que las que te pasaron a vos mismo. En Racing, yo muchas veces quise entrar a la cancha por culpa de los arbitros, me sacaban de las casillas: Juan Bava, Ángel Sánchez, flor de quilombos tuve con ellos, y estoy convencido de que, por mi culpa, perdía Racing. Porque ellos la tenían conmigo, era algo personal. Pero hubo más cosas, muchas más, que me encantaron de mi experiencia como técnico: el hecho de dirigir un grupo, los entrenamientos, disfrutar de la relación con los jugadores. Sentí en el alma cómo me hubiera gustado, cuánto me gustaría todavía, tener en las manos un equipo poderoso.

Lo curioso es que aquella vez, a la semana nomás, de pronto, se me presentó la posibilidad. La oferta me llegó del hombre y del lugar menos pensado: de Pelé, para hacerme cargo de todo el fútbol del Santos, de Brasil. Todavía faltaba para el día de mi liberación —ese bendito 15 de septiembre de 1995 no llegaba nunca—, pero lo que Pelé me ofrecía se parecía mucho al ideal: ser técnico y, después, también jugador.

Me invitó a una de sus casas, en San Pablo, y el sábado 13 de mayo viajé con Guillermo, con Marcelo Simonián, un empresario muy amigo, y con Daniel Bolotnicoff. La pasamos muy bien charlando, la verdad; además, la cosa no se terminaba en el fútbol, también estaba la posibilidad de hacer cosas por los chicos de la calle, en la Argentina y en Brasil.

En realidad, yo quería ser técnico y jugador, pero en Boca. Y dos cosas se me cruzaban para que eso se cumpliera: una, que Boca no tenía un mango y, encima, sacarle un centavo del bolsillo a Carlos Heller, el vicepresidente, era más difícil que conseguir agua caliente en Fiorito; la otra, que los dirigentes, sobre todo don Antonio Alegre, el presidente, no quería saber nada con eso de jugador y técnico al mismo tiempo. Estaba Silvio Marzolini al frente, como en 1981, y al viejo ni se le cruzaba por la
cabeza
moverlo del banco. Y encima, pasó una cosa bien fulera: empezaron a decir que le estaba moviendo el piso a Marzolini; ni a La Bombonera podía ir porque se ponían histéricos, le tomaban la leche al gato con esa pelotudez. ¡Yo iba a ver a Boca, viejo, como cualquier hincha! La gente gritaba, sí, pero eso yo no podía evitarlo.

Lo mejor que me podía pasar era lo que pasó: la Pelé Sports Marketing me invitó a un viaje por Europa.

A la vuelta me llamó Heller. Un domingo a la mañana yo estaba jugando un picado en Tortuguitas, en la cancha de Adidas, y me llamó al celular de Cóppola. Ese mismo día, ellos dos se fueron a almorzar juntos y yo me fui a ver Boca-San Lorenzo por tele en la Quinta de Olivos, junto con el presidente Menem. Ese día, Boca perdió con San Lorenzo y yo lo viví como si fuera un jugador más. Estaba cuatro puntos físicamente, tal vez por eso me cansé comiéndome las uñas como me las comí.

Dos días después, el martes 6, yo estaba otra vez ahí, en la Quinta Presidencial. Pero ahora con más intimidad: Menem, Claudia, las nenas, yo... El presidente fue el que metió el dedo en el ventilador:
¿Y, Diego? ¿Qué pasa con Boca?,
me preguntó. Y yo le contesté: "Me muero de ganas para que se concrete, presi... Pero todavía no hay demasiado". Claro, yo sabía que los problemas eran dos: de plata, uno, pero también estaba mi sueño de ser técnico y jugador.

El jueves se reunieron, sin mí, todos los que podían definir la cuestión: Heller y Spataro, por Boca; Cóppola y Bolotnicoff, por mí; Carlos Avila, por... la plata. Ahí se acercaron en los números, sobre todo gracias a un clásico de mi carrera: los amistosos, apuntando sobre todo al mercado asiático, a Japón, a Corea, a China... Cualquiera de ellos era capaz de pagar más de un millón de dólares por verme jugar noventa minutos. La cosa es que, cuando terminó esa reunión, Guillermo me llamó por teléfono y me dijo:
Mira, Diego, que esta gente te quiere en serio. Sí o sí. Lo percibí en la piel. Todo lo demás se puede arreglar, incluido lo de Marzolini. Después hablamos mejor.

Ese llamado me hizo muy bien, me fui a dormir con una paz enorme, pensando en una frase:
Esta gente te quiere en serio.

Cuando me levanté, al día siguiente, me sentía fenómeno. Le agarré la cara a Claudia con las dos manos, le di un beso en la frente y le dije: "Estoy feliz, Clau... Que ellos hayan demostrado un interés serio me pone muy, pero muy feliz".

Y me fui a entrenar al Cenard, donde estaba trabajando desde que había vuelto de Europa. Con el Renegado Vilamitjana, con el control del doctor Lentini, con los otros pibes, con un enchufe terrible. Trabajé más que cualquier otro día y apenas terminé, como siempre, hablé de más. O, mejor, dije lo que tenía que decir, por si alguien tenía alguna duda, todavía. Como en el '81 había sido
Crónica,
esta vez fue el programa
Las Voces del Fútbol,
de Radio Libertad. Tiré, sin anestesia: "Estoy muy feliz por la propuesta, me encanta. Me siento jugador de Boca". Por otro celular, me estaba escuchando Carlos Heller, así que le agregué, ahí mismo: "Carlitos, me gusta la propuesta, vamos a darle para adelante". Y no me quedé con eso; lo llamé a Marzolini: "Silvio, está todo bien. Hay cosas que yo no comparto, sobre todo en cuanto a línea futbolística, pero sé que nos vamos a poner de acuerdo... Si ya lo hicimos una vez". Claro, ya lo habíamos hecho una vez, en el '81: él no me quería y me tuvo que aceptar; ahora, yo no lo quería a él, pero me lo tenía que bancar.

Estaba todo bien. Yo no tenía ningún derecho a apresurarlos, la verdad, y el solo hecho de volver a ponerme la camiseta de Boca me hacía sentir muy, muy, muy feliz. Lo de la plata estaba más que garantizado, porque el empresario Eduardo Eurnekian, el capo de América, se había subido al negocio. Se lo encontró a Guillermo por ahí, en un café, le preguntó en qué andaba yo, Guillermo le contó y el viejo le dijo:
Yo quiero hacer ese negocio.
Así que arreglaron con Torneos, que a partir de eso se iba a ocupar sólo de producir los partidos, y listo. Gente que pusiera la plata no me faltaba: los números se parecían bastante a los de mi contrato '87/'93 con el Napoli y aquella vez habían sido veinte palos en cuatro años, a razón de cinco por año.

Lo único que me quedaba era prepararme, responderle a Pelé, decirle muchas gracias, está todo bien, y rogar que los días pasaran rápido: Grondona hizo alguna gestión ante la FIFA, para que me redujeran la pena, pero mucha pelota que digamos no le dieron. Así que me dispuse a esperar.

Para empezar, volví a La Bombonera. El Boca de aquellos tiempos era bastante gris, y yo lo sufría, pero escuchar el viejo canto,
Vale diez palos verdes / se llama Maradona / y todas las gallinas / le chupan bien las bolas,
ya me ponía de buen humor. El domingo 11, cuando me presenté otra vez en ese estadio que era mi casa, pasé por el vestuario, saludé a los muchachos, que yo consideraba ya mis compañeros, y sentado en el palco de La Bombonera, justito en la mitad de la cancha, donde a mí me encantaba estar... me comí una derrota, contra Belgrano de Córdoba. Ahí leí el fax que me había mandado Pelé, cerrando definitivamente la negociación. ¿La verdad? Aquella vez estuvo bien el Negro, muy bien, porque en el fax decía todo esto...

"A mis amigos de Argentina, en relación a los recientes acontecimientos que involucran a la empresa de la cual soy presidente y a Diego Armando Maradona, debo aclarar que;

"1. Diego continúa siendo el mayor jugador de la actualidad, y su fútbol original y creativo seguirá por mucho tiempo encantando a los que, como yo, amamos el fútbol.

"2. Lamentablemente, cuestiones burocráticas entre abogados y clubes impidieron materializar uno de los proyectos más lindos que me fue presentado en mi vida: el trabajo conjunto entre Diego Armando Maradona y mi compañía. No supieron interpretar lo que para mí y Diego estaba claro y definido.

»3. Nada modificará la relación entre Maradona y Pelé. Siempre lo respeté como futbolista, pero aprendí a respetarlo aún más como hombre a partir de nuestro reciente encuentro personal."

Y seguía. Un diplomático, Pelé. Como siempre, bah...

La cosa es que ya estaba en mi casa, otra vez. Para mí, volver a Boca fue como parir después de un embarazo de catorce años. Quería alegrar a la gente, quería volver a escuchar, en cualquier barrio de Buenos Aires:
Vieja, vamos a la cancha, vamos que hoy juega El Diego.
Porque yo soy El Diego, y soy de los que me llaman así: El Diego. Pero como no quería engañar a nadie, me embarqué en un contrato por productividad: cobraba si cumplía. ¿Qué miedo iba a tener, si me sentía Gardel? Pero Gardel en serio, ¿eh?: la gente de América me contrató también para hacer una película, justamente en homenaje a Carlitos. Se llamaba
El día que Maradona conoció a Gardel
y yo cumpliría otro sueño con eso: cantaría "El día que me quieras" en dúo con El Zorzal. Gracias a las computadoras, por supuesto, pero no dejaba de ser cierto.

Me pasaban tantas cosas, todas buenas, que un día le dije a Claudia: "Tengo miedo de despertarme mañana y darme cuenta de que todo esto es un sueño, que no es cierto". Claro, si encima Boca había cumplido con la promesa y me compró ¡a Caniggia!, para que jugara conmigo, como ya lo habíamos hecho en la Selección. Eso me garantizaba muchas cosas: que los dirigentes estaban haciendo las cosas a lo grande, como correspondía en Boca y también que el negocio iba a funcionar, porque con Cani y yo juntos los amistosos iban a caer a montones. Más vale que así fuera, porque al fin toda la operación había movilizado más de quince millones de dólares.

Todo iba muy bien, hasta que me di cuenta de que trabajaba como un loco, que me entrenaba todos los días, pero llegaba el domingo... ¡y no podía salir a la cancha! Ahí fui consciente de lo duro de la sanción, ¡de lo injusto de la sanción! Y, no sé, quería que todos entendieran, a partir de ese sentimiento mío, por qué había dicho "me cortaron las piernas". Porque me las habían cortado, ¡carajo!

Por eso desaparecí de los entrenamientos en Boca por una semana, porque no podía con mi alma. Y anuncié que no iría más, que seguiría por las mías, tal como estaba escrito en el contrato, hasta que se levantara la sanción, no antes. Me hacía mal, ¡me hacía mal de verdad!

Y lo mismo me pasaba en la cancha, cuando iba a ver al equipo. Recuerdo particularmente una noche, en la cancha de Vélez, contra Platense, el viernes 18 de agosto. ¡Lo que sufrí! Terminé yéndome del palco oficial, desde donde estaba siguiendo el partido, para escucharlo por radio, en el pasillo. Fue aquella noche que me crucé con Passarella, a un metro de distancia, y ni nos miramos... No sé, me había estallado algo en la cabeza, no aguantaba más la espera, no lo soportaba, se me hacía muy difícil. Era muy duro que llegara el domingo y no poder salir a la cancha.

Todos me decían:
Es poco tiempo, es poco tiempo...
Para mí, cuarenta y cinco días, eso era lo que faltaba, me resultaba un siglo, ¡una eternidad! Cada vez que entraba el equipo a la cancha, con la cancha llena y un marco espectacular, sin mí ahí, abajo, me daban ganas de llorar. Esa era la pura verdad.

Entonces, me convencí de que tenía que hacer las cosas a mi manera. Menos de quince días después, el jueves 31 de agosto, me embarqué en un avión privado hacia Punta del Este. Mi jefe de entonces, Eurnekian, me había conseguido la chacra de un amigo suyo, Samuel Liberman, para que yo armara mi operativo retorno desde allí. Al avión subí a Cóppola, como siempre, a Germán Pérez, que era como un asistente mío, y alguien que sabía que iba a provocar quilombo en la Argentina: a Daniel Cerrini. Sí, a Daniel Cerrini. Porque sabía que me podía ayudar mejor que nadie y también porque en el país de hipócritas en el que vivíamos, donde nadie le daba una segunda oportunidad a nadie, yo quería ser distinto: en el Mundial se había equivocado él, sí; pero también me había equivocado yo. Y no estábamos dispuestos a tropezar dos veces con la misma piedra. Aquello nos había servido de experiencia a todos.

Me tomé unos días. Hasta que el domingo 3 de septiembre, a las siete de la mañana, los levanté a todos de un grito: "Acá vinimos a laburar, ¿no? Entonces, ¡vamos a laburar!". Aquel lugar invitaba, también: la "chacrita" de Liberman era una monstruosidad, con cancha de fútbol, parques ideales para correr, de todo... Otra vez, me puse a dieta. Otra vez, Boca me hizo sufrir; aquel domingo empató con Lanús: ¡no ganaba nunca! A esa altura, yo me había convertido en el defensor número uno de Marzolini: si lo echaban, yo no volvía. Y el partido del regreso lo jugaba con un equipo mío, hasta con Passarella si él tenía ganas. Digo lo de Passarella porque en aquellos días nuestra guerra estaba en su punto máximo: ¡el pelotudo jodia con eso del pelo y hasta Redondo le pegó el portazo! Me acuerdo que dije, por aquella negativa de Fernando: "Mira vos, las vueltas de la vida, me voy a tener que hacer una remera que diga AGUANTE REDONDO". Y también hice algo más, que muchos entendieron como un mensaje para Passarella, pero nada que ver: me pinté el pelo de azul y estaba dispuesto a agregarle, en cualquier momento, una franja amarilla.

Estaba tan embalado con todo que en esos mismos días cumplí con otro sueño: de Punta del Este me fui a Buenos Aires, de Buenos Aires —después de descansar unos días, apenas— a Madrid, de Madrid a París... Y en París, el lunes 18 de septiembre, concreté un viejo sueño: fundé el Sindicato Mundial de Futbolistas. Me apoyó una banda, pero una verdadera banda, en serio, con el francés Eric Cantona a la cabeza. El estaba suspendido, como yo, y fue el primero en sumarse a la idea. Pero también estuvieron George Weah, Abedi Pelé, Gianluca Vialli, Gianfranco Zola, Laurent Blanc, Rai, Thomas Brolin, mi gran amigo Ciro Ferrara, Michael Preud'Homme... Un equipo de primera. ¡Ojo! La pretensión, sencilla pero imposible por la actitud de ellos, era que los dirigentes nos escucharan. Que los futbolistas tuviéramos, de una vez por todas, voz y voto.

De ahí mismo piqué a Estambul en un avión privado, un viaje loquísimo para estar presente en un partido a beneficio de los chicos de Bosnia. Llegué cuando el partido casi terminaba, hice un par de jueguitos, la gente me aplaudió y partí de nuevo. Al día siguiente tenía que estar en Corea del Sur, para empezar a prepararme. De Estambul a Londres y de Londres a Seúl, por fin. Llegaba la hora: por fin, me iba a poner la camiseta de Boca en serio.

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