Los dos se quedaron helados, mirándose fijamente.
—Si logro mandar a alguien a tiempo, podremos destruir los corazones y detener esta pesadilla antes de que empiece.
Arkeley asintió como si le gustara lo que oía.
—Esto no tiene por qué terminar mal. Tan sólo debemos encontrar los corazones antes que el vampiro. Puedes llamar a la policía de Gettysburg e informar de dónde están y cómo deben ser destruidos.
Caxton asintió, sacó el teléfono móvil y marcó el número, que se sabía de memoria. Finalmente, alguien descolgó el teléfono en Harrisburg.
—Soy la agente Laura Caxton —dijo—. Póngame con el comisario, por favor. No, espere, aún no habrá llegado. Póngame con el oficial de guardia.
El telefonista no hizo preguntas. Al cabo de unos segundos se oyó la voz aburrida del agente que atendía la centralita. Caxton le explicó rápidamente lo que necesitaban.
—Para eso hace falta una orden judicial —masculló el agente de guardia.
Eso supondría una pérdida de tiempo, tal vez varias horas. Tendrían que despertar a un juez, que querría ver papeles, alguna prueba que justificara entrar en una propiedad privada y apropiarse de un viejo barril oxidado. Iba a hacer falta algo más que el testimonio histérico de una agente desquiciada.
—Existen circunstancias apremiantes. El barril en cuestión se va a utilizar para cometer un crimen violento. O varios.
—Sería la primera vez que actuamos así. No sé, agente...
—Escuche —dijo Caxton—. Escúcheme con atención.
Cerró los ojos e intentó imaginar qué palabras podrían hacer cambiar de opinión al agente de guardia. Cien vampiros. En una ocasión Caxton había visto lo que podían hacer tan sólo dos vampiros. Se habían comido a todos los habitantes de un pueblo y habían dejado a un solo superviviente. Cien vampiros que, además, llevaban más de un siglo de abstinencia, unos vampiros que estarían consumidos y hambrientos, podían acabar con toda la población de Gettysburg en una sola noche.
—Escuche —dijo de nuevo—. Asumo personalmente la responsabilidad de esta decisión. Mande un coche patrulla y que se incauten del barril, porque si no lo hace va a morir mucha gente; morirán de manera dolorosa y sus familias sufrirán durante años. Y todo porque usted no ha querido hacerme caso. ¿Me ha entendido?
—Sí —dijo finalmente el policía—. Oiga, usted es la famosa Caxton, ¿verdad? La superpoli sobre la que rodaron una película, ¿no? ¿Cuánto le pagaron por eso?
—¡Mande esa patrulla inmediatamente, joder! —gritó y cerró el móvil.
Cuando levanto la vista Arkeley y Harold la estaban mirando.
—Van a mandar una unidad a buscar el barril —le dijo a Arkeley.
—Afuera aún es de noche —replicó éste.
—Ya lo sé —dijo Caxton entre dientes—. Van a mandar a un agente en un coche patrulla. A lo mejor se acuerda de coger la pistola, pero lo más probable es que no lo haga. Si el vampiro ya está allí, si se nos ha adelantado, destrozará a nuestro hombre. Sólo nos queda esperar a que éste llegue antes. Yo iré hasta allí tan rápido como pueda e intentaré evitar que nadie muera, pero no puedo volar. Tardaré varias horas en regresar. ¿Debería haber actuado de otra forma?
Arkeley negó con la cabeza. No tenía preparada ninguna respuesta desagradable y ni siquiera la llamó idiota.
Caxton se aseguró que no se estuviera olvidando de nada. Llevaba de nuevo su Beretta, totalmente cargada, en la pistolera; también había recuperado el spray de pimienta, las esposas y la linterna de los bolsillos de Geistdoerfer antes de resucitarlo.
Se volvió y le echó un último vistazo al siervo del vampiro. Sabía que en cuanto se marchara, Arkeley destruiría aquel cuerpo reanimado, le aplastaría la cabeza y cremaría los restos. Ni siquiera se tomaría la molestia de contactar con la familia del profesor, por lo menos no hasta que fuera demasiado tarde. «Bueno —pensó Caxton—, que duerman tranquilos una última noche antes de enterarse de cómo John Geistdoerfer había encontrado una truculenta muerte por segunda vez.»
Caxton se acercó al expositor en el que se encontraba éste.
—Antes de marcharme quiero hacerle una última pregunta —dijo—. Esta vez sin torturas ni amenazas. Tan sólo quiero hablar con el hombre que estaba antes en posesión de ese cuerpo.
Los ojos secos y amarillentos del siervo se clavaron en ella como si estuvieran fijados con cola.
—Cuando me cacheó, profesor, me quitó las armas y las esposas. Encontró mi teléfono móvil, pero lo dejó donde estaba. No entiendo por qué lo hizo. Estoy segura de que sabía de qué se trataba.
—Desde luego, agente. Sabía perfectamente que era un teléfono —dijo el siervo con un irritante y agudo chillido.
—Entonces, ¿por qué no me lo quitó? ¿Estaba intentando ayudarme? ¿Creía que tal vez con el teléfono iba a tener alguna opción de detener al vampiro?
El siervo se lamió los labios resecos con su lengua gris. Arrugó la nariz como si algo oliera mal.
—Tal vez —dijo por fin—. Si digo que sí, ¿dejarás que me vaya?
—No —respondió ella, frunciendo el ceño.
—En ese caso, es probable que pensara tan sólo en que no ibas a poder llamar a nadie, por lo menos mientras te estuviéramos vigilando —dijo y apartó la mirada—. Yo soy de los malos. ¡Si ya habéis terminado conmigo, matadme de una vez!
Caxton negó con la cabeza y lo agarró por la camisa y la chaqueta. El siervo intentó zafarse, apartarse de ella. Sin embargo, la agente no tenía ningún interés en él: cuando lo tuvo lo bastante cerca, le metió una mano en el bolsillo y sacó las llaves del coche del profesor.
A continuación se dirigió rápidamente hacia la entrada del museo y abrió la puerta. Fuera, una brillante luz azulada llenaba el cielo, el color de la noche justo antes del alba. Todo lo que había sucedido desde que había ido a la Universidad de Gettysburg a entrevistar a Geistdoerfer había tenido lugar en tan sólo una sola noche, pero aquella noche había terminado, por fin. Una capa de escarcha cubría los coches aparcados en la calle y los postes de madera de la luz, ya estaba preparada para derretirse y convertirse en rocío. No lejos de allí se oía el piar repetitivo y estridente de un pájaro; aquel monótono gorjeo le reverberaba en el oído. Necesitaba dormir con urgencia.
A sus espaldas oyó un crujir de ropa y sus manos dieron un respingo de pura paranoia. Se dio la vuelta y vio que se trataba de Arkeley, que se había quedado en el quicio de la puerta.
—Debería ir con usted, pero no puedo —dijo. Los ojos le brillaban con la luz azulada del amanecer; eran unos ojos fríos, furiosos, temibles—. Éste debería ser mi caso, pero estaba demasiado débil para cerrarlo. Va a tener que echarme una mano.
Caxton sabía perfectamente que el caso era suyo, pero entendía la frustración del federal. Había pasado la mayor parte de su vida adulta tratando de lograr la extinción de los vampiros; los errores y fracasos de Caxton debían de provocarle un temor creciente, pues sabía que él lo habría hecho mucho mejor. ¡Si su cuerpo aún le respondiera, si todavía conservara las fuerzas!
—Le sacaré lo que pueda a Geistdoerfer. Si se acuerda de algo más, la llamaré. Ayudaré a distancia tanto como me sea posible. —Puso cara larga—. Haga las cosas bien —dijo—. Sea lista y no permita que la maten. .
Era lo más parecido a desearle suerte que era capaz. Ella se limitó a asentir y se concentró ya en la siguiente tarea. Así era como iba a lograr salir airosa de la situación: tomando las decisiones de una en una.
Se dirigió a toda prisa hacia el aparcamiento, donde la esperaba el coche de Geistdoerfer, con sus discretos alerones traseros. El parabrisas estaba cubierto por una fina capa de escarcha que Caxton rascó con la manga. Entonces se metió dentro, puso en marcha el potente motor y lo oyó rugir. El cielo estaba cada vez más claro. Cuando tuvo la sensación de que el coche se había calentado suficiente, metió una marcha y se dirigió hacia la salida del aparcamiento. Dejó el teléfono móvil en el asiento del acompañante; tenía muchas llamadas que hacer.
Su estómago soltó un sonoro gruñido; llevaba muchísimo tiempo sin comer nada. Su cerebro protestaba dolorosamente dentro del cráneo. Su cuerpo estaba al borde del colapso; necesitaba dormir, comer y un poco de calma.
Era una situación que tenía difícil arreglo, aunque algo sí podía hacer.
Aún debería esperar un poco antes de poder dormir y lo de la calma era un concepto demasiado abstracto; en cambio, sí podía comer algo. En aquella zona de Pensilvania había numerosas cafeterías, aunque en general se trataba de restaurantes familiares, de los que no abren hasta que los granjeros empiezan su jornada. Y para eso aún faltaba un poco. Encontró un establecimiento de comida rápida que abría las veinticuatro horas y decidió invertir unos minutos en recuperar algo de energías y lograr que su cuerpo se tranquilizara un poco.
Se metió en el carril para hacer pedidos desde el coche y bajó la ventanilla manualmente. Una ráfaga de aire frío le golpeó la cara y la despabiló ligeramente. Pidió lo que quería gritando al micrófono, pero no obtuvo respuesta. Al cabo de un rato apretó el claxon y el sonido neumático que soltó el coche hizo que los pájaros que había en los árboles del otro lado de la carretera echaran a volar.
Finalmente, se oyó una voz adormilada por los altavoces.
—¿En qué puedo ayudarla? —dijo.
—Póngame un sándwich de huevo y un café —respondió Caxton.
—¿Con leche y azúcar? —preguntó la voz, pero el sonido era muy malo y costaba mucho entender qué decía.
—No —gritó Caxton.
—¿Quiere patatas fritas por sólo treinta y nueve centavos más?
Caxton se presionó el puente de la nariz con dos dedos y luego se lo masajeó.
—Oiga, mucha gente va a morir si no mueve el culo de una puta vez y mete un sándwich en una bolsa —dijo.
De los altavoces salió una crepitación eléctrica tras la cual se oyó de nuevo la voz:
—Perdone, no la he oído bien.
Probablemente fuera mejor así. Caxton suspiró sonoramente.
—Sí, póngame patatas fritas —dijo.
—Gracias, avance hasta la ventanilla.
Caxton hizo lo que le decían, recogió la comida y pagó. Antes incluso de entrar de nuevo en la autopista, le había hincado ya el diente al grasiento sándwich.
La carretera desaparecía bajo sus ruedas. Al llegar al peaje, se metió en el carril reservado para telepago. El importe del peaje se cargó en la cuenta de Geistdoerfer y Caxton siguió adelante.
Storrovo recuperó el equilibrio y se agarró al desvencijado lateral de la cúpula. «Ya no hay motivos que nos impidan regresar por donde llegamos», dijo con una sonrisa. «Será un arduo camino por el territorio de los partisanos, pero sin Simonon sus jinetes estarán desorganizados, lo mejor incluso logramos regresar a nuestras líneas.»
Yo me froté la cara con las manos. ¿Que podía hacer? ¿Que motivo tenía para seguir adelante? Hill estaba muerto. Aún tenía la obligación de cumplir con mi deber, me dije, y de servir a mi patria. Pensé que debía aferrarme a eso para sacar fuerzas de flaqueza. Le tendí una mano a Storrovo, pero este no me la cogió. En lugar de ello, soltó un grito de angustia. Me volví a mirarle.
En aquel preciso instante se esfumaron todas nuestras esperanzas. Chess volvió a levantarse con una furia a la que no podía dar crédito, aunque lo estaba presenciando todo con mis propios ojos. La cabeza del vampiro había recuperado su forma original, si bien le faltaba el sombrero.
« ¡La madre de Dios ! —exclamó Storrovo—.¡Estamos listos! !Agárrate!», le grite yo, porque de pronto quería que viviera. Storrovo y yo habíamos tenido nuestros más y nuestros menos y, sin embargo, deseaba que viviera; lo deseaba con tantas fuerzas que habría sido capaz de sacrificar mi propia vida por el. Y eso era exactamente lo que creía estar haciendo.
Me lance contra el vampiro con la cabeza gacha, tan rápido como me permitió mi pierna herida. En condiciones normales, eso habría tenido el mismo efecto que si le hubiera echado el aliento: el era más fuerte que yo, mucho más, invencible por lo que yo sabia. No obstante, la inclinación del tejado me permitió tomar mayor impulso mientras me precipitaba arrebatadamente contra el, de tal modo que cuando colisione con el vampiro ambos salimos despedidos por los aires.
Por un momento estuve suspendido entre el cielo y el suelo, cual espíritu del aire. Al instante siguiente me desplome contra el suelo de Virginia, que resultó ser mucho más duro de lo que yo recordaba.
Sentí un dolor atroz, aunque este duró tan sólo un momento. "Pues de pronto deje de sentir nada en las piernas y en el tronco hasta el pecho, acababa de partirme la espalda. No me hacía falta ningún medico para saberlo.
LA DECLARACION DE ALVA GRIEST
Las hojas se arremolinaron en el aire y chocaron contra el parabrisas cuando abandonó la autopista 15 y se dirigió hacia las afueras del municipio de Gettysburg. Las calles estaban desiertas, el tráfico matutino aún no había empezado. Pasaban varios minutos de las ocho y el sol asomaba ya por encima de las copas de los árboles, propagando un resplandor blanco por aquel cielo preñado de nubarrones negros.
El campus de la Universidad de Gettysburg no quedaba lejos. No había tenido noticias de la jefatura de policía, por lo que aún no sabía si habían logrado adelantarse al vampiro y arrebatarle el primer premio. Había cogido el teléfono y lo sujetaba contra el volante. Quería poder responder en el preciso instante en que comenzara a sonar.
Coronó una pequeña colina y levantó el pie del acelerador mientras el coche se precipitaba a toda velocidad hacia una oscura hondonada. Una brisa persistente azotaba los árboles, cuyas ramas medio desnudas se golpeaban entre sí y se agitaban en el aire.
Al cabo de un momento llegó por fin al campus. Aparcó bajo las antiguas oficinas de Geistdoerfer y salió del coche, echo un vistazo buscando el coche patrulla que había mandado. Estaba algo lejos, al fondo del aparcamiento, con las luces apagadas. Se acerco al vehículo lentamente; no sabía qué se iba a encontrar. De vez en cuando volvía la vista hacia las aceras arboladas del campus, hacia las sombras. Sabía que allí no había nada: el vampiro hacía ya rato que dormía, escondido en algún ataúd robado, a la espera de que el sol, que acababa de salir, se pusiera de nuevo.
Llegó junto al coche, se agachó y se cubrió los ojos para echar un vistazo al interior. Había un agente encorvado en el asiento del conductor. Llevaba una gorra de visera que le ocultaba los ojos, pero Caxton vio que tenía la boca abierta.